Prólogo a «Frankenstein o el moderno Prometeo

PRÓLOGO A «FRANKENSTEIN O EL MODERNO PROMETEO»,

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DE MARY SHELLEY

  • (Frankenstein o el moderno Prometeo. Mary Shelley. Col. Castalia Prima. Ed. Castalia. 2008. Madrid. ISBN: 978-84-9740-260-6)

M. Rosúa.

LA ÉPOCA. “Y seréis como dioses” (Génesis, capítulo III).

 

Esto promete la serpiente a Eva si come la manzana, que es la sabiduría, el peligro, el bien y el mal. El final del siglo XVIII y comienzos del XIX es el albor y despegue del mundo moderno, el de la ciencia, los derechos universales del hombre, la exploración ilimitada e infinita, la filosofía de la Ilustración y las grandes esperanzas en la mejora de la condición humana; es época de tolerancia y terror, del avance hacia lo desconocido y del vértigo de la libertad. Se especula sobre el origen de la vida y Luigi Galvani, físico italiano muerto en 1798, introduce el galvanismo, la idea de que en la chispa eléctrica reside el poder de animar materia inerte; el conde Alessandro Volta inventa la pila que lleva su nombre; Erasmus Darwin, abuelo del Darwin de la en su momento escandalosa teoría de la evolución de las especies, es físico y poeta y difunde su creencia en la posibilidad científica de dominar desde la génesis de seres humanos hasta las leyes del vasto universo. De hecho, el gran sir Isaac Newton, filósofo natural y matemático inglés que vive de 1642 a 1727, ya ha enunciado la Ley de Gravitación Universal, descubierto la composición de la luz, anticipado la teoría de los cuantos y establecido la dinámica que rige la evolución de los cuerpos celestes. Es tiempo de electricidad y magnetismo, Naturaleza y cambio, experimentos y revoluciones cuyos altos ideales de forjar un edén en la tierra pueden desembocar en terror, exterminio y fanatismos no menos peligrosos que los de épocas pasadas. Los fervientes defensores de la Razón conviven con el torbellino de exaltación romántica de la bondad primigenia, de abolición de límites, de conquista de la energía que es, a la vez, fuego divino, recurso inagotable, amor materializado y principio vital.

Pero ¿cómo crear dioses sin crear demonios? ¿Cuál es el precio del peaje hacia el maravilloso mundo que, por medio de la ciencia, apunta en una lejanía que pueden hacer próxima la simple decisión y voluntad humanas?. Estamos, en esa época-y en la nuestra-ante los hombres de diseño, a los que, por medio de la educación, la física, la química, la electricidad, la política, se puede fabricar. El filósofo francés Rousseau (1712-1778) ha plasmado en el Emilio la educación perfecta y defendido la idea del Buen Salvaje, el hombre todavía no corrompido por la sociedad, pero él mismo ha ido entregando sus propios hijos al orfanato. Robespierre, en la revolución francesa de 1789, ha instaurado eficazmente el terror en nombre de la igualdad, dirigido las matanzas, para acabar siendo guillotinado a su vez. Brilla el espíritu prometeico, el mito del Titán que robó el fuego a los dioses para llevárselo a los hombres y que, en su versión romana, volvió a recrear la humanidad modelando figuras de arcilla. El mundo moderno hunde sus raíces en el Renacimiento, la exégesis de la Biblia, los clásicos, la sabiduría acumulada por las Edades Antigua y Media, y lo edifican gentes muy cultivadas, de sólida formación humanística. En los gabinetes del investigador (de los que se denominaban filósofos naturales) y del estudioso, en los incómodos laboratorios, se trabaja con la ilusión y la inquietud del futuro inminente y de la adquisición de la verdad, con la meta del paraíso terrestre, con el temor a los monstruos y dioses que podrían quizás residir en ellos mismos.

 

 

 

 

 

 

MOVIMIENTO LITERARIO.-Nuestros monstruos.

 

Siempre ha habido monstruos rondando la literatura, el floklore, el arte; proyecciones de la imaginación individual y del inconsciente colectivo, explicaciones fabuladas de lo inexplicable, dragones, minotauros, esfinges y quimeras. Existe en la Edad Media la historia del Golem, leyenda judía sobre un sirviente modelado con arcilla y al que se infunde vida con invocaciones especiales del nombre de Dios. Pero la era moderna será la de nuestros monstruos, casi de la misma especie o de especies inteligentes, cercanas. Sus predecesores son híbridos: arpías, licántropos, centauros Produce especial terror la semejanza humana, el cadáver animado, el engendro bestial pero reconocible como producto abortado de la Humanidad. El relato de Mary Shelley recoge, asimila, transforma y proyecta a gran altura un género literario llamado al éxito y el consumo del gran público: la novela de terror. En el siglo XVIII aparece la que se llama novela gótica, que suele desarrollarse en castillos medievales en una atmósfera de misterio, seres sobrenaturales, doncellas en peligro, esforzados amantes, estancias lóbregas, tormentas nocturnas, sucesos pavorosos y secretos terribles. Buena parte de sus cultivadores proceden del mundo anglosajón, como A. W. Radcliffe, H. Walpole, W. Godwin, padre de Mary, o M. Lewis.

Pero la novela gótica no es sino un ingrediente menor en la confluencia de géneros literarios que se dan cita en la obra que nos ocupa. Lejos de enmarcarse en el simple relato fantástico, Frankenstein es fiel a su época: apasionadamente ilustrado y apasionadamente romántico. El Romanticismo vibra en cada página con la plasticidad de una pintura. La literatura de ese movimiento se caracteriza por la pasión y la desgracia, por la rebeldía y la soledad del individuo, por la ruptura con los convencionalismo, por la fe en el poder del valor, el genio y la voluntad. Sus historias transcurren en grandes paisajes en los que la naturaleza avanza majestuosa para ocupar el primer plano; sus protagonistas, de por sí extraordinarios, vagan por espacios desiertos, salvajes, tenebrosos o melancólicos, y, como los héroes de la tragedia griega, están abocados a un destino fatal.

Esto sin embargo coexiste con la herencia del Racionalismo y de las Luces por mucho que los románticos pretendan huir a lugares exóticos, lejanos, ajenos al mundo moderno. Se habla de galvanismo, medicina, astronomía, física; se discute en largas tertulias sobre esa misteriosa fuerza eléctrica que hace reaccionar a cadáveres. Se comenta, con toda inocencia, que, mediante descargas, al parecer se había logrado dotar de movimiento a un puñado de fideos. Con la literatura nueva cuyo terror nada tiene de simple, que no recurre sistemáticamente a lo maravilloso, podríamos hablar de una proto-ciencia ficción, de un precedente de ese género literario; mezclado con otro que es la novela filosófica, la fábula moral pero de final totalmente abierto a la consideración de cada lector. Todo esto nutrido de los grandes géneros de las literaturas y mitologías clásicas grecolatinas, de la Biblia y de las epopeyas de descubrimientos geográficos, y penetrado de los escritos e ideas revolucionarios sobre los derechos humanos, el desarrollo del hombre, la lucha contra la superstición, el atraso y la injusticia y la reflexión sociopolítica.

Frankenstein inaugura la genealogía de monstruos inquietantemente próximos, producto de sabios creadores o de un suceso trágico, mucho más terroríficos por su componente humano. Ya en 1816 lord Byron había dejado inacabada una historia que sugirió a Polidori su “The Vampyre”. Luego vendrán el Drácula de Stoker, el Mister Hyde de Stevenson, el horror en estado puro de Edgar Allan Poe, los monstruos inteligentes de Wells, procedentes de otro planeta. Llega a continuación el tiempo de la beatificación del pobre monstruo, de cualquier monstruo, sólo por ser marginal, minoritario y distinto, con perfecta indiferencia respecto a sus crímenes y víctimas, por parte de una sociedad acobardada ante el mundo y ante sí misma. Y hoy se abre el imprevisible horizonte de la ingeniería genética, de la clonación, imitación, infusión de la vida.

 

 

 

 

 

 

LA AUTORA.-Ser un genio a los dieciocho.

 

Se trata de una adolescente que ha huido a los dieciséis años de su hogar enamorada de uno de los mejores poetas de Inglaterra, Percy Bysshe Shelley (1792-1822), él también muy joven. Su esposa, Harriet tendrá el segundo hijo de Percy en 1814 y se suicidará en 1816, poco después de que lo hiciera Fanny, hermanastra de Mary. Mary, que había conocido a Shelley a los catorce años, podría haber disfrutado entre los suyos de un cómodo bienestar, pero eligió el azar, la audacia y el sendero que sus sentimientos le indicaban; vivió un amor grande y apasionado que la marcó de por vida, en un entorno maravilloso y rodeada de poetas excelentes, pero estuvo, desde muy pronto rodeada de muertes. En el verano de 1816 la pareja, otro gran poeta ya de prestigio, lord Byron, (cuya amante, Claire Clairmont, es hermanastra de Mary y la acompañó en su huida de Londres) y el médico y ayudante de éste, Polidori, pasan los días de lluvia y las noches tormentosas en la villa Diodati, junto al lago Leman. Las montañas de Suiza despliegan a su alrededor el magnífico paisaje que el grupo recorre en excursiones cuando el tiempo lo permite.. Durante las largas tertulias se habla de filosofía y medicina, de literatura y galvanismo, del origen de la vida y de los descubrimientos científicos. Pese a su juventud, Mary posee una muy seria formación humanística y una extraordinaria capacidad receptiva. En una velada Byron propone que cada uno escriba un cuento de terror. Sólo ella llevará la tarea a término. Tiene un sueño: Ve al pie de su cama a un trágico, espantoso monstruo al que se había infundido artificialmente vida. Al tiempo se gestaban en el vientre de ella hijos: se le ha muerto un bebé prematuro el año anterior y le ha nacido en enero de 1816 William, que morirá pocos años después y al que seguirá una niña, Clara, muerta al año. En su inconsciente yace el recuerdo de que su madre falleció tras darla a luz. Despierta y escribe, sin descanso. Y surge Frankenstein, profunda, estructurada, densa, muy lejos de la simple historia de terror. Desde el cruce de caminos y movimientos en los que ya la sitúan sus lecturas y estudios y su época, teniendo como rampa de lanzamiento la experiencia inmediata y la riqueza intelectual de aquéllos con quienes se mueve y el valor de su iniciativa individual, Mary ha sido elevada súbitamente a esa cumbre creativa a la que sólo se accede con la chispa del genio, tan misteriosa como la de la vida que pretende infundir Víctor Frankenstein.

Mary Wollstonecraft (1797-1851) es hija única de un escritor y filósofo político materialista, racionalista y anarquista, William Godwin, autor de “Investigación sobre la justicia política” y “Aventuras de Caleb Williams”, y de la escritora Mary Wollstonecraft, que fallece como consecuencia del parto y era autora de una “Reivindicación de los Derechos de la Mujer” que constituye el primer gran documento feminista. El viudo se volvió a casar con una chica de escasa cultura mucho más joven que él, con la que la hija no tuvo trato, y que acabaría poniendo fin a sus días. Mary contrajo matrimonio con Shelley en Londres, en diciembre de 1816, tras el suicidio de la primera esposa de éste. Percy morirá ahogado en 1822; poco antes había salvado con su pronta asistencia la vida a Mary, que se desangraba por un aborto. La viuda tiene veinticinco años. Siempre rechazará a los que pidan su mano; pasa penurias económicas, vive en Italia, viaja con el hijo que le queda, Percy Florence, por Alemania y muere a los 53 años en su Inglaterra natal. Además de encargarse de la publicación de las obras de Shelley, relató sus viajes y experiencias y compuso poemas y novelas, como “Valperga”, “The Last Man”, “Perkin Warbeck”, “Falkner” y “Rambles in Germany and Italy”, pero sus escritos de madurez nunca alcanzaron la altura de aquella obra de juventud concebida en los momentos más intensos de su existencia.

 

 

 

 

 

 

LA OBRA.-Monstruo malo/monstruo bueno.

 

Podría haber sido uno más entre los miles de cuentos de miedo, una historieta de fantasmas, seres diabólicos o bestias insólitas aderezada con las indispensables gotas de aventura amorosa, desafío, torreones y tesoros. Pero resultó una obra de esa envergadura que traspasa la línea del buen oficio para situarse en el selecto círculo de la excelencia y la fama. Frankenstein o el moderno Prometeo pertenece por derecho propio a la galería de personajes que, salidos de la ficción, han adquirido una entidad que sobrepasa a la de sus autores y a los seres reales, como también ocurre con don Quijote, la Celestina, Julieta, Otelo, don Juan o Hamlet. Y ello no es casual ni reside en una faceta o en algunas páginas; es el fruto de un equilibrio entre el fondo y la forma, de una adecuación del elemento narrativo y de la disposición de las palabras que sorprendió y sorprende en una obra primeriza y se encuentra a veces en poesía pero raramente en prosa.

El título procede de una antigua ciudad de Silesia (hoy Zabkowice Slaskie), hogar histórico de la familia Frankenstein. Mary conoció a uno sus miembros y el recuerdo fue lo suficientemente poderoso como para dar nombre a su relato (es dudoso que la familia haya apreciado que su nombre pase a la posteridad como el de un monstruo horrendo). La novela se extiende en círculos concéntricos autobiográficos en boca de distintos personajes, que toman a veces forma epistolar y engloban diálogos, descripciones, meditaciones, monólogos, historias dentro de historias, y cuyo punto central es la voz del monstruo cuando pasa, en los capítulos situados en la mitad del libro, a relatar su propia biografía desde el instante de su iniciación vital. La narración se va apoyando en dualidades de las que la principal y más trágica es la tensión entre el monstruo y Víctor, las tragedias simétricas de creador y criatura, perseguidor y víctima. El primer círculo que encierra al resto es las cartas y anotaciones de Walton, semejante al Víctor joven (y a Clerval) en audacia, nobleza, ilusión y juventud. Él es albacea y testigo de cuanto la novela contiene pero no es un mero recurso literario; tiene personalidad, meta y aventura personal, pronto eclipsadas por la fuerza de la historia del doctor Frankenstein. A través de Walton toma aquél la palabra, y a través de Víctor la toma el monstruo. La segunda mitad del libro sigue, a la inversa, el mismo proceso, de forma que el narrador que la abrió cierra la historia. A lo largo de ella se ha sabido mantener el suspense, la certidumbre del final fatal pero la incertidumbre respecto a su progresión, la cadena de asesinatos y el desenlace. El todo está presidido por la idea de la fracasada creación, un remedo de la función divina, una copia del Génesis en la que Víctor es Dios y su criatura una mezcla del Hombre expulsado del Paraíso y de Satán, el ángel caído.

Con toda su carga de referencias religiosas, mitológicas, griegas, latinas, científicas, literarias, esta obra es sin embargo totalmente original, avanza hacia la pesadilla, hacia los ojos del monstruo, y entra en él para descubrir una bestia que lee y razona, un infierno de soledad y horror de sí mismo, una tragedia cuyo desenlace no puede ser sino la destrucción de todos los implicados.