05/2/19

Nombres Árabes

NOMBRES ÁRABES

 

Mercedes Rosúa

 

 

 

NOMBRES ÁRABES

 

 

Mercedes Rosúa Delgado

 

 

Permite (¿hay alguien ahí a quien invocar?) que vuelva al pasado tiempo, que gane con tu ayuda todas mis batallas, que rescate a los muertos y les dé tibia, piadosa sepultura. Deja que, con tu auxilio y con tu mano, pase, por fin, las puertas, respire altura sobre las murallas, vea a la vez las pavesas y sus fuegos; haz que termine unas palabras que quedaron cortadas, que destilan, todavía, gota a gota, el líquido suave del insomnio. Necesito tu luz y tu regazo, tu mirada, tu fuerza y tus pasiones, los sabores de juventud e ira, el dorso de un caballo brillante de esperanza. Necesito horizonte, largos días, noches de sueños hondos y el futuro que nunca tuve, que ya se desvanece hasta en la idea. Vuelve. Camina adoptando la forma engañosa que llamamos memoria, ondulando en tu ser los muchos seres que el tiempo frunce y aprieta en su costura. Contigo, a quien ofrezco cuanto escribo, es posible el regreso y la conquista.

Porque tienes mi rostro y eres lo que fui, o creí ser, y por eso eres lo único a que puedo cantar.

 

 

Más fuerte que el odio: monólogo infantil sobre un mito.

 

El jinete cabalga por el desierto con la muchacha entre sus brazos. Es el final feliz de un tenso idilio que ha comenzado y florecido bajo el signo del odio y la venganza. Pero la larga serie de aventuras, el juego de la atracción inconfesada y la amenaza brutal cara al público, a los compañeros del aduar, a la misma joven raptada que le mira con terror, mantiene su orgullo y se halla a su merced, van a resolverse en una dulzura proporcional a la angustia y al tiempo de enfrentamiento transcurrido, en un éxtasis que compensa, con su promesa de felicidad infinita, todos los sinsabores. Los de ellos y los de los oyentes, que sintonizan cada tarde la emisora y siguen con religioso fervor y labores de aguja o punto cada movimiento y palabra de los protagonistas.

Cabalgan por las cortinas de la habitación, por las paredes y el techo en los que se reproduce la sesión diurna de las sombras del mundo inverso de la calle filtradas por la abertura de los batientes, los árboles, avenida, juegos y gruesas manchas que son vehículos. Por la noche, cuando el telón haya descendido y la luz eléctrica no proyecte en el dormitorio imagen alguna del mundo exterior, entonces vendrá quizás la madre de R. se tenderá a su lado y le contará películas que ha visto en el cine de sesión continua. Ella también, que es tan joven, habrá recibido de la pantalla, sazonada de patatas fritas, ozonopino y bombón helado, el regalo de las sensaciones, el don de una historia. Su madre y la chacha Vicky oyen, junto a ella, el serial de media tarde. Los hay de cierto realismo social, donde una muchacha pobre, bella y virtuosa y un señorito rico, redimido de su frivolidad por el amor que mueve los planetas, se acaban instalando en un arrabal junto al cielo en el que reciben, como prueba del agradecimiento de sus nuevos y humildes convecinos, la construcción en el hogar de un aseo para uso exclusivo de los recién casados. Los hay de espías, de padres sacrificados y de hijos traidores que se arrepienten. Entre unos y otros, esa misma radio anuncia, con tono y palabras semejantes, la muerte del Jefe de Rusia, llamado Stalin, digno sucesor de aquel Iván el Terrible que había mandado sacar los ojos a su propio hijo.

Pero R. prefiere sobre todos Más fuerte que el odio, porque el jinete lleva más lejos y mueve en las entrañas fibras situadas a profundidad misteriosa, zonas cuyo esbozo y madurez intuye en el precoz desarrollo del espíritu y el tardío del cuerpo al que la condena la inmovilidad del lecho. Esa chica que imagina rubia, de ojos azules y cándidos cegados por la arena del desierto, es firmemente sujetada por los fuertes brazos del joven, de perfil implacable y ojos como dagas, que la estrecha contra su túnica polvorienta en la exhalación de la huida. La acción transcurre probablemente en una Argelia de luchas y rencores en la que un jeque se venga del padre francés, militar, raptando a la hija y haciendo planear, tarde tras tarde, la posibilidad de devolverla muerta.

Las letras, mientras, esperan. Los cuentos reposan sobre la colcha y son consumidos luego con avidez, con más avidez que objeto alguno, con el deleite de las historias que prometen las tapas y la desazón de que fatalmente se acaben, una vez comenzados, porque en toda primera página hay la certeza de una página final.

  1. ha deletreado, de la mano de su madre, los letreros (S-E-P-U, C-I-N-E) a los tres años. Luego vino la Noche del Terror, del dolor y el médico, tras la que se cerró, con un olor a yeso fresco renovado cada tres meses, la puerta de fuera. Y quedaron el techo, las sábanas, los libros y la radio, un territorio desigual de avances varados en la inmovilidad aparente, un tiempo medido por sensaciones, escasas referencias al espacio externo, construcciones infinitas de éste y de un futuro en el que la limitación precaria de su físico, la condición femenina de su sexo, marcaban con la claridad del cartabón y la regla la crueldad inapelable de la ley.

En los cuentos hay también velos orientales, siempre transparentes, sobre rostros de gran belleza y complicadas joyas, mujeres dotadas de un embrujo sólo posible por la insinuación y la lejanía. Y sarracenos temibles entre cuya grey torva destaca aún más la arrogante apostura de un príncipe. Frente a los personajes de historias más próximas, aquéllos tienen el embrujo insuperable de un distanciamiento imposible y mayor. De las dunas se elevaban palacios de una fragilidad solamente superada por su esplendor. En las viviendas, tras la corteza rugosa de ventanas estrechas y altos muros, se desplegaban alfombras, reposaban pebeteros, faroles tallados enviaban la geometría de su cristal. Donde aquí había grises allí había colores, donde aquí casas allí espacio, donde pan y guisos allí esencias.

De alguna parte, en algún momento, R. recibió la visita sorprendente de metáforas insólitas, un aluvión de rosas y valles de carne, de colinas de perfume, de pájaros esquivos y temblorosos bajo los dedos de un minucioso cazador. Mil y Una Noches. Ya sólo el título. Sherezade, la inteligente y valerosa Sherezade, que cada amanecer esquivaba la muerte, que, pese a sus dones, debía, al final comprar su vida exhibiendo los hijos habidos con el sultán. Pero las páginas no se elevaban sólo con el humo de la lámpara maravillosa y las olas de Simbad el Marino; también eran mecidas por la respiración de los amantes y las descripciones de cuerpos semejantes a la fruta y a los dibujos de un tapiz.

Había, pues, territorios sin más limitación que la ley brutal de la cimitarra. Sorteada ésta, esquivado el guardián y la amenaza, nada impedía el disfrute de lo que se hallaba tras el velo. Bajo la cúpula, en la cripta de la montaña, defendidos por los celos de un genio o la fiereza de un gigantesco negro guardián, podían hallarse la gentil princesa o el divino adolescente de quince años. Poco importaba el sexo a su visitante; contaban únicamente, como en los frutos, la sazón, la belleza y la tersura.

El último capítulo del serial ha llegado a un consenso. Por fin le ha dicho que la ama. Está rota la vasija de la venganza. También ella ha rendido orgullo y diferencias a la pasión que mezcla al viento los mechones claros y los cetrinos de ambos cabellos. La conduce a la tienda familiar donde se celebrarán los ritos de la boda. Pero antes, comprensivo, el jeque le asegura que pasarán por la ermita de un misionero cristiano para que bendiga a la manera de la novia su unión. Luego cabalgarán hacia el paraíso, el reino escondido que les espera en un oasis que es el jardín de Alá.

 

 

 

Introducción

 

“Más fuerte que el odio”: monólogo infantil sobre un mito.

 

Jazmín: Túnez

 

Túnez, 1966

 

Diáspora: París 1968-69

 

De oasis y de islas: Túnez 1969-70

 

Argelia: la nada y el cuchillo.

 

Segunda diáspora: Bélgica 1970-73

 

Epílogo: Diez años después.

 

Libia-Túnez 2008

 

 

 

II

 

Más allá del Mar Caspio

 

La S de Samarcanda

 

Llegada: Tashkent

 

Khorezm

 

¡Ashgabad, Ashgabad!

 

El grado cero del homo sapiens

 

El camino de Bujara

 

Siempre Babel

 

El camino al este

 

Fronteras

 

 

 

III

 

Oriana: la voz y los silencios

 

Oficio de necrólogos

 

Crónica de una guerra perdida

 

La cara oculta de la media luna

 

La vita è bella

 

La España de Oriana Fallaci

 

 

 

Los nombres sin nombre: La invasión de los ultracuerpos

 

Libia y más allá. El hombre que quiso ser Mao.

 

 

 

V

 

Homenaje a Sherezade, la Indestructible.

 

JAZMÍN: TÚNEZ

 

Bajo la mirada de una mujer sentada en su azotea, de un hombre cuyo perfil enmarca la ventana, de un grupo que descansa en esteras y hace confundir el horizonte con el humo de la pipa, revolotean palomas en el violeta más absoluto. También tiene el cielo bandas de diversos azules, que se reflejan, con el malva, en lagos poblados de flamencos. Una mano roza con las yemas de los dedos finos la jaula donde bebe un pájaro. Es fruto del trabajo de un orfebre que ha hecho famosas estas viviendas de las aves; los alambres tejen filigranas, se esmaltan en celeste y blanco, se curvan con la forma de las ventanas andaluzas. Hay interiores, telas, mujeres que engalanan a una muchacha, pintan sus manos, mezclan adornos con su cabello. Las figuras flotan en neblinas grises, rojizas o doradas, reposan sobre baldosas frescas y brillantes, caminan en un paisaje plano al que los ojos de almendra, el terso rostro, el cuerpo esbelto parecen indiferentes. El atardecer se deshace en rosas. En la lejanía, domina la ciudad el perfil de una montaña con dos senos. El mar limita un paisaje de tejados, huertos, cúpulas, acantilados o playas. Es recurrente el vendedor de jazmín, que pasa con su cesta, sus ramilletes y sus guirnaldas y lleva babuchas, camisa clara y una chaquetilla con fino bordado. El pintor local ha reproducido la exquisita dulzura de todos los sentidos y del instante en cuadros, cuyos motivos se ven luego multiplicados en lienzo, papel, cartulina y pañuelos de seda.

  1. anda por esos cuadros en los que la ha sumergido la beca universitaria de un mes para estudiar árabe. Tiene poco más de veinte años. Sidi Bou Said, La Marsa, Cartago: la bahía de Túnez los despliega en el breve recorrido de un tren diminuto, tonos pastel, geometrías con la insuperable sencillez de las conchas. Ni el robo de la maleta de uno de sus compañeros en el barco ni el cotidiano en la comida que se les sirve y les deja en estado famélico permanente consiguen empañar su admiración. El grupo de cuatro españoles sale con dos muchachos tunecinos a los que han conocido, a poco de llegar, en la residencia de estudiantes, frecuentan la casa de la familia y, de la capital al extremo de la costa, recorren lugares que parecen surgidos para ser perfectos, para que en ellos se arremanse la simplicidad del sabor del té con piñones, del café denso sazonado de azahar, la frescura de las esteras, la masa crujiente de buñuelos de verdura y huevo, el aroma, la forma, la blancura estrellada del jazmín, omnipresente, anudado a la muñeca, prendido en el pelo, llevado en la oreja por un hombre de apariencia brutal que lo aspira de cuando en cuando con delicadeza de doncella, la leche con frutas, las puertas y ventanas azules y las paredes siempre encaladas, el atardecer, el atardecer.

Piensa, y escribe, que la idea que los extranjeros tenían de Tunicia al arribar al puerto era completamente falsa: África, árabes, camellos, desierto, hombres muy morenos, mujeres de rostro tapado, harenes, mercados llenos de color, ladrones y suciedad, calles estrechas, calor. No, Túnez no era así. La pequeña república frente a las costas de Italia era distinta e infinitamente más refinada y cosmopolita que cualquiera de sus vecinas, por ejemplo Argelia. Había que tener presente su historia, sus civilizaciones, más antiguas que las de la vieja Península Ibérica, su situación estratégica de tierra de paso y nudo de comunicaciones. El clima era mediterráneo, las regiones cercanas a la costa en todo parecidas a Andalucía y Levante, el interior recordaba a Castilla. En cuanto a la gente, explicaba en sus cartas, no desentonarían en una España acostumbrada a las mezclas: rubios, morenos, castaños, y un color de piel, bien cetrino, como nuestros compatriotas del sur, bien tan claro como los norteños. El velo blanco cubría a las mujeres apenas la barbilla y la boca, que se destapaban cuando querían, podían votar, estaba abolida la poligamia y la ley les otorgaba una igualdad de derechos todavía lejos de ser llevada en todos los lugares a la práctica, pero real. Se trataba de un país como otro, moderno, limpio, con capital moderna, espléndidos paisajes y playas, con un futuro. El clima, suavizado por el mar, no resultaba sofocante. Había aldeas miserables con casas de tierra y ricas villas pesqueras. Las personas eran, por una parte, similares a las de cualquier lugar, por otra podían manifestar inexplicables, paradójicas reacciones en las que afloraba la veta sentimental, imaginativa, filosófica, burlona y hospitalaria. Sí; ella sentía en Túnez algo especial, justamente por la mezcla de imprevisible y conocido, y también un deje evangélico, quizás por la semejanza con los cromos de Historia Sagrada, con las figuras del Belén, unido a la inocencia de los que se apresuran para entrar en la nueva era.

Porque, al mismo tiempo, era el Tercer Mundo, con experimentos socialistas y reciente descolonización; estaba, como Celtiberia, en el umbral del cambio, apostaba por el turismo, poseía rasgos de Mallorca salvaje, lavaba de un extremo a otro las casas y las pintaba de azul y blanco como quien ofrece un vaso de agua. Los visitantes echaban de menos la sensación de África, los monos, lianas, tormentas tropicales y mosquiteros de tul. Luego iban cayendo en la cuenta de la inmensidad del continente en el que se hallaban y la menudez de aquel pico septentrional, entre Libia y Argelia, muy cerca de Sicilia. Con cierta melancolía, imaginaban el paisaje, al cabo de pocos años, cubierto de hoteles, kioskos de salchichas con mostaza y night clubs. Les habían dicho que la socialización era una fuente de prosperidad y lo creían. R. había anotado en Hergla que, asomado a la playa, todo el pueblo se enriquecía uniformemente con el sistema moderno de cooperativas, que sustituían al monopolio y al capitalismo. Los franceses se habían ido abandonando industrias y latifundios. El esplendor sería evidente cuando, en breve, el turismo aportara las divisas necesarias para levantar industria y agricultura. Por lo pronto la enseñanza era gratuita, y fuerte la impresión de que el país iba hacia adelante.

La hospitalidad los abrumó pero se adaptaron a ella con la facilidad de quien a su manera la practica. Hubo desde el comienzo un ingrediente especial, sólo cumplidamente expresado mucho después, en el tiempo de la ruptura consumada y de las cartas. El muchacho tunecino, que se había acercado con un amigo a charlar con los estudiantes extranjeros, descubrió la belleza misma en el rostro de la que estaba sentada en el exterior, mirando el cielo, tuvo esa percepción fugaz del esplendor que a veces se encuentra y nadie-excepto el interesado-advierte. Y se embarcó, desde ese momento, antes de cumplir los veinte años, en un amor que quemaría todas las hojas de su juventud.

Es el hijo mayor de una familia de doce hermanos. Conduce a los cuatro españoles a su casa, de la que serán visitantes habituales. La villa está en el barrio alto. De camino, se apresura a explicar que sus padres, que vivían en una pequeña aldea de las islas Kerkennah, se casaron por amor, cosa insólita y extraordinaria hacía veinte años. A ella, como de costumbre, la destinaba su padre a un primo, pero en casa de alguien conoció a su marido de hoy, se enamoraron, el padre de él estaba navegando en el extranjero, la familia de ella no permitía de ningún modo aquel matrimonio. Entonces se fugaron-ella dieciséis, él diecisiete-, se fueron a la policía y oficializaron  una unión que hubo que aceptar, aunque ello no impidió que la chica pasara años duros, puesto que tuvo que vivir en casa de él y adaptarse a la aspereza de una suegra acostumbrada al solitario matriarcado de las mujeres de los marinos. El abuelo contaría a R. más tarde sus recuerdos, a la vuelta del barco, de aquella muchachita, su nuera, intimidada y temerosa, que habían llevado a su presencia y no osaba pronunciar palabra ni levantar los ojos del suelo. Él quería haber enviado a su hijo a completar estudios al extranjero, pero éste rehusó y, pese a las dificultades que, en la época colonial, se presentaban para un tunecino, consiguió entrar en una empresa francesa y pasar de guardián a empleado. Pudo traer a su ya numerosa familia y comprar a un empresario judío aquel chalet. La pareja es aún hermosa, también sus hijos, y es patente que los dos se quieren. Él es un tipo con buen aspecto, sentido del humor y gusto por la vida. Ella es aún hermosa de cara y joven, madre de doce hijos, su piel tiene la blancura de la leche. El físico difiere, dentro del clan, de forma notable: Los dos hijos mayores tienen la típica frente y entradas del lanoso pelo bereber y la piel atezada de forma discreta, las hijas, en diversos grados, la palidez de su madre, también algunos de los muchachos, de cabello y ojos castaño claro. Los rasgos son en general finos, así como la nariz y los labios, y la talla mediana. La pareja de románticos orígenes y vida dura hasta que se abrieron  paso en la ciudad ha dicho a sus hijos, también a las muchachas, que podrán casarse con quien quieran. La mayor, Fayrús, es una joven belleza, elegante en la dulzura y en el porte y al parecer dispuesta a buscarse profesionalmente un futuro. La siguiente, Bashida, carece del esplendor de su hermana, es tímida, amable y lucha con los complejos y el acné de la adolescencia. El benjamín es un niño de tres años cuyo rostro hubiera envidiado el más angelical de los querubines de Murillo. Todos-excepto la madre, que carece de estudios pero no de una gran viveza natural-hablan fluidamente francés. Ni ellos ni el entorno y los vecinos dan la menor impresión exótica ni irremediablemente ajena; hay mucho de la tribu mediterránea común apenas distanciada por detalles de decoración o forma. Los cuatro españoles creen sumarse a la docena de vástagos, les invitan a comer, a reposar, a quedarse, si quieren, a dormir. La hospitalidad es palabra tan confortable como una mesa bien asentada o un sillón mullido. El proverbial está usted en su casa se utiliza de forma literal, ellos ponen al alcance de los huéspedes cuanto éstos desean, les muestran las habitaciones, sonríen y hacen su vida normal.

Son las seis y media de la tarde y el grupo toma café en la terraza de la villa familiar, sentados sobre pieles de cordero. Un transistor ofrece melodías árabes. Se beben la infusión hecha a la manera turca, taza por taza, dos cucharadas de azúcar, una de polvo y gotas de azahar. Muy lentamente, a pequeños sorbos, se mezcla el líquido pastoso con algunas volutas de humo, aplastándolo con la lengua contra el paladar. El tiempo es algo flexible, inmedible e inmedido, los árabes viven sumergidos en él como en el aire, sin hacer caso de su presencia. La tarde cae sobre el jardín fresco y lleno de flores que rodea la casa, todos están callados, masticando ese café espeso, y surgen de la radio las variadas series de sonidos jota y de lamentos. Hay rondas de perfume de limón, pasando el frasco de mano en mano. Dentro, tres niños morenos, medio desnudos, juegan en la cama a ras del suelo, entre las sábanas blancas. Al son de la radio, y con una percusión improvisada, las dos hijas se levantan, ciñen un chal a las caderas y bailan con los brazos extendidos, los pies desnudos, ágiles, y el cuerpo que gira en un lento remolino sobre su centro, al ritmo de las ráfagas de brisa, del humo. Su danza posee el mayor erotismo que existe: la mezcla de inalcanzable soledad en la que se mueve la muchacha, de sensualidad y esplendor codiciable del cuerpo y de inocencia.

Este hogar resulta, sin embargo, a los visitantes mucho más familiar que exótico en ritmo de vida, muebles, loza, cuarto de baño, ropa,. Apenas referencias religiosas excepto un pequeño tapiz con paisaje de la Meca. Los jóvenes subrayan su laicidad, aunque afirman que sus padres sí rezan. Se trata de una clase media con apuros de fin de mes, hijos-chicos y chicas-estudiando y un perfecto desenfado de expresión cuando hablan de gobierno y líderes. El padre muestra la libertad de criterio de una generación con referencias distintas y del individuo que se ha hecho despegando su vida del clan; cuenta anécdotas, se ríe de los tópicos al uso, define el socialismo como miseria para todos y no tiene el menor empacho en opinar que Túnez funcionaba mejor con los franceses. R. piensa que ese país y esa gente tienen futuro, que siguen un impulso de modernización tan natural como el que ha arrinconado en otros lugares la tabla de lavar, el carro de bueyes y los trajes típicos. El hijo mayor, Rida, pone especial empeño en distanciarse, y distanciar a sus huéspedes, de los moros que tal vez esperaban encontrar. Es, en cualquier caso, evidente en él y en su medio un afán de progreso que mira sin disimulo hacia el vecino occidental y no parece sentirse acomplejado por rechazo colonial alguno. Optan simplemente por la independencia personal, el horizonte de posibilidades abierto y por la calidad de vida. El amigo de Rida es rubio, de ojos claros, callado y tranquilo. En su grupo se habla de viajes, universidades, estancias en París. Rida mismo debería haber partido ese verano con unos amigos a España y Francia, pero el proyecto se vio truncado por problemas en la obtención del pasaporte (por el que sin duda no pagó en cantidad satisfactoria el soborno oficializado que aceita toda la Administración). Rara es la familia que no tiene parientes trabajando o estudiando en Europa, de la que los separa un trozo de mar.

También se pertenece al mar desde antes. Es un país de puertos, de radas fenicias y horizonte de galeras y veleros. El abuelo paterno, un personaje, pese a la ancianidad, aún impresionante, con sus ojos azules casi ciegos, fue marinero largos años, regresaba fugazmente a las islas y volvía a partir. Es hombre dado a los largos silencios, sentado con su bastón al sol, las pupilas nubosas perdidas en la sal y la marejada.

 

 

 

Son las nueve de la noche, y mientras pasean por el centro de la capital con sus dos amigos tunecinos, se cruzan con un coche que va tocando la bocina sin interrupción. Un accidente. piensan los españoles. No. Son los novios. Se han sustituido el lazo blanco, las flores, por el claxon. Otros vehículos van detrás. Todos son invitados a la fiesta. El día de su boda es quizás el único de gloria para las mujeres musulmanas. Ese día no sólo la desposada sino todas las presentes reinan. Ellas ocupan el salón en el que se celebra el festejo y los hombres son desplazados al patio desde donde verán como puedan el espectáculo. El novio mismo se separa para estar con sus amigos. También los chicos españoles deben quedarse a la entrada. Las dos extranjeras son cordialmente acogidas y se sientan. La novia ha sido colocada como un jarrón en una especie de trono del que no podrá moverse desde las diez de la noche hasta las dos de la madrugada. A los lados, en sillones más bajos, las damas, la hermana del novio y la de la novia. Cala en R. una percepción repentina del concepto del amor y la belleza árabe, su sensualidad y sexualidad, tan fuertes y picantes como sus guisos. En la boda todo es claro y se exacerba. Según entran, las mujeres se van quitando sus velos blancos y los doblan. Sorprende ver lo que bajo prendas tan púdicas esconden. Acostumbran a mostrar y enorgullecerse de dos partes de su cuerpo: la comprendida entre la cintura y el arranque del seno y el escote; así los vestidos típicos de gala son de dos piezas, un corpiño y una falda hasta los pies, entre las dos a veces un tul transparente. Como la mayoría engordan con la edad por la cocina pródiga en aceite y la vida sedentaria (es una boda de gente acomodada), la carne, sin la sujeción de la tela, forma un cinturón ancho que sobresale. Los escotes son enormes, ovalados. Los senos se aprietan en ellos como dos palomas juntas. Sienten orgullo con razón, porque, aunque muy abundante, tienen un pecho bonito. La visitante comprende el ideal de belleza que representan; hace falta ver primero una tierra seca, un cielo desértico, la adoración por el agua, la piel requemada por el sol en los campesinos, la vida difícil que anteriormente hubo de ser mucho peor. Hay el deseo de niños, de sucesión, la abundancia de flores con corolas aterciopeladas, abiertas, grandes como platos de postre y el gineceo de largos y pegajosos carpelos prominentes, tendidos al aire que huele a jazmín, a fritos, a hierba, que siempre huele a algo. Por esas gargantas pasa el picante sin hacer mella, sobre esos cuerpos confluyen las incitaciones más claras. Recuerdo de Las Mil y Una Noches, metáforas, para una occidental insólitas, de los rincones femeninos más íntimos, leídas con una mezcla de vergüenza, turbación y placer estético. Y sin embargo no es pornográfico; probablemente sus autores se hubiesen escandalizado ante muchos frutos de la novelística occidental. Es hermoso. Posee una sensibilidad oriental difícilmente comprensible por lo explícita, exenta del menor romanticismo y quizás sólo explicable por su urgencia epidérmica y expeditiva. Donde otro escritor se para o se ensucia, esta fina pluma penetra.

La extranjera piensa asimismo en el clima, las casas blanqueadas, los pulcros patios encerrados tras paredes mugrientas, y luego ve a las mujeres con sus trajes de fiesta y comprende, las ve con su carne abundante, suave, hasta el extremo femenina, las caras pintadas como un cuadro, los cabellos brillantes negros o teñidos con espléndidos reflejos rojos de la henna, las mejillas coloreadas, algunas-muy pocas porque se trata de una familia acomodada y moderna-con tatuajes azules en pequeños dibujos simétricos en nariz, mejillas, barbilla y frente; otros más grandes cubren brazos y piernas. Las invitadas todas se han teñido de granate con alheña las plantas de los pies, las uñas, dejando una media luna, y las palmas de las manos. También utilizan, alternándolo, el negro. La planta de henna crece en el jardín de cada casa. Reducida a un polvo verde y mezclada con agua, colorea el cabello y la piel y deja un olor inconfundible, ácido y fresco. También puede obtenerse, de una piedra incompatible con la alheña, tinte color ala de cuervo, y de otras lajas pardas llamadas tefal champú. Para la fiesta las mujeres han puesto especial cuidado en maquillarse los ojos, que generalmente merecen su fama y resaltan grandes, profundos, engarzados en el negro espeso de las pestañas; son elocuentes, llenos de ardor, líquidos y brillantes como tazas de café. Los de las invitadas chispean, ríen. Los de la novia tienen una fijeza inmensa, mezcla de solemnidad y miedo, dos animales veloces e impasibles.

Son, en conjunto y en su mayoría, muy guapas de cara las tunecinas, pero escasamente de cuerpo; tras el matrimonio no es raro que engorden hasta alcanzar, en algunos casos, proporciones monstruosas. Aun antes de casarse sus caderas resultan excesivamente anchas para el gusto europeo y se prolongan en piernas cortas y gruesas. Hay en la sala bastantes muchachas esbeltas aunque ampulosas, con su escote que muestra los senos ya plenos y prietos el uno contra el otro. Esta mujer ideal árabe, blanca, suave, inmensamente femenina, prometedora como una planta llena de semillas, parece la antítesis del tipo en boga en Europa, la chica delgada, casi viril, estilo muchacho de diecisiete años, de caderas angostas, huesos prominentes y pecho casi plano. Se añora el justo medio entre la  hembra grasienta y floja y la androide dura y seca como una vara. La sala de festejos es una gran bandeja de mujeres, dulces, hechas para multiplicarse, como los moldes de una pastelería.

Este es un pueblo colorista e intenso en todo. Las extranjeras no se cansan de mirar los atuendos. Hay el mayor cóctel imaginable: raídos jerseys y faldas de todos los días, pelos tiesos que llevan siglos sin ver un peluquero, atuendos de un mal gusto que conmueve, mezclas horripilantes de suéter y traje de noche, de blusa y vestido. La gran mayoría lleva telas magníficas, suntuosas, tejidos gruesos bordados en dorado y plata, en realce, rojos, blancos, negros, verdes. Son los adamasquinados; se abren como una flor en el escote y bajan en forma acampanada formando pliegues metálicos. Para coronarlo, el pelo bien dispuesto, el delicioso e inevitable jazmín en collares, en el cabello. Llevan muchas joyas, oro y piedras. Desprecian la plata. Precisamente frente a R. hay una mujer como una montaña de oro, enormemente gruesa, de las mangas de su traje bordado en el resplandeciente metal salen los brazos inmensos, blandos, fofa la carne. Luce un muestrario de pulseras y anillos de oro y brillantes, cuello y orejas metalizados a tono. El pelo está teñido de rubio y los labios pintados en un rojo chillón. Parece recién salida del cuerno de la abundancia.

¿Y la novia?. Han pasado horas y mientras las invitadas ríen, charlan, aplauden a los músicos, comen dulces, ella permanece impasible allá en su pedestal, sin volver la cabeza para ver el espectáculo. Tan sólo se abanica lentamente. Una de sus acompañantes sube de vez en cuando para secarle las lágrimas con la punta de un pañuelo si llora. Nada más. Hasta las dos de la madrugada estará ahí esperando el momento de su vida. El novio la mirará desde fuera, mientras cambia impresiones en el patio con sus amigos. Es una llamada al coito imperiosa  y profunda, que zarandea a la observadora por su ferocidad, por su adoración ciega y total a la llave de la vida. Hasta el más mínimo detalle ha sido preparado para exacerbar el deseo de la unión. Ambos, el novio, más bien pequeño, delgado, con un estrecho bigote, que va de grupo en grupo de amigos, y la novia son un símbolo. Es la generación bien a las claras. Ella en su trono, tras el que se ha puesto una especie de retablo del gusto más horrible que pueda imaginarse, con la luna navegando lánguidamente entre nubes azules y un primer plano espeluznante de rosas, margaritas, claveles, gladiolos, flores de grandes corolas amarillas, rojas, blancas, entre hojas verde menta, luchando por quitarse el sitio en franca rivalidad los colores de una con los de la otra. Delante ella, alumbrada por las bombillas colgadas a ambos lados, como para una fotografía muy larga, ella, de formas marcadas, ojos negros de cristal asustado, boca apretada. Aparece adornada con lujo, extendida la amplia falda del traje al estilo europeo. Blanca, quieta y circular como un gran óvulo que espera ser fecundado. Alguien sube a arreglar los pliegues de su velo, otra mujer seca una gota de sudor en las sienes. Debe estar perfecta, completamente dispuesta y tentadora para el gran momento de injertar una nueva rama en el árbol. Y el novio, pequeño, nervioso, deslizándose de corrillo en corrillo, la mira de cuando en cuando, allí preparada, quieta y aún intacta, adornada y deseable como una tarta recién salida de manos del pastelero.

Para completar el ambiente, además de los invitados, están los músicos y las atracciones; los movimientos de las danzarinas, los gestos de las cantantes, sus chistes, sus insinuaciones sin pudor. Todo es incitar al novio, todo alabar a la novia, con una sexualidad franca, entre risas, aplausos, vasos de café y dulces. Al entrar en la sala se viene encima una catarata de sonidos. El grito ululante con el que comienza la fiesta, de lejano parecido a un canto tirolés; se produce parte con la glotis, parte haciendo vibrar la lengua. La música árabe, la auténtica, tiene la calidad del verdadero flamenco y un ritmo mayor. Nada que ver con la serie monótona de quejidos de radio Marruecos. En los cafés de la playa, también al aire libre o en locales de espectáculos, hay a veces sesiones de maluf, clásico, bello, monótono, de cierta tristeza propia del cante jondo, con las ondulaciones de las rejas de Córdoba y Sevilla. Porque en Túnez hay un barrio de andaluces, de moriscos expulsados que llegaron con la añoranza española, amigos de lacerías, rosas de metal y alegres fachadas que se abren sobre arcos de herradura en las umbrías calles de la zona antigua. Para la sala de bodas se precisa otro ritmo. Tras el grito inicial, la orquesta comienza briosamente a cantar y tocar instrumentos. El público les acompaña con palmas. Golpean la darbuca, un tambor pequeño de gran sonoridad, pulsan las cuerdas del laúd, chico y redondo, especie de guitarra jovencita. Aparece en el escenario una muchacha, exactamente como aquellas bailarinas orientales que soñaban los niños europeos, alta, esbelta, delgada. Un dos piezas cubierto de lentejuelas deja ver casi todo el cuerpo tostado, dúctil. Tras la piel morena tersa se puede seguir el juego de los huesos. El pelo, brillante y negrísimo, está recogido en un rodete sobre la cabeza del que desciende en cola de caballo hasta más abajo de la cintura. Esto permite examinar bien el rostro, afilado, pronunciados pómulos, bellos ojos negros y boca y nariz finas, cejas altas y arqueadas; distribuidas entre la madeja del moño flores blancas de jazmín, pulseras en brazos y tobillos. Ella baila largo rato al ritmo de la darbuca y el laúd, en tiempos acompasado o vertiginoso. Es la bailarina de los cuentos. Ondula los brazos desde los hombros hasta la punta de los largos dedos. Pero sobre todo el movimiento se localiza en el arco que rodea las caderas, rítmico, rapidísimo, imposible de imitar: la danza del vientre. Es un placer ver a esta hermosa, delgada criatura, seguir el compás con cada músculo, tirar de cada nervio, ver la vibración infatigable de sus caderas y el pelo negro flotando a cada vuelta del baile.

 

Hay otras clases de bodas, les explican sus amigos tunecinos; pero se apresuran a indicar que usos como la costumbre del pañuelo, en extinción, son propios de aldeas apartadas. Donde no hay coches se pasea a la novia por todo el pueblo subida en un camello, dentro de una pequeña y basculante tienda instalada a lomos del animal. En el cortejo van los invitados y cada uno lleva en las manos uno de los regalos que forman el ajuar, éste una manta, aquél toallas, el otro-previsor-una cuna de madera. La charanga marcha tocando entre los invitados. La novia, tras su incómodo paseo, baja del palanquín, pálida por el mareo y la emoción. En algunos lugares su papel no es el estático de la boda que han visto, sino que ella ha de mezclarse, charlar y reír con sus invitados. Ahí entra, en ciertos lugares, el rito primitivo del pañuelo. La cosa reproductora y placentera que es la muchacha debe ser entregada por los suyos en perfectas condiciones. Así pues el día de la boda las dos familias se reúnen, los novios entran en la alcoba nupcial, las mujeres han preparado el lecho y bajo la colcha, sobre la sábana, hay un lienzo blanco. Pasado el tiempo necesario, la madre del novio entra en el cuarto, sale y muestra a todos los reunidos en la puerta el pañuelo que debe estar manchado con la sangre prueba de la virginidad de la desposada. No es difícil imaginar la escena de tías, nueras, cuñadas, abuelas, estirando el cuello como si olfatearan, examinando el testimonio rojo, en el lienzo que alza la suegra, de que la muchacha ha sido entregada intacta. Si no es así, si las manchas no aparecen, entonces los parientes del marido reclaman (los novios, allá dentro, no cuentan). Puede ir a más, se empieza por protestar, se pasa a los insultos, salen a relucir los cuchillos y con frecuencia se acaba en una guerra entre ambos clanes.

Pensando en este rito, en su significado, en la muchacha, difícilmente se puede encontrar un caso más perfecto de menosprecio a la dignidad de la persona. Al grupo de españoles no les resulta la costumbre insólita; han oído que la practican algunas tribus de África y también ciertos gitanos.

Quizás, además de por imperativo de los sentimientos, por afán de distanciarse de lo que siente como barbarie y mostrar a sus huéspedes el rechazo que de tales usos le separa, Rida-y sus hermanas-delimita a confines que le son ajenos la sumisión de las mujeres. Él pasea con la extranjera y, en la soledad de la medianoche, la conduce por donde hay más luz, le evita situaciones equívocas, la lleva como un copo de nieve en la palma de la mano. Y ella absorbe la devoción y la ternura que se extienden sobre crueldades de su adolescencia, ve en él caminos comunes, zonas compartidas; pero también ve territorios de pensamiento que sólo a ella pertenecen y que, distintos a la interior geografía del muchacho, rechazan la primacía continua de las pasiones, la promoción de éstas y el instinto a los puestos de mando de su vida. Ella le corresponde, pero posee la tranquila certidumbre de su libertad.

 

 

 

Delenda est Karthago! ¡Cartago debe ser destruida¡ reclamaba Catón. Y le hicieron caso, tan bien que en las ciudades arrasadas sembraron sal. Roma, con su eficacia de siempre, remató al reino derrotado y agonizante, incapaz ya para siempre de volver a enfrentarse a los habitantes del Lacio. Catón debió de quedar satisfecho: sólo restan de la primitiva civilización cartaginesa algunos sepulcros púnicos y el santuario de Baal Hammon y Tanit, en la playa de Salambó.

Pero a cambio Roma, desde los tiempos de Augusto, se dedicó a hacer turismo en una Cartago a la que probablemente los patricios encontraban tan hermosa como en la actualidad., de forma que Tunicia se ha llamado, y con razón, museo al aire libre. Sus destructores, al ser destruidos a su vez, la dejaron sembrada de foros, teatros, quintas, templos. Ahí están, en la playa de Cartago-Aníbal, las termas de Antonino, separadas del agua por una estrecha franja de arena. A la salida del baño es posible tenderse en la base de una columna, sobre la piedra tersa y caliente. Sometido a la brisa del mar, a la lima tenaz de las arenas que levanta el aire, resta de los monumentos el esqueleto desmoronado, como si alguien se hubiera divertido empujando con el dedo cada bloque. Sin embargo los huesos, la anatomía romana, continúan siendo bellos, como los de una mujer hermosa y fuerte. Los capiteles apoyan en la tierra su encaje corintio de hojas de acanto, los fustes han rodado hasta encontrar un muro carcomido que los detuviese. Ellos hablan de lo que fue el cuerpo hace dos mil años, cuando aún no corría la sangre verde del musgo por las resquebrajaduras. Quedan supervivientes, esbeltos testigos, como las cuatro columnas y el frontón de Dugga. Sobre la sal, una siembra.

En el Museo del Bardo saludó a los visitantes la mejor colección de mosaicos romanos del mundo. Desde un ángulo les observaban los ojos melancólicos del poeta de Mantua, y reconocieron conmovidos al Virgilio y las musas de todos sus libros de arte. El recinto era inmenso: escenas de caza, mar, mitológicas, en crema, ocre, rojo, negro. Rodeaba la sala un corro de estatuas que luego montaban guardia en los rincones, se disponían en filas por los pasillos. Ahí estaba el retrato por excelencia, emperadores y sabios con sus rictus, sus calvas y sus bocios. También máscaras, documentos, estelas, lápidas, tapices, instrumentos musicales; y las hechiceras joyas femeninas, la magia de las piedras preciosas, del metal trabajado y noble. El edificio, una villa a las afueras, albergó en tiempos una colección distinta, fue residencia de los sultanes hafsidas y de los beys muraditas y husseinitas. Sus dependencias fueron el harem.

Tras el Museo de El Bardo, recorren su vía lacrimarum, un camino regado de lágrimas, frías y con sabor a té inglesas, pesadas lágrimas alemanas, cuidadas lágrimas francesas, vehementes lágrimas españolas. Es el camino retorcido y múltiple que atraviesa los zocos, en la kashba. Ningún círculo de Dante puede compararse en intensidad de tormentos a esta peregrinación de turistas arruinadas, estudiantes que ya no se permiten el lujo de tomar el autobús y miran con nostalgia los helados, por la ruta a través de las mil cuevas de Alí Babá (con sus ladrones). Ni siquiera cabe el consuelo de precios exorbitantes porque la vida en Túnez es barata y lo que el zoco ofrece en Europa costaría el triple. O no se hallaría en sitio alguno, como esos trajes de ceremonia, falda larga y corpiño bordados con dorado y plata, ropas y telas que iluminan las tiendas y harían resplandecer a la mujer más insignificante. Hay también vestidos más sencillos, femeninos y sueltos, tan deseables como los de gala, velos blancos, antes de hilo, entonces la mayoría de nylon, camisas beduinas, de tela fuerte, cuello subido, pecho cubierto de apliques de colores naif, chales cruzados por cuatro hebras de plata, con flecos blancos hechos para acariciar unos hombros desnudos cuando, a la puesta del sol, la temperatura desciende bruscamente y se echa encima la humedad del mar. La plata es tan abundante que las mujeres del país la desprecian y no la usan apenas; sus joyas son de oro. Los escaparates de las viejas tiendas son un imán irresistible: pulseras, brazaletes, ajorcas, broches, en plata oscura y pesada o en plata blanca tallada tan fina como encaje, anillos con una frase, la mano de Fátima, dijes y fíbulas beduinos, aros macizos para muñecas y tobillos. Los chicos, que aguardan desesperados al otro lado del cristal, entran a sacar a sus compañeras de las joyerías y las arrastran gimiendo en tétrica procesión por las calles estrechas cuajadas de cosas maravillosas.

Souvenirs, souvenirs….Zapatillas de piel de camello, alfarería, juegos de café y té en metal tallado (el perfumador largo, de cuello esbelto, para el azahar, el pocillo con mango para preparar taza por taza el café turco), platos grabados, bolsos; tiendas que sus brocados iluminan por sí solos.

 

 

 

¡De qué manera rebosa vida Túnez a las diez de la mañana!. Desde su cuarto ve R. la corteza apretada de cúpulas-suaves, blancas como senos de mujeres-y techos enjalbegados; armazones y polleras de hierro rodeando edificios en construcción. En primer plano Bab el Khadra, la Puerta Verde, , aunque reconstruida, oriental y antigua en todos sus ladrillos, entrada que fue a la ciudad. Hay un adorno geométrico y la piedra acaba dentada en almenas. Es asimétrica, a su lado se alza una sencilla y elegante torre semejante a las de las mezquitas. Torre y puerta, algo femenino en una y algo masculino en la otra, ambas unidas e independientes, la horizontal abierta al mundo y la vertical que, desligada como una plataforma de la oración y la vigilia, se eleva solitaria hacia el cielo. Luz blanca oprimida sobre la corteza de techos, cielo limpio, casas blancas, blancas, blancas, ventanas azules. Salpicados en el conjunto, los rectángulos rojos de las banderas, pues son días de fiesta nacional. Muchos de los estudiantes extranjeros quisieran quedarse porque, aun con su cara inevitable de defectos y miseria, es un país magnífico. El contacto con Francia lo ha europeizado lo suficiente para que no les resulte demasiado extraño, por otra parte conserva su encanto oriental. Nunca han visto gente tan hospitalaria como ésa; a los españoles les tienen simpatía, cuando revelan su nacionalidad en las tiendas, en los cafés, la gente se abre en sonrisas. Han oído que vivieron entre árabes mucho tiempo, que son una mezcla de éstos y de romanos y judíos, que la teoría de la superioridad y pureza de las razas les suena a idioma desconocido. Después, cuando empiezan a hablar, salen a flote cada dos por tres palabras comunes, idénticas o que apenas cambian una letra: jazmín, caldero, azafrán, seguro, adelfa, aceite.

Curiosamente, la reacción de la gente común y la de algunos sectores es, respecto a los becarios españoles, muy diversa. El director y algunos profesores del Instituto Bourguiba no disimulan su antipatía, menudean las trabas burocráticas y, además, en contraste con la generosidad espontánea, cuanto implica subvención oficial, como comida y transporte, es de una gran mezquindad. Anglosajones y franceses gozan de mayor consideración.

Los zocos parecen una copia de la España medieval de los gremios: La calle de los zapateros, la de los joyeros, la del cuero, la calle de los sastres. Series de pequeñas tiendas semejantes a habitaciones a las que se hubiera arrancado el tabique exterior, con hombres que cosen a máquina, cortan, miden. Van en camiseta y zaragüelles y charlan a la puerta mientras trabajan. Los visitantes no encuentran en el mercado la suciedad que esperaban sino vías perfectamente limpias, locales frescos oliendo a especias y a sombra, de losas recién fregadas y estantes con tarros de cristal, conservas, salazones, pimientos rojos y verdes, platos con salsas de la infinita variedad de picantes con que los indígenas se cauterizan la garganta. Sin embargo el panorama cambia en el zoco de los carniceros, por el que conviene pasar con la mayor rapidez. Tal vez las manos que espantan las moscas estén escrupulosamente limpias, es probable que la res haya sido sacrificada esa misma mañana, pero el olor de la carne y del pescado se mezclan y se condensan en la estrechez y la oscuridad. Un carnicero duerme tumbado todo a lo largo del mostrador. Otro mueve rítmicamente, sin gran convicción, la escobilla destinada a ahuyentar los insectos.

Un arco devuelve a los visitantes a la luz en la encrucijada de dos calles por las que corre encauzado el sol. Una lleva, entre comercios de cacharros y cafés sin mujeres, únicamente hombres que juegan a las cartas, hasta la mezquita de la Aceituna. Allí R. se sentará al pie de una columna hasta que viene el guardián a decirle que no puede quedarse así, pensando. La misión de un turista es pasearse y ver, no meditar. A la puerta recogerán sus zapatos. No se admite la entrada con las piernas desnudas, por lo que algunos caballeros han debido ponerse como una minifalda el pañuelo de sus esposas en torno a los muslos. Avanzan por el patio a pasos de geisha conteniendo, ellos y sus mujeres, la risa con la mano en la boca. En la puerta el vigilante de la moralidad los observa sonriendo irónicamente. Alguien protesta porque cree que R. ha encendido el cigarrillo cuando todavía estaba dentro del recinto. No es verdad.

Dejando el zoco atrás, se llega a una plaza arenosa, especie de Rastro más miserable y menos pintoresco que el madrileño, una fila de tenderetes sobre el suelo polvoriento. Los visitantes se acercan a oír a un charlatán; es un hombre de mediana edad que explica algo, con voz sonora y acompasada, por medio de láminas puestas a sus pies. Son historias del Corán, es un predicador. Hay otro corrillo seis pasos más allá en el que alguien habla: muy cerca del defensor de la fe otro orador se ríe de él, rebate sus argumentos, y es más fogoso, más activo que el creyente este ardiente predicador del ateísmo.

 

 

Beber rosas….Había el jazmín, el espeso café turco, los vasos helados de limonada pura en la que se mojaban trozos de bollo, té con piñones o menta mientras se fumaba la chibcha de un braserillo que pasaba por el grupo de parroquianos. Pariente quizás lejanísima del opio o la marihuana, producía una especie de borrachera tranquila y suave, un relajamiento general. A la viajera le gustaban los platos de la gastronomía diaria, el primero el general, el de resistencia, la gran fuente de sémola de trigo duro, con sus hortalizas bien dispuestas-rojas, verdes, anaranjadas, contra el blanco del cus-cus-, que la madre de familia repartía como golosinas, la poca carne, el tomate omnipresente, los pimientos cargados de fuego, el brik nutritivo y asequible, repleto de huevo y verdura. Tuvo también ocasión de odiar al villano culinario, al ser oscuro que, en marcadas ocasiones, impregnaba la casa con el aura revulsiva de su olor: la melujía, una hierba macerada y cocida durante horas en agua y aceite, reducida a un puré de negrura viscosa y sabor tan repugnante que toda la cortesía del mundo no impidió a los invitados europeos escupirla.

Un día les ofrecieron rosas. Se trataba de una bebida fresca, transparente, carmesí, hecha con las flores estrujadas cuyo aceite oloroso se mezclaba con azúcar y agua.

Los visitantes observan y absorben con la completa permeabilidad del papel poroso, pero también con la premura de hallar moldes semejantes en el abanico de experiencias que ya poseen. El bilingüismo parece general, como la atracción y la diferencia respecto a Francia. Es alentador ver andar a las mujeres, aparentemente libres, de un lado a otro, solas o acompañadas de una camada de niños morenos que apenas se llevan el tiempo justo entre sí. Van ellas envueltas de la cabeza hasta media pierna en un velo blanco, se tapan una pequeña parte del rostro, boca y barbilla, sujetándoselo con la mano o con los dientes. Debajo se visten a la europea. No se maquillan excepto el contorno de ojos, magníficos, con el negro polvo de khol; las solteras jamás usan lápiz de labios. La vieja ola se cubre además toda la cara con un tul negro, más fino en la parte de arriba para permitir la visión, compacto y espeso de la nariz a la garganta, que produce, enmarcado por el blanco, un horrendo aspecto fantasmal. La ola novísima ha dejado los velos en casa, las muchachas taconean y lucen sus vestidos de amplio escote. Al parecer en los últimos diez años se ha producido en los países árabes el extraordinario acontecimiento de que las mujeres puedan salir a la calle y hablar con los hombres, pero la relativa libertad no significa ni mucho menos que su situación sea ideal; todavía a algunas las casan como antaño. Hasta hacía no mucho tiempo la norma era, a partir de la pubertad, a los doce años, apartarlas del exterior y confinarlas en la casa. Alguien oía hablar de la muchacha, y de su dote, iba a ver al padre y venía a decirle: “Sé que tienes una hija que me conviene. ¿Cuánto quieres por ella?. Me comprometo a mantenerla y darte nietos.”. Si al padre le parecía bien, comenzaban a discutirse los detalles específicos, las cualidades de la mercancía, los brazaletes de oro, los de plata, los pendientes, las piezas de tela. Completado el balance del ajuar, se dispone la ceremonia. Ella puede tener trece o catorce años y, preparada únicamente para ese fin, con la facilidad nacida del hábito cree amar a ese hombre que es el primero y único que va a tratar de cerca durante su vida. Antiguamente no conocían al marido hasta el día de su boda, años más tarde se permitió que se vieran a veces en casa de sus futuros suegros, en los años sesenta hay parejas de novios por las calles. Sin embargo las hembras siguen estando en Túnez bien sujetas y, aunque su cuerpo se desarrolle con gran rapidez, todavía habrá muchísimas niñas que parirán otros niños. El Presidente Bourguiba, además de la poligamia, abolió los divorcios pedidos sin causa justificada (aunque él rompió la norma) y se exige el mutuo acuerdo, la mujer tunecina tiene igualdad de derechos ante la ley, puede votar, seguir unos estudios.

Los viajeros desean intensamente comprender. Charlan con jóvenes preocupados por el aggiornamento religioso. Hay un nuevo islam por lo visto. Alá es Dios. No hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta. El credo básico es esencialmente de fe. Paralelo al esfuerzo de la Iglesia Católica por ponerse al día para no perecer parece el del islamismo, y por el mismo motivo, con la diferencia de que en el catolicismo son los padres de la Iglesia los que se reúnen para dictaminar los dogmas necesarios para la salvación, mientras que entre los mahometanos son los eruditos, los sabios que han meditado largo tiempo sobre el Corán y los tiempos modernos, los encargados de renovar su religión de acuerdo con la época. El grupo de españoles acostumbrado a la imagen que en la infancia les pintaran de crueles partidarios de guerras santas, fanáticos, retrógrados y exterminadores, se sorprende cuando el joven intelectual musulmán con el que conversan largo rato les presenta la versión fresca, flexible y renovada de su credo religioso. Hay cinco puntos: Decir con fe “Yo creo en Dios y en Mahoma su Profeta” es el primero y fundamental, con el que, por sí solo, es posible salvarse pero pasando por el Purgatorio. Se debe orar cinco veces al día, cumplir el ayuno del Ramadán, que consiste en no comer ni beber durante ese mes de la salida a la puesta del sol, hacer, si es posible, una vez en la vida el viaje a la Meca, y dar, si se puede, el diez por ciento de las ganancias anuales. El creyente que pecó, robó, mintió, podrá, tras una purificación, ir al Paraíso; si descuidó las plegarias y el ayuno, también purgará sus faltas, pero la fe siempre salva. El infierno sería mucho más angosto que el cristiano, a la Gehenna irán sólo los ateos y los adoradores de ídolos; ni cristianos, ni judíos ni pecador alguno merece una eternidad de sufrimiento. En esto-dice el joven-aventajamos al catolicismo. E incluso así, a muchos sabios se les hace cuesta arriba creer en una interminable pena para el hombre al que una serie de razones ha llevado a no creer en Dios. De hecho, la mayoría desechan la expresión “eternidad” del castigo lo mismo que se rechazaría la de rencor de Dios. Muchos de ellos se ven asaltados, en este proceso, por problemas morales y grandes dudas. Su interlocutor les cuenta que uno de sus profesores, hablando del Infierno eterno para los ateos, les aseguraba: Si Marx no entra en el cielo, tampoco querré entrar yo.

 

En el mundo árabe se estaría operando una revolución por ponerse al día y adaptarse a las exigencias del momento. En Túnez el Presidente había comenzado a compaginar el cumplimiento de los ritos con las necesidades el país, pese a la oposición de sus fanáticos vecinos Argelia y Egipto. La precaria economía tunecina no podía permitirse una paralización del país durante el Ramadán, ni los gastos extraordinarios derivados de éste. La voluntad primera de Dios es que el país y sus habitantes tengan lo necesario, por lo que había que modificar el cumplimiento del periodo de ayuno. Otro ejemplo es la Fiesta del Cordero, basada en una tradición, el sacrificio de Isaac, bien conocida por musulmanes, cristianos y judíos, puesto que los libros sagrados del Pentateuco son los mismos. Hacia marzo, cada familia compra, sacrifica y come un animal, con cuya sangre se pinta la puerta. Los visitantes se imaginan la escena, el líquido rojo corriendo por las calles mal empedradas, y esperan que la versión tunecina tenga un aire más civilizado.

Siempre en aras de la adaptación a los nuevos tiempos y a las necesidades prioritarias del desarrollo, les explican que el gasto nacional no soporta semejantes dispendios por muy tradicionales que sean. Por las mismas razones se procura controlar severamente la salida de divisas. En la peregrinación a la Meca se invierte una séptima parte del capital total anual del país, cuyo presupuesto no da para tales lujos; hay en el interior pueblos miserables, una agricultura entera por desarrollar, y por encima de todo se precisa industria, puesto que su carestía les obliga a importar a altos precios hasta los artículos más nimios manufacturados. De ahí la abismal diferencia entre la relativa baratura de alimentación y alojamiento y el elevado coste de los demás bienes de consumo. Esto lleva al imperativo de ahorro e inversiones al que hay que adaptar tradiciones y ritos.

El panorama que describe el representante de la nueva ola islámica parece en extremo razonable, aunque el enfoque, por su misma naturaleza, dedica poco o ningún espacio al Estado laico, la trama plural de partidos y la activa igualdad de la mujer. Su tolerancia es la del que considera cuanto escapa a su esquema mal menor, quizás soslayable o eliminable en el futuro. La Guerra Santa, dice, no es tal: Según el Corán, Dios ordenó a Mahoma que convenciera por todos los medios a los descreídos de que su religión era la verdadera, pero esto no iba contra cristianos ni judíos, puesto que ambos aceptaban, con variantes, el Antiguo Testamento. No podía atacarse a los que creían en Cristo, el Jesús que para los musulmanes es uno de los profetas mayores, el cual, como Moisés y Noé, preparó la venida de Mahoma. Admiten que Cristo nació de una virgen, pero no que resucitara, sino que Dios le arrebató, antes de morir, poniendo a otro en su lugar. En el Corán se dice que los musulmanes no deben atacar los primeros, aunque luego prometa una y mil veces el Paraíso a los muertos en la lucha. La guerra santa iba dirigida contra los politeístas y los adoradores de estatuas y piedras, lo que explica la repugnancia ante la imaginería católica.

Naturalmente la sola frase Cristo, Hijo de Dios, la idea de una familia divina que rompa la unidad indivisible, alta, admirable e imposible de representar que es el Dios en el que todos los adjetivos se ennoblecen (El Grande, El Bueno, El Misericordioso, El Sabio), la simple alusión a una Trinidad les repugna. Su desprecio, soberano, hacia las imágenes cristianas no puede ser mayor. Huyendo precisamente de la representación de lo irrepresentable (al ser Dios espíritu, ¿no es mentira y sacrilegio darle una forma caprichosa?), se han volcado en la geometría, en las estilizadas letras árabes, quizás la más bella escritura que la Historia ha conocido, las estrellas, los círculos, las líneas quebradas, la poesía lírica exacta y bien medida que es un trozo de pared labrada, el encaje matemático que encierra el espacio, siempre lo más lejos posible de las formas vivas.

Este nuevo islamismo de los años sesenta sólo es, visiblemente, una parte del tejido social del adolescente-por la edad media de su población tanto o más que por la fecha de plena autonomía-país. Rida, que ha estudiado en un liceo francés, y sus amigos no parecen dedicar atención a los problemas religiosos y su comportamiento es de clara voluntad laica. En política, las opiniones son diversas y en el ambiente no reina el temor a la expresión censurada. A la pregunta ¿qué hicieron los franceses? responden que construyeron casas, industrias, iglesias y escuelas, en gran parte para su propio uso. Sí, había becas, pero éstas, como los puestos en la Administración, eran de muy difícil acceso para los tunecinos durante la época colonial. Luego vino la guerra, con mártires de la independencia (muestran a los visitantes los nombres de algunas calles, como Habib Thameur, que recuerdan a asesinados por su militancia). Pero el trabajo esencial se hizo en Francia misma, por abogados tunecinos. Es el caso del Presidente, al que consideran necesario como político. Se trata además de un héroe de guerra y un hombre inteligente. Hay algo en él que ha desagradado al pueblo: su divorcio, tras veinte años de matrimonio, de su mujer francesa, que había combatido con él por la independencia, para casarse con su esposa actual. Muchos no se lo han perdonado. La primera vive sola y el hijo que dio a Burguiba es primer ministro. El pueblo no ama a la segunda familia del Presidente.

En los retratos oficiales se advierte que la actual esposa es aproximadamente de la misma edad que la repudiada, lo que para los jóvenes becarios hace pensar más en intereses que en una pasión irresistible. El rostro presidencial campea en comercios, cafés, tiendas de comestibles, escaparates de tejidos. No hay local que deje de contener un retrato o más de ese hombre de innegable personalidad, ojos claros, pelo blanco, la sonrisa deslumbradora de los jefes de Estado. También hay otro tipo de fotografía, de pie, envarado, con una mano en la mesa de despacho, cargado de bandas y medallas, serio y un poco verdoso. Luego otra sonriendo, sentado en su coche durante una fiesta, con un gran ramillete especial de jazmín en la mano, junto a su esposa en fotografías de matrimonio, y por último su rostro en el cuerpo de un dibujo con traje de minero, mecánico o campesino.

Tras el ser real, el héroe, el pacifista declarado, el estratega inteligente y el político  popular existe una numerosa camarilla que sostiene y promociona al icono y a su culto, el de la personalidad. Él se deja llevar en un empachoso torbellino de retratos, sonrisas, bustos, estatuas, topónimos. Hay un ritmo paralelo común a los países orientales en esta forma de totalitarismo en política y en religión. En ambos terrenos Túnez es una moderada excepción sin embargo, un Estado árabe cuyo Jefe no se confiesa musulmán. Con todo, el día de su cumpleaños, en agosto, es más festivo que el aniversario de la República. Hay recepción en Monastir y los periodistas fotografían la cuna del Primer Hombre de Túnez. El país, aunque con una historia que no tiene que envidiar en antigüedad y abundancia a la de los europeos, como políticamente autónomo es aún muy joven. El Presidente, cuyos familiares ocupan todos los puestos en el Gobierno, es reelegible, ha de someterse a las votaciones, pero no existe un verdadero partido de la oposición. El Primer Ministro, un hombre muy culto, es el único en oponerse a veces a su padre. Cuando éste desaparezca se cree que su línea política continuará con pocas variaciones. El nepotismo parece una variedad casi endémica de los que poseen el poder.

No se respira, sin embargo, un ambiente de opresión, temores y silencios. Se adivina cierta pretensión de absolutismo ilustrado, de paternalismo provisional. El Presidente lo mismo trata una cuestión de fronteras, salarios o cooperativas que lanza un discurso contra las minifaldas y la tendencia de la flor y nata de la sociedad tunecina a imitar, corregida y aumentada, la moda de París; o exhorta a los hombres a casarse, sobre todo si han cumplido ya los treinta años, con muchachas del país, dado el crecido número de solteras, o considera que debe intervenir en un problema de divorcio que ha alcanzado transcendencia pública. Su trabajo diplomático fue excelente y refleja al jurista. Burguiba demostró una prudencia maestra en el mantenimiento de relaciones plenamente amistosas con Francia, virtud, junto con el pacifismo, indispensable en un país pequeño rodeado de vecinos ambiciosos-Argelia, Libia, Egipto-. Se halla enemistado con el jefe del Gobierno egipcio respecto a la cuestión palestina y mantiene una posición en contra del reconocimiento de Israel, pero es difícil imaginarlo comprometiéndose en acciones militares; resulta más probable que intente marcar distancias respecto a esa Madre obligatoria, la Umma, la comunidad musulmana, que la geografía le ha impuesto. Habib Burguiba ha tenido la personalidad y los méritos que se necesitaban, aunque por un tiempo forzosamente limitado.

 

Parece ser que éste es el país árabe que mejores relaciones mantiene con los judíos. En la calle principal, la Avenida de París, ahora de la Libertad, los visitantes han visto multitud de comercios hebreos, muchas carnicerías con los signos de casher y una de las mejores sinagogas, grande, blanca, con la estrella de David y los duros caracteres esculpidos. Entran un día a los oficios. Es amplia, maciza, en un pequeño cuarto al fondo, a la izquierda, tras una cortina cuelgan de las paredes pesadas lámparas portátiles de plata, candelabros y lápidas pequeñas recuerdan a los miembros de la comunidad fallecidos. En una mesa están los libros. Durante el oficio todos repiten y cantan los versículos señalados, leen, acompañando y respondiendo al oficiante, y efectúan los movimientos rituales. Los hombres deben llevar cubierta la coronilla con un gorro redondo minúsculo. Al final llega el momento solemne en que se abren las puertas del Sancta Sanctorum y ocurre algo que parece a los extranjeros extraordinariamente curioso: se subasta entre los asistentes el honor de pasear el Arca sobre sus hombros. Antes les habían contado anécdotas sobre la avaricia hebrea y se dicen ¡Judíos tenían que ser!, pero después recuerdan que en algunos pueblos de España se puja por el privilegio de sacar en andas a la Virgen.

Mientras se consuma la parte más solemne del culto, las mujeres comienzan a gritar todas a una, un sonido agudo y vibrante. A la salida se pasa la mano por la estrella de David grabada en el muro, junto a la puerta. Los jóvenes tienen la misma impaciencia por verse fuera y empezar a hablar, la gente el mismo aburrimiento, que en los oficios religiosos (sermón, misa, oración) de todas las partes del mundo.

 

 

 

La gran mezquita de Kairuán estaba llena de pájaros, de golondrinas. Andando sobre las alfombras de enea era fácil darse cuenta de cómo se puede vivir horas y años sentado entre esas columnas, sumergido en el mundo sin tiempo de los árabes. Sobre el mihrab restaurado está el nuevo. Hay un rincón separado por tabiques de madera donde hacía sus plegarias, aislado, el califa asesino. Existían dos columnas con un estrecho espacio entre ellas; quien pasara por allí se decía que iba al Paraíso. Se ordenó tapiarlo tras el último percance ocurrido a una voluminosa turista que casi logró el feliz tránsito dejándose la piel.

Es la mezquita más antigua, con olor a polvo, a caballos y a conquista, anterior a la invasión de España, vieja como el pueblo de Kairuán, restaurada más tarde, vuelta modernamente a restaurar. Entre los capiteles corintios y romanos pasan volando los pájaros a ras del techo. Las esterillas refrescan las plantas de los pies descalzos. Estar una hora, una tarde, sentado al pie de una de las columnas de la Gran Mezquita, a oscuras, en la corriente de aire, oyendo de vez en cuando piar sobre las cabezas, mientras fuera el patio se abrasa al sol…Rezar si se quiere al dios de todos, o pensar en lo que se ama, o recordar, o permitirse el lujo de no pensar en nada. Tal vez ahí sea posible. A la entrada hay una tinaja de barro con agua y un cuenco para sacar y beberla.

Están limpiando las losas en el mausoleo a un compañero del Profeta; empujadas por las mangueras, llegan hasta los pies olas bajas llenas de polvo. No se permite a los extranjeros ni siquiera pisar las esterillas puestas ante la puerta de la habitación del santuario. Se ven a distancia los dibujos, tapices, inscripciones, y en el centro el catafalco con una tela bordada en plata como el manto de una Virgen española. En un rincón, un viejo hermoso, delgado, con la cabeza envuelta en un turbante blanco, musita sin cesar y sorbe agua de un cacharro.

 

El anfiteatro del Djem, desde la distancia, clavado frente a la mezquita lejana en un desafío de kilómetros, centra los caminos de la desierta llanura. Monumento civil, mausoleo a la voluntad y a las artes de ingeniería romanas. Hay algo en él que marca con su cuño a la extranjera que lo divisa porque remueve una certidumbre de pertenencia ahogada por la embriaguez de descubrimiento y aromas, porque algo se identifica en ella con ese orgullo que no recurre a dios alguno. Es Europa y es Roma, es solidez y lógica. Las incursiones místicas de R. son extremadamente breves y están, incluso ellas, marcadas por la exploración y regidas por la evidencia. La Gran Mezquita en medio del desierto era un baluarte al exclusivismo de una fe. El anfiteatro es murallas abiertas a la tierra de los hombres, un edificio elevado para hacer más placentera la existencia de todos los días.

 

En Hergla, junto al mar, se fabrican alfombras de esparto fresco, cuyo perfume se suma, en el aire, al de la limonada, el café y el jazmín. Mientras al otro lado de una tapia se sucede la uniforme eternidad del mar, ante a los viajeros se extienden centenares de esteras redondas como bollos o tortitas, con su agujero en el centro. Los largos tallos se mojan para darles flexibilidad, después se tejen. El esparto verde se seca al sol y sobre el suelo del patio se va poniendo amarillo. El recibimiento-los estudiantes van en una excursión en grupo-es en extremo cordial. Se les explica por el responsable el funcionamiento de la cooperativa, el reparto de gastos, tareas y beneficios, el encargado les enseña la fábrica, un señor de grave bigote negro teje y le regala, una pequeña alfombrilla, el dueño del café les explica el secreto de la exquisita infusión que les ofrece y les muestra el diploma que honra su establecimiento.

El grupo de becarios remonta la costa. El sol arranca chispas al verde de los árboles y al de las olas vecinas. La zona parece extraordinariamente feraz, un suelo lleno de sembrados separados por vallas de chumberas. Acantilados, agua más transparente que el aire, apenas azul, en la que se puede contar, desde la carretera, el ir y venir de los peces. Cap Bon posee los atributos del paraíso. En un recodo, una pequeña floración de cúpulas blancas: Korbus. Kelibia: arena finísima, rocas y el mar más translúcido que pueda imaginarse. Nabeul: rico en alfarería; y la hermosa Hammamet.

El camino hacia las ruinas de Utica es una Castilla, kilómetros de llanuras y lomas que anulan el tiempo y el espacio y sobrecogen con sus planos lisos, inacabables. Trozos de sembrado que, por el contrario, dejan sabor de ternura porque recuerdan al hombre, limitados, trabajados, ubicados en ese infinito horizontal y amarillo. Ruinas romanas y tumbas en Utica. Espléndidos restos de mosaicos con dibujos perfectos en gamas de gris oscuro, blanco, amarillo, rosa. Se están destruyendo por momentos sin ninguna protección, las teselas pisadas se van arrancando una a una. El pueblo, al lado, es miserable. Casas de barro como hornos con la puerta y una abertura para la ventilación. En los alrededores encuentran salpicados grupos de jaimas y rebaños de ovejas. Los visitantes no han caído bien. El perro blanquecino, con cara de resentido social, les ladra. Una gallina loca pretende atacarles. Un español intenta fotografiar a una beduina que viene por el camino. Ella se agacha y coge una piedra; el gesto es suficientemente expresivo, está en su derecho, no son animales de zoo. La vida es dura; aquí no hay sitio para pétalos de flores, sonrisas y gestos hospitalarios, no han lugar los regalos de bienvenida, como en la cooperativa de Hergla; se han agostado, con el viento reseco y la fatiga, dulzuras y suavidades. Parece, incluso, imposible que lleguen, hasta estos pueblos del interior, atardeceres violeta, amaneceres rosa. Cuanto ocurre arriba sólo podría ser reflejo inmisericorde de la piedra rocosa o desmenuzada a la que abajo se aferran los que malviven.

Un fallo en el socialismo de Burguiba, comentan los becarios según se van alejando, y, callados, piensan en su confortable residencia de la capital, en que les llevan de excursión a playas idílicas y ricos pueblos de pescadores, y se preguntan si las aldeas como aquélla estarían aún peor con los franceses.

Bizerta les resulta algo insípida. Preguntan por el cementerio inglés de la II Guerra Mundial; se encuentra demasiado lejos. Visitan el viejo puerto y matan el tiempo viendo en el jardín de la playa a un corro de niños que, dirigidos por otro muchacho mayor, cantan, o pasean en fila, de dos en dos, cogidos de la mano.

Las mujeres de Bizerta son un macabro espectáculo. La costumbre ha sido salvaje y las ha cubierto totalmente. Llevan echado sobre la cabeza, tapando toda la cara hasta el cuello, un pañuelo de gasa negro. Las más atrevidas se hacen dos agujeros para los ojos y las recatadas otean a través del velo. Sobre ese trapo extienden, como las demás, el tradicional manto blanco. Son fantasmas, sus rostros velados tienen algo espeluznante, recuerdan a las historias de leprosos, esas pobres caras escondidas tras el sudario.

 

La Marsa de la muerte.

Desde la playa, a la vuelta, antes de ponerse el sol, aún con el pelo húmedo y los músculos cansados de nadar, el amigo tunecino de R. la lleva un momento al pequeño cementerio de La Marsa, sobre un promontorio.

No está más lejos de las olas que un bañista rezagado. Han dejado atrás el gozo del mar para ir a ese recinto silencioso. Y ella, que jamás ha entrado de grado en los cementerios de su patria, se encuentra bien en éste. Aquéllos la amedrentaban con sus ángeles de piedra, alas abiertas, manos juntas. Los mausoleos, las construcciones grandes y pesadas que se alzan varios metros sobre el suelo, los orantes, la llenaban de tristeza y miedo. Ése es un lugar agradable, lo define una frase que su amigo y ella han repetido a partir de entonces: Una sola piedra y un poco de agua para los pájaros. Cruzan entre tumbas sencillas, una lápida, lo más dos con los datos del difunto, algunas talladas en un bello trabajo geométrico. No hay flores; se marchitan y su perfume se acaba; pero queda una última forma de hospitalidad más allá de la muerte para unos seres humildes: En muchas de las tumbas hay un hueco destinado a contener algo de agua para los pájaros. Nada más. La tapia levanta poco del suelo y en la otra parte delimita el cementerio un terraplén bajo el cual se abre la costa y llegan los gritos de los bañistas. Toda una eternidad descansando cara al mar, bañado por el sol, una simple piedra, nada más. Ella quisiera morir en ese lugar. Es cierto que, a fin de cuentas, bajo la delgada capa de tierra cubierta de musgo están, como en los cementerios cristianos, la fealdad y el horror de la muerte, la carne descompuesta, los huesos gelatinosos, pero aquí no es tan horrible, el disfraz es más sencillo y el amargo camino de vuelta al polvo puede recorrerse con más tranquilidad.

A los lados hay árboles, uno de ellos cubre a medias una losa y las flores amarillas caen lentamente sobre las letras grabadas.

Entran en el patio de la vivienda de los guardianes del cementerio porque tienen sed. Es un matrimonio de ochenta y tantos años. La vieja se moviliza trabajosamente hacia un cántaro, tiene el cuerpo torcido como un árbol y camina agarrándose a las tumbas, ya muy cerca de ellas. Dice palabras en árabe. No se queja. Cuenta algo sobre tres enterramientos: Un accidente. Les muestra el cántaro y una vasija redonda de las tan usadas en el país. Nada da tal sensación de limpieza como un recipiente de barro conteniendo agua fresca. La saca y se la da. Al coger el cacharro los jóvenes ven que ha caído en él una flor de jazmín que flota boca abajo sobre la superficie como una estrella abierta, los cinco pétalos blancos extendidos. Ella bebe primero. Su amigo árabe después. El jazmín se balancea cerca de sus ojos en el líquido perfectamente claro.

El matrimonio los despide sentados en los escalones de la puerta, delgados, renegridos, enormemente viejos. El sol, que aún no se ha acercado a la línea del horizonte, brilla con toda su fuerza planeando sobre el cementerio de La Marsa.

 

La Marsa de la vida.

El país celebra el aniversario de la República. Por la noche se encienden hileras de bombillas con los colores nacionales: rojo y blanco. El famoso café de Saf-Saf está completamente lleno. Es un vasto recinto, una casa entera con su patio, espejos en los rincones donde las parroquianas se miran al pasar, el suelo mojado y un camello en el centro. La gente, aquí y en otras latitudes, en el fondo es siempre igual, y más los domingos: Los padres de familia cazan mesas, las mujeres se sientan y dejan caer el velo sobre los hombros, los camareros piden paso con bandejas llenas de refrescos, café y té con piñones; los vendedores de jazmín sortean las mesas cargados de collares y paquetes formados por hojas grandes mojadas y cerradas por una aguja de junco que contienen los ramilletes de las flores. Todos hablan, y fuerte. Los niños se suben al respaldo de las sillas y andan a gatas debajo de las mesas. Los padres cruzan las piernas desnudas, con la yuba, la chilaba de tela fina blanca, recogida sobre las rodillas, y beben despacio quitándose de vez en cuando el jazmín de la oreja para olerlo. Las parejas de novios son también similares a las de cualquier lugar. Al guirigay festivo se une la noria, que chirría al girar. En torno a ella saca agua un camello, la gran mascota del Saf-Saf. Los días de diario el animal tiene color normal, especie de naranja polvoriento, pero el camello de los domingos es blanco; cabe que sea el de siempre bien lavado, aunque los visitantes no lo creen: se le ve más fino, más esbelto, aristocrático y orgulloso de su blancura. Con las orejeras  puestas, da vueltas imperturbable. Cuando acaba de pasar se acerca uno a la noria y bebe el agua que continuamente va sacando, luego esquiva al camello y vuelve. En espera de un espectáculo en la plaza mayor que finalmente no llega, los visitantes y sus amigos comen cascrut, el bocadillo de tomate, pescado, zanahoria, pepinillo, salsa, los inevitables pimientos y el picante fatal. Los puestos de cassecroûtes (escrito en francés) se alinean en la acera.

Antes de ir a La Marsa el pequeño grupo hispano-tunecino ha estado en Sidi Bou Said, cuyo café es el preferido de su corazón. El paisaje es inmejorable, el más famoso de las cercanías de la capital. Las calles del pueblo son muy empinadas y todas las viviendas están pintadas de blanco y azul. Según se sube hay tiendas de recuerdos, puestos de fritura y pequeñas boutiques con fantasías orientales y europeas. La población es snob por excelencia: adolescentes de ambos sexos vestidos con todos los colores y formas de la extravagancia, residentes exquisitos, veraneantes que, desde la pina cuesta de las calles, parecen mirar al resto con desdén. Aunque dan al lugar cierto colorido también dejan en los observadores un sabor artificial, de cosa desligada de la vida y estéril. Sin embargo la atmósfera del Café Moro, donde van siempre, es invariablemente grata y ellos paladean cada detalle junto con la infusión hecha en una cocina de ladrillos. El interior es agradable y fresco, como si se estuviera en la panza de una tinaja. Hay paredes encaladas que la sombra hace grises, ventanas enrejadas y a través de ellas, abajo, se ve la multitud que alfombra la escalinata, arriba el cielo teñido en el rosa de los atardeceres inolvidables de Túnez, con una luna pálida y redonda, al fondo el mar, la línea del horizonte que comienza a perder nitidez, palmeras, pinos, olivos, acantilados de tierra roja típicos de esa zona.

En el Café Moro la gente se sienta sobre plataformas cubiertas con esteras de paja. Antes de subir se quitan los zapatos y luego todo es tenderse en una indolencia perfecta, acercar de vez en cuando la taza a los labios, hablar bajo con el vecino, guardar silencio. Para beber agua se va hasta un cántaro con una espita. Es buena y fría. Hay jaulas con canarios suspendidas sobre sus cabezas. Hasta aquí no entran los vendedores de jazmín.

La vuelta de Sidi Bou Said a La Marsa, ya de noche, la han hecho a pie. Túnez es pequeño y sus poblaciones, sobre todo en las cercanías de la capital, siguiendo la línea de la costa, se tocan unas a otras. Solamente hay dos kilómetros cuesta abajo, con una temperatura ideal, aire suave, fresco sin llegar a frío. Pocas cosas tan inolvidables como aquel camino. La cinta negra de la carretera, el cielo mediterráneo pleno de estrellas. Andaban por una pasarela sobre el infinito. Las cosas cercanas en esa oscuridad apenas eran; a los lados, filas lejanas de luces y el mar amplio abrazándolo, un mar que no era real, mucho menos real que el cielo, un trozo de Caos olvidado desde antes de hacerse el mundo, la línea del horizonte alzándose muy alta a la derecha de los caminantes, una porción de eternidad. El cielo estrellado existía, el camino más o menos existía bajo sus pies, los árboles eran recuerdos de algo conocido; pero esa cosa gris que llenaba hasta la mitad el panorama era extraña, inmensa y sin forma.

Allá abajo, al final de la cuesta, apareció La Marsa con su puerto, iluminado y en fiestas, en difícil equilibrio sobre la masa de sombra, metida a pico en el mar.

Acaba la cuesta, hay chalets, comienza el pueblo, la gente grita; se desemboca en la plaza mayor, frente al Café de Saf-Saf.

Para la posteridad, a su regreso a la residencia R. glosa la paella que otra española y ella han ofrecido a la familia tunecina con la que han hecho amistad. Es la primera que han cocinado en su vida y se ha elaborado en condiciones extrañas. La primera parte se hizo por simple y milagrosa intuición. Solucionado el transcendental problema del refrito, distribuida la sal y el colorante, llegó el momento cumbre de echar a puñados el arroz sobre el caldo que hervía en una fuente de metal fregada con tierra y colocada en el patio sobre una hoguera improvisada con piedras y leña. ¡Oh, milagro, sabía bien!.

Las rodeaba la familia-doce hijos-, niños innumerables, abuelos, vecinos, jardinero y simpatizantes. Vestidas con largas ropas que les habían dejado para no mancharse, daban vueltas como sacerdotisas en torno al fuego sagrado distribuyendo cazos de agua, pescado, guisantes, atún de lata. El arroz se doraba como un sueco en la playa, el humo hacía llorar a catadores y oficiantes. La toma de Constantinopla, el desembarco de Normandía, el descubrimiento de América no podían compararse con aquella gesta: la paella primeriza, para veintidós personas, cocinada en el suelo del patio y en una bandeja. Allí estaba, en su punto, un trozo de España sobre el suelo tunecino, una excepción en su geografía, efímera pero bella, el arroz, antes blanco y anémico, había tomado color gracias al empleo de todo el azafrán de la casa, los guisantes formaban un filtiré verde, las rajas de pescado sonreían entremedias. Si hubiesen encontrado los ingredientes restantes, ¿qué maravilla no hubiera resultado?.

Se limpiaron las lágrimas, el tizne y el delantal y llevaron su obra a la mesa. Esperaron a que la probaran como una madre al primer hijo. Había salido bien, imposible saber cómo pero había salido bien. Los comensales repitieron. El corazón de las becarias se llenó de gozo al verles meter la cuchara en la paella. Era tan decorativa sobre la mesa como un ramo de flores. Esperaban, después de que el padre se sirvió el segundo plato, una petición de mano en regla del tipo ¿Quieres hacerme paella toda la vida?, romántico y oriental.

 

 

Ma’ Salama. Adiós.

La despedida fue como el jazmín, que, marchito, tiene un olor triste. Última peregrinación por las playas, los escalones de Sidi Bou Said, el Café Moro, las luces que comenzaban a encenderse y colgaban, en la distancia, como perlas. Una franja de ocaso rojo bordeaba las montañas, al frente se extendía el campo, a izquierda y derecha de la ruta el añil del mar, el cielo en dos colores, casas blancas teñidas sus paredes de lila y gris, cada cual con su luz azulada titilando, un primer plano de árboles y chumberas verde espeso. No, no podía ser; era demasiado aquel regalo de despedida, era casi belleza pura.

Después estuvieron largo tiempo mirando transparentarse cada vez más estrellas, en una playa salvaje, rocosa y magnífica. Alguien paseó desde la cima del acantilado una linterna sobre las seis figuras inmóviles tendidas, no como el curioso esperaba una sobre otra, sino una junto a otra, en la arena; luego se fue. Siguieron cara al cielo, oyendo, y como viendo al oírlo, el mar. A continuación La Marsa, siempre alegre, con su Café de Saf-Saf, ese día cerrado porque había sesión de maluf. Las cosas tenían el sabor de las últimas cosas. Y ellos se despedían pidiendo volver.

 

 

Diásporas

 

Primera diáspora

 

París, 1968-69

La sangre ha goteado durante la noche, traspasado el colchón y formado un charco bajo la cama. Hace tanto frío en París que la nariz le sangra, un mal crónico al que nutren la ropa inadecuada y la falta de dinero para comprarse unas botas. R. siempre duerme boca abajo, en la cama de muelles metálicos instalada en casa de la mujer que le alquila ese espacio del salón. Es la periferia de la Ciudad de la Luz, construcciones antiguas, pequeñas, obreras, con letrina en el exterior y algunas huerto, enlazadas con el corazón espléndido, clásico, de grandes edificios y avenidas impecables, por el metro de Mairie des Lilas.

Rida está al otro lado de varias estaciones, en la habitación donde se apiñan cinco tunecinos. Ellos dos viven su primer año en tierras extranjeras, en la Meca de la emigración para ambos.

  1. se levanta para limpiar el desastre, en lo posible; atraviesa tiritando el patio que lleva hasta el excusado exterior, vuelve, coge agua, enjuga el charco viscoso que se ha desprendido gota a gota de sus fosas nasales, frota el colchón como mejor puede. Por la mañana la casera, que trabaja en limpieza de un hospital, la mirará incrédula cuando le explique el origen de la hemorragia, y R. ve atravesar su frente como un conejo la sospecha de que ha sido un aborto. Hay que tener cuidado con los chicos, dice.

El primer día después de su llegada, tras el viaje Madrid-París en auto-stop con una amiga a escondidas de los padres, para no inquietarlos, y la instalación como au pair en el hogar de una familia cuya sordidez iguala al intenso catolicismo que dicen profesar, R. sube las escaleras del metro de Opéra. Arriba, enmarcado por el espléndido edificio, sus estatuas y sus cúpulas, está Rida, con ojos llenos de amor y un abrigo gris que ha conseguido en una institución de caridad llamada Los Amigos del Hombre. Se abrazan y caminan por una ciudad cuyos refugios son el café caliente, sus fiestas un cuscus en el restaurante de Bebert, su sueño una cena con velas.

El mundo del subsuelo, en el que transcurre parte de los días, no corresponde a la altivez de los edificios, al trazado amplio de las avenidas y el encuentro solemne de las calles en plazas a veces rematadas por un monumento, un arco, una fuente. Bajo la línea de la superficie se extienden vagones y túneles en los que es frecuente ver ratas que pasean con tranquilidad de inquilino; mientras, los paneles publicitarios ofrecen variedades de queso y de toda clase de productos siempre recubiertos de un brillo de golosina, en manos de gentes de ojos voraces. Hay en cada parada y en cada salida a los andenes parejas que se besan y se separan, como dejan a sus novias los marineros para partir hacia distantes puertos. El espejo inverso de la ciudad subterránea es sombrío, usado y gris, se estira como un cuerpo con todos los atributos de la vejez, sus miembros acaban en lejanas estaciones que conviene evitar a últimas horas de la noche. Pero teniendo su cierre muy en cuenta, porque más allá del final del servicio la ciudad es otra, inalcanzable, surcada sólo por caros vehículos y blindada  por la inmensidad y el frío.

Españoles y árabes confluyen, sin mezclarse, en la madre de todas las luces, en el nombre que para unos y para otros es sinónimo de puerta y de futuro. Los tunecinos han incorporado Parisi a sus canciones populares, y en baladas entre irónicas y nostálgicas narran su búsqueda en pos de la fortuna, de los ahorros que les permitirán comprar esposa y casa, del coche abarrotado de mercancías con el que se presentarán en el pueblo de origen. Los españoles ponen negocios, prosperan, adquieren restaurantes, talleres, apartamentos, mantienen durante años su fuerte acento y su francés escaso prendido sobre un español escaso igualmente en lectura y dominio lingüístico. Rida y R. bogan en una corriente marginal que no es la de los grandes ríos de unos y de otros ni sobrevuela la atractiva capa donde se cuece diariamente la cultura. Hace falta dinero para la bohemia, y los franceses son muy amigos del internacionalismo y los representantes de rincones exóticos, pero separan netamente la retórica y la bolsa. Para R., que avanza en el conocimiento de la vida no por premisas preelaboradas sino por experiencia directa y en quien de manera natural se fusionan las ideas y los actos, resulta fascinante esa dualidad tan conseguida, según la cual existe un yo ataviado con la audacia elegante del revolucionario pensamiento el cual se pliega cuidadosamente y guarda en el armario, para vestir luego, en el cálido cuarto de estar, el pijama rayado de la más estricta adhesión a la propiedad privada. La lancha en la que ellos dos bogan es solitaria, ni grupo ni partido ni obediencias ni sindicatos; tampoco religiones, que ninguno  posee, ni otra meta que los estudios, un incierto futuro y cambios, vagos horizontes por venir en los que un seísmo alzará de las profundidades a toda la gente del metro y les proporcionará raciones tan justas como generosas de felicidad, comida, sol. R. prepara los exámenes finales de su licenciatura, huye de la piadosa familia y su vivienda lúgubre en cuanto encuentra un trabajo en la enseñanza, completa su pitanza con el trabajo por horas en un taller de velas en el que el patrón manosea el trasero de la más complaciente de las empleadas. Los colorantes se respiran, depositan en la garganta y tiñen durante el resto del día su pañuelo. La parafina pasa con gran rapidez del calor incandescente a la solidez opaca y el jefe no ahorra insultos a la torpeza de la española, torpeza que multiplica el desconocimiento del idioma. El francés primerizo de R. ha experimentado un curioso retroceso, se ha enquistado en un balbuceo defensivo, una cápsula hostil al país en el que se mueve. Tal vez también ella, dentro de unos años, señale con el dedo los productos del mercado y malpronuncie sus nombres, como ve que siguen haciendo españoles residentes desde antiguo.

La bolsa de trabajo universitaria le proporciona también algún que otro baby sitter que la situará bruscamente, como si hubiera subido por una pared vertical hasta cimas normalmente inalcanzables, en lugares suaves, perfectos, fríos, despectivos, en los que oye mencionar como Ces bêtes-là a los vecinos extranjeros del inmueble, gente de escasa limpieza que atrae parásitos. Piensa que esas bestias podrían ser Rida y ella. Tras algunas indicaciones sobre el piso, que a R. le parece enorme y, sobre todo, extraordinariamente ajeno, ellos se marchan, la pareja bien vestida, rubia ella, alta, con su marido y el amigo que luego llevará en el coche a la canguro a su domicilio, que ya es una buhardilla de Invalides. Una vez sola en la elegante vivienda, R. se encuentra con un bebé diminuto al que ignora cómo preparar el biberón (lo hace siguiendo instrucciones de alguien por teléfono) y respecto al que no experimenta ternura alguna, al que mira con la extraña frialdad, la distancia egocéntrica que sólo se halla a veces en los adolescentes.

  1. es vagamente inhumana, está tan absorbida por la búsqueda y defensa de su libertad, del saber y de su propio espacio y tan empeñada en la supervivencia que apenas distingue, y menos aún comparte, los afanes, penas y placeres que, sin mayores razones, amueblan el común de la existencia. Vive esa pureza que bordea la quemadura como un ácido, que no paga sino consigo misma el precio de las certidumbres y a la que resulta simplemente inconcebible el juego de las componendas.

La convivencia, en escasos metros cuadrados, con cuatro compatriotas ha disminuido un tanto el optimismo esencial de Rida, su certidumbre de que posee tantos amigos con los que puede contar como pelos en la cabeza. El número se ha ido, vagamente, reduciendo. El horizonte, indeciso, se limita a ganar de qué vivir de forma inmediata y a la constatación de que su novia, pese al desconocimiento inicial de la lengua, se va desenvolviendo, echa a andar desde otro punto de partida. Rida deambula de continuo, y en creciente progresión, entre la imagen de sí que ofrece al exterior, a R. y a sí mismo y la inexistencia de esfuerzos, proyectos y estudios reales. Entre él y sus cuatro compañeros de paredes y de lecho hay una notable diferencia de formación, de dominio del francés-que él redacta con  maestría literaria-y de finura en el manejo de ideas que, sin embargo, se funden en la irrealidad del ensueño, la sencillez primigenia del supuesto rincón idílico, la felicidad debida y secuestrada por la vaga estirpe de los ricos. El todo bañado por la llama del grande y primer amor.

Los compañeros de piso son algo mayores que él. Farid es alto, rubio, con ojos azules, fornido, de gran éxito con las mujeres. Según Rida relata, suele contar minuciosamente a los cuitados oyentes sus hazañas y técnicas sexuales. Es, además, un muchacho de cierta seriedad y empaque, lo que no es el caso de los otros, como uno menudo y moreno al que apodan el Chino, que presume de novia francesa de larga melena negra y, cuando la presenta, resulta ser a ojos vistas  una prostituta de baja categoría. Los problemas de Mashid resultan menos románticos: se trata de un tipo enorme y rudo que se ha visto obligado a acudir al médico por congestión de sus órganos genitales dado que, ni por situación ni por dinero, encuentra mujer para desahogo. Muy diferente de sus compañeros de cuarto, Khalid es fino de cuerpo y de mente, lo cual facilita las cosas cuando los cinco se tienden a dormir en el suelo exactamente como las sardinas en su lata. Khalid aspira a un brillante futuro en Túnez, semejante quizás a la carrera del abogado y luego Presidente Habib Burguiba. Por lo pronto se lanza cada día a la tarea equilibrista de saltar de los medios de audiencia y de posible influencia a la penuria más total.

A veces se presentan lejanos parientes a los que hay que atender pese a todo. De España a R. no le llega nada ni nadie excepto las cartas. La partida hacia Francia ha sido por decisión propia, por el deseo y la necesidad de otro aire, en el extranjero más cercano (aunque ella hubiera querido Londres, que se sitúa en un especial recoveco de sus querencias; pero es París, ha sucedido, entre la decisión y el acto, el verano con beca en Túnez, y luego la reunión con Rida, que a su vez buscaba salir. R. ni siquiera imagina que su familia, con dos empleos el padre y bien limitados recursos, debería enviarle nada, y les describe con alegre e impreciso optimismo su situación. Desde que enfiló la carretera, larga y lluviosa, que llevaría a una amiga y a ella hasta la capital de Francia, da por lógico y supuesto que nadie debe pagar por sus decisiones. Ellas dos llegaron en auto stop para más economía, habían planeado su primer contacto con tierras extranjeras por la vía, que parecía única, del servicio doméstico. La amiga se volvió a los dos meses. Llegó Rida, con una maleta vacía porque buena parte de su contenido era los libros utilizados en el Liceo Francés de Túnez, a los que atribuía, en el nuevo medio, propiedades inexistentes y que tiró a la cuneta. Se ha inscrito a algo por correspondencia, pero no estudia. Ella prepara las asignaturas de quinto de carrera, a cuyos exámenes se presentará en su facultad de Madrid, en mayo. Para ambos todo es horizonte, indefinido, lejano; nada existe entre ese territorio del presente arduo, ajeno y de paso y el país del futuro para el cual, por ahora, no tienen más bagaje que la libertad.

El calor, precioso, del café en las pequeñas tazas lo sustituyen a veces, pocas, por un té en los salones de la Gran Mezquita, donde reina la calma y las luces son tibias. El extremo opuesto se sitúa en las orlas de Montmartre, en su rosario de figones baratos con comida rápida semejante a la de Túnez. No frecuentan sin embargo círculo alguno. La distinta formación y carácter de Rida, y de ella, los colocan-a ambos y al parecer también a más tunecinos que conoce-en una zona que ciertamente no es la de los taciturnos, vagamente hostiles, grupos masculinos de los cafés del barrio árabe. Los rehúyen, pese al cuscús barato y al estrépito de una música que contrasta con la aspereza del ambiente. Es la sequedad de las zonas sin mujeres y del hambre, de ellas y de una soltura en el disfrute de la vida que parece en esos hombres maniatada en su origen mismo.

Pero todo aquello es externo y lejano, sin relación alguna con lo único que cuenta: ellos dos, y algunos otros muy concretos, con nombres y apellidos, de nacionalidad y origen indiferentes, sin prejuicios y ataduras, dispuestos a dar al porvenir con cada gesto y cada palabra el trazado vigoroso de las ciudades nuevas.

-Ah, ¿él es árabe?

-Los árabes siempre dicen que…

-Cuidado. Ese chico árabe con el que está me parece hipócrita; no me gusta en absoluto. Se lo digo porque está usted aquí sola, sin familia.

-Los árabes…

Lo dicen otros de ellos, y ellos de ellos mismos. Siempre produce a R. el efecto de una de esas, abundantes, cárceles verbales en las que se intenta aprisionar a los jóvenes cuerpos de su generación. En su caso son dos seres solitarios que buscan, en algún lugar más allá del oscuro presente, envolverse en el brillo de un ideal que va adquiriendo la vaga forma de dirigentes de rebeliones, de sistemas implantados en lejanos países y del efímero y cercano calor de grupo que proporcionan compañeros de apariencia solidaria que se cruzan en su ruta.

Pero ni Rida ni ella rozan siquiera proyectos de violencia, batallas ni muerte; ni añoran, encuentran o escuchan a líderes o repiten o creen consignas. Quizás uno de los pocos puntos comunes a ambos sea la ausencia del mecanismo y la necesidad de Iglesia, la carencia de ritos y de fe.

Los árabes…

El apelativo en realidad es un fantasma. Sobre los dulces ojos y la frente con arrugas muy precoces de Rida crece el pelo en el típico triángulo y entradas en las sienes de los bereberes. El tejado de su casa cubría desde los ojos azules del abuelo y los bucles rubios del benjamín a la piel de leche de la madre, el oscuro y lanoso cabello de algunos de los hijos y el perfil brutal, cutis atezado y ancha osamenta de esos primos de La Marsa que se presentaban en la casa de Túnez de cuando en cuando con el aire de quien dispone por fuero del aduar y de la superioridad sobre el gineceo. Esos árabes, sumergidos en un nombre y una escritura y distribuidos en las tierras al norte del Mediterráneo, no son tales, como no lo son tampoco sus vecinos, ni sus lejanos homónimos de África y Asia. De no ser por la lengua que hablan, veteada con frecuencia de vocablos del francés, y por referencias a la familia, las calles y los guisos, el grupo de conocidos de Rida podría perfectamente pasar por español, o de otros lugares de Europa. Quizás reivindican, con el gentilicio falso de una península que en tiempos los sometiera, la aspiración a situarse en la antigua aristocracia de los jefes y guerreros y no hallan, fuera de la apariencia y el asidero del pasado, lugar del que reclamarse.

Han venido sin sus chicas. Todos los que ve han venido sin sus chicas. Ellas, alguna tunecina que va encontrando, estudian, trabajan en empleos ocasionales, como la fábrica de velas, y rehúyen las confidencias. Ninguno muestra el menor empeño en marcar fronteras, relatar orígenes. Da la impresión de que si un día se levantaran hablando otra lengua, cualquier lengua, y desprovistos del vago sentido de pertenencia irremediable a la marca del Islam sentirían un gran alivio y se zambullirían sin mayores trabas en las aguas del ancho mundo.

Los franceses sí les recuerdan a veces que él, ella con él, son “otra cosa”.

-¿Les hará falta a los señores una cama?-dice, mientras pasa sin necesidad el trapo por la mesa el camarero.

-No, gracias. Así vale-responde Rida.

La pregunta, y la mirada, son hostiles y sin proporción con la circunstancia, porque sobre ese asiento del café la pareja se ha limitado a enlazarse y a demostraciones de cariño ciertamente autorizadas para todos los públicos. Hay un brillo raro en los ojos del camarero, una acidez que no llega a ser odio, sino solamente reflejo de lejanos odios, o tal vez de cierta atávica repugnancia a la mezcla. Y se tropieza con la sorpresa, el nada fingido candor de Rida y de ella, que no poseen ni muestran otra cosa que el cariño y guardan aún una distancia despectiva respecto al generalizado, vulgarizado y vagamente preceptivo juego carnal.

-¡Ésos andan por las nubes!-los policías se ríen porque, abrazados estrechamente mientras andan, Rida y ella han perdido el equilibrio, han intentado vanamente sujetar el uno al otro, y han caído finalmente, anudaos y cuan largos son, ambos al suelo.

Se abrazan en el frío como náufragos, se abrazan siempre excepto en el temporal alejamiento de las riñas, y luego vuelven a abrazarse. Entonces el fin de semana recomienza. Una noche llueve sobre Porte des Lilas, una lluvia malva que arrastra sin limpiarla la grisura de las casas obreras, del monoprix donde las vendedoras son bruscas, de las hojas de pequeños huertos sin flor alguna. Rida la ha acompañado, la hora, siempre fatal, del último metro se aproxima y ella no se aviene a dejarlo porque esa noche a él no le han dado llave, ignora cuándo volverán sus compañeros y tal vez duerma al raso. Decide volver con él, en ese último metro, a la habitación lejana en la que finalmente acaba pasando la noche con los cinco, sin quitarse siquiera la gabardina, tendida entre Rida y la pared.

Luego un conocido español al que mantiene una mujer mayor les proporciona la dirección, preciosa, de una buhardilla disponible. Ella la alquila y allí se alojan ambos. Ya R. ha plantado los trabajos de limpieza en casa de una piadosa familia católica cuyos hijos le dejaban para hacer hasta sus propias camas y tiene un sueldo, de auxiliar de latín y griego en el colegio español. Los estudios de Rida se sitúan siempre en el territorio vago de la utopía, le toman y le despiden de algún trabajo en el que no muestra asiduidad, recibe cartas en las que le aseguran en su lugar de origen préstamos y apoyos importantes. Tras la mudanza, no han vuelto a ver a los compañeros de la habitación antigua, que no disimulaban su hostilidad hacia el compatriota que sienten ajeno y hacia su chica, despegada y sin la menor intención de agradarles.

Llaman por la mañana temprano a la puerta de la habitación-porque a ella se reduce su alojamiento, con lavabo y hornillo en una esquina y letrina en el exterior-y R. oye a Rida excusarse, no sólo por no haber acudido a donde trabaja, sino por tener él la llave y haber dejado a los demás en la calle. Habla de enfermedad. R. se refugia bajo las sábanas huyendo de una intensa impresión de vergüenza ajena. Ahí sus países difieren, los invisibles, los que cuentan, ciertas fronteras de palabra dada y coherencia en los actos, de importancia de compromisos. Desde la oscuridad que le procuran las ropas de la cama ve por los ojos del hombre que está en el exterior y ha tenido que desplazarse en búsqueda del volátil contratado, observa con él el interior angosto sin más claridad que la que se filtra por las junturas de la ventana. Por esa ventana, que da al patio y está rodeada de los andamios de reparación de la fachada, entrarán una mañana en su ausencia los obreros y les robarán la escasa cantidad de dinero que tenían en el armario.

De la explanada de Invalides, barrida por el viento glacial, a los edificios señoriales, de los ordenados jardines hasta las vastas cúpulas de la rîve droite, nada obtiene eco en el interior de esa cápsula de la subsistencia a la que ahora R. y Rida pertenecen y en la que flotan como hierbas desprovistas de raíces. París despliega su geometría y sus luces, las lejanas, inmensas avenidas, la almendra perfecta de la isla de San Luis y la sucesión de balcones jamás abiertos, siempre sin flores y coronados por sombreros de pizarra negra de notario. Es belleza, pero discurre en un mundo paralelo; quizás se deposita en R. blandamente y un día formará, sin saberlo, parte de su sustancia. Y anudará los cabos de formas y recuerdos con otros antiguos códigos, historias, referencias, signos compartidos con París desde la infancia misma.

Al otro lado del puente de Alma van, cuando pueden permitírselo, para ofrecerse el lujo del petit-crème en un café que se abre a la rotonda. Sobre sus cabezas, una reproducción de los Impresionistas muestra la tristeza, el frío agudo de una estación de tren en la que el farol, colgado en el frente de la máquina como una gran cereza, perfora apenas la neblina de vapor y humo. Pequeños, desdibujados y flotantes, los pocos ocupantes del andén se aproximan a una locomotora y vagones de metal negro, mojado y brillante. El paisaje alrededor se desvanece, el tren avanza, en los ojos de quienes lo miran, con el solo  impulso de su luz roja e intensa.

Y vuelta luego al espacio exterior, a su majestad y distancias siderales entre acera y acera, fachadas y cúpula, al trazado rectilíneo de calles que son cauce del viento, pasarelas desguarnecidas entre las salidas del suburbano y las habitaciones de servicio reconvertidas en habitáculos de alquiler. Porte des Lilas, al otro extremo del continente urbano, ya se sitúa muy lejos en el recuerdo porque las pocas semanas transcurridas desde la mudanza a la buhardilla están tan henchidas de apretadas sensaciones, de imperativos y esperanzas, que no dejan divisar más tiempo que el inmediato.

-¿Les hará falta a los señores una cama?-la mirada del camarero había estado cargada de desprecio y bronca hacia la pareja de europea y pied noir. Y sin embargo ni él ni el francés del restaurante universitario que, para divertir a sus compañeros, espeta a la española despistada: ¿Con quién se acuesta usted esta noche?, ni los españoles del café, que rezuman agresividad y predican que copular es como beberse un vaso de agua (¿Marx dixit?) ni la propietaria de la buhardilla, que viene a recordar a la pareja que el alquiler era para una persona, saben que, a contracorriente de todo y quizás en parte por ello, R. y Rida viven un amor del más puro estilo caballeresco, aún en la etapa de intensidad romántica, asociado al respeto, diluido en ternura, exigente en su delicadeza y en su espera, desconfiado, distante y desdeñoso del sexo exhibicionista y obligatorio que parece a su alrededor impuesto por unas convenciones que chocan curiosamente con la libertad.

Rida y ella navegan, en el pequeño barco de dos cuerpos muy juntos, por entre tenderos que estafan a las muchachas recién llegadas pidiéndoles, cuando no hay nadie más en la tienda, por cada huevo un franco, costean comedores universitarios en los que acceder a la carne casi cruda y a la pasta de harina de pescado exige esquivar el control de sus dudosas tarjetas de estudiante, escuchan en silencio las arengas, en voz muy alta, de los españoles, que comentan el presente y el futuro políticos y no toleran la menor disidencia ni siquiera en forma de tímidas observaciones de detalle, o se unen brevemente a algún grupo de conocidos de Rida y sorben un té. Se habla de enemigos y de agravios. Leen libros que hablan de víctimas, como ellos.

La libertad…Sentada a veces frente al único petit crème de la tarde, al otro lado de la mesa del café de Mabillon que sirve de centro de tertulia a media docena de españoles, R. no alcanza a sentirse reprimida, ni oprimida, ni víctima, ni con Franco ni sin él, puesto que ha hecho lo que ha querido, ha tomado sus decisiones, estudiado, viajado con su pasaporte, leído y escrito, siempre, desde siempre. Tampoco se siente pobre, porque trabaja y dio por sentado, ni siquiera supuso, que le debían algo gratuito, que alguien hubiera de pagar su vida. De hecho, ha transformado desde muy pronto la frase de un líder de que la revolución era la electricidad más los soviets en otra máxima, para ella incuestionable: que la libertad consiste, antes y muy por encima del sexo, en pagarse una misma el gas, alquiler y electricidad, y a esa consigna se atienen su ley y sus profetas. Pero advierte que en realidad aquello la sitúa en un territorio nada afín al de las mujeres que conoce, a las amigas, a las compañeras de universidad. Siente, pero de una forma vaga, que alguien está vendiendo algo imposible, parcelas de libertad sin precios, refugios y dádivas de engañosa baratura que les serían debidos simplemente por el azar de pertenecer a categorías que no han sido elegidas ni obtenidas por mérito individual, carnets de huida de un país con dictadura, de mujer, de asalariada precaria. Rida tampoco se une a los que le ofrecen salvación y quizás modesto paraíso por ser norteafricano, moreno e inmigrante. Está absorto en su idilio, la crudeza de la vida cotidiana y el recuerdo del único aceptable paraíso que ha conocido: la casa adquirida con gran trabajo por su padre.

Primavera. R. ha vuelto a Madrid para examinarse y terminar así la carrera. Por la televisión y por cartas muy largas, escasas y tardías, porque a veces Rida no tiene para sellos, ella sigue las luchas de mayo del 68, en las que él le dice que participa visitando heridos en los hospitales. El enemigo es difuso, como el amigo, que debería ser esos parisinos altivos, sapientes y muy bien alimentados que siguen resultándoles irremediablemente ajenos. La clase política francesa les inspira profunda indiferencia.

De nuevo se reúnen en Túnez.

 

De oasis y de islas

Túnez, 1969-70

 

Trepan lentamente por una duna para sorprender en la playa, al otro lado, a los pájaros que esperan que el sol entibie el aire. La luz es de un dorado  intenso, la soledad casi completa y el mundo de total inocencia. Ellos, los amigos (un belga, una francesa) más allá; compacto y observador pero distante, el clan. Detrás de cada loma, pasada cada curva de la carretera, puede comenzar todo, descubrirse el comienzo de un futuro que les acoge a bordo y lanza amarras, en el que ofrecerán cuanto tienen y hallarán la felicidad a cambio.

Desde Túnez los dos han bajado por la costa. El paisaje es de frutales y casas de labor. En el estilo propio de los que ajustan la acción a las ideas, que ni siquiera imaginan que deberían ser mantenidos por nada ni por nadie y que habitan aún el simple territorio de los actos, la pareja ha iniciado en auto-stop su viaje de bodas. La madre de Rida preguntó si debía instalar un trono para la novia, pero no habrá nada de tal, ni invitados ni festejo. Sólo la alcaldía, los testigos, el café a la salida y el descanso en el apartamento vecino al de los padres. Las leyes españolas, que no admiten el divorcio, son rechazadas de plano por R., que encuentra mucho más civilizadas las tunecinas, en las que nadie osa obligar a uniones para la eternidad. La Embajada de España, para cuyo centro cultural ella trabaja, a la que se ha comunicado el matrimonio de uno de sus ciudadanos, ejerce sólo, al principio, una discreta presión que no pone en peligro su empleo, y esto pese a que R. declara francamente su rechazo moral del tipo de matrimonio que ofrece su país. La burocracia queda atrás cuando descienden hacia Sfax. No hay-nunca habrá-ni hostilidad ni excesiva extrañeza en los familiares y amigos de Rida en cuyas casas se van alojando. La conciencia de la libertad que implica el origen de la extranjera parece tan clara en ellos como en su portadora misma, y permanecerá durante todo el periodo de su estancia, en claro contraste con la sumisión y dependencia que se espera de las esposas autóctonas. Incluso hay un sentimiento de promoción social respecto a los que se casan con francesas. La familia de Rida, afín en la sencilla aceptación y en la buena voluntad a la de R., ofrecerán invariablemente afecto y recurrirán a ella como a un referente fiable. El matrimonio se disolverá por motivos que nada tenían que ver con el prototipo de intolerancia y violencia que parecía, desde Europa, inevitable en semejantes uniones una vez afloraban los usos del país. Los territorios intelectuales no eran los mismos, ni un horizonte que en ella los sentimientos no podían colmar.

La han prevenido de que es un pariente muy tradicional el que habita en la casa de los naranjales, lo que se traduce en guardar distancias respecto a su marido. El hombre es, en efecto, adusto; la conversación se mantiene entre él y Rida. Tiene una hija que escucha, sentada, en silencio. Parece aislada, con su juventud, en medio de los campos, pero al parecer es bien conocido que está ahí por los dispuestos a pedir su mano. Tanto en el caso de esta muchacha como en el de la pariente de Sfax, el marido de R. hace alusión a esbozos de juegos sexuales durante las vacaciones, de niño. Porque en un ambiente tan segregado respecto a los sexos mucho ocurre en el interior del extenso clan, en imitaciones del gallo y la gallina, en los variados escarceos que costean y picotean los muy físicos bordes del tabú.

El viaje en auto-stop nupcial continúa. Los recoge un latifundista naranjero que les explica los extensos límites de su propiedad y recibe con una sonrisa irónica y manifiesta falta de inquietud la pregunta de la extranjera sobre si no teme que socialice sus campos el sistema de cooperativas.

La que fue compañera de juegos sexuales, en cuya casa se alojan en Sfax, es una matrona de gran circunferencia, extensa prole y la tez y trenza hermosas que sobrenadan, como el extremo del mástil, los embates crecientes de la vida dura. La ciudad es un puerto con recuerdos de esponjas y presente de aceite pesado, tráfico y barcos. En uno toman pasaje para la tierra natal de la familia de Rida, las olvidadas y extrañas islas Kerkennah. De allí salió el abuelo de ojos azul celeste para dar, como marinero, la vuelta al mundo. Allí quedó la abuela, una pelirroja de blanca tez. Casas de adobe y techos de palma, agua, sol y viento. Todo está limpio y sigue un ritmo pretérito, de cielo y de cosechas. Los alojan con lo mejor que tienen. El trato es una mezcla de familiaridad consanguínea y distancia. A veces pasan por la habitación grandes insectos y R. se acurruca en la plataforma, al fondo del cuarto y junto al muro, sobre la que han colocado la cama. Le han ofrecido trozos de cordero adobado conservados en aceite en un jarro, también cus-cus de centeno con pulpo, y la ebriedad ligera del vino de palma.

Las islas Kerkennah no se encuentran en ningún itinerario excepto en el de los relatos de familia y en las investigaciones de un fraile erudito de las que los investigados se sienten orgullosos, porque los sitúa en un lugar especial y un origen distinto al común de la población del país. La vida es levemente matriarcal, la de los lugares de donde los hombres emigran para buscar trabajo y ellas dirigen un mundo con aspiraciones a reino pero que en realidad no pasa de las cercas del recinto doméstico. Las mujeres de Kerkennah se visten, jóvenes y viejas, a lo beduino. Los hombres son muy distintos, atezados, vestidos a medias a la europea, con aire de estar de paso, vivir en grupo y acudir a actos y celebraciones que requieren su presencia. Son corteses con la extranjera., aunque en las matronas aflora a veces disimulada, burlona hostilidad, y afirman frente a ella sus superiores dotes en el cuidado del ajuar y de la casa. Sonidos e imágenes llegan hasta R., la atraviesan como ocurre con la mirada cristalina de la infancia, son recibidos con una curiosidad sin recovecos, penetran en su integridad y, como las piedras del fondo del agua transparente de las playas, permanecen, suscitan certidumbres de sumisión, deseos de cambio, pero no se enturbian con renuncias temerosas a la percepción y a la razón. Nada exige creer. El futuro puede ser cualquiera. El presente cabe en una maleta y un cuaderno, en las líneas azules de escritura difícilmente legible que forman desde los comienzos la única constante real que enhebra, desde la época más temprana, la existencia de R.

Hay ritos y magias para evitar a un recién casado el mal de ojo de sus enemigos; los amigos del novio montan guardia mientras él orina, porque, si alguien clavase en el sitio donde lo ha hecho un clavo, durante la noche de bodas le sería imposible la erección. La mañana ha tenido otro signo, de música, tambores, de una casada de ojos vivos y sonrisa alegre que responde con gracia al estribillo de los cantores.

Una mujer de muy buena planta, miembro del clan, destaca por los rasgos y el porte. Está casada con un sordomudo que derrocha expresiones guturales y gestos. Les cuentan la historia de la pareja: Llegada a la-muy temprana-edad del matrimonio, ella se vio en la obligación de declarar a sus pretendientes que no era virgen. Quedó el recurso del sordomudo y una deficiencia natural valió otra imperdonable. Se casaron, procrearon y todos sus hijos hablan. El clan observa, sin comentarios, deambular a R. en sus ligeras prendas de verano que son para ellos ropa interior. Es, en principio, la mujer de uno de los suyos, pero está claro que no le pertenece. Entre las aldeas y la costa se extienden playas solitarias, abundantes en aves marinas e interrumpidas tan sólo por la cúpula encalada de un marabú, un santuario que les sirve a veces de refugio en sus excursiones aunque, por la abundancia de escorpiones, prefieren dormir sobre la limpia superficie del techo que circunda la bóveda.

El santón reposa rodeado de una devoción relativa: no hay en la aldea llamadas ruidosas a la oración, ni posternaciones visibles. El mínimo mausoleo es a la vez albergue y centro ocasional de romería. Todo transcurre en un tono menor y tiene el especial deje del aislamiento isleño, grupos de emigrados sobre los que, al parecer, se han hecho estudios etnológicos. No hay idílico reducto, ni olvido del tiempo. Simplemente éste lame, con sus preocupaciones, transcurso y objetos, las orlas, penetra en ciertos cambios, en algunos individuos que un día cogen con el petate el barco, que van y vienen a visitar familiares en las ciudades cercanas. De puertas adentro el mundo es otro, como lo es la costa tunecina respecto al interior y el país entero respecto a África. El panorama que abarca la vista resulta, en Kerkennah, grato, alegrado por la vestimenta de las mujeres, que consiste en paños de colores vivos (con niños agarrados a sus bordes), grandes dijes, ajorcas, tocados de monedas y cabellos fulgurantes de henna a la luz del sol. No se velan el rostro. A veces intercambian, con risas, observaciones sobre la escueta indumentaria de la extranjera cuyas intenciones están tan lejos del escándalo como del disfraz de nativa. Ella sabe que no hay paraísos, que, como las cabezas de los pájaros, las pequeñas comunidades pierden, vistas muy de cerca, la dulzura inofensiva y la gracia para volverse ferocidad, agresión e instinto.

En las amplias playas dejadas a la soledad y al viento R. apenas percibe la naturaleza. Porque hay una edad en la que la presión expectante de la vida impide el paso del mundo exterior.

 

 

La médico francesa que ha venido a atender a una de las mujeres de la casa se muestra extrañada al ver en la vivienda a una mujer joven, sin hijos, embarazo ni la menor intención de procrear. Luego advierte que ésta no es del país, ese país blanco y azul que se está, sutilmente, quedando pequeño, cubriéndose su superficie de fisuras como la red de finísimas grietas que se observa en una porcelana. Ha habido tragedia en el vecindario, sorprendieron con su primo a la hermana pequeña del chalet colindante, y estar a solas es en sí seguro pecado. Golpes, gritos, histeria.

-¡La pobre pequeña….! Iba su padre, con un palo….

Fayrús narra la historia con la suavidad que la caracteriza y los hermosos ojos velados de compasión. Ella, la hermana mayor, la segunda en edad después de Rida, no tiene que temer. Es difícil imaginar iras semejantes en su padre porque Basid es un hombre tranquilo, irónico y familiar, dotado de sólido realismo y satisfecho de esa pensión de la compañía de petróleos francesa para la que ha trabajado en Túnez buena parte de su vida y con la que llegan, mal que bien, casi a fin de mes. A las alusiones, en periódicos o radio, a las supuestas socializaciones del Destour, el partido en el Gobierno, y a las noticias del exterior responde con un encogimiento de  hombros:

-Socialismo: miseria para todos.

O critica sin ningún empacho, y aún menos prurito nacionalista, la eficacia oficial:

-No saben trabajar. Estábamos mejor con los franceses.

Y cuenta a la extranjera, con quien le gusta mantener largas charlas, su historia de emigración y asentamiento en la capital, los años mozos, el amigo parisino, André, que le narraba sus escarceos con una judía:

-Anselme me decía Menos entrarle, he hecho de todo con ella, Basid, ¡de todo!. Nos lo pasábamos bien. Salíamos. Detrás de unas cajas, en el garaje de la empresa, escondíamos las botellas.

Pone cara de pícaro, la expresión risueña de quien ha disfrutado en la vida.

-Luego compré la casa; es la que está en mejor sitio. Me lo aconsejó el vendedor, un judío. Nos conocíamos bastante, le decía cuando regateábamos ¡Condenado judío! y él contestaba ¡Sucio árabe!.

Guiña los pequeños ojos azules y se le forman hoyuelos alrededor de la boca golosa, y arrugas poco profundas en el arranque de un cabello ensortijado y gris.

Basid parece bastante feliz, rodeado de una prole en general guapa como sus padres.

Mientras charlan Mafida, la madre, se sienta, escucha, no entiende pero se está esforzando tanto en aprender francés para hablar con la extranjera que hace cada día visibles progresos. Las piernas pesadas y el cuerpo grueso no bastan para esconder aún cierta juventud que aflora hasta su piel blanca como la leche, a sus ojos amables y muy oscuros y a la viveza de  pies y manos hechos al continuo afán de las cosas de la casa. A veces cuenta (con una hija al lado que hace de traductora, aunque cada vez son menos las lagunas y R. la comprende) que los tiempos antiguos fueron ásperos, que el afable Basid era duro, como Rida (y esto produce sorpresa en su nueva hija política) y que habrá que aguantar esas durezas propias de los hombres (sabe que R. no lo hará). Se remonta a su primera juventud, a las islas Kerkennah, y explica que la que ahora es una menuda abuelita, la madre de Basid, que pasa temporadas en la casa, fue en tiempos una terrible suegra que ejercía todo su poder sobre la tímida muchacha que había osado escaparse con su hijo haciendo así imposible el matrimonio concertado. El abuelo Aziz cuenta también alguna vez (él es de muy pocas palabras) su presentación de la nuera cuando volvió, tras uno de sus viajes, a la isla, cómo llevaron hasta él a una casi niña que no osaba levantar los ojos del suelo.

Vienen y van huéspedes ocasionales, granos de racimos familiares dispersos por la geografía alargada y costera. Un día se ha presentado, desde la playa de La Marsa, un primo grande, anguloso y pasablemente estólido, junto con su madre, a pedir la mano de Fayrús sin el menor éxito. El rechazo será compensado por el galán, en una discusión posterior, dándole una bofetada a su prima.

Ella, que aspira a un empleo público y que domina, como todos menos la madre, perfectamente la lengua francesa, enumera sus pretendientes, como el riquísimo que unos tíos le tenían apalabrado en Marruecos donde residen. Los mismos que se presentaron de visita con la aparatosa exhibición de joyas y ropas y un niño que, con su ceremonioso traje de monito de feria, hace todavía resaltar más el encanto de Zahir, el benjamín de tres años, medio desnudo, risueño y con la belleza de un querubín caído descuidadamente de algún fresco barroco.

Fayrús es alta, de cuello y talle finos, ancha de caderas, breve de muñecas y tobillos, largo pelo oscuro, ojos y cejas bien delineados, sonrisa de dulzura proverbial y óvalo de cara perfecto. Ninguna de las amigas o parientes la iguala. Tiene proyectos de carrera, de entrar en una empresa. Posee la calma de quien se ve apoyado por su entorno y por su imagen, y expresa a R. confidencias sin angustia, historias de vecindario, en el tono sin premura de quien tiene ante sí las posibilidades intactas que ofrece la adolescencia.

Todas ellas, las hermanas de Rida y las jóvenes y menos jóvenes de los alrededores, viven con un pie en lo que querría ser la vida de París y el otro en la gloria del día de su boda, han estudiado, quieren trabajar o ya trabajan, marcan distancias respecto a tradiciones que muy poco parecen concernirlas, su aspecto y atuendo no difieren de los de sus coetáneos europeos. Ellos y ellas muestran a la extranjera, a los demás y a sí mismos una imagen desligada de las viejas ataduras de sus mayores la cual, en su modernidad y perfección, se halla en equilibrio precario con los condicionamientos de su entorno y difiere, a veces profundamente, de formas de comportamiento ancladas en una irracionalidad que la extranjera oscuramente percibe y teme. El empeño en ofrecer la mejor imagen de sí mismo se salda en ellos con gastos desmesurados, ofrecimientos engañosos y una gran servidumbre respecto a la opinión del medio circundante.

Flus, flus, flus Dinero, dinero, dinero en el habla local. Se repite la palabra continuamente, más que por avaricia por imprevisión, por su valor de conjuro, por el hábito del día a día y la incertidumbre, por el ambiente en el que todo se espera de relaciones y arreglos mucho más que de sí mismo y tras el que subyace cierta mullida confianza, para el bien y para el mal, en la inevitabilidad de las cosas y en el blando tejido de la red del clan.

Safir Ali viste como en su despacho del banco, respira cargo de importancia, es un hombre elegante, de cabello gris impecable y ojos tranquilos de intenso azul. Le ha correspondido, tras acuerdo familiar, desvelar a la extranjera lo que Rida no se atreve a confesarle:

-Me piden que le comunique que él no le dijo la verdad cuando aseguró que a la vuelta disponía de mil dinares.

-¿Mintió?

Safir Ali, portavoz responsable y pausado, asiente.

Rida, que se vanagloriaba de tener amigos infinitos y de poder contar con substanciosas cantidades de dinero en préstamo, se halla, a la hora de la verdad, en la mayor indigencia respecto a sus planes de boda. Poco ésta a R. le importa, pero sí el engaño. En el zoco compra ella misma a un platero su alianza, busca trabajo en el Centro Cultural de la Embajada, de nadie pretende recibir seguridades.

Alguien, Said, ha comentado, viendo la exasperación de ella ante la inutilidad perezosa de la burocracia local No aguantará aquí. R. no lo sabe. Tal vez lo que para otros basta para ella no baste.

-¿Los llevo en mi coche?-el funcionario de la embajada de España, normalmente seco y severo, se ha ablandado ante la visión, en el aeropuerto, de la joven pareja que se abraza. Declinan el ofrecimiento porque los conducirá hasta la capital Said, el amigo de la familia, que tiene negocios en París y hermanas en Argelia; el que duda de que la estancia de R. en el país se prolongue.

En la ciudad, las calles son un damero de aire tórrido y aire fresco, según se pasa frente a los portales o se camina a lo largo de los muros que irradian calor. El azul se ha ido coagulando en el cielo duro y lejano, el blanco adquiere la calidad pétrea de los tonos puros. R. no pertenece a la colonia extranjera, ni a la tunecina, ni al hombre para el que se compró ella misma el anillo, ni a nadie. Observa.

Días de playa con Fayrús, la hermana mayor. Ha salido de casa, no ya sin velo-ninguna de las muchachas del entorno lo usa-, sino con un vestido de muselina que vela apenas el círculo de los pezones. La madre se lo hace notar, a ella y a la cuñada extranjera, que se ve obligada a actuar a la vez como referente del mundo de las libertades y acompañante utilitaria y se siente desconcertada por el juego continuo de los que la rodean, que saltan de la apariencia ideal y moderna a comportamientos en perfecta contradicción con la personalidad que pretenden asumir. Fayrús se baña en compañía de su amigo palestino. La dulzura de su sonrisa inalterable y la seguridad de su propia belleza sobrenadan las olas y las manos, ávidas pero temerosas, del tipo alto y muy velludo. Cuando sale del agua hace a R. confidencias:

-Papá no quiere ni verlo. Dice que mejor incluso un francés que un palestino.

Los palestinos  no gozan de grandes simpatías. Han llegado, se han instalado en Túnez con su status flotante de exiliados sostenidos por las palmas, generosas pero reticentes, de la comunidad árabe, nutridos por la lejana y poderosa corriente de los inagotables fondos internacionales, protegidos por tratados políticos y acuerdos. Son ricos marineros que bogan por las arenas de Oriente Medio y, con su buen vivir, parecen muy lejos de los lejanos habitantes de los campos de refugiados. La desconfianza de Basid es reflejo de la de sus convecinos.

  1. los mira retozar en las olas y, en su papel de carabina, se inquieta, pero muy moderadamente. Porque a Fayrús la protege el sello, que, como en un vino, marca en la botella la virginidad del receptáculo. Ella juguetea con esa marca de garantía como con una vasija que el general código impide a los demás romperla.

-¿Y si yo no fuera virgen?-pregunta coqueta al robusto palestino, que roza con el brazo velludo el arco de sus caderas y la grupa ya bien marcada.

Más adelante le cuenta los toqueteos, de los que ella huye. de éste y del otro, a veces de respetables padres de familia amigos de los suyos.. Y el supuesto horizonte profesional no se aclara en el  horizonte.

Respecto a R., la percepción es otra, netamente, es distinta, como se es esquimal o asiático, como se habla una lengua u otra, independientemente de su estado civil. Y, cuando se comenta algún suceso, le dicen:

-Ya sabemos que es usted libre.

Lo que automáticamente la coloca en posición avanzada y solitaria, contra un friso, en segundo plano, compuesto por todas las demás.

El amor, el joven amor, henchido de ternura y suavidades, ocupa una zona, pero nunca será todo su mundo. Su cuidado por evitar el embarazo, cuya simple posibilidad oscila como una gran argolla de metal una vez forjado indestructible, es extremo. La gran mesa del comedor familiar es una balsa donde se boga en generaciones sucesivas hacia la indefinida reproducción de los miembros, en la seguridad cálida de las fuentes de comida, pasta de sémola, salsa, algún trocito de carne, verduras, y la entera superficie, con mantel y vajilla, se inclina hacia el mismo punto, sin moverse jamás del puerto de las paredes de la casa.

El “No se quedará” que dictaminó Said en el aeropuerto se percibe todavía con su alargado eco. Said es el amigo rico, y con coche, de la familia. Les lleva a algunas excursiones. En una de ellas, frente a la entrada de las ruinas romanas, algo golpea el capot. Descienden. Un gran pájaro de intenso azul agoniza en la carretera. R. lo coge y en ese preciso momento la vida del animal se le escapa entre los dedos, perceptible, como una brisa. Siente quedarse inanimado el bulto de pluma, reducido a algo que parece, de repente, mucho más pequeño y opaco. Continúan.

Rida detesta la crueldad y le gustan los animales. Ha heredado la bondad familiar que es un rasgo en ellos como el olor peculiar de su cocina y la benignidad de su trato. Su reverso es el espíritu acomodaticio, la sumisión a las apariencias y a la imposición de los fuertes. Un día Rida se presenta en el apartamento, el que ha alquilado con R. a pocos metros de la casa de los padres, con un gato pequeño al que un coche ha dejado paralítico de las patas traseras y al que se divertían martirizando unos chiquillos. El gato tiene con ellos una vida breve pero mimada. La fatalidad que habría permitido las torturas al gato protege la impunidad de la que gozan plagas e insectos. Desoyendo las advertencias sobre su presencia inevitable, R. entabla una lucha sin cuartel contra ellos, demuestra que son erradicables y de puertas adentro de su hogar los elimina. Con la misma confianza en el poder de los actos y de la evidencia, plantea a la Embajada española su negativa a someterse a leyes matrimoniales, como la española, que no aceptan el divorcio. Nunca tendrá problemas en su trabajo respecto a esto por parte de la representación de la España aún franquista; se ha licenciado ya, tiene muy buen expediente, francés fluido, nociones de árabe, algunos escritos. R. continuará prestando sus servicios de clases y conferencias, se le reprochará, eso sí, su visión crítica del status de la mujer española vertida en charlas públicas, y guardará toda su vida un excelente recuerdo del erudito, bondadoso y paternal embajador que fue Alfonso de la Serna. En la primera entrevista él mira con piedad a esta chica sola y tan joven que se ha embarcado en establecerse en un país extranjero, y no puede reprimirse en aconsejarle que se ponga un calzado de vestir en importantes entrevistas. Por primera vez advierte R. la incongruencia, sobre las alfombras de la Embajada, de sus sandalias con flores azules de plástico. Padre de familia numerosa, el señor de la Serna ofrece a la nueva empleada del Centro Cultural, siempre que la ocasión se presta, una actitud atenta y protectora y la promesa de apoyar sus iniciativas de estudios del país. Pero R. no es una erudita. Sólo escribe, siempre escribe.

Mientras, Rida asegura que va a terminar sus estudios, interrumpidos en el Liceo Francés, preparar el examen de educación a distancia, obtener el buen empleo que le ofrecerá sin duda un amigo de la familia ventajosamente instalado en el Destour, el partido por antonomasia. R. navega difícilmente por este diario edificio de apariencias, de fabulaciones, de bienintencionadas historias que esmaltan una realidad que ella preferiría palpar en toda su crudeza. Imposible. No hay aristas, no hay perfiles, calendarios, cifras ni sucesos. Existe un blando espacio modelable en el que, con sonrisas sin exigencias, es relativamente fácil encontrar un hueco.

Túnez, el país, es un festón de ciudades costeras, de poblaciones de ojos azules y de otras de tez y ojos endrinos, un lugar que se agarra por el este a un mar de cercanía a Italia, de prosperidad y comercio, y que por el oeste se diluye en aduares, aldeas, tribus nómadas, impronta romana de urbes y de carreteras y recuerdos de la influencia turca y la administración francesa. Hay un sentimiento de retazos, de algo construido como los abundantes, y hermosos, restos de mosaicos, y de una población instruida que puja por dejar a su espalda el África del medievo y tira como puede hacia delante, ajena, aunque lo disimule, a la violencia tribal de sus forzosos vecinos en los que la riqueza de recursos no corre pareja con el desarrollo. Hay algo conmovedor en el Presidente que, como el líder de Turquía, establece por decreto el progreso, calca sin rebozo constituciones como la suiza o francesa, elimina la poligamia, se sitúa con los suyos, sin mirar atrás, en el siglo XX. Le observan con desdén los jeques del petróleo y los emires, comendadores y representantes de los creyentes.

Sin lugar a dudas, el país va hacia adelante, todo va a hacia delante, y ni pasa por la cabeza de R. la posibilidad de un retroceso, o de un asalto de ese mundo cerrado en sus conchas de arena o rocas, celoso de oasis y naranjales, con grandes llanuras al sur y en el norte altas, boscosas montañas.

De ellas llegó Masira. R. la encontró instalada desde hacía ya un año en la villa familiar. Se la trajeron como criadita y procede de una de esas aldeas lejanas y pobres donde se puede morir de frío. Masira tiene ojos verde claro y casi siempre una sonrisa, se afana en la casa, frota las piernas cansadas de la señora, tiende la ropa. Ha tenido suerte porque nadie la maltrata y su situación es muy semejante a la de los hijos. Tiene buen aspecto físico y gesto apacible. Durante el rito patriarcal del reparto de la comida, en la que reina la gran fuente de cuscús junto a la que reposan las verduras-pimientos, calabaza, patatas, nabos-como joyas, se distribuyen equitativas porciones con una sabia selección de hasta el más pequeño trozo a cargo de la matrona.

Masira viene algunos días a hacer en el apartamento del hijo mayor trabajos de asistenta, y R., reacia a verse servida, no sabe cómo compensarlo y le paga más de la cuenta, de forma que hay quejas amargas entre el resto de elementos femeninos de la casa sobre lo dispuestas que estarían a realizar esas tareas por tal precio. Cuando está en casa de la extranjera, Masira tiene terror a que contenga bebidas alcohólicas el vaso que le ofrecen y precisa de mil seguridades y exámenes. La suya parece también, sin embargo, una religión no menos laxa que la del resto. Ni a ella ni a los demás los ve R. tirarse al suelo para oraciones. Los jóvenes profesan una irreligiosidad absoluta, y Rida se ha apresurado, en sus visitas a España, a aficionarse al jamón, que siempre considerará desde entonces un gran descubrimiento. R. expone, sin que sea rebatida, su teoría de que una oportuna lluvia aérea de lonchas de ibérico en los territorios árabes más puritanos produciría benéficos efectos. Siguen siendo, él y ella, Adán y Eva que avanzan por desconocidos territorios, que ponen nombre a los animales y moldean a la semejanza de sus ideales el horizonte y los objetos.

  1. ya se licenció y trabaja, lee, escribe, escribe. Rida encontró un empleo. El examen de estudios medios, el acceso a la universidad que se suponían sus proyectos se difuminan en ese vago castillo de imágenes cortadas a la medida del interlocutor pero nunca sustentadas por el enfrentamiento con la realidad. Entre ambos discurre una corriente que no se llena con dos cuerpos jóvenes, un espacio más allá hacia el que R. dirige la vista y que Rida considera con reluctancia, aunque, como sus amigos, no desdeña la peregrinación a París. Un día, ante las preguntas de ella, él termina por reconocer que no se ha presentado, ni piensa estudiar para presentarse, al examen, y muestra con desdén el programa y los temas.

-¡Qué me importa a mí la geografía de Canadá!

A ella sí le importaba.

Finalmente, no serían hábitos, amor, razas, lenguas, pasión o ambiciones lo fundamental en el transcurso de los acontecimientos. Sería la importancia del simple conocimiento de cosas, como la geografía de Canadá, de sus montes y sus ríos, independientemente de que nunca se llegaran a ver, de que para nada sirviesen concretamente a su persona. Eso sería lo importante.

Todavía se tienden en las hamacas del café al aire libre, y sorben té con piñones mientras sube, desde el regazo hasta el rostro, el perfume del jazmín, y los pasteles chorrean miel o concentran en su masa el sabor del centeno y de los dátiles. Ellos dos se quieren físicamente con torpeza porque detrás del uno y de la otra hay un pasado de temprano rechazo, de esos recuerdos que generan desencanto precoz, sentimiento de diferencia y puesta en guardia. Ella ha guardado de la adolescencia dura una fiereza montaraz, un puñado de orgullo reservado como capital único, una rebelión que surge tanto de su permanente certidumbre de libertad personal como del inconformismo contra la sexualidad preceptiva de moda en la época y el no menos preceptivo planto por una opresión que R. no ha sentido jamás. Él recuerda la visita al barrio de los burdeles, acompañando a un primo mayor, los piropos de las mujeres al muchachito que Rida era, que se alejó y esperó en la calle, el relato del primo de aquella vagina que parecía no tener fondo y en la que su pene se perdía.

  1. ha advertido, con el consiguiente desconcierto, que en ese mundo árabe en el que vive la moral sexual simplemente no existe. Existen la propiedad, el placer y los trucos. Existe un uso patrimonial y ginecológico del cuerpo, una familiaridad completa con su topografía y funciones, un código de empleo y de oportunidades. La moral, que en R. es interna y condiciona al resto, en ellos no implica compromiso individual, sentimiento, virtud ni pecado. Se trata de una normativa social, externa, comunitaria, visible, sin más impedimentos que el derecho de uso, la fuerza, la higiene o el rango. Los ojos de Fayrús no pierden un átomo de inocencia cuando narra, minuciosa, las formas placenteras de sortear la pérdida de la virginidad. Su tranquilidad es la misma si al atardecer, en el campo, cuando pasean con dos amigos de la edad de Rida, se acuclilla sin siquiera alejarse y orina al lado del grupo de muchachos. Por su parte la madre, Mafida, dibuja con el dedo sobre el mantel de hule de la gran mesa un esbozo del sexo femenino y de las mejores maneras de penetrarlo, esto a media mañana y ante Rida, a quien las explicaciones en árabe se dirigen, y ante la asombrada R., quien al principio creyó que palabras y gestos versaban-en realidad así era-sobre cómo tomar una dirección. En otra ocasión la bondadosa señora insiste a R. en que coma picante porque luego con Rida se pasa bien. Mafida cuenta también a su nuera las proposiciones de adulterio que ha rechazado, de algún que otro visitante de la casa que le ofrecía recuperar así su juventud. Observa la coquetería temprana de su segunda hija, Bashida, que no tiene aspiraciones de carrera y acude a un taller de costura. Tiene cierto parecido a la abuela paterna, pelo rojizo, el cutis ingrato de las adolescentes y una expresión entre humilde y soñadora.

No. La moral interiorizada no existe. Sólo la apariencia, los compromisos, y una especie de corriente cálida (como la mesa de las comidas, como la hospitalidad asegurada y la suavidad de agraciadas facciones, colores, olores) en la que todos flotan. En la que flota un país que apenas parece serlo, que, mirado de cerca, es un recuerdo sólidamente marcado, incrustado bajo el polvo de siglos, de vías, villas y anfiteatros; es también una somnolienta provincia turca, un zaguán de tribus nómadas ancladas en aguadas y en oasis, de otras afincadas en tierras de labor, y es sobre todo un puerto y gentes que van, vienen y ligan su futuro al de la Europa meridional. Sobre la joven Tunicia bulle una nación invisible de emigraciones y regresos, de maletas, barcos, dinero, compras de un lado a otro del estrecho mar. Los tunecinos han adquirido el hábito de considerar en buena parte propia la lejana urbe del norte, el París del que proceden gran parte de los ahorros, al que se peregrina, se insulta, se admira, donde se estudia, se discute y se añora.

 

Argelia: la nada y el cuchillo

 El coche de Said enfila la carretera hacia el oeste. Es grande y repleto de adultos, más dos niños. Nada hay en las orillas de esta vía solitaria, sólo los puntos de descanso para repostar hombres y máquinas. Van hacia Argelia. Al norte se adivina la bronca superficie del mar. La aduana escudriña con minuciosidad bultos y juguetes. La mujer de Said, y madre de los niños, tiene grandes ojos oscuros y dolientes, el rostro alargado, como los brazos y los dedos, y es una sirena varada a la que hay que sacar, meter en el coche, llevar al servicio. Está paralítica de cintura para abajo.

-Un accidente en Francia-cuenta a R. Rida.-Conducía Said; había bebido.

La mujer apenas habla, nunca se queja, y su marido le dedica una atención muy escasa.

Es invierno, y sin embargo en las horas centrales del día el sol desciende sin tropiezo alguno de humedad desde el cielo seco, e impone a los viajeros una ley sin respiro.

La fonda del camino está sucia, como lo están en cualquier sitio del Magreb todos los lugares públicos excepto los hoteles de categoría y las mezquitas. En su empeño por aplicar al análisis de las circunstancias los contados utensilios de que dispone, R. ha dicho a una cooperante alemana a quien conoce y que despotricaba de la repulsiva mugre de los lavabos de Túnez que la falta de conciencia del bien público era sin duda debida al colonialismo.

-¡Qué colonialismo! Es que no limpian.

Ha respondido Greta, que es mujer trabajadora, de firmes principios socio-religiosos y nada sospechosa de tendencia neocolonial.

  1. quedó perpleja.

Ahora ya no culpa al pasado histórico de las chinches que trepan por las paredes del dormitorio, ni de la indigencia que impide desinfectar convenientemente. Culpa al mesonero, calvo y taciturno, que pasea su camisa cubierta de manchas de grasa y su mano tendida para que le paguen prontamente.

Pasan alguna ciudad grande y sin belleza alguna. Sin embargo hay más coches, mejores casas que en Túnez. Se palpa, en la desolada sequedad del territorio, la existencia de riqueza, petróleo, gas; surgen chimeneas e instalaciones industriales. Quedan atrás, muy atrás, pese a la poca distancia recorrida, los modestos atractivos del país vecino que tanto espera del turismo, del mar y de Europa, la suavidad de su vida y de la forma de sus huertos y sus costas, el aroma de plantas que perfuman el te, las comidas y la piel. Argelia, enorme, tallada ayer con la escuadra y el cartabón que marcan las fronteras de tantos países de África, carece de la delgada fragilidad de Tunicia, es una mano callosa cuyos dedos se hunden en el Mediterráneo, que se prolonga al sur en tierras de nadie que lo fueron hace diez mil años de tribus que pintaron las paredes de sus grutas y cazaron en verdes praderas jirafas, hipopótamos y ciervos.

Pero la dura franja que ahora el grupo atraviesa no tiene nada que se preste a los apasionados amores que inspira el desierto; es una costra africana ayer pirata y en la actualidad paso indispensable de energía. Mucho más al sur, la cuña arbitraria del trazado del territorio lame la orla de un mundo distinto, los preludios de ríos y de selvas, el tradicional coto de caza de marfil y de hombres negros que ha dejado, milenios antes de que el primer barco negrero europeo zarpara de Senegal, todo oriente tachonado de esclavos traficados por los árabes.

Las mujeres de la familia argelina se ocupan de bañar y acomodar a la inválida.

-Vamos a organizar llevarla en coche para que vea….-sugiere R., en respuesta a una insinuación de la paralítica.

-Su marido no quiere-le responden. En todas las circunstancias, lo que con ella se hace se supedita explícitamente a la autoridad y deseos de él.

El clan es numeroso y próspero; en general la gente del barrio parece rica y retirada en sus grandes villas. Se va a todo en coche. En él los conduce Said, a R., a Rida y a un familiar, para aprovisionarse de cervezas. Esto se lleva a cabo en la trastienda del comercio, con un ocultamiento formal que es la norma. El alcohol se compra a escondidas y se consume en grandes cantidades, con una hipocresía integrada en el ritmo cotidiano y que casa perfectamente con la inexistencia de moral individual interna en lo sexual que ya R. había constatado. La extranjera no goza aquí de especial benevolencia alguna, eso se percibe. La familia cumple con las reglas de la invitación y la acogida, pero sin un adarme de cordialidad. Por lo demás, no hay turistas, ni movimiento callejero de paseantes, cafés, música y tiendas. Las mujeres son raras en la calle y los hombres se unen en grupos de jóvenes o van rápidos y hoscos a sus asuntos.

-Es un país socialista.

Le ha dicho Rida. Y añade:

-Los argelinos son muy duros.

El régimen político, lejos de dejar a la pareja indiferente, es para ambos un motivo esencial de curiosidad e interés. Porque el socialismo, que no existe en Túnez (aunque hable de él el partido del Destour en el Gobierno) ni en España ni en Francia, en Argelia es joven y real, como el país, y ello significa nada menos que el ensayo de un mundo nuevo en el que injusticias y pobreza pasarían a formar parte de los escombros de la Historia.

Sin embargo el paseo solos por las calles, la observación cotidiana, no les dejan satisfechos. Hay tensión, comportamientos esquivos, y, pese a la prosperidad, diferencias profundas entre los islotes urbanos, los viandantes, los clanes.

Buscan un transporte que les lleve a la casa, porque han dejado sitio en el coche de Said a las botellas para lanzarse al descubrimiento personal de la ciudad. Anochece; en la parada del autobús a la que se aproximan se halla una mujer sola, sin el menor aspecto particularmente provocativo, y alrededor de ella se está formando una noria de vehículos que pasan, la observan, acortan distancias. No se detienen ni descienden ni parecen hacer comentarios; simplemente otean la pieza, quien procura conservar cierta impasibilidad. Se palpan la agresividad y la avidez en el aire. Esto tiene muy poco de la idea que se hacían Rida y R. de la merecida liberación, tras su lucha durante de guerra de independencia, de la mujer argelina, y no cuadra nada con la película de Pontecorvo.[1]

Por eso al día siguiente, con el método directo que a su forma de descubrimiento del mundo caracteriza, la joven pareja se va a un organismo oficial en el que se ocupan de cultura y sociedad, buscan a alguien a quien plantear sus preguntas y, tras vagas respuestas sobre ausencia de responsables, son introducidos al fin en un despacho.

Sale una señora rubia, bien arreglada, sonriente, que procura ser amable y que da muestras de evidente desconcierto cuando se encuentra en la tesitura de explicar a estas personas extranjeras, que no representan sino a sí mismas, el socialismo argelino. Ha emprendido la tarea sin embargo con una buena voluntad y ánimo evidentes. Pero sus frases quedan cortadas por una explicación más radical, que resume con inigualable eficacia páginas sobre el tema y que responde a las preguntas: En ese momento entra en la habitación un hombre alto y adusto, evidentemente su superior, y el miedo que se refleja en los ojos de la señora y se derrama por sus balbuceos y su expresión es tan intenso, genuino y clasificable como para quedar grabado en aquello que una vez percibido no se olvida. Es el miedo al comisario, y está lejos, extraña e infinitamente lejos, de esa libertad que para R. al menos tendría que ir aparejada al socialismo. La mujer rubia se excusa ante el hombre alto como puede, se retira, sin darle la espalda, hacia la puerta, él zanja con unas frases muy de manual el tema, en cuyos apartados figura la independencia femenina, y los dos investigadores bisoños abandonan el edificio.

A la vuelta, R. se encuentra embarcada en un inesperado conflicto médico. El padre de familia le trae, para que lo atienda, a un niño con la zona del pene ensangrentada y cubierta de café molido, que le han echado para contener la hemorragia. Ha sido, por lo visto, un accidente de bicicleta. A la extranjera, por el simple hecho de serlo, se le suponen especiales capacidades. Desconcertada y asustada por si es grave y se lo ha seccionado, ella procura retirar el emplasto, ve, en efecto, una profunda herida, se pregunta si hay infección, pide el botiquín, descubre que, en esta casa de gente rica con varios niños, no hay un termómetro, faltan previsión y eficacia elementales, y es curioso como ese rasgo se repite por encima del dinero, la posición social e incluso de los caracteres individuales. Finalmente le aclaran que al niño le habían hecho hacía poco la circuncisión y que, con la caída de la bici, la herida se le ha abierto.

-Quiero irme a Túnez. Tengo cosas que hacer de mi trabajo. No es un problema; volveré perfectamente sola.

La decisión de R. despierta una marea de hostilidad. Para ellos significa obligar a los demás, que quieren alargar la estancia, a que regresen.

-¡Quiere usted impedirnos estar con nuestra familia!-se indigna a coro el elemento femenino. Y les resulta imposible admitir que ella pueda desplazarse a Túnez por su cuenta.

La atmósfera, que nunca fue agradable, adquiere ese tinte claustrofóbico que a R. ya empieza a serle familiar. Una y otra vez su condición la sitúa entre paredes y puertas que la mantienen en su perímetro, que delimitan zonas cerradas y dejan siempre para otros y fuera de su alcance el espacio externo, el cielo , la luz.

La calle no es un lugar grato. Por primera vez, intensamente, R. toma conciencia de algo que en Túnez se difuminaba de una manera turbia, no gozaba ni mucho menos de tan omnipotente presencia: La masa de agresividad, de sordas brutalidad y frustración que, mezclada con vagos rencores y codicia, late en el aire, que rodea como el agua en una pecera a los viandantes y se deposita en cada recoveco de las calles, de los mortecinos jardines, de restaurantes y cafés y de las contadas salas de espectáculo. Y siente que sus fuentes, más allá de eventos históricos y de culpables que admiten descripciones y nombres, están en hábitos de vida, en la separación minuciosa, implícita aunque a veces se disimule, de los sexos. Hay algo como baba oscura que rezuma de los lugares de reunión, de los corrillos e incluso de la apariencia apacible, pero excluyente, de las mezquitas.

Ahora resulta que el sistema político de Túnez, de evidente capitalismo real, comercio afanoso y amiguismo descarado, que se apoya en los grandes de Norteamérica y de Europa y aspira, en su rincón sin guerras ni petróleo, a que le dejen prosperar, es, evidentemente, más vivible que el seco entramado de la gran vecina socialista con su partido único y ese dogma marxista confuso, pero perceptible en el comportamiento, desmigajado entre una población que ejercita de maravilla el arte del disimulo y la desconfianza. Quizás finalmente no sean tan buenos los reinos preceptivos de los ideales. O quizás éstos simplemente vistan realidades e intereses en los que no figuran el placer de la vida y de su libertad. R. comienza a ver bajo una luz mucho más benévola la corrupción y la ineficaz burocracia del país de Rida, sus chismorreos y escándalos cotidianos, el ejercicio habitual de la chapuza y el chalaneo. Todo ello forma parte de un tejido multicolor salpicado de manchas, zurcidos, añadidos y parches, recompuesto cada día y fruto de la improvisación y del empeño en extraer de este mundo sabrosas porciones. El Presidente de ojos claros se quería un Ataturk, miraba hacia el horizonte de la constitución francesa e impuso unas leyes de corte europeo que, por ejemplo, en clara excepción con las naciones árabes de su entorno, prohibían la poligamia. Burguiba envejece rodeado de las intrigas de su corte, pero tiene una cara, y una historia trufada de conflictos familiares, no inspira terror ni es un peligro. En cambio hay temor contenido en Argelia, un rostro anónimo inapelable que podría ser cualquiera, vestido de uniforme y provisto de secretos pactos con el lejano asesor de la URSS. En Túnez se escuchan protestas callejeras, chistes contra el gobierno y no pocas críticas aderezadas de fatalismo y ligereza. En Argelia podría haber muertos, gente que desaparece de un día para otro y que ya no puede decir nada.

Durante su estancia, apenas hacen excursiones lejos de la casa ni ven monumento alguno.

 

Los conocidos tienen fiesta. Se trata de una circuncisión. Están todos invitados, en una gran casa donde los hombres se agrupan en algunas de las estancias mientras las mujeres ocupan otras. R. sale de cuando en cuando para verse, en la tierra de nadie del pasillo, con Rida. Vuelve al salón. Han ido pasando el tiempo, las bandejas de dulces, los refrescos, los saludos, las confidencias. Se ha espesado el ambiente. Comienza un canto, una música, repetitiva, de percusión. Y ellas empiezan a bailar. No es una danza alegre. Cantan, tocan palmas en salmodia. Muchas visten una especie de camisones de gala y llevan la cabeza descubierta. Tintinean las joyas con sus  movimientos. No hay lugar para R. en este coro. Mezclarse está descartado. El movimiento ni es espontáneo ni individual ni divertido. Es serio, hay en él algo que recuerda a la tensión percibida en la calle, algo de la burbuja que se hincha y finalmente estalla, de la presión que busca su salida. La canción nada tiene de sentimental. Parecen versículos. Podría ser un himno o un conjuro. Se va formando un corro, continúa el batir de palmas, sube el tono. Comienzan a llevar el ritmo con movimientos a uno y otro lado de brazos y cabeza. Finalmente una de las mujeres, con túnica clara, se distingue por la brusquedad de sus movimientos. Gira y gira en el centro. Las demás se han detenido, simplemente corean y la observan. Ella no canta, echa adelante y atrás la cabeza y roza con su largo pelo el suelo, se retuercen sus miembros, se la diría devorada por un estado animal o la locura, babea, el cuello parece que va a tronchársele, pone los ojos en blanco. Transcurridos algunos minutos, las matronas intervienen, intentan sujetarla, se resiste. Una de ellas hace por frotarle las sienes con colonia, y entonces la poseída le arrebata la botella de agua de olor, se pone el gollete en la boca y da un largo trago. Por la garganta de R. se desliza una infinita, duradera repugnancia hacia esa apoteosis, hacia el proceso que la acompaña, las miradas turbias que juegan a la locura y a la bestia. En el pasillo no hay nadie, y al otro lado de la casa los hombres consumen, mortecinos, té y refrescos en un aire denso del humo de los cigarrillos.

De vuelta hacia Túnez, van quedando atrás las ciudades, ocres, anónimas, los hombres de ojos duros y la aspereza del cambio del frío al calor. En la frontera, los argelinos los han tratado con ese velado desdén de los militares hacia los civiles y quizás con el que les inspiran sus vecinos de poca monta. Continúan. Súbitamente, en el raso horizonte de la carretera se configura un muro que avanza lentamente y se vuelve por arriba un techo opaco y gris: La tormenta, la tormenta del desierto, con avanzadilla de ráfagas, pequeños remolinos en danza semejante a la mujer de la fiesta. Urge protegerse, buscar refugio. El coche se detiene y todos se apiñan bajo las mantas. Los niños están silenciosos como animalitos prudentes. No es una tempestad grande, se fragmenta pronto en bandas claras y oscuras, en lluvia de polvo entre la que, al clarear, descubren a otros viajeros como ellos. Finalmente todos continúan viaje.

 

-Sabía que no te quedarías en ese mundo blanco y azul.

Le había dicho a R. la amiga francesa conocida desde hacía años.

Efectivamente, la marea que siempre acaba su movimiento en las costas de Europa les lleva ahora, a ella y a Rida, hacia las tierras frías en los grandes barcos de emigrantes donde se cargan fardos y cajones, y el baúl de latón verde donde se encierra el ajuar de la casa y las cortinas envuelven objetos de loza y manteles de rafia que en algunos casos durarán más que los proyectos de sus dueños. El último recuerdo no es el jazmín, ácido y marchito, de las últimas veladas sino la pasarela por la que un cargador gigantesco arrastra, con una banda en la frente y tensos los músculos del enorme cuello, el cofre verde de sus pertenencias. Van a estudiar y a trabajar en Francia, en Bélgica, no saben bien qué, no saben cómo, En el barco que, por el movido mar de invierno, los lleva a Marsella.

 

Segunda diáspora

 Bélgica, 1970-1973

 Sylvie instala el día de mercado por la mañana, en la plaza central del barrio español de Bruselas, el tenderete contra la guerra de Vietnam. Es rubia, grande y expansiva. La acompañan su hija-réplica adolescente de la madre, profusa en carne rosa y con largo cabello-, amigos y perros. Rida y R., que buscan trabajo y alojamiento mejor que la primera habitación mugrienta en la que han recalado, se mueven por la zona, charlan con ella, son invitados a visitarla en su chalet grande y desordenado donde las sábanas se apilan en el suelo y la comida perece en la nevera.

Sylvie tiene una intensa actividad política y vive de los dividendos de fondos bancarios y de la renta de sus apartamentos. Pronto muestra un gran interés por Rida, que representa, como otros jóvenes de similar procedencia, el Tercer Mundo. Su amiga Francine está especialmente implicada en la causa palestina y mantiene una tormentosa relación (que incluye alguna bofetada de él que ella intenta explicar con una racionalización minuciosa sobre el desahogo de la opresión secular) con un muchacho de ese origen.

La pareja continúa siendo ajena a las políticas locales. Tampoco ingresan en partidos o grupos de credo preciso, aunque la marginalidad de su vida precaria actúa como un filtro que les trilla de manera que, como tantos otros, se precipiten hacia el fondo y formen capas errantes, carentes de color y de belleza, que aspiran a la lejana superficie de otra existencia. Bélgica no tiene glamour pero es barata; la han elegido por las posibilidades de estudio, comida y alquileres. Bruselas se compone de bloques modernos de funcionarios, que le dan la general apariencia de un gran ministerio, y de tristes casas de gente pobre orladas o veteadas por chalets. No hay paseo que desemboque en la elegancia de un París, el bullicio de Londres. El día apresurado transcurre por empedrados irregulares bajo un chato cielo que ni se observa. No existen a sus ojos museos, espectáculos ni arte, no especialmente para Rida, para quien cuanto no es recuerdo, placer o provecho es indiferencia. Para ella sí, pero en ocasiones que forman un paréntesis, una exploración y un reencuentro y que sacian, sin advertirlo, el hambre de antiguas referencias.

Bruselas tiene un corazón de humo, mezclado el de la fábrica de chocolate con el de los trenes y las chimeneas de carbón. Al principio su geografía es la de las letrinas del bar que Rida limpia para que ambos subsistan. Con el primer sueldo sustancioso de R., una larga traducción, salen del agujero y se instalan en un lugar decente: cama plegable, bañera, aseo. Para hallarlo han batido la ciudad con la ayuda de Kosty y Bernard. Ella proviene de un país del Este, tiene dos hijos crecidos y un bebé de su segundo matrimonio, con Bernard; es dura, enjuta, de pelo rubio y corto, marcados pómulos y marcadas ideas que asoman, angulosas, en cada uno de sus actos y en el tono cortante de las palabras. Bernard es joven, tiene ojos dulces y barba de color de miel. Son del Socorro Rojo, adoptan a estos representantes del tercer mundo y las clases oprimidas que son Rida y R. y pintan, denunciando su racismo, letreros rojos en las fachadas de los que no alquilan sus pisos a la pareja extranjera de tez morena y acento del sur. Los cuatro se hacen amigos. Bernard y Kosty llevan minuciosamente sus ideales a la práctica, acogen a una familia árabe de cinco personas en la que el padre es un delincuente estafador que se apresura a abusar de su hospitalidad; abominan del capitalismo, la técnica, deshumanización y grandes empresas, creen, con convicción angélica, que se volverá a arar la tierra con yuntas. Un día desaparecen de Bruselas, quizás para fundar, como pensaban, una comunidad de cría de cabras en un lugar montañoso y lejano.

Les han ayudado. Pero son un hilo en el vasto mapa de la ciudad que recorren, la que se compone de largas venas de estrechas calles, flanqueadas de bares mortecinos, tenduchas y burdeles, por las que fluye sangre urbana y grisácea hasta la Gâre du Midi, a donde R. durante una larga etapa acude para coger casi de madrugada el tren que, tras más de una hora de recorrido, la lleva al trabajo, la estación en cuya puerta un tipo alto, sin razón aparente, quizás porque le estorbaba el paso, la ha zarandeado cogiéndola por las solapas de su abrigo de pañol azul marino; y el agresor se va, sin que ninguno de los que observan mueva un dedo para defenderla pese a que ella les insulta mientras busca por el suelo los botones que han saltado. Bruselas es, como mucho, el museo de pintura donde reina el escalofrío surrealista de Magritte, la llama de una vela en la mesa del restaurante italiano y el sabor perenne de las fresas de bosque en la cena del cumpleaños de Bernard en un restaurante de la hermosa Gran Plaza. El aire, el horizonte y el futuro se hallan en las aulas de la Universidad a la que R. acude. Él no estudia, pero ¿acaso no es la cultura un simple azar-se dicen-, sin más valor que el lugar en el que fortuitamente les ha correspondido nacer ni otro mérito que la coyuntura?

Rida y R. precisan de un salto sobre cuanto conocen, sin detenerse en etapas cansinas trilladas por otros. Desdeñan el orden hasta entonces conocido. Además, sólo la renuncia a las raíces y a la apreciación de los valores establecidos puede proporcionarles la sensación, ficticia, de igualdad cultural, sólo la idea de nuevo territorio y separación de lo antiguo, venal y caduco puede alimentar su estima, ofrecerles un puente sobre las diferencias de formación, afición y expectativas que ya perforan con sus aristas la capa tibia del amor. La adscripción a la vaga entidad “Tercer Mundo” proporciona a Rida una patria de adopción y casi un título honorífico, aunque en verdad no siente por el club de los parias de la Tierra gran entusiasmo, y más bien se atiene, en el fondo, a la irónica opinión de su padre sobre el socialismo como miseria para todos. La pareja conoce, incluso alberga cuando ella encuentra un empleo y alquilan apartamento, a impacientes partidarios de la modernización, sin corrupciones, del Magreb, y también a españoles aspirantes a guerrillero urbano. Frecuentan gente del Partido Comunista Español cuyos mítines recuerdan terriblemente a R. a la devoción incondicional de las parroquias. En ellos, con sorprendente ausencia de críticas, el líder propugna la alianza con los diversos sectores que se oponen a Franco y, tras valerse de ellos, hacerse con el poder. Dos de los miembros del partido advierten lealmente a R., a la que saben no militante, de que la policía franquista ficha a los que van al centro Federico García Lorca.

Por su parte los tunecinos conocidos de Rida se han emparejado con muchachas belgas que apoyan con fervor cuanto ellos dicen. Se trata de chicos jóvenes que no añaden a sus declaraciones marxistas sentimiento nacional o religioso alguno y que muestran, incluso a los ojos-siempre crédulos hasta que se demuestra lo contrario-de R., una conmovedora adhesión incondicional a los dogmas del socialismo. Sueñan con un paraíso previo a la acumulación de bienes, y hablan de la prehistoria como de un pacífico escenario compuesto de tribus idílicas en las que no existían lo tuyo ni lo mío, y donde la propiedad privada no había aún inoculado a los hombres su veneno. Creen como artículos de fe las frases de manuales de Marx y Lenin y rechazan la menor objeción al respecto. Otros, como Fuad, viven de forma independiente, estudian, trabajan y se esfuerzan por acabar sus carreras. A veces, cuando Fuad viene a su apartamento, mientras toman té, unas cervezas o café preparado a la manera árabe al que se añaden unas gotas de agua de azahar y la música, con toda la sensualidad de Um Kalthoum, asciende en lentos giros en el aire, entonces R. pone algo a freír en la cocina, y el visitante lanza una exclamación de gozo:

-¡Es como en Túnez!

Cuando el aceite de oliva se une a los demás perfumes y se diluye en la calma de la tarde.

Rida ha ido sustituyendo el grande y lejano regazo de origen, cuajado de amigos, conocidos y de una familia cuyos flecos parecen interminables, por una pequeña red de compañeros de precaria fortuna, defensores de otro orden social, situados frente a la Europa ajena, los grandes y cerrados edificios. Y así, de denuncia de Vietnam a opresiones-¿por qué no?-ancestrales, ellos dos frecuentan, sin figurar en sus nóminas, a gente de Amistades Belgo-Chinas, compran hermosos carteles con campesinos felices y con una cara, tocada de gorra, formada por los puntos rojos de centenares de chinos minúsculos y que es la del Presidente Mao, también impresa en una colcha que  no adquieren, aunque poco se faltó para que cobijase los sueños de la pareja.

Pero ni por un instante el proletariado, que se encarna en los inmigrantes españoles del barrio y, escalones más abajo, por norteafricanos, adquiere para R. la menor aura de nobleza, rango o atractivo. El origen modesto, la familia sometida a las carencias de la pequeña clase media con grandes apuros de fin de mes, la han vacunado tempranamente contra la mística obrera que halla en los libros o que observaba en sus compañeros de universidad. Ni ella ni Rida ven la menor virtud en la pobreza o el trabajo manual; ambas cosas pertenecen a aquello de lo que hay que salir, de lo que se huye y, como de un hoyo, se va uno alejando con tesón, trabajo, estudios. R. vive donde los inmigrantes españoles, habla con unos y con otros, acude a casa de la mujer del panadero, y la oye asumir y expresar con toda naturalidad el mediocre mundo de las trampas y la dependencia femenina, el relato de cómo se quedó embarazada para incitarle al matrimonio y cómo el futuro marido esperó a ver si el hijo nacía vivo o muerto antes de casarse. Su mundo parece a R. tan lejano como el de cualquier grupo indígena de las tierras al otro lado del Mediterráneo. En dos ocasiones va con Rida y sus amigos a una sesión de cine árabe, y el regusto es similar: Primero se trata de una película egipcia esmaltada de canciones, almíbar, sumisión completa de la dama al galán (que le propina un correctivo entre el alborozo de la sala) y lágrimas sin cuento. En la otra sesión cambia el registro: se trata de cortometrajes de jóvenes artistas tunecinos y el plato fuerte consiste en una interminable escena en la que una muchacha rubia gesticula, incita y se ríe del compañero magrebí. La moraleja, le dicen, consiste en escenificar los complejos del exiliado en Europa. R. encuentra que la obra los justifica.

Sin embargo la pareja continúa sintiéndose al margen de unos y de otros, aunque por razones distintas. Su panorama es un paisaje que se desdobla de manera acelerada en dos horizontes diferentes, pero cuando R. está sola en casa hunde a veces la cara en el abrigo gris de Rida, el que le regalaron los Amigos del Hombre y cuelga del perchero, lo abraza y aspira su olor.

Han trabado amistad con Kosty y Bernard, pero a veces a R. le resulta un tanto trabajoso evitar el papel de sometida mujer del sur en el que Kosty la enmarca, o seguir sus bromas sobre el sexo y el placer que, a falta de cosa mejor, proporciona un támpax.

-Tú eres muy dulce; demasiado dulce-le asegura.

Y R., que sabe que la dulzura no está, ciertamente, entre sus virtudes, recibe con desconcierto éstas y otras denuncias de la imagen que Kosty superpone a la suya propia. La ruptura de su matrimonio con el chico árabe parece en la determinada polaca una idea de indiscutible y benéfica claridad. El ansia de salvar y mostrarse solidaria ha prendido en Kosty, en la cerilla de su cuerpo menudo y duro rostro. Es difícil defenderse de ser salvado. Ocurre que R. no se siente víctima; hace, ve, comprueba, lucha.

Sylvie se muestra solícita con Rida, pero hostil respecto a R., cuyos amigos, gustos y formación cultural son tachados de “burgueses”. La señora belga tiene un joven compañero de manifestaciones y de lecho, un italiano al que exige amor, fidelidad y compañía, en nombre de la nueva sociedad antiimperialista sin prejuicios y la hermandad ideológica. Paolino intenta huir y suele ser atrapado, desarmado de argumentos y envuelto, una vez en el nido, en minuciosos análisis sociopolíticos que convierten en traición burguesa su rechazo de Sylvie, de la que le separan veinte años y quince kilos. En la vasta casa de ella hay largas comidas y cenas (que R. rehúye) entre perros y nevera de contenido desperdiciado y caótico. Una noche, de vuelta al apartamento, Rida le confiesa:

-Sylvie había bebido, empezó a acariciarme. Le dije que se fuese a la cama y salí.

Busca celos en los ojos de R., pero no ve sino indiferencia y la leve repugnancia que Sylvie le inspira. R. sabe que Rida gusta a las mujeres, y él le dice, para su sorpresa tras una adolescencia ingrata y absorta en búsquedas, que ella también a los hombres. Nada importa. El sentido de la libertad es tal en R. que siente los celos como absurdos, impensables el disimulo, las componendas, los tapujos, las trampas. No. Su mundo es simple: Los actos no engañan, los intereses delatan, la realidad es, fatalmente, cristalina. Nadie tiene a nadie si el otro no quiere. La libertad es darse a sí mismo de comer. Nada más lejos de ella que engañar. no por moral ni por la firma en un papel al que no otorga sobre su persona el menor poder. La fidelidad le es tan natural como la adecuación entre lo que hace y lo que comprueba como cierto y acepta como justo. La relación durará el tiempo que medie hasta el descubrimiento de la finitud, del juego de los compromisos por el que R. experimenta profundo rechazo. El mismo que la llevará finalmente, saltando sobre credos, organizaciones y espacios conocidos, a volar hacia el más lejano y enorme experimento político del mundo.

 

Epílogo

 Túnez, diez años después

 Nunca debería volverse. Pero siempre, de una u otra forma, se vuelve.

Durante una década larga R. ha recibido muy cariñosas cartas de la familia de Rida según las cuales ella continúa siendo su hija y ocupa el lugar de antaño en sus afectos. La hermana mayor se complace en hacer un retrato del segundo matrimonio muy subido en color sentimental y con escenografía semejante a la de los folletines árabes: La nueva mujer viviría consumida por los celos de la antigua y no es apreciada por el clan marital. Fayrús incluso visita unos días a R. en Madrid, de paso para ver a sus hermanos que trabajan en los alrededores de París. En Navidades, llegan puntualmente desde Túnez las felicitaciones correspondientes.

Desde la separación, en 1973, en la que él se mostró como la viva imagen del dolor, y la posterior e inesperada marcha de ella a la República Popular China, Rida habitó algunos meses en el apartamento de Bruselas, donde, excepto un puñado de efectos personales, ella le había dejado cuanto poseían. Luego falsificó la firma de R. y sacó de su cuenta la pequeña cantidad de ahorro personal que ésta depositara. Él querría creer en otro hombre y en el engaño, pero sabía que R. se quedaba sola y que, antes de ser reclamada para un trabajo en Xian, sin perspectiva de otro amor, apoyo ni compañía, R. había roto con él por la recién adquirida certidumbre de la mutabilidad de las pasiones y la necesidad de búsqueda. Porque en nada cree sino en lo que ella misma comprueba; no hay barcos sin pagar pasaje, y todos son exclusivamente de ida.

Aquel verano del 73 Rida volvió a Túnez, y dio por terminada la expedición europea. Hubo algunas cartas de quejas por la ruptura y el abandono del que se consideraba objeto. A los escasos meses R. supo que se había casado con una amiga de Fayrús, quien fue describiendo a R., en largo y sentido correo, la situación. Esa vez sí se efectuó el matrimonio según las reglas tradicionales: joyas de oro y regalos entregados a la novia, muebles, gran fiesta y rápido embarazo. Amigos y familia no han escatimado préstamos, endeudamientos y esfuerzos. Ella no trabaja, la pareja se asienta satisfactoriamente en su vida matrimonial dentro de unos cánones que incluyen celos de la primera mujer extranjera, promesas, escenas y alguna que otra bofetada del marido. Todo bien, todo en orden.

Y, como le han insistido tanto en su fidelidad y afecto, un buen día, durante su mes de vacaciones, R. se presenta en Túnez, invitada a la casa de Fayrús.

La desbandada familiar es fulminante. Los padres de Rida, la hermana segunda, Bashida, aparecen en saludo vertiginoso porque deben hacer todos viajes urgentes que les retendrán fuera de la capital. Basid y Mafida se han convertido, tras su peregrinación a La Meca, en blancos fantasmas cuyas ropas anuncian el estado de santidad, el título de hadj que les otorga la peregrinación. No por ello, con gran sentido práctico, deja Mafida-cuyo pelo antes descubierto estará ya tapado siempre-de criticar el gran negocio del lugar sagrado y el abusivo precio de las botellas de agua que les vendían en Arabia Saudita. La visita es breve y sirve al matrimonio para excusar su ausencia en los días venideros a causa de  un viaje inaplazable.

Fayrús cumple sus deberes de anfitriona con escaso apoyo de su marido. Única representante del otrora numeroso clan, que parece haberse esfumado en migración súbita, acompaña a la antigua cuñada y le comenta sin rebozo, tal y como ha venido haciendo en sus cartas y durante la estancia en Madrid, sus intimidades de pareja.

-Era tiempo de casarme. Mis hermanos ya me llamaban solterona.

-¿Y tus estudios? ¿Y los proyectos de trabajo que tenías?

-¡Todos los jefes, todos los amigos de mi padre querían tirárseme! ¡Todos procuraban meterme mano! ¡Hasta en el salón de nuestra casa!

-Y a Latif, ¿dónde lo conociste?

-En la biblioteca. Él estudiaba inglés. Siempre estaba detrás de mí, insistía, insistía; quería que nos casáramos. Y me casé.

No es el príncipe azul; ni los ricos que se disputaban su mano. Tampoco el arrebato pasional. Latif estuvo en el momento y lugar oportunos. En la fotografía de boda que enviara por correo y que R. observa ahora ampliada sobre el mueble del comedor, Fayrús reina, con brillante collar y belleza tranquila tocada por el pelo peinado en dos bandas y teñido del rojo profundo de la henna. Surge, como de un pedestal, del escote de un vestido con muchos vuelos, color marfil. Él, a su lado, es un muchacho delgado, de corbata granate grande que baila un poco en el cuello de la camisa, y de rasgos huidizos e inseguros, poco agraciado, que dirige al fotógrafo una mirada esquiva. Como fondo, un ramo enorme, enhiesto, en forma de concha, en el que predominan el rojo y rosa sangrientos junto con algunos gladiolos blancos.

Latif no se molesta en fingir respecto a la visitante un calor de bienvenida que está muy lejos de sentir, y le da la mano con reticencia.

-¿Te va bien con él?

Con la cándida y perfecta inmoralidad que ya llamara en tiempos pasados la atención de R., Fayrús responde:

-Oh, es débil, ¿sabes? Hacer el amor le cansa enseguida, al pobre. Él ya se imagina que tengo relaciones con otros, cuando, en mi trabajo, nos mandan fuera en misión. Los funcionarios tenemos muchos desplazamientos. Me pregunta qué tal me lo he pasado.

-¿Y te lo pasas bien con ellos?

-Sí.

-¿De quién es la niña?

-La niña es suya. Cuando me quedé embarazada, por casualidad, de otro, insistí para que el médico me hiciera abortar; le dije que no podíamos permitirnos tener al bebé.

Es aquella muy material, muy externa normativa de una moral árabe que sólo se ocupa de la posesión y la apariencia, en la que no existen conciencia ni responsabilidad individuales. Fayrús se expresa en el tono más normal del mundo. La hija que tienen es cuidada con minuciosidad por Latif, que procura no sacarla a plena luz bien vestida por temor al mal de ojo, en el que, como en maldiciones y conjuros, cree de una forma curiosamente revuelta, sin mezclarse, a las apariencias de modernidad.

El embarazo ha cambiado el cuerpo de Fayrús de una forma extraña, ha dilatado monstruosa y definitivamente su vientre, dado al cuerpo forma de gran odre del que emergen aún la belleza de su cara y la finura de cuello, brazos y piernas.

Latif habla con admirativo respeto de los Hermanos Musulmanes, los seguidores de la nueva ola islámica.

-Son gente muy seria.-repite como gran argumento.

Nunca cita las propuestas concretas en las que reside la seriedad de su programa político.

Es hombre sin sentido del humor y escasa veta festiva, proclive a las supersticiones. Adopta como indiscutible toda crítica occidental, especialmente antinorteamericana, que circule por los mentideros.

-Hay un túnel desde el palacio del Presidente a la Embajada de Estados Unidos. Por ahí va a recibir órdenes.

No vale argumentarle lo innecesario de la forma de contacto.

Túnez ha cambiado: el turismo es a ojos vistas la gran fuente de ingresos, pero la población femenina se ha cubierto en buen parte con velos, incluso las muchachas. Fayrús no lo lleva.

Su hermana Bashida se ha casado muy joven con un taxista. La familia de éste insistió en la ceremonia tradicional de exhibición de la sábana con manchas de sangre como prueba de la virginidad de la desposada.

Un buen día se presentan de improviso, en casa de Fayrús, Rida y su mujer. Ella dice a R.

-Me han comentado que usted opina que esto parece una mala película egipcia.

Hay té en la casa de Latif, y luego en la de Rida, incluso jazmín; intercambio de preguntas sobre amigos comunes, conocidos, trabajo. Él está algo más grueso. Su mujer, que lleva algunas joyas de oro, se esponja cuando R. asegura que, con el salario de su trabajo de profesora, le llega sólo para vivir sin lujos, y pasa a tratar a la ex esposa con afable condescendencia.

En una bandeja, traen vasos y licoreras. Toman whisky y cerveza sentados en la veranda.

-¿Qué tal la situación en Túnez?-pregunta R.

Rida se encoge de hombros. Resume:

-Los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

La pareja tiene dos niños. Viven muy cerca de la casa de los suegros, en un adosado del que le enseñan algunas habitaciones antes de que la breve, y única, velada con ellos termine.

Acaba el mes de vacaciones. Latif sonríe como nunca lo ha hecho cuando amanece el día de la partida de la extranjera. Ésta, consciente de lo superfluo de su presencia, ha comprendido ahora que, en realidad, ha sido utilizada durante estos años por la familia de Rida para, indirectamente, hacer objeto a la actual esposa de oscuras animosidades, como elemento de un juego de rencillas familiares que ella ignora. Confrontados con su presencia física, se han visto obligados a abandonar el mito, útil mientras distante, a enterrar el folletín egipcio y a mostrar fidelidad al clan local, a la familia de Rida próxima y real.

La tradicional hospitalidad árabe brilla por su ausencia el día del regreso. Nadie acompaña a R. al aeropuerto. El taxista intentará  hasta el último momento timarla. Por la ventanilla del avión que despega ve el lago salobre, las dos cimas gemelas del Bukornine y la ciudad, que crece como una persona.

 

Libia-Túnez 2008

Como las tapas de un libro, bajo el avión se cierra un panorama nocturno de electricidad dispersa a excepción de un fragmento de vena, un coágulo urbano, un puerto. Es  la Jamahiriya Libia, el Estado de las Masas, revolucionario, socialista e islámico. En cambio se despliega al poco el manto de luces de la modesta Túnez, constitucional, laica y abierta, deseosa a trancas y barrancas, de leyes y de guardar distancias respecto a imanes y jeques iluminados, conservadora de su herencia bilingüe francesa, amiga de la dulzura de vivir y del otro lado del Mediterráneo. Ahí está, diminuta y sin petróleo, pero prueba viviente de que, pese al racismo tradicionalista que impera en las progresías europeas, los árabes no están en su totalidad fatal y genéticamente abocados a la servidumbre, la plegaria, la consigna, el oscurantismo y el atraso.

A la mañana siguiente, en las horas que preceden al vuelo de enlace, es tiempo de caminar por la página blanca de la ciudad afanada y presurosa, llena de edificios diversos y de viandantes, pasablemente reparadas sus calles y sus casas. Y a R. se le alegra el corazón ante la inmensa diferencia entre el país que ve y el que acaba de dejar, porque es patente que Túnez, carente de recursos naturales, tiene el mejor combustible: un sistema moderno, que se quiere occidental y civil, junto al que resalta de manera llamativa el agresivo autismo de las proclamas antiimperialistas y el Libro Verde de su vecina Libia. Nada reemplaza al contacto, por breve que éste sea, con la piel de l realidad, el olor, los sonidos, las formas de un lugar preciso, su blanda dulzura y blandas y fragmentadas corrupción y benevolencia. Uno tras otro, se suceden los cafés, restaurantes, tiendas y chiringuitos diversos, los altos edificios nuevos y las casas cuyas fachadas pagan tributo a la estética del blanco y las ventanas azules. Y hay mujeres, mujeres, de todo tipo y atuendo, sin velo alguno, el pelo al aire, que se cruzan con otras con pañuelo que tal vez-aquí sí-han elegido-o no-llevarlo. Libia y los tristes fardos negros de su población femenina, las inmensas fotografías del Líder, las casas sin belleza y los espacios desolados cubiertos de bolsas de plástico parecen inmensamente lejanos. Los tunecinos atienden a sus múltiples asuntos, compran en Monoprix, se toman los buñuelos y el bocadillo tradicionales. Frente a un edificio oficial grupos de hombres protestan por problemas laborales. No se advierte ni omnipresencia ni celo en la policía. La gente se mueve sin agobios pero con rapidez y da muestras de una energía desconocida en las calles de las somnolientas poblaciones líbicas.

Ha habido de nuevo un cambio. Pese al cáncer fundamentalista, a la ola de integrismo que se extendió hacía años como una sombra, pese a la regresión que rezuma de Irán y de Arabia Saudita, Túnez va para arriba, y su economía parece un hervidero de iniciativas, obras, reparaciones, inmuebles vetustos pero acogedores, tráfico desordenado pero con semáforos a los que se otorga cierto margen de respeto, aceptable limpieza viaria, variedad social, mientras sobre las aguas salobres del lago en otros tiempos fétido se perfilan las cumbres gemelas del Bukornine, y pasa el tren, con nuevos vagones, que recorre la línea de la costa por La Goulette, Salambó, Carthage, Sidi Bou Said, La Marsa.

En el mapa, Tunicia parece tener la conmovedora levedad de una hoja, entre las dos enormes pinzas de desierto de Libia y de Argelia. Podría haber sido aplastada en cualquier momento por sus hoscos, beligerantes vecinos, dotados de todas las armas del nuevo rico y ansiosos de mostrar su desafío del imperialismo, su odio a Occidente y al progreso, su deseo de erigirse, como pretendió con insistencia Kadafi, en gran jefe del África musulmana unificada. Y probablemente Túnez hubiera podido ser laminada por estos dos grandes dedos de no haber contado con el apoyo y respaldo de Europa y sobre todo del muy odiado amigo de América. Ahí está. No se preocupa. Va para arriba.

El tercer reencuentro ha sido fortuito, una pincelada breve, pero satisfactoria; el Túnez de unas horas, encajonado por el azar entre la visita al desierto, con diadema grecorromana, de Kadafi, el Hombre Que Quiso Ser Mao, y el vuelo hacia Madrid.. El fundamentalismo, esa pendiente inclinada hacia el más sombrío medioevo, que también amenazó a Túnez, ha remitido, no canta victoria. Pasó, como también las desdichas de la vida pasan, como las nubes de la mañana de viento, claros y lluvia. El ayer ha sido llevado como se llevan las cosas sin raíces, absorbido por la rapidez de una corriente que apenas permite hoy su recuerdo.

 

 

II

MÁS ALLÁ DEL MAR CASPIO

 

La S de Samarcanda

Deslizarse por un nombre, por las curvas vertiginosas de su inicial hasta la a del asombro de los grandes arcos ojivales que surgen entre las arenas del olvido y se hunden en un horizonte de suaves montículos, prolongarse en el eco sonoro que se pierde en una inmensidad a la que son artificiales las fronteras, cerrar el espejismo de las evocaciones. El anhelado Oriente: Samarcanda. Que es sólo quizás un sueño, un conjuro, como tantos, contra la irremisible mediocridad a la que se ajusta como norma la generalidad de la vida.

El viajero defiende su sueño desde que llega, desde mucho antes de situarse ante el cuadrilátero del Registán majestuoso, bañado de azul, cubierto por la dura y seca bóveda celeste de estas latitudes salpicada, en la noche, de las grandes estrellas que un rey astrónomo intentó reproducir en los mosaicos. El viajero sabe, porque ha visto antiguas fotografías, que la restauración cuidadosa de arquitectos soviéticos del siglo XX ha dado nueva vida a una belleza que se diría inmemorial pero que hace unas décadas yacía en buena parte despedazada por las agresiones de los hombres y las del tiempo y de los terremotos. Lo sabe, pero no quiere saberlo porque desea vivir el hechizo e incluso lamer hasta el último reflejo dorado del espectáculo de luz y sonido que recorre fachadas y minaretes. Quien aquí llega se aferra a su sueño, pero luego-y ya antes, y después, y al mismo tiempo, siempre agazapado en el rincón final de la conciencia-emerge el deseo de saber, y el de expresar sin censuras; una tarea que ha vuelto imposible la presión del código del Buen Observador Occidental. Sobre él gravitan milibares de pluralidad étnica bienpensante, toneladas de relativismo preceptivo que filtran desde el origen su pensamiento y lo conducen, sin romperlo ni mancharlo, por el parque temático oriental, árabe, polinesio, africano. En el viaje se invierte dinero, es el fructífero negocio del que viven agencias que irían a la bancarrota si desaparecieran las narices perforadas, los platos soperos incrustados en los labios, los densos velos femeninos, las tareas agrícolas realizadas con herramientas prehistóricas. Los labios ungidos de filtro solar están sellados a la sumisión despótica al poder y a la fuerza que resultaría indignante en sus más mínimas manifestaciones en el país desarrollado de origen, pero es fascinante en este circuito por recovecos medievales del tiempo no hollados por el Derecho de Roma, la caridad cristiana hacia el semejante, el impulso liberador de la Razón, bajo los cuales desean vivir, también aquí, en estas latitudes  muchas más personas de las que se cree.

Los mapas revelan fronteras recientes trazadas a escuadra y cartabón, en Asia Central como en África, en mapas diseñados durante el final de las colonizaciones, líneas sin conflictos fronterizos porque atravesaban la indiferente extensión de los desiertos o chocaban con los acantilados del Tien Shan, las Montañas del Cielo que forman al este la gran muralla natural de China, con el macizo de Pamir y con el Kopet Dag, que marca la frontera iraní, con las secas y minerales elevaciones del Indu Kush, que separan por el sur estas tierras de Afganistán, tan duras e inhóspitas que no parece en la distancia que pudieran producir otra cosa que cuevas rellenas de fanáticos. Del norte, de las montañas del Altai, desbordaron, precipitadas desde las mesetas de Mongolia, oleadas de jinetes ansiosos de botín y dominio. Los grandes cuencos de arena de los desiertos de Karakum y Kyzylkum ven rota su estéril geografía por la floración de oasis y ríos de variables curso y existencia; discurren lentamente el Amu Darya y el Syr Darya, se deseca el Mar de Aral, nutren lagos las rigurosas alturas del este, de manera que éstos son países de archipiélago, vergeles jugosos, floraciones aferradas al comercio y al agua en un mar de arena, veranos tórridos y pasos impracticables por la altura y la nieve. Así se anudó la Ruta de la Seda, que ha acunado en su nombre los largos sueños del sedentario y mecido imágenes de lentitud, brocados, peligro y fantasía. El hilo se cortó, se fue hundiendo en las dunas sin desaparecer nunca del todo, revelador, en su actividad de zocos e intercambios, del incansable poder del espíritu emprendedor, de la fuerza de la iniciativa personal y del comercio que se manifiesta hasta en las más adversas circunstancias para desesperación de puritanos y controladores. El cambio del mundo, con el Renacimiento, las rutas americanas, la definitiva conciencia de la redondez, y accesibilidad del planeta y el fermento de Prometeo en los espíritus, dejó sumidos en su inacabable y alta edad media a sultanes de oasis y gabelas, a khanes que cimentaron hasta el siglo XIX su riqueza en centros de venta de esclavos, a corredores de mercancías y a villas de tratantes prósperos. Los edificios de poblaciones que con frecuencia fueron arrasadas hasta los cimientos por el conquistador de turno, las viejas civilizaciones anteriores al siglo VIII que borró, con sus obras de arte y bibliotecas, la expansión del Islam, resucitan, en una escogida minoría, sólo con los trabajos arqueológicos del siglo XX y a veces en el conmovido relato de algún viajero que describe la majestad de las ruinas melancólicas, de una orgullosa frente de adobe que desafía a sus enterradores y sobrenada la llanura.

Los khanatos siempre fueron, a través de los siglos, reinos mudables, que pasaban de una mano a otra al ritmo de la invasión y el poder de un ejército que, cuando se saciaba de botín y de sangre, podía tener jefes que se asentaban, afirmaban, construían y cobraban tributos. Su movimiento encrespado de superficie esconde el inmovilismo de desarrollo cívico, hasta que también ahí llegó, en el siglo XIX, la gran expansión mundial consecuencia de la Revolución Técnica. Es buen lugar para el estudio de espejismos. Aquí aprende, quien no tuviera ya adquirido tal convencimiento, que moral y justicia, compasión y bien no son sino ficciones con las que el ser humano pretende dar sentido al mundo, consuelos frente a la arbitrariedad atroz del breve e impredecible curso de la existencia. Sobre estos oasis agrícolas, emporios de agua y de mercaderes, han caído, como la langosta, gentes repletas de proteínas y músculo, bandadas de jinetes expertos en la velocidad, el arco, el terror y los caballos. Con un credo tan simple como el de su emperador, que afirmaba que no hay placer como habitar los palacios del enemigo, acostarse con sus mujeres y montar sus caballos. Se han elaborado, posteriormente, explicaciones para la justificación de voraces clientelas que, en realidad, no son (desde el poder por derecho divino a la lucha de clases) sino alambicadas formas de legitimar la apropiación de lo ajeno. Gengis era directo. El primer gran khan de los mongoles, experto en alianzas y repartos, registró la patente de una metodología guerrera perdurable y eficaz: Utilizó sistemática, sabia y profusamente el terror erigiéndose así en adalid de una táctica llamada a un porvenir glorioso. Las poblaciones pasadas a cuchillo, la destrucción hasta los cimientos de ciudades producían (no siempre) un beneficioso efecto de rendición preventiva y desmoralización segura en una Eurasia sobre la que se extendió imparable la crecida de la que sería más tarde, con Batu Khan, la Horda de Oro. No faltó el terrorismo psicológico: Desde el mimbar de la gran mezquita de Bujara, mientras los caballos pateaban libros sagrados y los soldados degollaban, violaban y saqueaban, Gengis se autoproclamó Castigo de Dios, enviado divino para que la comunidad (de sumisión, como su nombre, “islámica”, reza,) pagara por sus pecados. Desde luego tales destrucciones son perfectamente coherentes con la palabra Paz, la paz de la claudicación ante el terror llamada en el siglo XXI a gozar de grandes éxitos, porque, en efecto, tanto las tácticas pedagógicas de Gengis Khan como más tarde las torres y murallas de cráneos de Timur (el Tamerlán o“Timur Lang”,el Cojo, de la embajada, en 1404, del enviado de Enrique III de Castilla, Ruy González de Clavijo) y su forma de amenizar las fiestas con ahorcamientos a los postres fueron determinantes para la extensión del pacifismo entre los súbditos. El Emperador cuyas campañas costaron la muerte a más de un millón de seres humanos murió, anciano, respetado y temido por sus pares, en la cama. Se habla de la “Pax Mongólica” y hoy, en esas naciones tan recientemente inventadas por Stalin, lo adoptan como símbolo patrio y le erigen estatuas. Los núcleos más civilizados de Asia Central quedaron, tras la bajamar de la caballería mongola, al margen, durante seis siglos, hasta el forzoso contacto con Rusia, de la evolución de la historia.

A la pura fuerza y avidez de los jinetes de la estepa, que anteriormente fueron hunos y descendieron con Atila en el siglo V hasta las puertas de la misma Roma, al vigor de los Turcos Azules, llegados quizás de la lejana Siberia y aliados de los Sasánidas, no los vencieron las oraciones ni el convencimiento, sino la técnica, el desarrollo y las armas de fuego, que acabaron en la Edad Moderna con el predominio que ejercían sobre agricultores y civilizaciones urbanas el caballo, el arco y la resistencia física. Ya antes, el impulso de la expansión ilimitada, los atractivos de la vida sedentaria, el imperativo de servirse de la cultura conquistada y la disgregación feudal rompieron, revolvieron, cambiaron lo que fueron reinos con ambición de continentes. Quedaron los Mogol (mongoles) que desde Babur ocuparían hasta el siglo XIX el trono de Delhi, la dinastía Yuan. fundada por un nieto de Gengis, en China, la cada vez más importante Rusia, el antiguo imperio de los persas, y, en el vasto centro de Asia, una constelación de tribus y sultanes enfrentados y unidos por el hilo discontinuo de caravanas y de guerras, encarcelados por la lejanía del mar, el conservadurismo feroz de las sociedades pequeñas y la extensión mineral y hostil de inacabables planicies, mezclados por las grandes deportaciones dispuestas por el Padrecito soviético durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata de una navegación por secos portulanos. Gobi, Takla Makán, Muyunkum, Karakum; las ciudades son excepciones en la vastedad de tales desiertos. Hoy el viajero busca barcos varados en la arena, el cono emergido de civilizaciones muy antiguas, sepultadas por la invasión posterior y lentamente roídas por el viento. Como ellas, ya en el siglo XX, los tiempos modernos impulsan inesperada, bruscamente, espolones urbanos, zonas de desarrollo brotadas con la rapidez de las plantas en el desierto tras la lluvia, vanguardias de una sincera voluntad de progreso o simples conjuntos monumentales consagrados a la vanidad de un sátrapa.

 

La llegada-Tashkent

En el centro de Tashkent, aquejado del gigantismo urbano y la oficialidad intocable propios de la era soviética y de la generalidad del comunismo, la viajera observa un hotel reflejo del de sus recuerdos, con la misma enorme araña de cristal, las mismas superficies brillantes y sillones oscuros, el pavimento kilométrico y pulido, los ascensores de vieja película, la cafetería inhóspita de puro inmaculada, los pasillos y tiendas silentes, el todo punteado por algunos empleados, algún huésped, escalinatas, oficina de cambio que rechaza los billetes de dólar con la más mínima mancha o roce. Es un túnel vertical del tiempo, podría ser la China de los Hoteles de la Amistad de treinta, cuarenta, de más años atrás. Fuera están los grandes espacios supuestamente populares y ciertamente tan controlados como lo han sido, invariablemente, todas las “repúblicas democráticas”. Son paisajes que, quizás sólo para quien conoce a sus homólogos desde antiguo pero ciertamente no para la inmensa tribu de la ceguera bienpensante, destilan cierta angustia mezcla de agorafobia, totalitarismo evidente y nepotismo de partido único plasmado en la arquitectura, y tras cuyo clasicismo yace la incógnita de este próximo y conflictivo Oriente del gas y del petróleo, del control de los oleoductos y de las fronteras próximas con Irán y Afganistán bajo la impredecible, atenta mirada de los colosos de Rusia y de China (quizás también de la India). Con sano juicio, los uzbecos quieren volverse hacia Occidente, aunque los corteje el fundamentalismo millonario de Arabia Saudita o Teherán, que envían fondos para alimentar islamismo y viveros terroristas, y la Rusia del reconvertido KGB, y, cuantas más noticias tienen del mundo que los rodea, más quieren ser libres de la forma que a otros ven serlo.

Por lo pronto, lo que se presenta como la capital de Uzbekistán es una inmensa, deslavazada, plana ciudad, nueva tras el terremoto de 7,6 escala Ritcher, de 1966. Sin, a diferencia de China, bicicletas, ni mucho más de otros vehículos. En cada una de las estaciones del metro, diseñadas en el espíritu soviético de “palacios del pueblo” aunque concebidas al principio como refugios nucleares, la viajera espera hallar una momia-Lenin, Stalin-que estaría perfectamente acompañada por las columnas, lámparas, bronces, mármoles, todos ellos solemnes y aquejados de cierta semipenumbra.

El túnel del tiempo ha abierto de par en par sus puertas a la llegada al aeropuerto internacional. El alba tiene el gris turbio de un mal café con leche. Funcionarios, garitas, impresos, ventanillas, todo conserva el perezoso aspecto de la burocracia socialista, la indiferente lentitud de las policías acostumbradas a la arbitrariedad y al soborno, la confusa ineficacia y el desdén por lo extranjero y por el ciudadano llano propios del país con un pie en el subdesarrollo. Las ansiosas expectativas de los nuevos descubridores de Asia Central se estrellan contra tres horas de espera, inútiles trámites, aglomeraciones caóticas, escasas ventanillas, pagos y gestiones que acabarán, a precios harto elevados, por cubrir de papeles y sellos una parte sustancial de sus pasaportes. El euro nuevo rico, poderoso y altivo es implacablemente desdeñado en pro del dólar, rey indiscutible siempre y cuando los billetes se atengan a la estética del papel impecable y la hornada reciente. Toda una metáfora de lo que vale en geopolítica una Europa que cree poder refugiarse en la sola barricada del dinero. El entusiasmo del descubrimiento de lejanas culturas con el que palpitan los solicitantes de visados no decae pero se entibia. Y sin embargo esas culturas comienzan exactamente aquí, y no en el gorro de piel, los minaretes y la yurta, empiezan en estos ordenadores vetustos, incongruentes dado el marco que los rodea, y en los rostros de los policías-una gama del chino al turco, del eslavo al semita-que da fe por sí sola del baile de mezclas raciales.

Tashkent es un rápido desfile de núcleo monumental y restos de ciudad vieja. En el mercado vecino, con mujeres de dientes de oro y aire años cincuenta, hay puestos de mercancías sin interés en buena parte de origen chino, vasos de licor de cerezas y grandes hogazas del extraordinario pan local, redondas, rubias y fragantes, rematadas por un borde estriado que encierra en el centro decoraciones de hojas y de flores. Se apilan en cerrada formación hasta la altura de la cabeza de las vendedoras, que se dejan enfocar pese a las reticencias de compatriotas malhumorados que intentan poner la mano ante la cámara. Sobre una tienda de ultramarinos se ha colocado, a modo de dintel, una composición fotográfica que actúa como publicidad: ocupan el primer plano dos niñas tocadas con el ceñido velo blanco de las peregrinas y situadas sobre el fondo luminoso de La Meca. Una de ella sostiene el Corán, la otra une en oración las manos abiertas, ambas elevan devotamente los ojos al cielo y a las dos reconforta la botella de coca-cola vecina integrada al sacro paisaje. La clientela femenina que sale, entra y deambula por los puestos no lleva con frecuencia la cabeza cubierta, luce blusas de manga corta y distintos escotes. Los rostros reproducen multiplicada la mezcolanza racial del aeropuerto, y la juventud, la sensación indefinible de los países que empiezan, la misma que, sin agradar estéticamente, conmueve en la pretensión de memoriales y parques, en el desafortunado y plateado ave fénix y el empeño en dorados, escalinatas y plazas que siempre parecen querer emular a las superficies parameras de Tien An-Men y de la Plaza Roja. En Tashkent se ha ido acampando, repoblando, haciendo resurgir tras un terremoto de destrucción completa, y es invivible sin un medio de transporte, sin el caballo mecánico (la bicicleta es despreciada, sorprendentemente, en esta llanura aún más propicia que la de Pekín, que en otros tiempos rebosó de ellas) que enfile hacia el inacabable horizonte.

 

Khorezm

El velo del cansancio, tras el largo vuelo y la noche insomne, conserva aún su trama cuando se toma otro avión para, desde Urgench, llegar por tierra a Khiva; con alrededores donde el calor de agosto alcanza las más altas cotas, con cifras que parecen simplemente engañosas por lo inusitadas (cincuenta, o más, grados). El sol es un enemigo, al que nada oculta, que está siempre ahí, que, hasta el último minuto, ya muy bajo en el horizonte, no se resigna a morir sin víctimas, las busca y las aplasta mientras ellas resguardan la humedad de sus cuerpos en los raros lugares con sombra. Mojarse la cabeza, mojarse una y otra vez la cabeza, cubrirse, bendecir el paraguas-sombrilla regalo de los mejores amigos, interrogarse sobre la tenacidad de la vida, las guerras del agua, la estrategia de los ríos desviados, como el Amu Darya, el lento desmenuzarse y volver a sus orígenes de las paredes amasadas con la tierra.

Es la región de Khorezm, y con ella la viajera comienza a deshojar al revés grandes bloques de calendario, a descender esos escalones de la historia que no conducen a grandes tesoros sino simplemente a algo más valioso, al silencioso archivo del tiempo (¿para cuándo el monumento al arqueólogo anónimo?) que ha sido penosamente recuperado ladrillo a ladrillo y teja a teja bajo la indiferente bóveda de un cielo que jamás protege. El Islam va siendo fenómeno reciente, arrasador, deslumbrante porque es lo que queda. Debajo, hacia atrás, privadas del color y en parte de la forma, están las huellas de ciudades-reinas, de afanosos acueductos, de los que en persa se llamaban karawan saray y pasaron como caravanserail, caravanserrallos o caravasares a Occidente, donde intercambiaron productos y reposaron mercaderes de la Ruta de la Seda. De la seda y de tantas cosas representadas por palabras-amuleto (marfil, perfumes, especias, vino, cristal, gemas, porcelana, papel, té, laca, hierbas, jade, plumas, angora, oro) que sirven de trampolín y de envoltorio al material infatigable de los sueños. Desde Xian, en el corazón de China, hasta las primeras playas europeas se recorrió la Ruta durante mil años, se olvidó y se recobra hoy para uso y disfrute de los buscadores del choque estético y de la bondad ancestral de la hospitalidad nómada.

Pero antes de la era del ladrillo cocido y las tejas coloreadas y mucho antes de las bóvedas como pozos de un verde profundo en medio de la sequedad, hubo esos milenios de indoeuropeos y semitas, de tribus arias cuyos sucesores hablan hoy el tadzhik y el persa, de satrapías aqueménidas y vasallos mal avenidos; el único escenario a la medida de un Alejandro Magno cuya idea política era, pese a la noche de embriaguez, destrucción y asesinato de su amigo Cleito en Samarcanda, la antítesis de la barbarie predadora de las grandes hordas y el mero despotismo de los khanatos. Quedan, apenas, ahora los qalat, villas fortificadas, paneles de murallas y de torres elevados en colinas y a veces decorados con esculturas y frescos que sólo el azar, en algunos fragmentos, ha salvado del concienzudo empeño iconoclasta.

También se viaja por viajeros. Ellos no son, contra lo que creen y para lo que han pagado, un movible puesto de observación que se desplaza al ritmo de la degustación y de la cámara. Pertenecen a corrientes, obedecen a códigos y afinidades tribales que harán de ellos una sorprendente orquesta coral y que impulsarán a sus miembros a proyectar tensiones y fatigas en el ocasional hereje. Los  asentimientos a barbaridades objetivas, la ruptura de las caras rutinas de la existencia cotidiana cristalizarán en la violencia y el ataque (más o menos satinado de manierismo de salón) contra el occidental disidente que no ha hecho juramento de loa incondicional y eufemismo de buen tono. El Turismo de las Culturas, inconscientes sus miembros de la propia homogeneidad cuando de repetir las premisas que salpican medios de comunicación y discurso en boga se trata, es la élite dentro del business de la inversión viajera rentable. Tanto que, a su lado, el infeliz estivalero, el denigrado turista de autocar y grupo numeroso e incluso el pretencioso protestador profesional para el que todas las estrellas de los hoteles son pocas resultan de conmovedora inocencia en su modesto afán de vacaciones en tierra extraña, en su irreprimido deseo de jolgorio y sus cándidas exclamaciones de extrañeza, admiración, repugnancia y fraternidad dicharachera. Porque sobre ese turismo calificado con el mayor desdén como de masas, y que tanto ha hecho por el desarrollo, enriquecimiento y liberalización de las costumbres en numerosos países, sobre esa horda de gordos y de flacos, de gentes con frecuencia de más que mediana edad y sin el menor prurito atlético, vestidas de dominguero serrano, planea el escogido clan del viajero nuevo, un opus dei sin dei alguno, misioneros del pluralismo bienpensante y la alianza de civilizaciones, reconocibles por la perfecta obediencia a un decálogo que también se refleja, como en diversos espejos, en las páginas culturales de guías de viaje por otra parte bien documentadas, en los trabajos televisivos y periodísticos y en el tenor de los comentarios. El lema podría quizás resumirse en la consigna de no intervención, ni siquiera intelectual, ante los fenómenos (en el sentido etimológico del término) de un mundo captable a través del exclusivo ángulo del relativismo. De no haber abolido los ingleses en la India el sati o inmolación de las viudas en la pira de sus maridos, el grupo angélico-ecológico observaría el rito parpadeando levemente (a causa del humo) y defendería en la sobremesa el sagrado derecho de los pueblos a la defensa de sus tradiciones y el método dialogante y educativo como única vía, la cual hubiese permitido a las viudas torrefactarse durante unos cuantos siglos o milenios más.

Las páginas introductorias del eficaz volumen anglosajón que se ha convertido en biblia de descubridores del ancho mundo permiten abrir boca en la visión, consideración y adecuado disfrute de la universal red de parques temáticos amenazados por la globalización. Son guías redactadas por vigorosos y con frecuencia jóvenes viajeros para los que la sebosa presencia y torpes observaciones y ademanes del visitante medio son un triste lunar en la salvaje belleza del paisaje y el atractivo primigenio de los ancestrales ritos de la tribu. El redactor (como el político y el periodista) protege además, con el puritano ardor propio de las actuales derivas criptorreligiosas, las simpatías que le permitirán viajes futuros. El principio del Bien invariablemente reside en una entidad abstracta e intemporal llamada “pueblo”, normalmente dotada de un sentido de la hospitalidad extraordinario, y amenazada sucesivamente en su esencia y su pureza por potencias foráneas que carecen de escala de valores, de moral y de principio alguno y que son entre sí equiparables por su codicia y bajeza. El fundamentalismo islámico, lejos de ser real fuente de terror, se describe como simple y útil espantajo que justifica injerencias y presiones. Textualmente se lee, en Lonely Planet, que a los aliados occidentales se debe el descenso, en las repúblicas centroasiáticas, de la presión internacional para mejorar el nivel democrático y de derechos humanos, lo que viene a exculpar a los usos medievales autóctonos, a los islámicos y a los actos de los indígenas. El viajero anglosajón se aplica, con el celo del converso, a remachar los tópicos contra el colonialismo, imperialismo, y, por supuesto, España, si se trata de América Latina, y, en el resto, de Gran Bretaña y Estados Unidos. En el tiempo, se comulga con la imagen del Pueblo Autóctono invariablemente agredido por conquistadores moralmente en todo semejantes y, de ser occidentales, abominables. Así, mientras Tamerlán y Gengis se limitaban a arrollar y reinar, que era lo suyo, al griego Alejandro Magno no le guiaba sino el haber tomado, repentinamente, gusto a invadir y (pese a Aristóteles y a los científicos de los que se rodeó en el camino a la India) carecía de idea alguna, era un generalísimo (sic) megalómano que, de no ser por el rechazo de sus compañeros, se hubiera transformado en déspota oriental. La abismal diferencia ética entre la actitud, y el número de víctimas, del griego y las de los mongoles o los khanes turcos es detalle insignificante para el comentarista europeo o norteamericano, sumiso a la servidumbre de la corrección política y al mito. Por lo demás, la guía es libro práctico y rentable, se rige por el razonable sentido común que asegura la inutilidad de alterar tal ecosistema y permite el máximo aprovechamiento del entorno con el mínimo riesgo de interferencias molestas, todo al sano ritmo del trekking, las melodías folklóricas y la meditación sufí. Estamos a años luz del viajero comprometido de los sesenta y setenta, de la indignación genuina e ingenua, del ansia torpe por ver mejoras y contribuir a ellas, del deseo de comunicación y de acción tan erróneo con frecuencia como generoso y franco, de cierta conciencia profunda, y no impostada, de la universalidad y del progreso humano. Es ahora época de deambular según las reglas marcadas por la ciencia-ficción a los viajeros del tiempo: bajo prohibición de cambiar un pasado que hoy se muestra por parcelas en todas sus eras de forma simultánea con un mero desplazamiento espacial. Porque, sin necesidad de H. G. Wells, las rutas del aire permiten el paseo por la Edad Media, el fin de semana en el Romanticismo y las excursiones por la Prehistoria.

La viajera adopta el discreto perfil ausente de quien sabe habrá de hacerse perdonar su diferencia y será, temprano o tarde, blanco de esas vagas agresividades segregadas durante la forzada cohabitación de los desplazamientos, jirones de reproche que buscan, como nubes de polvo, posarse sobre el ser distinto, independiente, solitario y obviamente experimentado en el recorrido de mundos y de lenguas. Las mujeres son particularmente feroces en el ataque contra alguien que se mantiene en igualdad de intereses y nivel intelectual con los hombres, que posee, por mucho que guarde silencio, una experiencia que escapa por completo a sus vidas, que pone con breve e insoportable contundencia en tela de juicio la modosa discreción de las observaciones, la erradicación minuciosa y sonriente de los juicios de valor, el acolchado reducto que les recubre durante su desplazamiento pluricultural. Las cónyuges ejercen a fondo como tales, en un lote que incluye la orgullosa e incondicional defensa de las afirmaciones de sus hombres y la agresiva desconfianza ancestral respecto a la hembra sola que osa refutarlos, discute en su propio terreno y que además, ¡oh infamia!, habla idiomas más y mejor que ellos, se entiende con indígenas y guías y no muestra el menor interés por las conversaciones sobre los impuestos hispánicos y su repercusión en la economía catalana, por el folklore local y por las compras. La viajera busca refugio, como siempre, en el alivio del cielo y la distancia, en las dimensiones del mundo, que instantáneamente minimizan la bulla febril de los humanos. Bajo el avión, el oasis despliega cuadrículas e hileras de arbustos que tienen el verde tierno de la seda.

Khiva. Las murallas son en rampa, macizas, con pocos huecos y durante siglos está claro que limitaron prácticamente con la nada, que cercaron inusitados y jugosos racimos de vida y que las hogueras en la cima de los minaretes guiaron en su recorrido nocturno a las caravanas que capeaban el océano mineral. El ocaso delinea con tinta de sombra el dentado de sus almenas, los puestos de defensa y vigilancia que marcan simetría y vuelven más rojizo su material. Hay en la sencillez de los espesos muros cierto alivio respecto a la profusión de decorados, la masa de azulejos, conos, cenefas, ojivas que se aprieta en el recinto de la ciudad antigua. Cubiertas a placer de dibujos, las torres cónicas compiten en altura, en bandas de repetidos turquesa, añil, blanco, celeste, verde, y contrastan con paramentos horizontales y fachadas hendidas por arcos de puntas ambiciosas. Hubo los yacimientos de cobalto, la resistencia del ladrillo, la arquitectura de Persia, de Grecia y de Bizancio, pero sobre todo hubo el genio de la creación del conjunto, de la síntesis de geometría, azul, verticalidad y amplios planos sobre un fondo. Todo es religioso, y lo que no, como los zaquizamíes de los comerciantes, resulta simple apéndice de templos y madrasas, adherencias de la gran escuela central. Es una fábrica de fe erizada de chimeneas que exhalan dogmas y llamadas a la oración por las elevaciones tubulares revestidas de azulejos, un bello conjunto que fue centro teológico del Asia Central. Y sin embargo las madrasas no siempre se dedicaron a Dios solo; junto a ellas pensó en el siglo IX los logaritmos y el álgebra Al Khorezmi, afirmó en el XI Al Biruni que la Tierra giraba en torno al Sol, escribió su coetáneo Ibn Sina, el Avicena de los cristianos, el más famoso canon de medicina de la Edad Media además de interpretar a Aristóteles y buscar la curación del alma. Compartían época con Firdusi, el gran poeta épico persa, que compone el “Shah Nama”, el Libro de los Reyes de lo que entonces era el extenso imperio iraní con el que sin duda sueñan los líderes de la actual teocracia, y con Omar Khayam, que cantó en el “Rubaiyat” el gozo de vivir y las delicias del vino y hubiera sido ciertamente carne de condena de los ayatollahs. La estatua melancólica del matemático medita ante una de las puertas y se inclina sobre dos niños bien vivos que comen fruta y se orinan en el lateral. Las hermosas figuras de bronce remiten a otro tiempo, se elevan solitarias sobre un mar de mil años de, no ya estancamiento, sino retroceso a la moral, hecha Estado, de feroces representantes del dios único en la tierra. Son huellas de un amanecer fallido, que se redujo a juegos de corte y a floraciones, como la andaluza, al socaire de la lejanía y del contacto europeo. Bajo las estatuas de estos hombres reflexivos se extiende el mar de sumisiones que comienzan por el comportamiento visible y ritual de los individuos y el control minucioso de la vida privada. Pero aquí los afables dioses de viajeros y comercio hablan de otras cosas, de una era de intercambio y tolerancia, de curiosidad y trueque de ideas y de objetos. Aunque sólo queden incógnitas de futuro y monumentos, como Khiva, cuya preservación se debe a la laboriosa reconstrucción soviética, que ha dado nuevo esplendor a este rompecabezas de rombos y triángulos. Se siente ante él el inevitable impacto admirativo del volumen y la línea, pero la viajera desconfía del dios geométrico, de su pureza a la que asquea la evocación de la figura humana, y se refugia en las escasas curvas y diminutas flores que escapan, en su modestia, a la prohibición artística de representar seres vivos.

El éxtasis es sencillo: Basta con situarse frente a una de estas superficies azules, estilizadas, infinitas en la prolijidad de su laberinto, para sentirse ante alguna de las entradas al paraíso, hundirse en el fondo refrescante de la pura belleza, olvidar el ardor y el barro que quedan atrás y entrar por el mihrab seductor que, bajo las sencillas invocaciones, baña en seguridad, frescura y sombra, acaricia los ojos resecos, asegura el acceso al edén. Un café cercano, un atrio recoleto, con varias columnas adelgazadas en su base y reposando, de puntillas, sobre un pie blanco labrado con svásticas, un apacible zócalo propio para sentarse palpando la suavidad de los chales que recuerdan en su trama a la de los azulejos, ofrecen edenes más cercanos, desgranan la rutina tranquila de la vida simple y despiertan la inevitable querencia de un retiro hecho de placeres inmediatos y sumisión, gozoso como un pájaro en la amplitud de su jaula de estilizados pilares que imitan los troncos de palmeras y las columnas multicolores. Y próxima, abierta a todos los azules, la puerta del Jardín.

Pero la viajera sabe que es otro espejismo, aquél, tan grato, que identificaría Bondad y Belleza. “Estoy en la tierra de la inocente, pero ilimitada, crueldad, entre los sufíes y la decisión del poder que sólo se justifica por sí mismo, entre la mística etérea y los ojos arrancados, sin término medio, sin apelación a la justicia de los hombres, sin recurso a la bondad mezclada de indignación y organizada en rebelión más tarde. Estoy en territorios donde no sólo se arrasaron edificios y quemaron libros sino que se extirpó de raíz derecho civil, ética, individualismo, filosofía.” Lo supo con Tamerlán y Gengis. Lo había comprobado mucho antes pero de forma ocasional, limitada. Aquí, en esta zona del mundo y de la historia, se encuentra, tras el mundo azul y la armonía, las sabias disposiciones y el refinamiento de los que encargaron y los que dispusieron edificios y azulejos, con una crueldad persistente, secular, erigida en norma y mandamiento, como aquellos reinos diabólicos dignos de las ficciones de Borges y las de Lovecraft, que se hubieran creado y gestionaran, con una eficacia notable en el discurrir de la vida cotidiana, bajo la égida de un ser maligno. En esta isla con su acantilado de murallas, erizada de faros en medio del pedregoso oleaje del más tórrido de los desiertos, el Karakum, se vivió hasta ayer, hasta el siglo XX, del mercado de esclavos, y en ella imperaron khanes e imanes del fanatismo más sombrío y el despotismo más atroz. Hay, respecto a otros lugares, una llamativa diferencia de duración, extensión y grado. Esa diferencia (tan cara al partidario de unificar cronológica y espacialmente las manifestaciones del mal y por lo tanto no condenar ni combatir ninguna excepto las occidentales) lo es todo. Inquisiciones, degollinas, arbitrariedad, sometimiento, sadismo no son excepciones ni fenómenos propios de ciertas épocas sino que conforman la materia fundamental y permanente del edificio. Vlad Tepes el Empalador, vulgo Drácula, y Elizabeth Bathory se difuminarían, en estas latitudes, en el anonimato reiterativo de la secular rutina. Los hermosos minaretes que marcan hoy un espacio aséptico de puro nítido y monumental se emplearon para lanzar gente al vacío. Los pilares del gobierno consistían en la tortura y las ejecuciones sumarias. Las mujeres que habían osado hablar con un hombre que no era su marido eran enterradas hasta el torso y aplastadas a golpes. Las crónicas ofrecen ejemplos edificantes, como el del khan que, para castigar a los que incumplían su prohibición del alcohol y el tabaco, hacia rajar la boca hasta las orejas, obteniendo una permanente sonrisa que podría atraer hoy quizás el interés metodológico de algunos de nuestros gobernantes europeos, incansables en la beatitud garantizada, el estiramiento labial y la imposición de la vida saludable. El gran visir Islom Huja, que intentó introducir escuelas, teléfonos y luz eléctrica, es una patética excepción y, naturalmente, fue asesinado por el khan y el clero, que se oponían ferozmente a cambio alguno y que, de vivir un siglo más tarde, hubieran contado con el apoyo de amplios sectores europeos deseosos de denunciar el imperialismo cultural y las abominaciones del colonialismo. Aquí relata el viajero húngaro Vambéry cómo, en 1863, el verdugo iba sacando los ojos a ocho ancianos y limpiando cada vez el cuchillo en sus barbas, y el capitán Muraviev, enviado para intentar liberar a los esclavos rusos, narra cómo el empalamiento era para el khan la forma de matar preferida, de manera que se disfrutara de las largas agonías de los condenados, que podían durar vivos, ensartados en el palo, más de cuarenta y ocho horas. Al tiempo, se elevaban hermosos edificios cubiertos de tejas resplandecientes y de alabanzas a la misericordia de Alá y de su regia sombra, el khan, en la tierra. Desde hace siglos, con sólo excepciones que confirman la regla, no ha habido sociedad civil, ha ido en progresiva disminución su tejido en las zonas del Islam, nada existe entre las surahs que cubren los muros y el despotismo de los comendadores de los creyentes, la plaza pública no tiene cabida en tales urbanismos, no hay espacio sino para el dédalo de callejas y el palacio, la mezquita y el zoco.

Es el horror de Conrad, pero tan estético…Tan blindado por el temor de un Occidente que se anticipa al chantaje del miedo y esconde, deforma, calla la historia y ofrece continuos tributos de autoflagelación y sometimiento. Nadie habla en Europa sino de Dakar, del tráfico de negros obra del hombre blanco. Nada se cuenta de que Khiva era el mayor mercado de esclavos de Asia Central, que en eso, más que en el frágil y vaporoso material de la seda, estuvo fundada su riqueza, y que defendió el negocio, con ropajes de independencia, por todos los medios de la traición y de la fuerza. En ella se apiñaban para su venta millares de persas, rusos, kurdos, africanos, mongoles, caucásicos. Si por la opinión actual europea fuera, quizá todavía estarían ahí, el uso en vigor, para disfrute de cámaras y botín visual de regreso a esos países civilizados donde se ha borrado de los libros de historia y de los textos escolares la magnitud de tal comercio

Un turista español de un pequeño grupo al que, irremisiblemente, la sucesión de sellos en el pasaporte no logra hacer cosmopolita colecciona países. Lleva ya ciento setenta y dos, y los recorre con la metódica pericia del que domina el modo de empleo y ha paseado por todos ellos el impecable atuendo del discreto explorador y las maneras ecuménicas de quien precisa reunir, en la misma mesa, al grupo durante comidas de aire bondadosamente evangélico. La media docena comulga en la eucaristía de la nueva secta viajera de la aceptación impasible de los usos y los ritos, en la sacralización del apelativo costumbre que veta al observador (so pena de racismo, centralismo, imperialismo y otras excomuniones) el libre ejercicio del criterio individual, el uso de la expresión espontánea, el empleo de la percepción directa, su derecho al ejercicio del raciocinio y a la precisión de los vocablos, la afirmación de juicios de valor, el simple recurso, sin censuras, a la constatación objetiva y a la inteligencia. El vademécum del viajero profesional, del usuario del desplazamiento rentable, halla en la bondad indiferenciada de todas las costumbres, en la tibieza de buen tono y el programado y selectivo entusiasmo una fuente segura de satisfacciones que rentabilizan su desplazamiento, aseguran ricas cosechas visuales y se coronan con gastronomía, sedas, orfebrería y alfombras. Es habitual que tan exquisito respeto étnico alterne con la crítica acerba del aspecto físico de los ejemplares de la estirpe europea (obesidad, vestimenta, vejez, torpeza, glotonería) y la reiteración de la perversidad, fuente de todos los males, de los usos occidentales y, por encima de todo, de la del imperialismo norteamericano. La secta es feroz con los que empañan la tersa superficie de la preceptiva alabanza, con los disidentes foramontanos y hechos a las largas rutas, aquéllos que ven opresión, sordidez, violencia o atraso en el envés del colorido tapiz. Entonces el nuevo clero laico organiza sesiones de crítica, destila desaprobación litúrgica, e incluso, en sus miembros de fenotipo energúmeno-violento y adicto al terrorismo verbal, recurre a los mantras de imperialista, reaccionario, fascista y nazi. La viajera está familiarizada con el cliché, cuya fotocopia, en colores más apagados, ha encontrado incluso en la Antártida, donde la majestad del paisaje no impidieron a un sujeto del clan cubrirla de paralelos improperios (falangista, franquista) por haber rechazado su afirmación, expresada sin venir a cuento y en alta voz ante los témpanos, de que era sabido que José María Aznar había intentado en marzo del 2004 dar un golpe de estado. Hay en esta difusa-y rentable-tribu una necesidad de fichaje que lleva indefectiblemente, y por extemporáneo que resulte, a funcionar por mecanismos de repetición automática.

En este caso, el espécimen típico de matón de la secta politically correct (como diría la nunca bastante llorada, por lo necesaria e insustituible, Oriana Fallaci) forma tándem con una pareja que ríe las gracias del diario oficioso del terrorismo vasco Gara y exhibe, conjuntada en atuendo y en ideas, brillantes y llamativas prendas desde luego no pensadas para fundirse con las amplias masas, pero sí fieles al preceptivo uniforme de inconformista revolucionario y provocador. Los nativos objeto de la visita para degustación de las diferentes culturas miran de soslayo educadamente (los nativos suelen por doquier haber conservado la educación que han declarado superflua los hijos de la abundancia asistida) y sin duda se deleitan con la visión de camisetas que aspiran a semáforo y muestran a las sufridas musulmanas ombligo, pecho y hombros. Completan el disfraz la aspiración a melena leonina y el empleo vociferante de la agresión acústica, que se traduce en cubrir de insultos e improperios a la viajera, la cual ha cometido las herejías imperdonables de alabar a Winston Churchill y al papel de Estados Unidos y Gran Bretaña en la II Guerra Mundial, decir que el desarrollo de la economía española y el progreso de la clase media comenzó en los años sesenta, mencionar que el español es la tercera lengua mundial y afirmar que los sistemas comunistas han sido, por su duración y extensión, la mayor causa de ruina y muertes del siglo XX. En las veladas (de las que ella escapa apenas acabado el postre) las conversaciones giran, no en torno a la excitación de lo descubierto sino sobre la trastienda de la cocina política española, las exenciones e impuestos autonómicos, la gastronomía y el anecdotario de personajes sin lustre. De diversas formas, los comensales pertenecen a la acomodada clase del nuevo régimen, les unen la defensa a ultranza de la liturgia escénica progresista y del parasitismo social e integran en su discurso, como una segunda naturaleza, la provechosa mecánica del pensamiento inocuo.

La luz quieta, intemporal, del cielo sin la menor nube marca los blancos y azules, naranja y oro de la mezquita junto al palacio, cerca de la cárcel en la que se exhiben ingeniosas torturas, como encerrar al condenado en un saco de gatos salvajes; junto a la antigua ceca, donde se muestran billetes impresos en seda. Y, de nuevo, nada hay, hubo entre la suavidad, el brillo y el color de las materias y el amasijo de vidas polvorientas, entre las agasajadas y cubiertas de oro, las inclinadas sobre la húmeda tierra del oasis, reducidas a ritos de sumisión y buena suerte e imbuidas de la omnipotencia del dios único cuyas órdenes concisas multiplican los muros de los edificios.

La viajera quisiera pisar ese espacio civil intermedio, ahora sin duda existente, frágil, leve, irregular, pero existente, y quisiera ver a muchos andando por él.

De nuevo la ruta, y el bucle del tiempo, que cicatriza las heridas sin sanarlas proporcionando una sensación evanescente de transitoriedad de las cosas, de parpadeo entre dos inexistencias, mientras el Amu Darya busca, sin apenas ya encontrarlo, el desecado Mar de Aral, y la historia se mide en miles de años de poblaciones pasajeras, de asentamientos neolíticos y restos de fortalezas al lado de los cuales cuanto hoy vemos carece de pátina, es el capricho de recién llegados. Khorezm fue alguna vez el reino del delta, controló las aguas, hizo frente con verdor al inmediato desierto, a ese sol que persigue al viajero hasta morir bajo el horizonte, cuya ascua se quisiera apagar echándole agua con un cubo. Se habla de un pozo descubierto por uno de los hijos de Noé, de asentamientos de hace seis mil años. Y quedan, bruscamente, la frente orgullosa sobre la arena, grandes murallas y viviendas excavadas en la roca, y en ellas, a veces, como un milagro, la belleza frágil de restos de frescos y esculturas que hablan de cuanto destruyeron, no el desierto ni el tiempo, sino las invasiones y los hombres.

 

¡Ashgabad, Ashgabad!

Abrazados por el desierto, por el calor, por el olvido, han quedado al margen de las rutas y de la rudimentaria carretera los pocos edificios supervivientes de la antaño orgullosa Konye Urgench. Sólo un puñado de grandes, hermosas calaveras de mausoleos, con fachada rectangular y arco en forma de manos unidas. Sin duda, en las noches de viento, se habla de lamentos fantasmagóricos, de los miles de habitantes, masacrados por Gengis Khan en el siglo XIII, cuyos huesos ahora forman parte de montículos y dunas, de la sombra de una ciudad que, para rendirla, precisó que el caudillo mongol la inundara desviando el curso de un río. De tanto estrago sobrevive a veces, por su altura, la complicada ecuación multicolor del mosaico de una cúpula, el minarete con pretensiones de eternidad, la vieja aspiración de Babel a la torre más elevada aquí tan insistente, la superstición en forma de montículo de ladrillos contra el cual se frotan las desposadas para obtener fertilidad.

Ahora hemos retrocedido mucho más que en el anterior país, desde el que bajamos por el sur hacia tierras turcomenas. Es la China de los cincuenta, y de antes, el atraso intemporal, idéntico del uno al otro confín del planeta en los sistemas socialistas. Soldados, penuria, cortes de electricidad que sin duda dejan durante horas sin energía por igual a los ordenadores (¿los hay realmente o son carcasas) de las oficinas de emigración y a los hospitales. Ahí están todos los aditamentos: el Presidente, la consigna, la carencia más absoluta, el total desdén burocrático, las letrinas infectas, los uzbecos que hacen pequeño comercio en vituallas y aguardan sentados al sol, las mujeres con sus pañuelos, camisones y batas. Aquí están los militares prepotentes, bien trajeados y bien nutridos, la desconfianza y las prohibiciones que convierten la cámara de fotos en objeto de alto riesgo. Tres horas en la frontera de Turkmenistán. Más allá se supone que se extiende un país tipo Corea del Norte, de partido único, culto a la personalidad, y rapacidad sin límites por parte del clan del Líder, que acumula fondos en bancos europeos mientras su gente languidece en un vago y raído limbo. Más acá los turistas para quienes tales factores son simplemente fruto, no del sistema, de la herencia histórica y de sus ladrones concretos, sino del malvado capitalismo foráneo, que permite el blanqueo de fondos. De esta forma se niegan post mortem el efecto soviético y el despotismo autóctono.

La guía, joven, dulce y amable, enseña la foto de sus dos hijas, de seis y ocho años, cuenta cómo su marido la abandonó porque no le daba varones, explica sus ilusiones de salir del país para estudiar inglés, y volver, puesto que los hijos se quedarían con sus padres, los cuales siempre la apoyaron. El repudio es típicamente islámico pero la indumentaria que viste no refleja represión. Las mujeres más mayores, ambos lados de la carretera, lucen pañoletas y cierta pesadez de ropa en serie y telas espesas. Las carreteras son, serán, una red tan pobre como jalonada de vigilancia, esperas y exigencias burocráticas. Se suceden detenciones, formularios, prohibición de fotografías. Todo es estratégico excepto los monumentos históricos. Especialmente sacra e intocable es la imagen, sin embargo ubicuamente reproducida, del Líder, quien gusta de ser llamado Turkmenbashi, es decir, Líder de los Turcomenos.

En Turkmenistán se han juntado cuatro letales ingredientes: comunismo soviético, despotismo oriental, feudalismos medievales y religión islámica. Difícilmente se podría encontrar peor cóctel. La pobreza y sordidez supera incluso las expectativas, pero nada comparable al contraste entre la vaciedad del territorio circundante y el oasis artificial, resplandeciente, encastrado entre “Las Arenas Negras”, que eso significa Karakum, y las secas montañas de Kopet. La capital es de un horror que sobrepasa cuanto razonablemente se espera, porque se sitúa más allá del dictador bananero y el capricho estalinista. Es la maqueta del nuevo Berlín de Hitler, la Metrópolis de Fritz Lang, fascismo en estado puro, mármol y alicatado hasta el techo. ¡Ashgabat! Un espejismo brutal rodeado de la nada, de llanuras y montañas minerales sin rastro de verdor ni de gracia, circundada por los algodonales herencia de la planificación soviética y por rutas paupérrimas que unen poblaciones de aspecto igualmente mortecino. ¡Pero Ashgabat! Su nombre está en perfecta correspondencia con el contenido. Viene del árabe “Ciudad del amor” y, nada más saber la traducción, la viajera se pregunta de cuántas ejecuciones públicas habrá sido escenario. Pertenece sin lugar a dudas a esa topografía orwelliana marcada por el Ministerio de la Paz, el de la Belleza y la Ginebra de la Victoria. Frente al balcón del hotel gira con lentitud, en el más alto pináculo de la ciudad, una estatua de oro macizo, del Líder Máximo, de manera que siempre se sitúe de cara al sol. Corona un oasis de mármoles y jardines, de estanques, jaspes, bóvedas resplandecientes y doradas cúpulas que se elevan sobre torres, columnas, avenidas regias, fachadas monumentales, hoteles que reproducen, desdibujados por la desmesura del empeño, modelos clásicos. La capital toda es el extenso palacio del Presidente. Al fondo, el Sendero de la Salud, la escalinata tallada en los flancos de la montaña para el rito anual en el que funcionarios y ministros efectúan la larga, obligatoria y saludable marcha, de varios kilómetros, hasta la cima, donde son recibidos por el Líder, que ha sido trasladado allí en helicóptero (Las dictaduras suelen generalmente sentir gran entusiasmo por la reglamentación de la salud de sus súbditos, y esto no se detiene en la física; se complementa con el Rukhnama o Libro Del Alma, recopilación de las reflexiones de Turkmenbashi sobre historia, cultura y espiritualidad). Más allá del espejismo urbano, en todas direcciones suciedad, carencia de los servicios más elementales. El gas y el petróleo, descubiertos en los años sesenta, pagan con creces este lujo megalómano y sobra para acumular en bancos extranjeros. Hay el futuro oleoducto bajo el Mar Caspio. Las mafias rusas son cercanos y muy interesados clientes, así como Irán, pero muy poco fiables socios.

Desde su decorado irreal con menos aspecto de ciudad que de fastuoso mausoleo el clan presidencial acumula, sopesa, delira y reina sobre su abrasado reino de cinco millones de habitantes. Llegada la noche, las luces-iguales, blancas, vainilla, todas derramándose sobre superficies de perfecta blancura-ahuyentan la belleza intangible de las estrellas. No se apagan, perfilan las laderas vecinas, y sugieren una navidad extraña. La veleta de la imagen del Líder sigue dando vueltas y las figuras humanas son sólo puntos sobre una maqueta de rectángulos, cilindros, triángulos y semiesferas. La noche oculta, piadosa, los tapices, carteles, mosaicos, murales, frescos que reproducen a la familia del Presidente, a su gloriosa madre con la pesada medalla de oro (del tamaño de un plato sopero) con la imagen del Hijo colgada del pecho. No existen, en las horas nocturnas, las mujeres envueltas en trapos de pies a cabeza, que barren absurdamente los bordes de la autopista que lleva hasta el aeropuerto.

Lo que parece esta noche árbol navideño plantado en un secarral vio pasar a los medos y a los partos, a los generales de Alejandro, más a un enjambre de tribus nómadas y hambrientas de dominio que caían como la langosta sobre los cultivadores de los oasis y los sometían a leyes de esclavitud y hierro. Fueron mongoles, uzbecos, árabes, turcos. Aquí se cruzaron comerciantes y piratas del mar de tierra, floreció la trata de esclavos, y hoy existe un dictador que, ¡todavía!, es observado con irónica condescendencia por cuantos, según el credo del moderno zoroastrismo, profesan que no hay sino un principio del Mal, representado por Estados Unidos y la vaga nación de “los poderosos”, y un Bien en tiempos encarnado en el comunismo, ahora en los “Pueblos y Clases Oprimidos” y que espera a su Mahdi. Mientras, se practican la gastronomía y el turismo.

Sale el sol, al que siguen en su curso los ojos tallados en oro, como el resto, de la estatua del Turkmenbashi. Otras reproducciones de sus avatares adornan plazas y avenidas, en metal semejante y, según se desciende, en materiales semipreciosos, que se reducirán a los banales bronce, ladrillo y yeso cuando se deje la capital. Quizás la más significativa sea la que le muestra infante, también dorado, sobre un toro negro: un monumento conmemorativo de su milagrosa supervivencia, para bien de la posteridad y de sus súbditos, al terremoto de la bíblica dimensión de 9 en la escala Richter que, en 1948, sepultó a su madre y hermanos, y acabó con dos tercios de la población. Niyazov, que así se llama el modelo de tan infinitas reproducciones, vive la soledad del líder y, para la eternidad, el idilio con su madre muerta. Su esposa, rusa, reside en Israel con su hija, y el hijo en Estados Unidos, desde donde viene a veces a ver a papá. El Presidente, huérfano de padre desde niño, criado en un orfanato y en la Unión Soviética, resultó el burócrata adecuado para gestionar una de las artificiales repúblicas centroasiáticas y después uno de los no menos artificiales países a que dio lugar la desaparición de la URSS y el acceso, en 1991, a una independencia acogida con muy escaso entusiasmo.

Sí, es de nuevo China, las grandes superficies, las avenidas con tráfico escaso, coches perdidos entre los márgenes de lejanas aceras. La imitación maoísta tiene mucho de ocasional e improvisado al albur de las conveniencias. Ya no se enseña el ruso, pero éste es aún indispensable lingua franca cuyo dominio selecciona estratos de población, status y empleos. Se añade una hora de alemán a la semana, y dos de inglés. La Revolución Cultural ha sido también imitada en el pequeño formato propio de las circunstancias, a causa de la distancia sideral entre este esbozo, apenas cuajado, de país y la densidad temporal y espacial de la civilización que sirvió de gigantesca probeta a Mao. Aquí la literatura que existía ha sido prestamente destruida y han desaparecido la mayor parte de los espectáculos, puesto que cine, ballet, teatro y música se consideraban impregnados de contaminación extranjera contraria a los valores nacionales turcomanos. Las obras completas del Presidente son la lectura general, y el temario preceptivo de escuela, universidad y funcionariado. En todo caso ésta sería una China temperada por la pequeñez y las ambiciones modernistas de la maqueta, en la que se suceden palacios de funcionarios y de empresas, presididos por el Versalles fastuoso del Ministerio del Petróleo y la Energía. El lujo de Ashgabat, la acumulación de ángulos, aristas, frontones, capiteles, piedras semipreciosas importadas de Italia y pórticos inmensos tachonados de águilas no ha generado belleza. Quizás sólo los egipcios consiguieron unir la monumentalidad a la proporción y a la gracia. Estas formas inspiran temor, el de los espacios de Piranesi, propicios a aplastar a las minúsculas figuras que pasean su desazón por escalinatas sin salida. La belleza del fascismo, la del estalinismo (son la misma), es inexistente, sólo puede engañar al torpe, a aquél cuya ignorancia conformista le predispone a ser engañado, a encontrar forzosamente (para justificar el desplazamiento y la alta idea que sobre la apreciación de culturas tiene de sí mismo) hermosura en la cantidad, el precio y el peso. La fealdad de Ashgabad es de un especial orden, casi metafísica, equidistante de la opresión y del miedo. En el Museo de Historia resulta gigantesca y extrema. Columnas de granito rojo se elevan hasta vertiginosas alturas. Las palabras Paz y Neutralidad, sobre todo esta última, alcanzan su mayor grado de prostitución. La arquitectura también refleja a los actuales amigos, y mecenas, del régimen. Son, a escasos kilómetros de la capital, el fundamentalista Irán, el peor y más cercano de los socios posibles, con quien se comercia y busca apoyo, y la teocracia saudí. El museo exhibe primero grandes salas dedicadas en exclusiva al Presidente, su familia, pasado, libros, condecoraciones, medallas y votos de apoyo del noventa y nueve por ciento de la población. Luego, es posible examinar lo que el desierto ha ido dejando de sus naufragios, muestras de civilizaciones perdidas, puñados de extraños objetos, como los ritones de marfil, las vasijas en forma de cuerno usadas por los seguidores de Zoroastro, quien implantara en el siglo VII a. de C. aquella religión de justicia y de llamas, de elementos puros y divinidad inasequible. Un culto extenso y al tiempo secreto, sumergido bajo profetas e invasiones pero aún vivo en comunidades y lugares apartados.

A la viajera la fascina Zoroastro, el rostro remoto que se dibuja a la imprecisa luz del alba del pensamiento como preludio de las grandes religiones. También fueron estas tierras, desde Afganistán y desde Irán, suyas, y en un lejano lugar de Turkmenistán oriental, Gonur, un infatigable arqueólogo greco-ruso, Sarianidi, excava lo que podría ser la capital de una civilización tan antigua como grande que se distinguió como sede del zoroastrismo, y devuelve a la luz los templos y las vasijas en las que se preparaban drogas rituales. El que en persa llamaron Zaratustra atrae como los ecos de un pasado remoto y siempre turbiamente percibido, resuena con los acordes de Richard Strauss dedicados a su nombre, retiene en el Avesta, semejante a las nieblas persistentes de una montaña lejana, la fuerza neta de su credo, el poder de un Bien y un Mal en lucha constante en un universo donde, al fin, triunfará la Luz y Ahura Mazda reinará, con sus ahuras, sobre los hombres y Ahriman se hundirá, con sus espíritus perversos, los devas, en las tinieblas definitivas. Poco queda de los adoradores del fuego, de Nissa, la capital de los partos, rival en otro tiempo de los romanos y arrasada hasta los cimientos por los mongoles: Los muros reconstruidos, la planta adivinada desde una altura, y la imaginación.

Y, al lado de estas esquirlas de eternidad, el simulacro. En reñida competencia con el Sumo Hacedor, el Presidente ha elevado una mezquita gigante, que se observa a lo lejos como un gran complejo petroquímico de tubos y domos. En el camino, un donativo de Arabia Saudí, que coloca, a cambio de influencia y concesiones, sus fondos en forma de orfanatos-escuela desde los que se vierte sobre los alumnos una más que probable ración de fundamentalismo desde el minarete cercano. La mezquita desea, y logra, ser la más grande aunque con cuidado de que no alcance la altura de la dorada estatua presidencial. Está destinada a mausoleo, y en la cripta ya reposan, en sarcófagos de rica piedra tallada, los progenitores de Turkmenbashi, y le espera el que ha de albergar sus restos y proclamar su memoria.[2] Allí están sus obras literarias (lectura oficial casi única del país) y los relatos y grabados que transmitirán su gloria a las generaciones futuras. Cada metro de suelo y paredes es repasado y pulido de manera que el conjunto tenga esa inhóspita asepsia ajena a la humanidad y el tiempo.

El Museo de Tapices, que parece una universidad de alfombras mágicas, es más humano. No por la arquitectura, sino por la blanda modestia de los materiales, aunque las haya inmensas o de sedas preciosas. Su naturaleza dúctil, sin embargo, las libra de los horrores del oro y del mármol, de forma que, salvados los inevitables tejidos dedicados a reproducir rostros y efemérides de Turkmenbashi y su clan, se entra en un sabio mundo de colores e hilos que expresan las almas de artífices y poseedores y hablan el lenguaje de los nómadas, la desconocida historia de las manos que, centímetro a centímetro, daban a luz insospechados rectángulos de realidad. Como un cuadro, se podría adorar perdidamente uno de aquellos tapices, compartir con él las horas, acariciarlo y unirlo a la propia existencia de la que es reflejo, crónica y prolongación.

Los viajeros aman el desierto como se ama el mar, como se ama la muerte en su pureza, en su vacío; aman su orgullo y su peligro, la convicción de que nadie los posee porque nada ofrecen y, por lo tanto, la libertad en ellos es infinita, la soledad garantizada. Caravanas, oasis, ruinas son aditamentos externos a la esencia de tales lugares, sólo influidos por el tiempo geológico y su inconcebible lentitud. Tras el mármol de Ashgabad existe lo que constituye el noventa por ciento de Turkmenistán, la sustancia básica de éstos que no son países, que crearon ayer nombres y banderas, pero que se reducen en su historia a cabalgadas, puntos de agua, expansiones y, de repente, bajo la arena, gas y petróleo, y un torbellino de riquezas que, como los genios, les transporta a finales de un siglo XX del que quieren las delicias pero rechazan pagar el precio. Turkmenistán es medio millón de kilómetros cuadrados, un puñado de millones de habitantes y un khan empeñado en gozar de público y construirse monumentos a sí mismo.

No ha sido el único. Sólo su mezcla de estalinismo y gigantomaquia islamizada lo es. Pero él pertenece a una larga serie de dirigentes que quisieron ser Alejandro, que supieron desde muy antaño de la grandeza de su estela, y envidiaron perdidamente la gloria del héroe muerto en la plenitud del mito y de la juventud. De un siglo a otro planea el gran recuerdo. Pero sólo alcanzaban a imitar la forma, retazos de conquistas, obtención de servidumbres, edificios fastuosos mas dispersos, sin otra finalidad que cantar la gloria de su dios y de su dueño. Les faltó la sustancia, el alimento intelectual que a él había nutrido, la idea libremente compartida por los hombres que seguían al macedonio. Luego aquellos jefes fueron embarcados en el Gran Juego, el de Gran Bretaña y Rusia, que buscaban seguridad, comercio y fronteras, se dieron de bruces con el siglo XX cuando el Ejército Rojo llegó hasta lo que era el confín extremo de su avance, giraron vertiginosamente en la ruleta en la que ha transformado el petróleo a Asia Central, llamada a ser casino de un segundo Gran Juego del que es imposible evadirse. Los jefes locales no eran, nunca fueron, inocentes. Mientras pudieron, mataron e hicieron esclavos. Después adoraron la fuerza, establecieron comercio, firmaron pactos. Las poblaciones fueron desplazadas como peones y reasentadas en sitos alejados e inverosímiles, mientras cubrían los campos extensiones interminables de cultivo del algodón, que aún sitúa al país entre los primeros exportadores, y se desecaban con las sangrías los ríos y el Mar de Aral. En alguna parte del desierto, en cierto lugar llamado Darvaza, se levantan las yurtas de los nómadas, a las que ilumina por las noches el incansable cráter de fuego de los yacimientos de gas hallados por los soviéticos, una antorcha vigilante y estéril que aguarda el fin del Gran Juego, mientras en la yurta y en algún despacho de la ciudad se sueña en el cambio que transformará la zona en algo como un lugar llamado Kuwait.

La burocracia necesita justificar su existencia, establecer controles de carretera infinitos, disponer permisos, formularios y pases que transformen el territorio semivacío en una red de sellos, firmas y extorsiones legales. Tal es la naturaleza del sistema y sus semejantes. Con la opresión se convive como con las enfermedades crónicas, y no hay dictadura que no pueda ser aceptada por la blanda masa humana en la que se incrusta. Los sistemas socialistas y sus adláteres son siempre partidos deseosos de crear ministerios, monumentos y centros de estudio, a ser posible de la Neutralidad, la Paz, la Igualdad y el Entendimiento Universal. Son viveros de sociedades anónimas, de equipos que confiscan, con las muchas manos de un cuerpo sin cabeza, el fruto de las clases productoras y reparten algunos diezmos entre la clientela estéril que les conviene les sea fiel. Practican la religión de los nombres abstractos, en la que se incluye un panteón de virtudes que les permite imponer su culto y sus ritos y abrumar de prohibiciones y culpabilidades a los súbditos que no muestran el suficiente entusiasmo en practicarlas. Por paradójico que parezca, este presidente de Turkmenistán que es como una gran careta sobre el reciente invento del lugar como país no carece de homólogos en las lejanas democracias, pequeños aspirantes al pódium de la bondad evangélica y la afabilidad cósmica, presidentes ocasionales que sueñan con minorías agradecidas, redimidos criminales y apoteosis final en la que, como en los retablos religiosos, la grandeza de su alma sea reconocida por las miríadas de oprimidos que yacían, antes de su advenimiento, olvidados por la Historia. Son líderes que ciertamente envidian esos grandes edificios que producen en cadena Civismo, Gozo, Salud y Amor. Con la perspectiva que dan unos miles de kilómetros, la viajera no tiene la menor dificultad en evocar, a través de estas grandes carátulas, a la pequeña del presidente de su propio país, empeñado en establecer la Felicidad compulsiva a base de empinarse sobre la piña de tribus codiciosas que son su único sustento. Le imagina sin esfuerzo soñando con la biografía de Niyazov, al que sin duda desconoce por completo, y envidiando esa dimensión intermedia entre el Gran Oriente, Lenin y la Diosa Razón desde la que se divisan El Hombre Nuevo y la Nueva Sociedad, ambos con superficies tan blancas y lisas como la del mármol.

Desde la distancia que va poniendo el vehículo entre los mármoles y las ruinas al este, en el desierto, Ashgabat-Metrópolis pierde algo de su horror primero, aunque adquiere una crueldad multiplicada por cada seca hectárea que se cruza. Sapamurat Niyazov ofrece ahora un perfil más propicio al desdén y a la sonrisa que al espanto, su afán excita conmiseración, que no compasión, en la viajera porque, pese a la vistosidad arquitectónica de sus pretensiones, no hay en él ni una décima de la peligrosidad aguda y real de los anteriores y presentes dictadores en los que se inspira y a los que envidia. Ciertamente ha eliminado y aprisionado a sus enemigos, borrado del mapa la menor libertad, diseñado a su capricho la rica satrapía que el destino le ha otorgado por azares de la suerte, robado a los cinco millones de habitantes la prosperidad y dejado tras de sí la ruina; pero no fosas comunes, amenazas nucleares y museos de torturas. No existe común medida entre él y los millones de muertos que alfombran las carreras de Mao Tse-tung, Stalin, Hitler o los khmer rojos, su peligrosidad en nada es comparable a la de la sacra dictadura iraní, la barbarie fundamentalista o el recurso al genocidio. La megalomanía de Niyazov, con todos sus oros y sus jaspes, no pasa de la caricatura e incluso sirve para desviar la atención de monstruos más resbaladizos y miméticos; pertenece a la pretensión del nuevo rico y el exhibicionismo de la prima donna. Debió sin duda de parecerle providencial el terremoto que le dejaba solo sobre el panorama laminado de una capital donde todo estaba por rehacer. Era el ideal de Nerón y el de los profetas políticos, rencorosos de cuanto otros han construido y ansiosos de la general limpia y el comienzo a partir de la nada. Cuando llega su momento, Niyazov es inefable. Cambia los nombres de los meses: enero, para no pecar de modestia, se llamará Turkmenbashi; febrero De La Bandera; abril Ine, el de su madre; septiembre Rukhname, su libro; octubre Independencia; diciembre Neutralidad. También se bautizan los días de la semana: lunes El Principal; martes De Los Jóvenes; miércoles Favorable; jueves Bendito; viernes Anna (se conserva el antiguo); sábado De La Espiritualidad; domingo De Descanso. Su afán, muy socialista, de disponer sobre la salud y la moral de sus súbditos, situó fuera de la ley las radios de los automóviles porque, como el ballet, la música grabada y el teatro, difunde negativas influencias externas. Su revolución cultural, fiel al Mao que prohibió Mozart, extrema la profilaxis en los jóvenes, a los que no se permiten barbas ni melena y a quienes se ceba con doctrina sociopolítica en el estilo inconfundible practicado en Occidente por cualquiera, dentro de lo que le permiten sus márgenes, de los aprendices de brujo del dirigismo ciudadano. El sátrapa comulga, con sus pares en pequeño formato, en el gusto por la mezcla de soberbia y angélica humildad, jaleada por el clan de ministros en cada reunión de Gobierno. A ninguno de sus proyectos le falta el aplauso, y éstos están a la altura de las circunstancias, porque ¿qué más adecuado que construir un palacio del hielo y un gigantesco acuario en el desierto circundante? ¿Acaso no posee Turkestán las mayores reservas de gas natural del mundo y no se han pagado los emiratos del Golfo Pérsico edenes de aire acondicionado y lujo que reposan entre la esterilidad de las dunas y la salobre extensión del mar?.

Incluso los oasis parecen tristes cuando se sigue la ruta hacia el este, donde se suceden desierto y algodonales de un tono gris que cubren grandes superficies. Merv, visitada con un calor que podría rondar los cincuenta grados, evoca lo que quizás pudo haber sido esta parte de Asia. Figura entre los lugares nombrados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad pero en realidad es una vastísima extensión patrimonio del desconsuelo, un cofre de arena que guarda el trazado de ciudades completas, de casas, calles y templos reflejados en la superficie tan sólo por los farallones brutales de lo que fue palacio o fortaleza. Era Margiana cuando llegó Alejandro, y una urbe cosmopolita y vibrante en la que, bajo el poder de los persas, discutían y convivían cristianos, zoroastrianos y budistas. En la Alta Edad Media iban, venían y se detenían siempre en ella las caravanas de la Ruta de la Seda y era llamada Reina del Mundo. Todo acabó con la rapidez propia aquí de las catástrofes, en una fecha precisa, 1221, a manos de Tolui, hijo de Gengis Khan. Con eficacia sorprendente dados los métodos artesanales, el príncipe se esmeró en la matanza; a cada soldado le correspondía un cupo de varios cientos de ciudadanos que pasar a cuchillo y la empresa se realizó en dos etapas, de forma que en la segunda se fuese rematando a los supervivientes que salían de sus escondites. Los mongoles asesinaron quizás a un millón de personas; apreciable hito incluso para la Horda Dorada. Finalizada la tarea, se completó el trabajo con la destrucción sistemática de la ciudad. Ahora se levantan las ruinas de los qalat, los castillos, sobre las rojizas colinas, y los restos de una stupa marcan el punto más occidental de la expansión del budismo, que se dice incluso adoptaron los mongoles por influencia de los grandes lamas eruditos Sakya Pandhita y Pagpa, preceptores respectivamente del hijo de Gengis y de su nieto Kubilai, como si al dominio del todo faltara siempre el lujo espiritual de la renunciación y de la nada. Los muros de algunas de éstas construcciones tienen algo estremecedor, insólito e inhumano por su espesor y altura y por la forma vertical de la acumulación de materia que se diría modelada por dedos de titanes, sin que ofrezca apenas aberturas hacia el exterior. Podría ser una de las terribles ciudades de Borges, habitada por seres ajenos al común linaje de los hombres. Y son el monumento de los constructores a su propia muerte.

Esa terrible impresión de imperios rotos, de civilizaciones que, como el curso de un gran río, en cierto momento cambiaron de cauce, fluyeron en la mala dirección o se hundieron en la tierra…Ver, con los adobes, desmoronarse ante los ojos el mito del Progreso y saber que las hay en el sentido luminoso y en el oscuro, como quizás previeron los seguidores de Zoroastro, civilizaciones diabólicas que aceptaron como norma la crueldad y se embarcaron en la regresión hacia épocas de fuerza, sometimiento y miedo. Que hubo otros grupos de gentes que intentaron vidas mejores. Y que, dentro de todas ellas, como en un fractal matemático, están los individuos, ensayando caminos, opciones que conforman luego un siniestro o un avanzado sistema.

Llega un instante en el que se huye de Merv y de Gonur, de las apacibles tertulias de arqueólogos, visitantes y estudiosos, un momento en el que es preciso dar la espalda al pasado cuando éste impone su realidad y planea como una marea de sangre que la viajera distingue, en una extraña doblez del tiempo. Al otro lado, en los nuevos barrios y bajo una nomenclatura y formas que durarán tan poco como el reparto del oro de las estatuas, se quiere vivir a lo moderno. Las  fachadas de Ashgabat, inmuebles de apartamentos, están erizadas de orejas parabólicas, cada balcón exhibe la suya, en todos los pisos y alturas, en un espectáculo jamás visto en urbe alguna, con la avidez de pólipos que desde la cueva de coral-en este caso mármol-persiguen las moléculas comunicativas arrastradas por el aire. El fenómeno es casi tan llamativo como la iconografía del Presidente que también se adhiere a los paneles laterales de los edificios. Hay algo ahí fuera, con múltiples escuchas aquí dentro, tantas como súbditos del último califa de los creyentes producto de religiones laicas que son fruto de la época y alimento de su peculiar clero. La Ruta Negra, la de las oscuras venas del petróleo, no tendrá nunca el aura romántica de la Ruta de la Seda, pero es su versión actual y de ella depende el trazado de los próximos mapas. En el pedregoso mar de soledades, los oleoductos que se lanzan finalmente en el mar Caspio son puentes entre un puñado de ciudades y sus extremos engarzan pintorescas satrapías, lugares llamados, por su juventud y por el ansia deseosa de cambio que irregularmente muestran, a integrarse en el mundo moderno.

Por las pocas carreteras, circulan, como por una delicada balanza, los camiones que elegirán como destino, sea Irán, sea los países del noroeste.

 

El grado cero del homo sapiens

 

Las mujeres de los museos son tristes. Tras el cristal de las vitrinas, su tristeza va más allá de la apesadumbrada e impasible expresión habitual del rostro de los maniquíes. La viajera recuerda, no ha olvidado nunca a pesar de los años transcurridos, la aflicción-desoladora, desolada-marcada en los rostros de las grandes muñecas que servían, en el museo de una pequeña ciudad turca, para exhibir ropas regionales. Allí todavía tenían rostro. Aquí vestidos y alhajas han sido dispuestos sobre el aire o sobre un relleno invisible, porque los diversos objetos acaban recubriendo cada centímetro del ser cuya superficie se supone ejerce de soporte. Las explicaciones, breves, anecdóticas, son seguidas con tibia atención por el grupo visitante, y se pasa a la sala siguiente, que exhibe piezas atractivas, escudos, espadas y flechas. Se ha repetido-se repite siempre-el fenómeno: Hay algo espantoso, que a nadie importa, que goza de la mejor impunidad: la de lo cotidiano.

En el Museo de Historia de Mary una planta está dedicada a la antropología local. El edificio es de fealdad gigantesca y extrema, sus columnas de granito rojo se elevan hasta cimas vertiginosas y las palabras paz y neutralidad, ubicuamente repetidas, alcanzan su más alto grado de prostitución. Primero se extienden vastas salas dedicadas en exclusiva al Presidente, su familia, pasado, libros, condecoraciones, votos de apoyo del noventa y nueve por ciento de la población. Luego, cualquier espectador aún dotado de la capacidad del asombro primigenio y de la sana franqueza de la inocencia hubiera debido prorrumpir en gritos de indignación y extrañeza ante los objetos que ilustran los usos y costumbres a través de la vestidura de las mujeres, pero no hay conmoción alguna, sino la educada mirada aséptica con la que suele el gastrónomo del variado folklore mundial observar la infamia. Llegados a estas vitrinas, que llegan a su vez, en plena vigencia, al siglo XXI y exhiben, sin saberlo, el grado cero de lo que por persona se entiende, se dan explicaciones sobre vestiduras y muy pesadas y prolijas joyas que delimitan lo que, en el interior, podría adivinarse como un ser humano. Pero no hay tal, encierran la oscuridad y el vacío, reflejan la situación social de unos entes que no existen sino en función de las tareas que en cada etapa de sus vidas se les asignan, que viven privados de la luz, el aire, la visión y la comunicación con sus semejantes desde la adolescencia hasta la tumba, a los que se cubre con estos ajuares que en realidad nunca les pertenecen, sino que marcan el haber de los dueños, la cantidad de descendientes y las señas de pertenencia del que los porta, y de los que se los despoja cuando han dejado de ser útiles y productivos. Son las mujeres, y no hay en el mundo seres más despreciados, animalizados y envilecidos que las de esta vasta región que va de los territorios turcos hasta Arabia y sus aledaños. No existe, ni puede haber existido, raza de esclavos reducida a condición tan miserable como la de estos millones de hembras privadas del sol, del viento y de la voz. En el museo la ironía alcanza notables cotas cuando se explica que la pesada joyería recuerda a las piezas de la armadura y a su pasado de amazonas. Abrumadas de metales y de telas, sin poder dirigir la palabra sino a su marido ni observar el mundo extramuros excepto, en ocasiones, por la ranura que velos y redecillas dejan, su entidad es adivinada desde el exterior por el número, colores y formas de lo que en cada etapa lucen: el rojo de las jóvenes, el amarillo de la madurez fértil y, por último, la blanca túnica de la vejez, carente de adornos y sin las joyas, que ya se le han retirado para reincorporarlas al patrimonio familiar, de manera que sirvan para cubrir a la joven hembra siguiente en las ocasiones en que el prestigio del clan exige que se la exhiba con las gualdrapas de paseo.

Son simple soporte, máquina de utilidades precisas, sin la menor concesión, por breve que esta sea, al deseo, la iniciativa, la satisfacción personales. Aquí (Afganistán, Pakistán, las tribus, los emiratos) ella no existe como entidad propia. Su naturaleza, si se separa de la voluntad y el dominio de los varones y del clan en el que se halla, es el vacío, acertadamente representado dentro de las fronteras de la indumentaria que en la vitrina se muestra. La Mujer es Nadie como Ulises, pero la antítesis del Ulises dotado de la libre disponibilidad del mar y de los derroteros de su exilio. Ella es ceguera y silencio. Tanto en la representación como en el vivo tejido social se alcanza la expresión cumplida de un grado de inhumanidad sin parangón en otras latitudes, pero tácitamente aceptado en éstas por indígenas y por foráneos. Se trata de una bestialidad alhajada, de corteza de brocados, metal y joyas que nada encierra y, por ello, muestra la peor de las aberraciones: El grado cero del homo sapiens, la negación completa a una clase de personas de la condición humana, de forma permanente, secular y tan preservada de denuncias como las catástrofes naturales. Porque no hay asombro, ni rechazo, sino la simple constatación del entomólogo sobre los hábitos de las hormigas o la morfología-¿de género?-del escarabajo.

En el pequeño grupo de extranjeros que se desliza de panel en panel y sala en sala no se dan, jamás muestras, ni siquiera en la intimidad de tertulias a salvo de oídos extraños, de la reflexión o de la sana ironía que hoy parecen cielos perdidos. En cambio son intelectualmente, bienvenidas toda evocación a mundos secretos de sensualidad, insinuación erótica, dominio intramuros en el que esos seres sin rostro ni nombre serían reinas de un reino cuyos misterios apenas pueden ser supuestos por la tosquedad del occidental y son, en cualquier caso, de imposible comprensión por la lejanía de su origen y su profunda riqueza. La viajera sin embargo no cree en fronteras que impidan el vuelo del pensamiento ni admite traiciones a la escueta e insobornable desnudez de los datos y la evidencia. Pero sabe que el más leve juicio crítico despertará oleajes de animosidad en la tersa superficie bienpensante de la tranquila observación preceptiva. Sin embargo jamás renuncia al tenaz apego a la verdad de las cosas. Observa, una vez más, que el Islam ha producido la más asfixiante, humillante e impune segregación que se conoce sobre millones de seres de la especie, constata hasta el hastío que sus fronteras son, infaliblemente, las de la ignorancia y la agresión y que éstas sólo disminuyen cuando aquéllas se ven penetradas por fuerzas externas que (no fue precisamente el caso de los mongoles) implantan valores de igualdad y de progreso. Entre los que la rodean nada de esto importa ni se dice.

Es curioso, curioso simplemente. Frente a las vitrinas, y a veces frente a los seres vivos que éstas reproducen, nunca hay comentarios. Sólo una leve curiosidad zoológica, potenciada por las modas que prescriben educada aceptación de cualquier diferencia. Si se tapizara la estancia de orejas cortadas al servicio doméstico porque tal fuera el uso de la zona, o, por la misma razón, de cabezas de recién nacidos primogénitos en reivindicación de las raíces culturales fenicias, la reacción sería igualmente nula, tal vez un discreto desagrado. Coleccionistas de fronteras, impermeables e insensibles al espanto, siguen desfilando, como lo hicieran otrora por la Unión Soviética de gulags y miedo, frente a una realidad de la que se trilla estrictamente lo favorable al bagaje propio y a las exigencias de la fotografía. Con una diferencia respecto a sus predecesores: la virulencia en la defensa de una tribu, de cuyas consignas reciben la gratificante seguridad del sentimiento de pertenencia al clan, que no viene a ser actualmente en realidad sino el gran parásito generado por las sociedades desarrolladas. El pequeño grupo de españoles al que observa la viajera ofrecen un impecable espécimen de muestreo: Del franco energúmeno pura caricatura de sí mismo a los catalanes que se aseguran del máximo aprovechamiento de los hitos del programa pasando por el coro femenino de apoyo a los líderes y uso invariable de los clichés de la secta que impregna en España mayoritariamente el mundo de la comunicación, en todos ellos se da el interesante espectáculo de la muelle componenda con aberraciones, la ceguera selectiva frente a la crudeza de la realidad y, sin embargo, el uso de las tácticas de aislamiento y rechazo y el recurso al terrorismo verbal contra el elemento disidente.

Esto proporciona cierta materia de reflexión complementaria, pero la preocupación de la viajera es otra. Se sitúa en el campo que se extiende en torno a las vitrinas, desborda los museos y anega las montañas y los campos. Porque a esos invasores rusos que ocasionaron catástrofes, descoyuntaron la tradicional agricultura y desplazaron poblaciones como ovejas se debe también el hecho, insólito y sin parangón en estas latitudes, de que en las antiguas repúblicas soviéticas el índice de alfabetización alcance el noventa y siete por ciento, también en las mujeres, antes mantenidas al margen de cualquier tipo de educación. Sumado el dato a la instalación de sanidad, carreteras y códigos legales igualitarios, se llega a la vieja reflexión de que lo mejor es enemigo de lo bueno y de que, en lugares de tales y tan lamentables condiciones, el invasor puede ser preferible a la situación preexistente. La Tribu Benéfica que, a manera de Sanedrín, marca opinión, dogmas y normas para las nuevas iglesias de Occidente querría dejar al tiempo geológico la evolución de la biosfera y observar, desde sus márgenes, como quien dedica el paseo dominical al avistamiento de ciervos en el protegido bosque cercano, la curiosa reiteración de ajenos hábitos.

No transcurre todo esto en esferas de inocencia etérea y de pura especulación intelectual. Simplemente nada conviene más a quien quiere hacer negocios rápidos, disfrutar de situaciones, asegurarse contratas y evitarse problemas que alabar al sátrapa, ignorar discretamente las cotidianas y concretas tropelías y adscribirse a vagos, pero incuestionables, idearios que se aplican a lindes espacio-temporales remotas y ocultan, con grandes decorados de Paz, Solidaridad y Amor universales, la concreta realidad circundante. Es el credo y la metodología de una casta de nuevos beneficiarios de la fortuna que se apoyan por igual en los fáciles entendimientos, sobornos y negocios con dictaduras y, por otra parte, en la base de clientes que se han creado, a los que proporcionan bienes gratuitos esquilmados del trabajo de otros y de los que exigen profesión de fidelidad y apoyo al vago credo de la nueva religión laica. La República Popular China, nombre orwelliano donde los haya, es, en esto, maestra y va cubriendo afanosamente África de una red de implantaciones comerciales por completo ajena a ninguna consideración moral y tan sólo atenta a procurarse de los con frecuencia caóticos y siempre autocráticos países un suministro abundante de petróleo. África es su Oriente Medio, del que están firmemente dispuestos a bombear energía barata en una política semejante a la que durante el maoísmo se llevó a cabo con la idea de crear, contra Europa y Norteamérica, una Tricontinental. Cara al siglo XXI, el vasto clan de millonarios que constituye hoy por hoy la clase dirigente del Partido Comunista Chino dispone de ventajas imbatibles por su perfecta falta de escrúpulos y la descarnada y exclusiva consideración de sólo los propios intereses; una ventaja que se agranda por días ante la debilidad europea y su incapacidad de defender valores y de ofrecer fiabilidad a quien todavía se presta a defenderlos, que son en la práctica únicamente Gran Bretaña, Estados Unidos y, por su pasado reciente, que no todavía por sus recursos, los antiguos Países del Este.

Es perceptible que estas naciones son tan artificiales como las africanas, pero se hallan en el centro de comunicaciones de la energía. Sin la formación de gobiernos fiables, que no vasallos, en este nuevo Oriente Medio, se encontrarán Europa toda, y los habitantes mismos del lugar que tienen más aspiraciones a civilizada clase media, con una constelación de dictaduras despóticas aderezadas de verbología comunista y nacionalista, imitadoras del reino nuclear con sede en Teherán. Si el Viejo Continente no se sacude el blando sopor de la rendición indefinida, va a su pérdida, estará asediado, dependiente y esclavo de estados sin la menor idea ni intención de serlo de Derecho, sistemas feroces, ajenos al respeto a los individuos y a los tratados, al ejercicio de la razón y a las constituciones democráticas.

 

El camino de Bujara

 Levantar la vista, encontrarse en el camino, que ofrece la gran liberación del puro movimiento, y no divisar sino distancia. Ésta es la recompensa y el viático del viajero, degustar el pan de la incertidumbre con el alivio intenso de que no se le exige meta ni compañía. La ruta se dirige hacia la frontera de Uzbekistán. El territorio es semidesértico, sin cultivo aparente y de extrema pobreza, con rebaños de vacas, camellos y cabras. Se trata, sin embargo, del sudeste, donde el comercio con Irán circula. Por la nueva carretera construida al efecto pasan camiones, escasos; también hay depósitos de combustible, unos pocos complejos industriales e innumerables puestos de control. Los retratos del Líder son abundantes, como las estatuas, aunque aquí sólo con una capa de pintura mezclada con purpurina o imitación bronce.

Se entra en el desierto de Karakum, tras alejarse de la bifurcación de Mary, en la cual hay una mala carretera y otra buena, hecha con este fin hace cinco años, para uso de los trailers que van a Irán. Aparece un poblado de kazakos con rebaños y casas, no yurtas. El paso de fronteras, concretamente dejar Turkmenistán, supone horas, una decena de requerimientos de enseñar el pasaporte y largas caminatas a pleno sol, amén de una espera indefinida (es tiempo del almuerzo de los guardias) a la sombra escasa de los camiones. El lugar, frente a la verja, es de absoluta desolación e inexistencia de paredes, colinas o árboles que ofrezcan mínimo dosel a la verticalidad del mediodía. La viajera se ha decidido por el estrecho abrigo que procura la proyección de la cabina. Van sentándose a su alrededor, en cuclillas, varios chóferes. La pulcra señora suiza que en principio también se había instalado en el mismo sitio, considera la indignidad de situación y compañía y se reúne con el grupo que espera al sol. La viajera permanece, escucha, habla con los camioneros en inglés y a veces incluso chapurreo de árabe. La evidente codicia con la que mira sus piernas y su escote uno de ellos, muy flaco y kurdo, le recuerda, por una parte, que aún es una mujer, y por otra que turcos y árabes no se distinguen por la exigencia respecto a sus objetos sexuales y vierten libido incluso sobre hembras de edades provectas. Naturalmente el chófer escuálido, reducido a puro espermatozoide, le pregunta con los ojos brillantes si va sola y por su marido e hijos. Pero luego la conversación se generaliza porque, mientras que los camioneros turcos afirman la democracia del sistema de su país frente a dictaduras como Irán y otras de la zona, el kurdo considera que no hay tal en el este de Turquía en lo que a sus compatriotas respecta. A la viajera no le disgusta esta gente. Como los marineros, tienen el aire libre de las grandes travesías, ofrecen solidaridad e intercambian relatos, van con su albergue, hablan con la sinceridad del que sólo cuenta consigo mismo y se mueven, como ella, con la franca entrega de quien hace su puerto de cada parada del camino.

La prepotencia militar es proporcional a la precariedad de las instalaciones, y existe un indudable placer por parte de los señores del registro y el sello en impedir que los vehículos transporten equipajes por la ancha y calcinada franja de tierra de nadie, en la que coches particulares se entregan a un activo mercado negro de divisas. Naturalmente el celo burocrático es paralelo a la activísima corrupción y la abrumadora ineficacia. Los viajeros se encuentran confrontados, con sus bultos, a una extensión de sendero arenoso carente del menor refugio contra la furia solar. Al final está la otra frontera, hacia la que se dirige, arrastrando cuerpo y equipaje, como un camello torpe y sin grandes posibilidades al que falta incluso la solidaridad de la manada. Uzbekistán parece sorprendentemente avanzado y liberal en contraste con el Gran Hermano y la ciudad de monolitos de mármol que se deja atrás. Es un alivio no ver retratos del Presidente. Incluso es otra la expresión de las caras, y más cortas las faldas de las féminas.

Aquí, en medio de la Ruta de la Seda, sobre esta plataforma de Asia Central, se distribuían, a un lado y a otro, cristal de colores, plumas de avestruz, oro, plata, vino, fruta, especias, gasas. En el silencio podría oírse el oleaje de sonidos, la confluencia de las lenguas como grandes ríos que, desde diversos orígenes, en los Urales, en el Cáucaso, en las montañas de Altai, en las tribus semitas y en las indoeuropeas, chocan y se arremolinan en este duro corazón que, limitado por cordilleras, extiende su cuenco entre Europa y el Extremo Oriente. Se planea por lo que al comienzo del primer milenio fue un mercado enorme, movible, sinuoso, cuyos extremos se sustentaban en ciudades que en otro tiempo rebosaron bullicio y prosperidad. Merv, Samarcanda, Bujara pertenecen a ese triángulo del reposo y del trueque en circunstancias en las que el dinero no tenía sentido, y se clavan como el fiel de una balanza entre Siria y China. Pero no hubo sólo objetos. Bajo la tierra y la violencia, las ruinas son, además de piedras y de adobes, fragmentos del insólito y feraz mosaico a que dieron lugar el viaje, la curiosidad, el interés, la fe y el comercio. Chamanes y taoístas, judíos y cristianos, seguidores de Buda y de Zoroastro habitaron aquí pared con pared, leyeron y escribieron en diversas lenguas, trabajaron, cantaron, pintaron y construyeron con tonos, técnicas y formas que podían venir de los griegos, de los tibetanos y de los hindúes. Y desaparecieron con el credo de Arabia y los mongoles, dejando en los labios la sensación de que otro mundo pudo, pudo ser posible. Tras desvanecerse ellos como el agua tragada por la arena, el irredento impulso de no renunciar a paraísos quiere ver en la red actual de carreteras y conductos de petróleo un resurgir de la vía mítica, y quizás incluso algunos albergan en el más profundo reducto de sus corazones una esperanza de que la vitalidad de la población joven y el afable dios del comercio se impongan a los nuevos sátrapas y vayan diluyendo barbarie y fanatismo hasta permitir que afloren cauces y convivencias perdidos. Pero también existe en los últimos recovecos del espíritu una muy razonable desconfianza, y el temor a que la nueva Ruta se marque un día con fuego y no con seda.

Parece hoy como si ese Islam, superpuesto e impuesto sobre poblaciones en nada árabes pero llevadas por la identificación con el más fuerte, estallara por las costuras, como si turcos, eslavos y asiáticos pugnaran por vivir otras vidas. Sin saber exactamente todavía hacia dónde volver, en su búsqueda de modelos, el rostro. ¿Y si…..? ¿Si la amenaza, la virulencia del terrorismo, el estrago y la plaga de las bombas, el culto a la muerte, el chantaje a la civilización y los suicidas no fueran sino los estertores, letales, provistos de dinero y carne de cañón juvenil, de la bancarrota de la Umma, la Gran Madre Islámica, la mitología del Imperio Musulmán y del Mahdi? ¿Si todo fuera, no el comienzo, sino el fin agónico de una aristocracia árabe que, instalada en su origen por la fuerza, exhibida ante la multitud de grupos dispersos y de poblaciones asentadas como modelo y casta superior, provista de su libro sagrado y de su Meca, apuntala ferozmente sus muros contra el embate de la modernidad, la razón y las libertades?

El coro del grupo turístico entona, sin voz que desafine, el mantra de la tranquila transición que, respetuosa de los usos y costumbres autóctonos, prescribe para la población de las regiones visitadas códigos semejantes a los del avistamiento a respetuosa distancia de los patos salvajes, y ora, junto con agencias turísticas y estudiosos de la etnología, para que ningún elemento exógeno influya en la película tridimensional que transcurre ante sus ojos. Lejos de sentirse herida, la sensibilidad de la viajera sin embargo se complace con las chispas de rebelión cotidianas como en su día se regocijó de la disidencia respecto al paraíso socialista de muchos de sus forzados habitantes. Está segura de que todas las evidencias desmienten la temerosa prudencia de los que descartan rápidos cambios a mejor de estas sociedades y defienden procesos de geológica lentitud educativa. La historia reciente muestra, por el contrario, que las mutaciones se producen con rapidez o en absoluto, y que la generalización del proceso va a un ritmo vertiginoso no exento de riesgos regresivos. Ritmo que finalmente depende de la protección que el Gobierno y el Derecho ofrecen, o no, a los más indefensos ante el imperio desnudo de la agresión y de la fuerza.

E juebes, que fueron veinte días del dicho mes de noviembre, llegaron a una grand ciudat que ha nombre Bohar, la cual ciudat está en un llano, e era cercada de una cerca de tapias de tierra, e avía unas cavas muy fondas, llenas de agua; e al un cabo d’ella avía un castillo que era otrosí de tapia de tierra. E en aquella tierra no ay piedras para que puedan fazer cerca ni muro. E junto al castillo, pasava un río.…..cuyas aguas, de diversas formas, siempre diferentes y las mismas, continúan alimentando el oasis de Zeravshan donde se asienta Bujara, la Bohar rica en pan, vino y carne sobre la que cayó mucha nieve cuando el embajador ante Tamorlán de Enrique III de Castilla, Ruy González de Clavijo, pasó por ella recién comenzado el siglo XV.

Bujara. Madrasas y mezquitas, cúpulas y fachadas, todo bañado en el azul sufí. Delicadeza y, sin embargo, extrema crueldad de los khanes, reyezuelos que inventaban torturas caprichosas y almacenaban en sus palacios niños como juguetes sexuales. Es la misma incógnita de siempre: la coexistencia entre la sensibilidad estética y musical (véase los nazis alemanes degustadores de Bach y creadores de orquestas en los campos de concentración) y la inhumanidad, la primorosa barbarie de un Nerón con los ojos arrasados de lágrimas por una rima y el paladar estragado por el olor a carne quemada de la gente de Roma. Es un pasado reciente. Nadie lo diría; ni hay voz discordante que lo mencione. Ahora lo contempla un vasto club de degustadores de países y platos regionales, de rostros y de zocos en los que adquirir barato, barato, innumerables alfombras y cerámicas. Nada puede ni debe turbar su disfrute, el despliegue de manjares que el mundo les ofrece, el mosaico, cuanto más variado mejor, con el que esperan distraerse, servirse, en donde regalan caramelos a los niños y muestran su perfecta comprensión absteniéndose de observaciones negativas.

Aquí se repiten las mismas viejas escenas del mundo árabe, el hambre atrasada de los grupos de hombres cuando miran, tenga la edad que tenga, a una mujer sola, la ambivalencia del deseo de formas de vida libres y prósperas y la hostilidad contra cambios que implican una tensión, un riesgo, una soledad y una independencia que este apartheid es incapaz de asumir, la ola imparable del ansia de vivir. Los niños se suben, y posan mientras les hacen fotografías, a la estatua de Nasruddin, el chistoso sufí que aparece en cuentos innumerables. Las niñas, tocadas desde la infancia con el pañuelo contemplan en silencio el puesto de los helados. Por la noche, propios y extraños se reúnen alrededor del estanque, de sus viejas moreras centenarias y de sus jóvenes árboles verdes. Rodean el rectángulo de agua las espléndidas fachadas, siempre albergue de arcos que unen las puntas de sus dedos en la altura y a los que la curva de las cúpulas y el cuerpo cilíndrico de los minaretes ofrece su contraste y da el contrapunto de la verticalidad. En el agua se reflejan las mesas de bebidas y las luces, los dorados panes y la brevedad de los atardeceres. Otro lateral limita con las callejuelas del barrio antiguo, en las que se esconde todavía una sinagoga y se ofrecen como alojamiento turístico casas cuyos muros son una filigrana de nichos de yeso y gráciles pinturas decorativas, moradas que conservan poderosas vigas marcadas con fechas y frases, que fueron hogar de judíos emigrados hace algunos años. Son estancias hechas para y vividas por generaciones, en las que perdura un sentimiento de continuidad y linaje allende perdido para siempre. Poco, nada queda de la mítica judería, de los extraños hebreos de Bujara que no hablaban hebreo A pocos metros de este corazón de la villa la ciudad se diluye en soportales y sombras, en pasillos del vacío zoco y escalinatas que dan acceso a nuevos paisajes cúbicos y desembocan en el gigantesco alminar que parece abrirse paso, con su porte de faro, hasta las estrellas. Es el mundo de la geometría. Impera el azul del paraíso, el añil, el índigo, el celeste y el turquesa. Y todo se olvida, incluso que la restauración del casco antiguo termina donde el haz de los focos, como un vasto decorado, y que más allá hay tinieblas, estrechez, arena y callejones inciertos por los que luces de linternas pasan como un susurro. Se olvida; para tenderse en el zócalo, palpar la piedra lisa y deslizar los ojos sobre la superficie impoluta de la gran plaza, limitada tan sólo por los edificios de soberbia arquitectura y por una bóveda nocturna que reproducen, en la configuración de sus astros, los dibujos, las fachadas. La belleza triunfa, de la historia, de sus hacedores, de la muerte.

Amanece sobre un país joven y afanoso, de comerciantes que se han lanzado con entusiasmo a organizar nuevas caravanas. En la zona hay oro, y uranio, que se procesa en Rusia, y se ha emprendido desde 1995 una política de turismo y apertura que, al parecer, comienza a dar frutos: Aumento de visitantes, pasarelas de moda, judíos que partieron a Israel y ahora regresan. Hay un fluir en Uzbekistán de dirección todavía indecisa, pero que es el de la vida.

Las murallas del casco antiguo albergan una almendra de edificios conservados y renovados con una minuciosidad escrupulosa, alternancias de huecos frescos, espesos muros, verticalidad, conos, vanos y ángulos. La cárcel-museo de los horrores ilustra sobre las diferentes formas de tortura y ajusticiamiento y exhibe el agujero colmado de alimañas donde se mantuvo durante tres años a los desdichados emisarios británicos Stoddart y Conolly hasta que el capricho del emir dispuso que cavaran sus propias tumbas y fueran decapitados. En el Ark, la fortaleza, existe un pequeño museo histórico que plasma, en sus presencias y ausencias, la imagen que los dirigentes esperan ver cada vez en el espejo. El nacionalismo es siempre un amante celoso, roído por la certidumbre de lo mucho que debe a presencias foráneas y empeñado en la interminable tarea de trillar y borrar el pasado. Han desaparecido de las salas las imágenes de las mujeres que, bajo la promesa de liberación de los soviéticos, se reunieron para quemar en la plaza pública sus velos. No bastaba la consigna ni sirve la buena intención para proteger al débil del fuerte: Al día siguiente fueron degolladas por padres, hermanos y maridos. Habían contemplado, durante un fugaz instante, el mundo exterior sin el marco de la rejilla y la tela, sin la penumbra de la gasa. Tuvieron sólo un día.

La cárcel, en el interior de las murallas, se continúa en su exterior con el lugar de ejecuciones, la plaza arenosa, que es lo que su nombre, Registán, significa, donde Stoddart y Conolly fueron ajusticiados tras esperar en vano, en una mazmorra llena de insectos, que la patria,  que los había enviado los rescatara. Pero para Gran Bretaña la ofensa, sus torturas y sus vidas no entraban en la estrategia del Gran Juego. Los dejó morir, y al sátrapa impune.

De no ser por la invasión bolchevique, se extendería en los flancos de la fortaleza una sucesión de depósitos de agua malsanos que provocaban hace cien años plagas endémicas y eran en buena parte responsables de una cortísima esperanza de vida. A los rusos se debe su purificación y drenaje, así como los sistemas de sanidad, educación y comunicaciones, palabras entonces abominables todas ellas para la satrapía local.

La hermosa casa-museo de un antiguo mercader de astracán alberga una de las fotografías más tristes del mundo: Desde los grises, blancos y negros en los que se adivina una tensión congelada, observa a los visitantes un pequeño grupo familiar de la primera mitad del siglo XX. Los allegados rodean al hombre, todavía joven, que ha sido condenado a muerte y al que el implacable paternalismo de los procesos políticos ha arrancado primero una confesión, después la aceptación de la condena, y a quien luego ha otorgado graciosamente el permiso para esta foto casi póstuma. Su historia se ramifica en miles de otras semejantes, de ilusión y de derrota, del maridaje trágico de los ideales y de las inevitables manos sucias con las que se intenta cambiar la indiferente masa de la realidad. Los rostros, serios, crispados, algunos femeninos, posan junto al que va a ser ajusticiado muy en breve. Su condena no procede esta vez del sátrapa local sino del de Moscú. Khujayev fue fusilado por Stalin en una de esas purgas tan regulares como la siega del trigo. En lo que fue la hermosa casa de su padre se exhiben sus escritos, objetos personales y recuerdos. Había estudiado en la URSS, ayudó a derrocar al emir Alim Khan, un viejo déspota aferrado al inmovilismo como dogma y al tradicionalismo cerril. Alim había impulsado a sus gentes a asesinar a todos los integrantes de una delegación rusa acogida antes con engaños. Finalmente el equivalente a los Jóvenes Turcos de la zona, aliados con los bolcheviques, derrocó al emir y Khujayev fue nombrado Presidente de la joven República. Se adivina en sus ojos la sorpresa que le esperaba cuando, al contemplar su país desde el Más Allá, se encontrara a sí mismo convertido, según rezan los escritos de algunos comentaristas occidentales, en un traidor al nacionalismo, a las esencias autóctonas representadas por el Khan enemigo de modernizaciones. Khujayev habita en el limbo de los que oscilan, según el consumidor, entre el Cielo de los defensores del progreso y el Infierno de los vendepatrias, en compañía de los afrancesados que preferían la abolición de la Inquisición y las ventajas de las Luces y se tropezaron con la rapaz crueldad de los ejércitos napoleónicos y el desdén de los guerrilleros aferrados a los valores del terruño. Es el limbo de quienes ni mataron lo suficiente para obtener la gloria de Gengis ni se envolvieron en las banderas de la religión y de las tribus.

Al otro extremo del tiempo, en un lugar hundido apartado, anterior a los azulejos y colores, se alza un edificio antiguo, del color uniforme del barro y la madera, alhajado sólo por la marquetería y las líneas de estrellas que se prolongan en triángulos interminables. Rezuma, a través de las reconstrucciones, una sensación de remoto pasado, de reciente aderezo bajo el cual se hunden sucesivos vestigios remotos hasta las raíces de la tierra. La fachada es un decorado de reconstrucciones, pero luego, ahondando en sus entrañas, se hallan otros templos, irreconocibles, aplastados, destruidos, santuarios de Zoroastro y de Buda, aras donde los judíos celebraron el sábado, cegadas criptas, todo ello cubierto por un culto a Mahoma que parece ahí una devoción en extremo joven y pretenciosa, con su despliegue de tapices que contrastan con el ocre uniforme de los muros.

El guía los ha llevado a visitar la parte más lujosa del cementerio. En el panorama extendido bajo sus flancos, los minaretes compiten en altura hasta alcanzar la que dejara al mismo Gengis Khan estupefacto. Pero sus dimensiones no significan necesariamente belleza y, tras el sentimiento abrumador que la masa produce, existe cierta reacción del intelecto que rechaza asimilar forzosamente logro estético con desmesura. El repetitivo uso de estas formas cónicas no deja de evocar chimeneas erigidas para esparcir el humo de la fe, mástiles de un único mensaje caracterizado por su monotonía. El guía, que lo es bueno, introduce con ritmo y precisión cronométrica las cuñas sociopolíticas de rigor. El desarrollo, y conclusión, de su discurso, una vez comenzado, son tan previsibles como el tránsito solar y corresponden a las normas del buen repetidor de consignas: Islam bueno, nada que ver con terroristas malos. Dios único para todos. Ideario de un místico que vivió en los siglos XI y XII cuya tumba está en el cementerio que se visita esa mañana. Coexistencia. Paz. En cuanto a la mujer, dada su debilidad, la poligamia se instauró con el fin de protegerla y porque morían muchos hombres en las guerras. Progreso (sin mentar de quién se compra, a quién se vende o con quién se alía uno). La visita al cementerio, de gente acaudalada e importante, incluye unos instantes de recogimiento y oración del conductor del grupo junto a la tumba del místico tolerante. En el rostro del guía, un hombre atractivo de mediana edad, se superponen, como en la historia, la astucia, la oportunidad, la inteligencia, los conocimientos y la percepción adaptable y sucesiva de los hechos. Es un mediterráneo de estos mares, un resultado de corrientes, despejado y pulido por las olas de distinto origen y decidido a llevar  hacia delante el barco de su vida personal en el más grande que el Estado representa.

El palacio del emir Alim Khan, al que a continuación conduce a su grupo de turistas, es el perfecto contrapunto frente a ese ideal que gravita, como un modelo platónico, sobre los musulmanes ansiosos de mitología, de califato perfecto y luminoso suspendido en los siglos dorados y que algún día debería volver. El edificio, en los alrededores de Bujara, es un kitsch construido por arquitectos rusos, empastelado por artesanos locales y convertido en museo. En la presunción, entre San Petersburgo y las Mil y Una Noches, se desfoga el horror vacui, y entonces se cubren los techos de un decorado espeso, opresivo, con volutas, flores, frutos y plantas. Allí se encendió la primera luz eléctrica del país, para iluminar muros que se caen por el peso de sus adornos y a los que sólo salva la presencia, en el jardín, del respiro del estanque cercano. Gran parte del recinto consiste en la cárcel de lujo que son los harenes-se habla de cuatrocientas esposas y concubinas-y el conjunto de cámaras privadas del khan, que, aquí como en la modesta casa campesina, separan los lugares de acceso del elemento masculino de los destinados al marido.

Las mujeres…Ellas seguían a quien les daba de comer y tenía la fuerza. Según sus amos se enriquecieron guardaron mejor el rebaño femenino. Dicen que en el siglo XIV les impusieron el velo espantoso, total, que cubre de gasa negra el rostro. Y a ellas sólo les quedó la sed de oro, para ser algo, para darse a sí mismas, a sus vidas, algún sentido y exhibir la dignidad reducida al peso del metal amarillo. Las viejas no son nada, y claramente se las trata como objetos ya despreciables. La viajera ha visto en la fortaleza como una de ellas, con sus gruesas gafas y su bastón, era ignorada por sus compañeros de grupo que visitaban el Ark. Los hombres ni la miraban, las mujeres apenas. Tanteaba, por la pendiente resbaladiza sin hallar el punto más bajo del escalón por el que corría riesgo de caer. La ayudó a descender. Los visitantes españoles, también presentes, se guardaron de hacer un gesto, porque la consigna es no interferir con los usos de la población local excepto para alabar, cuando la ocasión se presenta, los de la religión del país.

Indiferentes a su propia simbología, al cuadro de interior que ofrecen, dos guardan una de las estancias de la que fuera residencia del emir. Una, mayor, está sentada en la penumbra. La otra, joven se refleja en el alto espejo de los que tanto gustaban al dueño de la casa y mira el reloj con el gesto universal de los guardianes de los museos. Su compañera no mira nada. Ambas visten holgadas batas con manga hasta el codo y llevan el pelo recogido con un pañuelo de esa forma aséptica, anudada en la nuca, que simplemente lo elimina del roce de la vista y del aire. Es una habitación de paso, libre de kitsch, llena de la luz tamizada por las cortinas amarillas que descienden hasta un alfeizar en el apoya el codo la muchacha que observa la hora. Hay dos libros, que no se leen, junto al espejo, y un paso de los minutos y los días tan perceptible como el itinerario transcurrido y por transcurrir de ambas guardianas, el estático panorama de la vieja y el de la joven en su marco de cristal, muy cerca de la ventana, del espacio externo anunciado por la luz y diluido en los altos techos. En ninguna existe romanticismo ni especial belleza. Pero las dos están reunidas en un doblez especial del tiempo.

Ajenas a las estables féminas del país, surgen a veces gitanas rubias y nómadas, esbeltas, de ojos claros, el bebé en un brazo y en el otro un sahumerio que es su forma de ofrecer, con el humo de hierbas y bendiciones, compensación a quien les da limosna. El guía pone en guardia contra sus frecuentes robos y el turista español que ejerce de representante de la Bondad, el Socialismo y el Progreso se apresura a enunciar la irremediable consigna de que, aquí él no sabe, pero en España la delincuencia de estas gentes es fruto de la tradicional opresión que han sufrido. No deja, por ello, de palparse el bolso y la cámara. La gitana tiene el hermoso rostro de las adolescentes centroeuropeas que pasean sus telas de colores, sus pañuelos y manos tendidas por las calles de Madrid. En las ciudades de Uzbekistán otras, también de cabello pajizo, mayores, con distinto hábito y el triste aspecto del último peldaño de la escala que es la mujer vieja y pobre, se deslizan ofreciendo objetos de ínfima calidad entre las mesas de los restaurantes al aire libre. Los turistas de paso las ignoran con elegancia.

El palacio se prolonga en arriates, kioskos, pabellones, vallas que no eliminan, aunque temperan, la impresión de unas manos de atauriques y dorados pastosos rodeándote la garganta. Pero fuera, en la ciudad, están la pureza de las puertas y del atardecer rápido y oscuro, de los grandes muros en los que ahora ni siquiera el desaparecido color viene a interferir, con su frescura, con su irresistible azul y su intempestiva belleza, en la ambiciosa aspiración al absoluto, en el sueño de grandeza quemado por el sol y la monotonía, propagado por el fácil cauce de la unicidad y de la sumisión absolutas; un sueño de velocidad y viento. Ayer, en la noche, minarete dirigiendo con su alta luz a distantes caravanas del extenso desierto. Muralla, castillo, puerta en su marco rectangular de azulejos. Ayer la noche en la plaza, entre la madrasa y la mezquita, abstracciones que reflejan la substancia, hace tiempo desaparecida del fugaz, mejor momento del Islam, su sueño místico de llegar en un vuelo a las estrellas, de escapar a cualquier contingencia de la semejanza y la forma y ser línea, segmento, punto, triángulo, color encerrado en un espacio de fragmentos infinitos. Ninguna civilización apostó tan fuerte por el dios de la nada, por la anulación de historia y sugerencias para fundirse, sin paliativos, con el gran ser que exige la completa aniquilación individual, el total sometimiento. Nada hay en él, es incluso antagónico, del budismo compasivo ante el dolor y las frágiles pretensiones y apariencias que jalonan el camino a la liberación. Lo que vemos son las conchas de desaparecidos habitantes, de los pocos que, más allá de la ignorancia y de la sangre, quizás soñaron sueños nobles, tuvieron amplios pensamientos, y, como Firdusi, Avicena y su epílogo Ulug Bek, fueron aplastados por la ambición de una horda que no invocaba sino al Jefe. Y que necesitaba divisar sobre la arena colores del verdor y del agua, gajos de bóvedas abiertos y ofrecidos en su dureza de inmarcesible fruta, lento llanto de mocárabes derramado sobre las miserias de este mundo.

La viajera evoca de nuevo allá, en el recinto histórico, los logros de épocas anteriores, pero no encuentra en ellos reposo, e incluso la paz que prometen y pregonan de forma tan impositiva estos edificios se le hace angustioso e inquietante objeto de desconfianza. Son las hermosas conchas de un pasado de opresión y tiranía. La belleza gráfica ha hecho olvidar que los portales decorados están orlados de consignas que imponen noche y día su mandato. El tiempo y la graciosa, esbelta caligrafía ennoblecen lo que ha sido, multiplicado por cientos de muros de cientos de madrasas, un temprano fenómeno totalitario con todos los rasgos de tal: exigencia de ritos continuos (cinco oraciones diarias), profesiones de fe, anulación del otro (la yihad, guerra santa) inexistencia de sociedad civil, de sujetos de derecho. En un grado infinitamente más abrumador y reiterativo que el que registra la Historia en parte alguna. Sólo quizás semejante a los cultos laicos de las iglesias comunistas, como lo fue en su tiempo el de Mao y ahora, fragmentado pero existente, como el de las  sectas de la Paz y el Progresismo compulsivos.

La noche cubre, engañosa como toda pureza, esta perfección de la arquitectura. Tan bellas madrasas en las que, sin embargo, no se hizo durante siglos sino copiar y glosar. Los libros que se muestran, de los siglos XIX y XX, son copias fidedignas de antiguos volúmenes, o ejemplares modernos de geometría y matemáticas. Aquí no hubo la fiebre del saber amplio, no se ven en las vitrinas ni bibliotecas traducciones de Galileo, Spinoza o Newton. Los occidentales new age miran arrobados la multiplicación artística de plegarias, escuchan con inmenso respeto los rezos funerarios. Por supuesto, cualquier rito cristiano en sus países de origen les parecería digno de escarnio. De forma tan estricta como paralela, las feministas europeas se encrespan ante cuanto no corresponde al evangelio laico, pero callan ante la forma más abyecta de la segregación femenina. Y a la vuelta a sus casas hablan de esos, tan necesarios, paraísos perdidos.

 

Siempre Babel

 E otro día, viernes, levaron a los dichos embaxadores a ver unos grandes palacios qu’el Señor mandara fazer, que dezían que avía veinte años que labraran en ellos cada día; e aún oy en día labran en ellos muchos maestros.

E estos palazios avían una entrada luenga e una portada muy alta; e luego a la entrada, en la mano derecha, estavan arcos de ladrillo, eso mesmo a la mano siniestra, cubiertos de azulejos, fechos a muchos lazos.(…) por cuanto estas armas del sol e del león que estaba metido en el sol, son del señor de Samaricante. E las qu’el Tamurbeque tiene son tres letras redondas, así como oes,, fechos d’esta guisa: oes, que quiere decir que significava que era señor de las tres partes del mundo.[3]

Y no queda en Shakhrisabz, próxima ya de Samarcanda, sino las ruinas de un edificio desmesurado que debía ser más alto que ninguno, y que se derrumbó víctima de su propio éxito. Pero sí perduran las páginas en que Clavijo, fiel en todo, a su rey don Enrique de Castilla y a las más mínimas descripciones, pinta la gloria de estancias doradas y azules, cubiertas de alisares (azulejos), de metales preciosos y piedras nobles, maravillas que le merecen la admiración, pero no la embriaguez, propia de un austero castellano. El cual no sabía que estaba construyendo, con el frágil material del papel y de su pluma, monumentos menos perecederos que los que a su alrededor observaba.

Eran los albores del siglo XV, y de esta ciudad cuya plaza presencia un desfile inacabable de recién casados que vienen a hacerse la foto procedía la estirpe de Timur, el que llegó a los pies del Cáucaso, desbordó, en la agonía, hacia la India, asoló Oriente Medio y erigió capital, alhajada como una favorita y escaparate de su fasto, a la ciudad de Samarcanda. Se vio, y pretendió imponerse, como descendiente de Gengis, pero ya Clavijo oteó en él al jefe de un pequeño clan turco al que hicieron popular y fuerte sus robos y repartos. Hoy su estatua reina en el centro de esta ciudad moderna, bien plantada por los rusos, y a sus pies se fotografían sin descanso hombres de rasgos orientales que nos recuerdan que estamos en Asia y pasamos, insensiblemente, la línea de un continente a otro. Como hay que buscarse héroes y reivindicar raíces cuando de crear la historia de un nuevo país se trata, aquí, en esta resbaladiza confluencia de tártaros, mongoles y turcos, se echa mano con fruición de lo que hay, se olvida que el pedestal de Amir Timur sobre el que la figura reposa podría más propiamente reproducir los muros de cráneos de adversarios que él gustaba de erigir, y se le proclama padre de la patria. Ruy González de Clavijo fue menos proclive al deslumbramiento y, tras describir la imponente talla y lujoso decorado de los edificios, expone el currículum de Tamerlán, quien habría roto sus primeras lanzas robando junto con sus amigos vacas, despojando mercaderes y saqueando caravanas. Del contraataque de los propietarios de un hato de carneros le vendrían la cojera y diversas heridas. La cuadrilla y la fidelidad al líder crecieron a base de botines y bien planeados repartos y la carrera de alianzas y conquistas fue luego imparable. En ella parece destacar, no sólo la violencia, sino la capacidad de Timur de configurar alianzas y asegurarse el apego de sus gentes. El retrato de nuestro embajador medieval no está lejos de versiones actuales, que pintan al Khan como un hábil tirano de tiranos que, surgido del magma de tribus turcas, logró, en un fulgurante ascenso de nueve años, adueñarse de un enorme territorio y reivindicar como suyos el imperio mongol y la genealogía de Gengis.

Y éstas, Fabio, que ves ahora…” y sirven como fondo megalítico a la figura de bronce y a  los trajes de fiesta de los cortejos nupciales que fluyen desde la alcaldía cercana no son ruinas hermosas, carecen del hálito de Abu Simbel y de Persépolis y sólo hablan del empeño de hacer un arco más alto que ninguno, tanto que, irremediablemente, se derrumbaba. Otro emir, el de Bujara, intentó por estupidez y celos completar, en el siglo XVI, la ruina. Aquí queda lo que se concibió como mausoleos de la familia de Tamerlán, criptas de mayor o menor melancolía, tumbas de su joven hijo favorito, de su preceptor espiritual, de su padre. Otras ruinas, de mucha mayor antigüedad, se extienden en el camino hacia Samarcanda. Otras probablemente reposan bajo el cauce de hoy secos ríos y en las colinas de lo que no siempre fue desierto.

 

Samarcanda

Uno viene a Samarcanda para ver un sueño. Por eso rehuye las viejas fotos de finales del XIX y principios del XX, hechas antes de la laboriosa reconstrucción de los soviéticos, en las que las edificaciones timúridas eran un maltratado cuerpo, desmochado y privado de su espléndido revestimiento, de sus azules y sus oros, de la apretada red de recuadros pintados y mocárabes que tapiza, como un cofrecillo de tesoros, los interiores. Los rusos han hecho una magnífica labor cuyo mérito (a diferencia del país, España, del que la viajera viene y en el que clanes ansiosos de botín y de legitimación exclusiva, se aplican a borrar la historia) aquí se reconoce. Hay placas dedicadas a restauradores, científicos, planificadores y arquitectos de la antigua potencia dominante de la que se aceptó la no poco forzosa independencia. Porque, mal que pese al partidario del aislamiento zoológico de los pueblos y el automatismo de las consignas anticoloniales, el monumento sería en buena parte la ruina que reflejan las fotos de época de no ser por ellos. Vacunados sin duda por pasadas dosis de discurso estalinista contra el lenguaje políticamente correcto, los uzbecos han sabido ser más sabios respecto al pasado que España. En vez de justificar su actual existencia con una cruzada contra los nombres y estatuas del régimen anterior, o contra extranjeros enviados por reyes imperialistas, les muestran su agradecimiento. Tampoco olvidan a Clavijo, que goza de una calle y de una placa junto a uno de los recintos más hermosos. El viajero queda prendado de la majestuosa disposición de la plaza del Registán, el “lugar de arena”, de sus tres edificios en los que la sencillez de arcos, cubos, domos y conos se ve contrapesada por el desbordamiento de colores marinos. Los yacimientos de cobalto han derramado añiles, porcelanas, turquesas sobre esta voluntad de paraíso en la Tierra, han bañado en los tonos del cielo y del agua las enormes cúpulas (lisas las mejores; bulbosas, pasteleras y bizantinas otras). Campean los tigres, y el rostro solar enseña del Khan, el Señor, como dice Clavijo, y las tres oes, también símbolo suyo. El espacio está enteramente cubierto con caligrafías de alisares y mosaico, inscripciones, suras, machaconas repeticiones del nombre de Dios y geometría simple que sacia en el observador la sed de sencilla ausencia de símbolos. El amarillo pone un toque floral.. El rojo está casi ausente, pero no los marrones y pardos que quizás evocan el terroso lecho de las plantas.

Es todo una cuestión de número áureo, del misterioso hallazgo de proporciones presente en los grandes y dispersos monumentos que siguen atrayendo como un imán y que recuerdan que la belleza no es tan relativa como dicen y que cierto mecanismo interior responde a su vista con una oleada de éxtasis del que los contempla. El Registán devana en la noche los Mil y Un Cuentos del relato y recibe en el día el homenaje inconfundible de silencio, el suspiro del ¡Al fin te veo! de Blasco Ibáñez en Egipto, las entrecortadas exclamaciones y el instintivo homenaje del que se detiene por saberse llegado a uno de los centros a los que peregrina y en el cual sus constructores, que quizás no aspiraron sino al cumplimiento fiel de sus tareas, obtuvieron el reflejo fugaz de la perfección.

Por dentro lujo, techos tratados con atención minuciosa, yeserías, mihrabs cuajados de oro y añil que sirve de lecho a la más bella de las caligrafías, superficies invadidas por triángulo, línea, mocárabe y estrella. Excepto en el interior de la escuela del emperador-astrónomo y matemático Ulug Bek, al que asesinaron, en una conspiración dirigida por su propio hijo, clérigos que apoyaban a los carniceros pero no a los espíritus grandes y civilizados. De Ulug  restan sus maltratados mausoleo y astrolabio; la clerigalla arrasó el observatorio y los libros de matemáticas, geometría, geografía. Él llevó al frontispicio de su gran escuela a los planetas y ofreció dentro aulas con el reposo de paredes lisas, de vigas simples de color celeste y rincones de estudio en los que un libro abierto, pluma, tinta, cojín y mesa de marquetería recuerdan los útiles de los alumnos.

Mirza Ulug Bek brilla, entre una serie de reyes que aunaron a veces al puro imperio de la crueldad y la fuerza el instinto de organización y gobierno junto con la ambición estética que les hizo erigir hermosos conjuntos monumentales y reunir grandes arquitectos. Él fue el intelectual de amplio espíritu cuya iniciativa, ahogada en sangre, señala quizás la abortada inflexión histórica hacia el mundo moderno. Fue un liberal y un científico volcado en el ejercicio de la razón, y esto era incompatible con la ignorancia, brutalidad y avaricia de imanes y caciques. Este nieto de Timur, en vez de hacer de su reinado una serie de invasiones, batallas, masacres, rapiñas y repartos de botín jalonada de hitos conmemorativos e inacabables y gigantescas inscripciones laudatorias a un Alá del que el emperador era la sombra en la tierra, minimizó las expediciones bélicas, intentó gestionar pacíficamente el gobierno, asumió los proyectos de construcción en Samarcanda, Bujara, Shahrisabz y Ghijduvan y defendió la búsqueda personal de la verdad que sólo podía alcanzarse por medio del rigor intelectual, la libertad de pensamiento y el sentido de la grandeza universal de las ciencias. Erigió madrasas, donde impartió clases él mismo, en las que se aprendía y enseñaba con notable ausencia de discriminación y censura,  reprodujo en sus mosaicos los cielos y las constelaciones; construyó en el siglo XV un complejo que le permitió obtener resultados astronómicos de gran precisión matemática, y colocó sobre una de las puertas la inscripción La aspiración al conocimiento es obligación de todo hombre y mujer musulmanes.

El matemático, geómetra, filósofo y, sobre todo, astrónomo, cuyas investigaciones y tablas tienen validez hasta el día de hoy y cuya figura se representa junto Galileo y Copérnico, resultaba insufrible para la espesa masa de partidarios del fanatismo, la codicia y la fuerza, aquéllos a los que el reino de la libertad, el pensamiento y las certidumbres científicas resulta totalmente ajeno. Su hijo Abdullatif, junto con el clero y los sectores más conservadores de la corte, urdió una conspiración contra él, aparentó dejarlo ir a peregrinar y le hizo cortar una cabeza de la que sin duda él y los suyos odiaban la inteligencia. Pocos meses más tarde Abdullatif, que gobernaba como un odioso tirano, fue asesinado de un flechazo por la espalda. Su cabeza se exhibió en una pica en la madrasa de Ulug Bek con el letrero Asesino de su padre.

El observatorio de Ulug, en Samarcanda, fue un hermoso edificio, arrasado hasta los cimientos con una saña que sólo se da en los que no soportan cuanto por su envergadura los sobrepasa. Algunas ilustraciones que quizás aúnan la fantasía a antiguos recuerdos de grabados reproducen una construcción circular multicolor, como un gigantesco caleidoscopio simétricamente alhajado de azules, rojos, blancos, amarillos, un grácil cono, pese a su solidez y diámetro, que apuntaba hacia el espacio tan caro a las tribus de cielos rasos y caldendarios lunares. El observatorio recogía la tradición astrológica de Zoroastro y de la Edad Media, pero enriquecida con estudios amplios y minuciosos sobre la evolución de los cuerpos celestes. Los publicaron en Oxford en el siglo XVII Grivs y Hide. El monarca supo reunir junto a sí a un amplio equipo de científicos e intercambiar información con gentes de lejanos países. Bajo tierra se ha preservado la fábrica original del que fuera el mayor instrumento astronómico de su tiempo: un cuadrante vertical, perfectamente orientado según el meridiano sur-norte, para observar el Sol, la Luna y demás planetas y estrellas. Ulug Bek, el científico de un Islam que pudo ser y que perdió su oportunidad de serlo, persiste hasta hoy en la memoria con el mismo brillo tranquilo de los astros que estudiaba.

Tras el rectángulo del Registán, de sus bronces que reproducen caravanas, hay cúpulas que amenazan derrumbamiento inminente, frontispicios desvaídos, un museo que en el resto precario de pinturas murales exquisitas evoca lo que fueron antiguas civilizaciones, en un tiempo asentadas en lo que es hoy masa mineral y huellas de destrucciones innumerables. Porque hay una larga historia, ya antigua cuando la Marakanda griega extasió a Alejandro y era capital del imperio de Sogdiana, el gran nudo entre la India, China y Persia, la forzada amante de turcos, árabes y mongoles, hasta ser completamente arrasada por Gengis Khan en 1220. Para resurgir luego por la simple voluntad de Timur, que la nombró capital, espejo de su gloria y centro de artes y letras. Luego, entre pillajes, olvido y terremotos, se convirtió en un triste fantasma, y fue resucitada por los rusos y la línea ferroviaria del Mar Caspio. Por entonces, antes de la forzada modernización que, con sus brutalidades y sus logros, la empujó hasta el XX, las fotografías ocres de principios de siglo revelan maltratados edificios que parecen más gigantescos a causa de la absoluta carencia a su alrededor de arquitectura civil; el armazón, sin apenas azulejos, de torres y de cúpulas se alza entre desmontes, basuras y gente medianamente desarrapada, en cuclillas a la escasa sombra de un muro semicubierto por pilas de desechos y con un panorama de chamizos y animales de carga. Muy intensivamente hubo de trabajarse entre el establecimiento de la República Socialista Soviética en 1925 y la poco deseada independencia de 1991. Ésta se apresuró a buscar raíces y héroes.

En la población de hace menos de un siglo se camina entre mausoleos, catequesis, tumbas y templos. Aquí yace Seyid Berke, quien, llegado de Arabia y jeque de la Meca, o de Medina, negoció el vakf o patente territorial de ciudades sagradas, obtuvo reconocimiento del Emperador tanto material como de guía espiritual y no fue sin duda ajeno a la inscripción que une la genealogía de aquél y de Gengis a una santa, Alankuva, que, pura y casta, concibe a su hijo de un personaje luminoso llegado de los Cielos, por lo que la casa real emparenta no menos que con Alí, el sobrino del Profeta Mahoma. La legitimidad del poder por vía de herencia física estrechamente mezclada al prestigio espiritual conforma la historia islámica de forma mucho más profunda que en los papados y monarquías cristianos, precisamente por la estructuración, en el ámbito musulmán, de la Iglesia, la cual, lejos de no existir, reina invisible y penetra todos los estamentos con un tipo de control de las formas externas que garantiza, escalonadamente y en cualquier orden, la sumisión cotidiana.

Timur, el nacido bajo la propicia constelación de dos estrellas, que eligió como capital a Samarcanda y la dotó de las galas oportunas, es aquí la estatua de un hombre de avanzada edad que observa, sentado en su trono, el éxito de su obra. La historia autóctona lo describe hoy con una visión poliédrica: Amir Timur, Tamerlán, fue para los pueblos de Asia Central un gran hombre de estado capaz de crear y sostener un imperio; para Irán, Irak, la India, Oriente Medio y las gentes del Cáucaso un conquistador despiadado que sembró su paso de cadáveres; para Europa un oportuno guerrero que, al enfrentarse a los turcos otomanos, retrasó cincuenta años la caída de Constantinopla y que, al aplastar a la Horda Dorada, alivió a Rusia y al este del Viejo Continente de la presión de mongoles y tártaros. En él se ve el pilar de un renacimiento islámico favorable a las ciencias y a las artes, que se habría prolongado hasta los Grandes Mogoles que, durante los siglos XVI y XVII, reinaron en la India, los descendientes de rey poeta Babur, de la casa de los timúridas.

Es difícil, sobrevolar con el pensamiento la fiesta de formas y vivos tonos de los monumentos para advertir que, en realidad, se trata en la mayor parte de los casos de sucesiones de tumbas, que las hermosas imágenes que campeaban hasta ayer en medio de poco menos que la nada urbana constituyen un vasto cementerio, conmemorativo, asociado al comercio y a las enseñanzas sacras. Como don Juan Tenorio, pero en dimensiones de incomparable envergadura, los vivos proveían a muertos en cuya defunción habían con frecuencia tomado activa parte con buenas sepulturas. Nada son las luchas dinásticas de familias occidentales monogámicas, incluso si se añaden al lote algunos bastardos, en comparación con la inmensa y complicada rebatiña de esposas de un solo señor, hijos, hermanos y allegados. Los hilos se mezclan en un tejido que incluye lazos de sangre, reivindicaciones genealógicas, componendas con feudos y tribus y legitimaciones espirituales. El cementerio es un calmo espacio de recreo que envidian los vivos, especialmente  si no proliferan los lugares públicos. Las inscripciones de las lápidas son a veces en persa, sus evocaciones las del jardín del Edén y las rosas del paraíso, sus máximas recuerdan que el señor siguió las enseñanzas de un santo ilustre o se entregó a la mística sufí, la cual permite una separación en suma bastante utilitaria entre las prácticas materiales de gobierno y las altas consideraciones metafísicas en las que la moral no tiene por qué implicarse en el ejercicio concreto de la ética y de la razón. Hay relatos de milagros. Kussam-ibn-Abbas, primo del Profeta y patrón de Samarcanda, hizo gala de una proeza común a las hagiografías, que es, una vez decapitado, marcharse con la cabeza bajo el brazo. Los mausoleos tienen en la necrópolis trazado urbano, hilo histórico e inscripciones que envían un mensaje a veces menos confesional que filosófico y que incluso permite una lectura ecologista, como La tierra es una carga para las personas y las personas son una carga para la tierra. Alguna, como la de Shirin Bika Aka, la hermana más joven de Sohibkiran, reproduce frases de Sócrates, reflejando así las inquietudes de una clase ilustrada. Pero en la madrasa cercana se lee la consigna de uno de los más influyentes líderes, Khodya Akhrar: Para llevar a cabo nuestra misión espiritual en el mundo es necesario utilizar la autoridad política. A esa misión no escapa recinto alguno porque en realidad todos constituyen la orla social de las mezquitas. Y los remata el cielo, o unos techos sea de mocárabes sea de madera cuidadosamente pintada cuya contemplación se suponía formativa incluso para el bebe echado en su cuna.

Uno de estos monumentos, la mezquita catedralicia de Bibi Khanum, ya era gran ruina al poco ser construida. En Bibi, la decana de sus muchas esposas, honraba el Khan la poderosa alianza con los Chagatai. La pretensión de Emir Timur, una vez más, era Babel: En la construcción confluyeron artesanos de todos los países conquistados, materiales raros y preciosos y elefantes traídos de la India. Quería el Rey la puerta más alta del mundo, mandó matar a los arquitectos porque no satisfacían sus deseos, obtuvo un edificio perecedero que tiene algo de decorado tras el cual muy poco existe y en el que la desmesura ha desterrado la belleza Y simbolizó la fe con un inmenso Corán de mármol.

Lejos del brillo de azulejos y colores, no hay sino muñones pardos, cimientos de ciudades desvanecidas. Son el austero pero sólido relato de cómo llegaron a estos valles del Amu Daria y del Syr los indoeuropeos de dos milenios antes de nuestra Era, de su afincamiento en el valle de Zerafshan, del posterior y ya sólido imperio de las tribus iraníes, de los sermones de Zoroastro y la redacción del Avesta, del Altar del Fuego trasladado a Samarcanda y las leyendas épicas del rey Afrasiab. Hace dos mil años la rica Sogdiana brillaba en la confederación de principados, comerciaba con China, imponía en la Ruta de la Seda el uso de su lengua y su alfabeto, una escritura basada en el arameo que fue adoptada luego por los uigures y utilizaron budistas, cristianos y maniqueos para traducir sus sagrados textos. Palacios y arte parecen ser anegados en el ochocientos por la conquista árabe, que redujo el zoroastrismo a una curiosa religión de iniciados y no le han desposeído por completo de esa aura de misterio que sedujo a Roma, de la reminiscencia de aquellos cultos de Mitra y de Anahita, la diosa lunar, que prometían la resurrección y dejaban a la voracidad de las aves el entierro de los muertos. La geometría reina en los fragmentos que van saliendo a la luz: svásticas, símbolos solares, astrales, mandalas, flores cuyos ocho pétalos encerrados en un círculo y un cuadrado describen la armonía universal y subrayan el empeño en fundir el pasado con el gusto de los conquistadores.

Quien, atento tan sólo a la arqueología de los ecos, cerrase los ojos podría oír aquí un tumulto de voces: eslavas de ese ruso que ha sido y aún es lingua franca, persas desgajadas en farsi, tayik y pashto; kazaj y kirghiz, venidas ambas del turco que, como los mongoles, llegó desde las montañas de Altai. Mareas y corrientes sonoras que se superponen, mezclan y dibujan el movible y más acertado mapa sin fronteras. Lenguas que cambiaban de escrituras como de dueños, en las que la palabra árabe corresponde, como en tantos otros países en los que se habla de la unidad musulmana de la Umma, a una asimilación con los que dominaban, una capa de prestigio y de fidelidad al khan, el califa, el representante visible del dios del Poder en la tierra. Los alfabetos cirílico y latino se suceden y alternan con las formas del libro inalterable de Mahoma, y la fina red de trazos encierra, bajo el ficticio pero reconfortante marco islámico, torbellinos complejos, fisuras que ya van separando placas en la superficie de esta larga edad media hilvanada por un rosario de caravanas y poblados. Hay un crujido tectónico, el de los vigorosos países con futuro, y hay, al tiempo, huidas hacia un pasado mítico bajo el liderazgo de representantes de Alá. Las grietas son imparablemente rellenadas por cemento y carreteras, por puentes, petróleo y formas de vida. Quien con atención escucha, es posible que oiga, tras el viento, el rumor de la Umma que se convierte en polvo y se deposita en montículos de arena.

En la ciudad, por entre este mundo que tiene mucho de Piranesi, con sus edificios demasiado altos, demasiado cónicos, que emborrachan con sus azules hasta esconder a una población en fotografías no tan lejanas mísera y diminuta, sale a borbotones gente del mercado, se cruzan peatones, coches, viajeros, guardias, burócratas, empleados de los más diversos oficios, animales de carga y minibuses, mercancías que se regatean y ofrecen en la larga calle del bazar. Parece que se escapan de entre la trama de un antiguo tejido, y buscan con ansia el espacio exterior en el que las dimensiones son otras y las fotografías ya no serán nunca las de un montón de turbantes y harapos con fondo de grandes, pero ruinosas, estructuras de ladrillo complementadas por las tumbas en las que yace un santo cuyo cadáver a veces, como el de Khodya-Daniyar, no cesa de crecer. En el bazar, alrededor del bazar, las mujeres en grupos vivaces, pañuelos de colores vivos y sonrisa llena de dientes de oro, abruman con sus ofrecimientos de chales que tienen la consistencia de la espuma. Hay una actividad imparable. Se diría que hoy los monumentos son algo más pequeños y las gentes más grandes, que se abren puertas sin pretensiones de vértigo ni eternidad. Y se piensa en un Renacimiento que todavía está por hacer.

 

El camino al este

Paralelos al Amu Darya, grandes gaseoductos coronados de llamas y extensiones mortecinas de monocultivo. Los complejos fabriles brotan en la nada de territorios de acampada y espacio, pero ya los cruzan carreteras y se percibe, como en las venas el pulso, un ritmo que es imparable.

El valle de Fergana tiene el significado y la forma de un corazón, resguardado por las montañas tan lejanas como inmensas que marcan al norte la frontera con China, y por el Pamir Alay en el sur. Es la palma extensa, acogedora, de una mano repleta de abundancia y tierra fértil, con millones de uzbecos agolpados en su gran extensión que fue remanso de la Ruta de la Seda y que los soviéticos, de manera mucho más prosaica, se empeñaron en cubrir exclusivamente de algodonales que ceden hoy el paso a la variedad y la industrialización, pero que aún imponen su verde triste, alegrado por frutales y viñas. El clima se ha vuelto ligeramente otoñal, un soplo de frescura, un fiel reflejo del paso del quince de agosto tras el que comienza a inclinar la frente la feroz incidencia de la luz. El sol ya no es lo que en plena canícula era. Ahora el movimiento en las calles, la música, los cláxones y las voces recuerdan a Egipto, al caótico y vitalista Cairo y al magma irresoluto y expectante del mundo árabe.

Con empeño ciertamente digno de mejor causa, los apóstoles del purismo cultural, del mimetismo y estricta obediencia a la vestimenta que marca la sumisión de la mujer, los nuevos testigos de Jehová de las guías viajeras, exquisitos en el mimo de las sensibilidades locales, han fatigado páginas con sus consejos de no “herir” a los nativos con la exhibición, por modesta que sea, de parcelas o formas del cuerpo de la visitante hembra. Además de vituallas, el rico valle de Fergana también produjo fundamentalismo, dispersado en sus grupos más radicales, por el gobierno. La “generación de la mirada” europea, tan celosa de conservar ese halo de lejanía y represiones como ansiosos estuvieron sus antepasados de favorecer cualquier cambio que implicara una liberación, lee, repite y anota. La viajera sabe que es, de todas formas, común en lugares diversos hallar, en núcleos de población florecientes pero durante largo tiempo aislados y acosados por nómadas, una peculiar y rapaz ocultación del gineceo, un capitalismo sui generis aplicado a un sexo que aquí nunca ha sido segundo sino algo mucho más abajo, situado en categorías ajenas a la normal humanidad. Como en los parques naturales, los visitantes no deben dejar sino huellas de leve impronta, e incluso éstas serán reprobables si de imprimirlas en la moral se trata.

Fergana. Ni oasis ni perfume de algo remoto. Rusia en el aspecto, con su numerosa población rubia y blanca. También morena pero, afortunadamente, sin el celo del Islam por cubrir cuerpos. Radical desmentido a las puestas en guardia de la guía (Lonely Planet) sobre el agresivo puritanismo de la zona. Hay multitud de escotes y minifaldas, y ningún exotismo en las casas de construcción reciente, enormes avenidas, tiendas y frondosos árboles. La estructura tiene mucho de las ciudades del lejano oeste, de los centros de repoblación y rápido desarrollo. La viajera no está decepcionada. Respira.

Es la llanura una vasta almendra verde, entre el Tien Shan y las montañas del macizo de Pamir, que anuncian sus crestas irregulares con alguna pincelada de nieve. Se trata de sierras que preludian los pedregosos cauces, los ríos de opacas aguas color turquesa y las peladas y minerales elevaciones del Himalaya. Los bordes de este gran óvalo se difuminan en la niebla del humo de fábricas. Laten motores y tráfico. Y no hay vuelta atrás.

En el hotel, eslavos de enorme talla se chapuzan en el agua gélida de la piscina, mientras bellísimas eslavas de largas cabelleras rubias o negras pasean su palmito adolescente y hacen difícilmente creíble su filiación genética con las grandes matronas de las que ellas, con su frágil cintura y vaqueros pitillo, se dirían crisálidas.

La viajera charla de sobremesa con media docena de españolas de vuelta de Kirguistán. Pertenecen al fenotipo jarrai-senior (camiseta con graffiti, corte de pelo paramilitar, aire montaraz); vinieron del País Vasco para hacer senderismo en las montañas, y cuentan, sin perdonar cliché de devoción indigenista, cómo se alojaron en la yurta de una viuda que, entre simpatía arrolladora y risas, les contó su matrimonio tradicional: El sistema consiste en el rapto, sin que la muchacha conozca al chico ni intervenga para nada su voluntad, o el parecer de su familia, en el proceso. Un grupo de amigos ayuda al interesado a raptar a la chica escogida; así fue con esta viuda a la salida de su trabajo en el hospital. Se apoderaron de ella once hombres, se la llevó a casa uno de ellos y a la mañana siguiente “estaban casados”. El suceso fue comunicado a la familia de ella días después. Tuvo cuatro hijos. Nunca se hubiera atrevido a decir al marido que él no le gustaba o que  hubiera preferido a otro que ya conocía. Tampoco hubiera sido aceptada por su familia de volver a casa. Las jarrai señior se desconciertan cuando la viajera dice que en español el tal uso cultural tiene un nombre muy claro: violación, precedida por ataque colectivo y secuestro. El desconcierto de estas respetuosas partidarias de los “diferentes usos culturales”, feministas en su ciudad de origen, ante la disidencia es el de quien se ve confrontado de manera inesperada con la herejía. El credo es férreo en los de su especie, un clan pro conservadurismo zoológico de las variantes de la especie humana para el que violaciones, asesinatos, dictaduras, segregación, malos tratos, pedofilia, robo pasan a ser “costumbres”, loable resistencia a la globalización nefasta y el imperialismo invasor. Y las costumbres son intocables, inopinables, merecedoras tan sólo de benevolentes sonrisas y deferente actitud. Idénticos son durante la cena la reacción y los silencios del grupo laico-eclesial al que los imperativos del desplazamiento han obligado a unirse a la viajera. Su líder, untuoso y siempre amigo del refrigerio comunitario, esquiva juicios de valor y conflictos y contabiliza como sellos países visitados. El decálogo de unos y de otras es preciso y se  resume en tres preceptos: 1-Todas las gentes se agrupan en tribus y etnias de mayor o menor carácter nacional. 2-Todo debe ser alabado. Nada se considerará explícitamente horrible, reprochable, nefasto, negativo o feo. 3-Se mostrará un gran interés por las condiciones de vida de los indígenas, sin mezcla de crítica alguna y siempre y cuando prime el grupo sobre el individuo, la tradición sobre la libre voluntad, el uso ancestral sobre la modernización, la reiteración sobre las innovaciones. Las Iglesias de este credo varían, aunque sólo en la epifanía de sus papas: Aquí y ahora, el chamán es el energúmeno especializado en el terrorismo verbal derechas/izquierdas, el chantaje inquisitorial y la fantasmada profusa. El Preste Juan procedente de Cataluña practica, por su parte, una liturgia ecuménica en las colaciones comunitarias, juntando mesas sin venir a cuento; tiene maneras de Última Cena y las observaciones comprensivas, acompañadas de eterna y vaga sonrisa, propias de la meditación en el desierto y la indulgencia respecto a las almas descarriadas. El clan al que, con leves variantes, pertenecen tiene un botín y un proyecto: El botín es un gran cofre que guarda secuestradas las palabras, de manera que paz, igualdad, condescendencia y bien no correspondan sino al servilismo de sus fines. El proyecto incluye una organizada tarea de mediocridad impositiva.

En la fábrica de seda de Fergana la viajera reencuentra exactamente la misma sensación que experimentara, hace décadas, en las visitas-todas ejemplares-a comunas, industrias y barrios de China. Y asimismo he aquí, de nuevo, a occidentales para los que, hoy como entonces, el mundo es un vasto self-service de objetos, fotografías, asombros, costumbres; un parque temático-que hay que conservar intacto cueste lo que cueste-de aquellos tiempos felices previos a la industrialización, con instalaciones arcaicas, obreras indolentes, sonrisas y opresiones tan naturales como los tintes. Hay niñas que bordan en bastidores grandes, y jóvenes y menos jóvenes en los telares. Ninguna lleva gafas. Todas exhiben su arte en un estilo idéntico al de las que incluían siempre en el circuito los líderes del Partido. Y, como otrora, en el capítulo final de paso por la tienda, los extranjeros fervientes defensores del multiculturalismo enriquecedor demuestran su fe abalanzándose sobre las estanterías. Durante una hora regatean, escogen, apilan prendas; la pareja de afiliados a la revolución de nómina envuelve sus llamativas camisetas en no menos brillantes estampados, mientras que el apóstol de la exploración sistemática y la universal benevolencia escoge, con la lentitud del experto, piezas valiosas. Igual que en la China del socialismo, la seda y el jade.

 

Fronteras

Incluso en la distancia, las montañas de Afganistán producen una inquietante impresión de hostilidad y dureza. El material que forma los acantilados entre los que se abre paso la carretera, las cimas perfiladas primero en pardo y luego en gris, exhiben la sequedad más absoluta, la completa ausencia de verdor, la certidumbre de que en sus vericuetos de desconocidos senderos, cortadas impracticables y desfiladeros ajenos al rumor del agua se esconden cuevas y guaridas que no serán descubiertas jamás y enviarán al exterior imágenes, siempre masculinas, de temibles profetas envueltos en albas vestiduras y con instrumentos de muerte en la mano.

El terreno se compone de minerales que se fraccionan con regularidad cúbica y alfombran el suelo con bloques marrones y verdosos. Sin apenas tierra, que, como el río, está allá abajo, en alguna parte. En un ensanche hay coches parados, gentes con cámaras, pero a los extranjeros no se le permite sacar fotos. El guía, que lo ha sido en Uzbekistán todo el tiempo, va perdiendo de forma acelerada sus iniciales disponibilidad y simpatía según se acerca el fin del viaje. Ha hecho sus cálculos, concentrado en los adecuados sujetos sus favores, previsto su próxima estancia en España, en la que ya ha residido como becario, y ha sido seleccionado por la pareja de representantes oficiosos de las fuerzas del Bien y del Progreso para introducirle, cuando llegue a Madrid, en los adecuados círculos. Amir, que es una joven promesa de la escuela uzbeka de turismo, habla un español excelente y muestra fervor por el libro y el personaje de Clavijo. Tiene hermanas, casadas muy jóvenes y de dudoso o nulo porvenir profesional. Él prepara el suyo, y narra sus experiencias de España con el tono entusiasta de quien ha disfrutado de la mayor libertad en usos, contactos y comidas. En el trayecto de vuelta hacia la capital y su aeropuerto, algo en él se retrae al reducto primigenio de sus expectativas y su carácter, retira la imagen cosmopolita, espera nuevas becas, se apoya en el amplio nido de los suyos, comienza a borrar las inútiles imágenes de los turistas que aún acompaña.

Ahora el viaje se acelera, como todos los viajes cuando se entra en la pendiente de su final y llega la confluencia de recuerdos, la inútil aspiración a poseer el raudo fluido de las cosas. Pero también el deseo de escapar, escapar de la inacabable S de Samarcanda.

Tashkent parece enorme, una travesía interminable de avenidas salpicadas de edificaciones bajas. Es domingo. El avión saldrá de madrugada y, hasta entonces, la exploración de las calles se impone. La viajera emprende un periplo nocturno por la barriada cercana, en la que la calma de patios y puertas se alterna con alguna que otra tienda de ultramarinos. Entra en un café-restaurante, el “Caravan”, que reproduce la exquisitez de una miniatura persa en la que no faltan estanques con pétalos de rosa, instrumentos musicales y prendas de los más ligeros de los tejidos. Sale. Los restos de la ciudad antigua y la parte monumental y administrativa están lejos, pero aquí se extienden, al otro lado de la carretera, parques, y más allá el largo canal de Ankhor. Cruza.

Y allí, de repente, el Paraíso, ese paraíso sin grandes pretensiones al que aspira. Con tantos y tan gozosos bienaventurados que hay que repartirlos en círculos diversos, lo que concuerda a la perfección con sus distintos estados y apetencias: Se suceden bajo los árboles establecimientos de recreo, carpas, terrazas y kioskos, cafés recoletos donde leer o intercambiar confidencias, restaurantes con humo de barbacoas, helados, refrescos, bocadillos, cervezas, discotecas con espectáculo y lucecitas, juegos para niños, entretenimientos para adultos. Entra en uno de estos lugares en los que está franco el paso, y se encuentra con una gran extensión de mesas y sillas, tarima y espacio central para baile. Los conjuntos musicales, tradicionales, modernos y mixtos se suceden. Los camareros se cruzan con el ir venir de gente que sale a la pista desde las mesas y vuelve a ellas para continuar su consumo de platos numerosos, ricas tapas, raciones bebidas de todas clases. No hay lujo; sí ambiente abierto y dominguero, empapado de goce de la vida y tan activo como el flujo de personas. Bailan parejas unidas, parejas separadas, grupos, niños, hombres con hombres, mujeres solas, mujeres con mujeres, jóvenes y viejos, y ellas visten con completa variedad, lucen escotes, brazos, cabezas y piernas, y se ríen bajo la música sincopada del conjunto y el parpadeo de las bombillas que refleja el líquido rubio u oscuro de las botellas.

Aquí no hay huríes a las que se descorcha interminablemente la virginidad, ni ríos de miel pringosos o ensoñaciones de leche y de camellos. Hay gente, muchísima gente, que es feliz, que disfruta, con un espacio para las apetencias de cada cual y un lugar de encuentro.

A no tanta distancia, las lejanas montañas limitan con universos terribles en los que sólo resuena cinco veces al día el griterío múltiple, ni siquiera sincronizado, de la plegaria; hay páramos sin más población visible que la masculina ni diversiones otras que afilar el rencor de frustraciones viejas. Y no hay término medio entre tales fronteras, entre uno u otro paraíso.

 

III

 

ORIANA: LA VOZ Y LOS SILENCIOS

 

Oficio de necrólogos

 Sin saberlo, Oriana escribió tras su muerte, con las líneas de temor, prevenciones y silencio de sus necrólogos,  la perfecta glosa al desafío, el valor y los valores que determinaron su vida.

Los obituarios en torno a la muerte de la periodista y escritora Oriana Fallaci, acaecida el 15 de septiembre de 2006, oscilaron entre el reconocimiento de sus méritos profesionales tiempo ha y el alivio por la definitiva mudez a que la obligó (sólo ésta hubiera podido hacerlo) una  muerte que le desearon con tanto fervor los que fueron objeto de sus denuncias, unido esto al distanciamiento estratégico, ético o estético, o el franco reproche de chicos de la prensa, políticos e intelectuales en lo que concernía a sus posiciones de los últimos años, expresadas en la trilogía La rabia y el orgullo, La fuerza de la razón y Oriana se entrevista a sí misma. El Apocalipsis. Oriana habría sido la gran reportera y referencia periodística desde los años sesenta hasta los ochenta, alcanzado la cima en la época en que los grandes de este mundo se disputaban el prestigio de ser objeto de una entrevista suya, habría intelectualmente existido hasta los años noventa y, tras la decadencia del cáncer y el silencioso retiro para el que optó por los Estados Unidos, se habría entregado en sus años postreros a la obsesión delirante y la incontinencia verbal centrada en la alerta sobre una supuesta invasión musulmana.

A ella le hubiera encantado leer los artículos sobre su persona y su obra con los que, expeditiva y cautelosamente, se la borraba de la nómina de los transmisores de opinión. Con gran rapidez, como en los entierros urgentes, aparecieron en prensa el día siguiente al óbito comentarios y necrológicas, en parte ya previstas, y desapareció a continuación su nombre con igual presteza. Formó esta floración efímera de literatura póstuma el adecuado epílogo a sus obras completas, la prueba involuntaria del cuidadoso filtro que, desde el origen mismo del discurso mediático, caracteriza a nuestra época. Tras su muerte, se apresuraron a ponerla en una hornacina porque era la mejor forma de colocarla fuera de juego y de contacto. Se imponía desglosar en dos a la difunta: cantar los elogios a la luchadora antifascista, contra las dictaduras y por la libertad, y recubrir la incomodísima última etapa de su persona con la hojarasca del reprobable exceso. Quedaba como la gran escritora italiana, la mujer valiente que indefectiblemente se situaba en el vórtice mismo de la historia, la entrevistadora tenaz e infatigable, la maestra de reporteros y modelo de periodistas. Había sido única. Y ya no sería nada, ni ella ni sus ideas, jamás. ¿Qué descalificación más fácil, qué mejor sudario de olvido que el trenzado con la pasión e invectivas de un carácter que sentía el mayor desprecio hacia el lenguaje políticamente correcto? Cumplidos los trámites de admiración hacia su figura pasada, los comentaristas no podían menos de concluirlos con la respetuosa caricatura de la mujer visceral empeñada en una cruzada contra el Islam, y no faltó el recurso benevolente a la disculpa de su enfermedad, la excusa preventiva, una vez enunciados los elogios, de la irracionalidad, irresponsabilidad y desequilibrio apasionados fruto de su edad y estado terminales. Quien más y quien menos, la generalidad de los usuarios de la onda y de la pluma ejecutaron un ballet de distanciamiento y enviaron por todos los medios posibles un mensaje: No crean que yo comparto sus ideas. Como si apartasen de sus cuellos una mano potencial que quizás pudiera un día amenazarlos con segarles la garganta.

Una simple ojeada a la prensa del día dieciséis de septiembre revelaba la homogeneidad en la estructura de los comentarios fúnebres: Editoriales y columnas de opinión se refugiaron, tras la cuota más o menos generosa de las alabanzas de rigor, en los tópicos preventivos (catastrofista, racista, víctima de su propia leyenda, excesiva, pronorteamericana). De forma harto patética, el uno le negaba la condición de intelectual dejando así la puerta abierta a la limitación emocional y el restringido crédito del simple cronista de sucesos. Otro, tras describir el precio que en extremo riesgo personal la reportera había pagado por hallarse en los campos de batalla y tras distanciarse de Vietnam y demás arriesgados escenarios porque en la época él (el redactor) tenía otro tipo de fantasías, redujo la columna vertebral de la denuncia de Oriana, el peligro en Europa por la estrategia y la amenaza islámicas, a una anécdota florentina, trató a la escritora de neocon y finalizó lamentando la  involución de la que fue gran periodista, luego sujeto de catarsis caprichosas y que había acabado degenerando en predicadora. Fiel al esquema, otro columnista que nunca corrió más riesgos que épater les bourgeois, los escarceos con las ninfas y la exigencia en televisión de que se hablara de su libro para obtener dinero con las ventas, aderezaba la obligada necrológica arrebañando un lejano recuerdo con guarnición de puta, jodido y hostia, que es el obligado peaje de la tribu de los progresistas de nómina, y, en un análisis final en el que originalidad y profundidad no se disputaban el primer puesto, denunciaba que, con la cercanía de la Casa Blanca, la gran mujer se había vuelto derechista y burguesa. Más explícita, una de las máscaras de proa del progresismo oficial, lógicamente galardonadas con el Nobel, se apresuraba a expresar su profundo desacuerdo con la concepción del mundo y las ideas de la señora Fallaci; ni qué decir tiene que no entraba en el análisis de detalle de la una ni de las otras. Algunos simplemente perdonaron a la italiana, por ser vos quien sois, la vida y cubrieron una página de periódico de reproches a sus supuestos excesos, errores e insultos. La acusaban de haber simplificado y generalizado hasta la náusea, hacer una lectura textual del Corán, ignorar las atrocidades de las Cruzadas, citar fuera de contexto, admirar a Kissinger y a Indira Ghandi y contemporizar con el Shah de Persia.

Describían sus libros como simple rosario de exabruptos contra el Islam en los que se advierte la influencia judía. Un articulista redujo sus últimas obras a una catarata de insultos contra un nosotros en el que él se veía incluido y vejado, que abarcaba izquierda, centro, derecha, Iglesia, marxistas, democristianos, socialistas, periodistas e intelectuales. Situó su retrato del personaje teniendo como fondo un auditorio norteamericano al que Oriana augura, pesimista y obsesionada por la muerte, que lo peor está todavía por venir. Y concluía el necrólogo añorando otras épocas en las que la escritora aún no había perdido la razón. Quien sólo leyera esto reconocería mal a la que, en sus libros, y hasta el último instante, proclamó su amor a la vida, la inteligencia y la lucidez y cuya biografía revelaba un conocimiento real, tan intelectual como vivo, de países, líderes, pueblos, historia, cultura y literatura, incomparablemente superior al de sus comentaristas póstumos.

Producía cierta congoja ver sumarse al tibio cortejo del descrédito a periodistas de mayor fuste que, desde el parapeto del sujeto indeterminado, afirmaban que algunos la acusaban (quizás con fundamento) de manipular…..Se decía que era incapaz de modificar ..( que).sus textos reflejaban ese dogmatismo….¿quién sabe hasta qué punto la enfermedad que padecía lo impulsó (dar bruscos bandazos)?,….cuando se convirtió en la San Jorge del integrismo occidental. Para el decálogo al uso de sus comentadores, ella nunca hubiera debido reconocer al Shah de Persia el más mínimo rasgo positivo, aunque en sus disposiciones los hubiera, ni era admisible que, por el contrario, abominara de manera absoluta de mullahs, imanes y ayatollahs iraníes y afganos, aunque se basara en la pura evidencia de sus actos. Convenía embalsamarla en los años setenta, en olor de la partisana antifascista de su primerísima juventud y de la antifranquista ferviente que olfateaba en la España de 1975 la sangre reciente de los vascos fusilados (pero no otras sangres), ponía flores en sus tumbas y no veía sino bondadosa inteligencia en el líder de Partido Comunista Español. Y anular intelectualmente los años posteriores, tarea tanto más fácil cuanto que la crudeza de su expresión y sus denuncias, la soledad insobornable de su postura, se prestaban sin esfuerzo a convertirla en caricatura, reducirla a puro fenómeno de ruido y de furia, aparatosa forma de un contenido indigno de reflexión. Quedaba bien-siempre quedará bien-integrarla en la condena indiscriminada de la crueldad de la guerra y las crisis de los movimientos contestatarios, citar sus textos de primera línea sobre los cuerpos destrozados en Vietnam y emplear mucho los términos universal, poderosos y naciones, de manera que todo se resumiese al preceptivo segundo de tristeza por la maldad de la condición humana; y después a cobrar el artículo, la conferencia o la subvención y a otra cosa.

Oriana es aprovechable para la denuncia abstracta, la triste reflexión, que a nada compromete y a nadie implica, pero se vuelve intratable e incomodísima cuando hay una guerra real, de nuevo tipo, difuminada como un cáncer en comandos y organizaciones civiles que se valen de todas las debilidades y cobardías de los estados de derecho. Entonces hay que marcar distancias y evitarla como la peste, porque el adversario está aquí y ahora, y es tan concreto que puede desde degollar al periodista hasta quitar y poner gobiernos simplemente regulando el miedo de los ciudadanos y el suministro de petróleo. El enemigo actual además puede, como lo demuestra en millones de ejemplos cada día, condicionar, facilitar o impedir la consecución de trabajos, publicación de artículos, protagonismo social, acuerdos financieros, tiradas de prensa, número de votantes y acuerdos tácitos para cargar a los contribuyentes el precio de los sobornos.

Es significativa la manera, freudianamente fatal, cómo asoma en las ilustres plumas de comentadores que sin duda se creen exentos de pecado tal el pelo de la dehesa machista. La tentación de reducir la vehemente escritora a erinia vociferante, a esa repelente antítesis de la mujer atractiva que es la intelectual desafiante, respondona, certera y entrada en años. Difícilmente se hubieran mezclado, en el obituario de un hombre, junto con el currículum profesional, apreciaciones sobre su cuota de atractivo físico. Con Oriana sin embargo el columnista se permitía el lujo del tuteo (que la señora Fallaci practicaba muy escasamente) y le dedicaba, por el simple placer de la paronomasia, unos párrafos reprochando a la difunta que se hubiese hecho de derechas y que, al conocerla, le pareciera baja, vieja y bruja. No es ni mucho menos el único que considera idóneo añadir unas gotas de desdén sexual a la descripción de un ser humano de sexo femenino y notable inteligencia; se trata casi un acto reflejo, al que no es ajeno Kissinger, quien, quizás para desfogar la irritación que al parecer le produjo la entrevista, hizo hincapié en la decepción que sintió al encontrarse con aquel patito feo en vez de con la hermosa mujer que esperaba. Hay aún mejor, excelentes ejemplos en los que a la rijosidad potenciada por los años se añade el oportunismo que se provee, como escudo protector y peaje de sus tibias críticas al activismo islámico, de ardientes alabanzas a los extraordinarios valores espirituales del Corán, fuente de paz, tolerancia y concordia. Es perfectamente imaginable el soberano desprecio con el que deben leer-si es que alguno lo hace-los fundamentalistas musulmanes de pro, que llaman al pan pan, al vino (con perdón) vino, a las mujeres seres de segunda (como en el libro sagrado se escribe) y a la yihad  yihad, estas contribuciones al tributo de las cien doncellas del asustado infiel. El fenómeno, que se empeña en reducir a una pandilla de violentos e indocumentados a los defensores del terrorismo, recuerda a los que afirmaban que los desfiles de millones de personas agitando el libro rojo y retratos gigantes de Mao no eran demostraciones de culto a la personalidad, que en el país vasco no hay sino marginales ejemplos de violencia y que donde pone guerra, pegar e infiel hay que leer exposición de diversas opiniones, reprimenda y extranjero.

No carece de interés observar cómo los detractores de Oriana cayeron en el mismo tono de extremismo simplista y virulencia que a ella le reprochan. Los pilares de tal discurso son tratarla de racista y exaltada, poseída por un odio patológico contra la totalidad de un colectivo que comprende cientos de millones de personas que profesan una de las religiones más extendidas en el planeta. Es alarmante que incluso publicaciones solventes, como The Economist, despacharan, ya antes de su muerte, la mención a la periodista italiana con una columna que resumía el comentario a la palabra odio y parecía mucho más dictada por la ansiedad de marcar distancias que por el análisis objetivo.

Ocurre que la escritora no dirige en ningún momento sus críticas y diatribas contra raza alguna; éstas van, indefectible y explícitamente, contra el fundamentalismo islámico, no contra los árabes, culpa a actos, realidades. actitudes y estadísticas, no a colores de piel o rasgos físicos, subraya las obvias coincidencia y connivencia entre obediencia musulmana y terrorismo, atraso y opresión. Su admiración hacia el periodista saudí Abdel Rahman al-Rashed, que publicó en su diario Asharq al-Awsat una amarga, y excepcional en el mundo árabe, autocrítica (Es un hecho que no todos los musulmanes son terroristas, pero también lo es que todos los terroristas son musulmanes…Somos una sociedad enferma), es inmensa, su compasión e indignación por las víctimas universal. En ella, acostumbrada a moverse en múltiples sociedades, viajera incansable por Oriente Medio, antigua y profunda resistente antinazi, no hay un átomo del racismo del que sin embargo sí hacen gala, consciente o inconscientemente, los que se empeñan en Europa en seguir el juego a imanes y jeques feudales e identifican musulmán y árabe. Porque, siguiendo el razonamiento de sus supuestos defensores, habría entonces que deducir que los árabes están genéticamente determinados, por una fatal disposición de su rama semítica, a ser fanáticos, reaccionarios, obtusos y maltratadores de sus hembras. Por lo que conviene utilizar su mano de obra sin inmiscuirse en los usos de su rebaño, garantizarse con adulaciones y silencio los beneficiosos contratos con los dirigentes que los pastorean y exhibir hacia el ganado, arisco pero aprovechable, el interés que se tiene por el parque temático de especies lejanas en las que, por supuesto, el concepto e imposición del respeto a los derechos humanos e individuales, a la libertad, el laicismo, la igualdad de sexos y el acatamiento a las leyes y constituciones de los países europeos están fuera de lugar.

El otro pilar en que se apoyó la descalificación global de la señora Fallaci es su precario estado físico, la edad pero sobre todo el cáncer, del que se mofaban las manifestaciones callejeras de islamistas y simpatizantes exhibiendo monigotes con su efigie y la cabeza calva por el tratamiento. Sin embargo, como la escritora afirmaba y demuestran hechos, visitantes y testigos, su cerebro funcionó hasta el final con sorprendente lucidez, atrincherado contra el que ella llamaba alien, que devoraba el resto de su cuerpo, y pagó muy cara la redacción de los últimos libros de su trilogía porque, inmersa en el sentido de urgencia y deber de escribirlos, no acudió a las revisiones médicas ni siguió los tratamientos que debía y, cuando lo hizo, le dijeron que ya era demasiado tarde para operar.

Los mensajes de condolencia, biografías, exposiciones y análisis con ocasión de la muerte de Oriana se difuminaban, respecto a la década final, en vaguedades que no entraban, sino para breves citas, perífrasis o expresiones de rechazo, en el contenido de sus tres últimos libros  y apenas tocaban los precedentes de una actitud que sin embargo podía ya rastrearse en obras anteriores. Falta por abordar la pregunta omitida y sorteada por sus cronistas. “Gran escritora, gran periodista, valiente….” Sí, pero ¿tenía razón en sus tesis? ¿Las apoyaba con hechos concretos? ¿Son éstos comprobables y convincentes? ¿O se reducen, en efecto, los escritos de la última parte de su vida a una tórrida elucubración? Algunos le conceden, como mucho, la autoría de análisis que han resultado en parte ciertos, visión premonitoria de males que ahora aquejan a Europa, pero ahí se detiene la incursión en el espinoso y temido territorio de su antiislamismo. No existen descripción pormenorizada de sus relatos, cumplida refutación de sus argumentos, invalidación de los abundantes datos, tomados directamente, sea de los escenarios reales, donde estuvo, sea de medios de difusión accesibles y comprobables, de los que ella se sirvió para ilustrar su discurso y razonar su postura.

 

Crónica de una guerra perdida

 En el prólogo de La rabia y el orgullo, dirigido al lector, Oriana explica por qué ha roto su silencio, el que se impuso, junto con el autoexilio, hacía muchos años, cuando, decepcionada de Italia y de Europa, que habían traicionado los valores que ella defendió desde su juventud, éstas se rendían, un día tras otro, blandamente, a los que soñaban con destruir su cultura. Vagó por el mundo hasta que decidió instalarse en Nueva York, al que denomina Refugium Peccatorum por habérselo ofrecido a tantos expatriados forzosos y voluntarios, desde los nacionalistas del XIX a los antifascistas del XX. El 11 de Septiembre de 2001 echa abajo todas las compuertas de ese viejo lobo desdeñoso dispuesto a morir, mientras escribe su última novela, en su cubil. Y le impone la obligación moral, el desafío, el deber cívico de recuperar la voz y hacerla pública, en hojas escritas, como en trance, una tras otra, primero para un periódico, luego en forma de libro. Aquel día caen las Torres Gemelas y queda mezclada con los cascotes la sustancia pastosa de tres mil personas desintegradas, las televisiones repiten imágenes de turbas regocijadas que celebran el atentado, y no son sólo palestinos, ni de países árabes; no faltan italianos, europeos, que se mofan del suceso y se regocijan de que la desgracia se abata sobre los norteamericanos. Éste es el revulsivo que la obliga a redactar, cuidadosamente, un largo proceso de denuncia comenzado veinte años atrás y transformado en texto torrencial pero dotado de coherencia interna, exento de la menor censura ni temor. Ella es perfectamente consciente, siempre lo ha sido, de la importancia de las palabras, de las proclamas, las declaraciones y los libros, del sometimiento al estilo, el rigor y la cadencia. Nunca se ha vendido. Ha vivido siempre de su trabajo pero muy pronto, hacia los diecinueve años, fue despedida de su primer empleo en un diario de Florencia por negarse a escribir falsedades sobre el mitin del célebre líder comunista Togliatti, aunque ni siquiera firmara el artículo. Resulta insólita, y hoy difícilmente creíble, su declaración de que nunca aceptó escribir ni una línea por dinero, lo que le impidió, por falta de recursos, acabar sus estudios de Medicina. Cincuenta años más tarde rechazará la elevada remuneración que por su artículo se le ofrece. En Nueva York, durante dos semanas de ininterrumpido parto, desdeña la enfermedad, los alimentos y el sueño y se nutre de la aguda conciencia de su deber como escritora y de la indignación que le proporciona combustible, un inmenso volumen de vergüenza ajena ante la pasividad, la tibieza, connivencia, chaqueterismo o franco placer por el atentado. Los aviones-bomba han venido a rubricar un proceso que denunció hacía largo tiempo: el progresivo desarrollo de enemigos antes nazis y luego, de forma mucho más extensa, subrepticia y peligrosa, agrupados bajo las banderas del Islam en diversas franquicias terroristas, con la ayuda eficaz de una quinta columna europea presta a todas las rendiciones y componendas.

Oriana se remite a las declaraciones del más célebre de los Padres Fundadores de la Yihad moderna, heredero de los Hermanos Musulmanes  y de Jomeini: Ben Laden proclama, sin ambigüedad alguna, que el mundo de infieles y libertades debe ser conquistado y sometido al Islam, en el proceso de una guerra de religión, la santa Yihad en la que están obligados a participar todos los musulmanes y de la que es enemigo, sin excepción, cualquiera que no acepta a Mohamed como profeta y el Corán como única fuente de fe y de forma de vida. Con igual claridad aquél afirma que la gran mayoría de los musulmanes, según muestran los sondeos, está encantada con el atentado del 11 S; la incómoda evidencia corrobora la exactitud de sus declaraciones. Por consoladora que resulte, la creencia de que el terrorismo islámico es fenómeno de minorías se derrumba ante los testimonios e imágenes de multitudes que expresan, por millones, desde Marruecos a Indonesia, el odio y deseos de agredir a Occidente, que queman sus banderas y las efigies de sus presidentes y toman como guías a iconos del tipo Ben Laden o Jomeini, por otra parte prescindibles puesto que no son sino el visible rostro de un movimiento sociorreligioso del más puro cariz integrista, ajeno a la civilización definida por democracia y progreso y anclado en un alto medievo de teocracia puritana incapaz de ceder el paso a una sociedad moderna, laica y plural, una estructura incompatible, por su propia esencia y por el aval de la experiencia histórica, con los derechos individuales propios de las sociedades desarrolladas. Analfabetismo, atraso, feudalismo y miseria coinciden geográficamente con el perímetro de las zonas islámicas y contrastan con la riqueza de sus oligarquías gobernantes. Es un especial sistema de totalitarismo que precisa de chivos expiatorios con los que compensar la frustración y la envidia del pueblo respecto al nivel de bienestar de Occidente y el lujo de sus propios gobernantes. El paso de los años ha demostrado que puede haber regresión, tras aparentes modernizaciones, y que la multinacional del terrorismo se expande sin forzosa relación con los frentes bélicos de Estados Unidos, lo que ilustra el hecho de que ninguno de los diecinueve kamikazes de Nueva York fuera afgano. Los intereses y aprovechamientos económicos de los diversos clanes no impiden que, a diferencia de épocas pasadas, el actual conflicto sea sustancialmente ideológico, carente de fronteras. Ajenas a los parámetros de las guerras convencionales, llevan décadas extendiéndose las milicias islámicas y los campos de entrenamiento de terroristas, en un mapa de operaciones cambiante y fluido para el que no existen fronteras. Se difumina voluntariamente la división combatientes/civiles, los vagos fines siempre justifican la inhibición de los espectadores y los métodos de los asesinos. La situación escapa a las acostumbradas estrategias porque el enfrentamiento no es nacional ni militar. Se trata de una guerra nueva, de tropas que aumentan con rapidez exponencial y multiplican apoyos y cabezas de puente en el territorio conquistable, una guerra de nuevo cuño, cultural y religiosa, los agentes de cuyo nazismo esta vez se sitúan tanto en las regiones de origen como, sin camisas negras, azules ni pardas, en las ciudades europeas, y hallan sin esfuerzo refugio, subvenciones y apoyo. El antiamericanismo multiuso sustituye a los fervores de la adhesión religiosa y, amasado con el buenismo y la ignorancia acomodaticia de paz y subvención, es, para mafias y autócratas herramienta inapreciable.

Es difícil negar la relación, investigada por la policía de diversos países, entre tales instituciones sociorreligiosas y las redes de Al Qaeda, sus arsenales y la formación de activistas. Sólo en Italia habrían sido epicentros del terrorismo islámico Milán, Turín, Roma, Nápoles y Bolonia y existido células en múltiples poblaciones. Sin que ni en ése ni en otros países se hablara de ello, ni de un sistema de circulación filoterrorista que discurre por establecimientos como carnicerías halal (de animales sacrificados como el uso musulmán ordena), locutorios, internet y asociaciones de apariencia inocua que sientan doctrina, vigilan conductas, forman a los jóvenes y se mueven como pez en el agua en zonas urbanas que han adquirido para los ciudadanos de origen el hosco aspecto de territorio hostil. En las grandes mezquitas como en las modestas madrasas de barrio marcan la línea ideológica y la actitud de los fieles los sermones de los imanes, en quienes reside indiferenciada la autoridad religiosa, civil, pública, privada y moral, reforzada por la que las autoridades autóctonas les otorgan gustosas para que, al uso medieval, controlen y sirvan de mediadores con sus parroquianos. Ellas se evitan molestias, el estado de derecho se debilita, se pierde la conciencia de la igualdad ciudadana ante la ley y los sectores más progresistas de la población inmigrada se ven forzosamente sumergidos en el control tribal y patriarcal que reproduce la opresión de su teocracia de origen. Tras el 11 S, resultaron singularmente llamativas las declaraciones de algunos imanes, como el de Bolonia, que culpaba de la matanza a la derecha y a Israel y aseguraba que el peligro no era Ben Laden, sino América.

Pero, más que a las armas químicas o biológicas, lo que a la periodista infunde profundo temor son olas sucesivas de integrismo puritano que lleguen a destruir irreemplazables obras de arte, esculturas, pinturas, bibliotecas y edificios que constituyen la médula y el alma de la cultura europea, de manera similar a los planes de Hitler para incendiar París o la voladura, durante la II Guerra Mundial, del Puente de la Santa Trinidad, en Florencia. El recuerdo de su ciudad natal, de catedral, iglesias y monumentos profanados y sucios por la basura y deyecciones de una larga acampada de inmigrados somalíes a la que no se atrevieron a controlar y oponerse las autoridades, el desprecio insultante de aquella turba hacia las mujeres, incluso las de su edad, y la permisividad oficial respecto a esos invasores que nada más entrar exigían derechos y atropellaban el lugar de acogida es para ella continuo acicate. Y envía una solitaria declaración de guerra a aquéllos en cuya violencia, ideario y fanatismo ve el mayor de los peligros del siglo XXI. La vida de la escritora, con la proximidad del final, forma una curva y reencuentra, bajo apariencia distinta, el fascismo nazi que desde niña, junto a sus padres, combatió. No rechaza el calificativo de sermón para su artículo porque considera su principal deber la difusión urbi et orbi de la advertencia. Y desdeña a quienes atribuyen su valentía a la proximidad de la muerte, porque su trayectoria vital prueba que en todo momento ha sido alguien capaz de pagar con grave riesgo propio el alto precio de la libertad de expresión.

El periódico donde apareció el primer artículo agotó el millón de ejemplares, y las adhesiones, fotocopias y correos electrónicos mostraron que servía de voz a innumerables personas a las que se obligaba a la mudez de la censura. Mientras, pacifistas y repentinos admiradores del mundo islámico, ex comunistas y socialistas platónicos a los que había dejado a la intemperie la caída del Muro de Berlín la declaraban hereje, ignorante y exhibicionista. Escrito en estado de extrema tensión y, tras publicar parte en la prensa, no por ello deja de reivindicar la señora Fallaci, en un libro que es a la vez recopilación, arenga y manifiesto, su celo por la forma lingüística, la propiedad, el ritmo, la eufonía y la corrección sintáctica, aunque se sitúen en aguas de fondo tan movido y convulso como la época y los hechos que relata, y pese a que los improperios atraviesen continuamente sus líneas como un fogonazo tanto exclamativo, tanto interrogativo retórico. Utiliza el estilo directo, un alter ego exigente con el cual dialoga de una forma que inconscientemente recuerda a la epopeya clásica, las invocaciones de Homero y de Virgilio a la Musa, el auditorio, los héroes y los dioses. Desde el primer título, rabia y orgullo, pone en guardia al lector sobre el contenido emocional, pero no por ello redacta un simple panfleto; hay un tono de veracidad indudable, un serio fondo de conocimientos, un raro espesor vital, los cuales a veces parecen enmascarados por la espontaneidad de su forma literaria de manera que la repulsión y la ira no excluyen razón y lucidez.

En esta época de medias tintas y tibiezas es llamativo su afán unívoco. Así, por ejemplo, cuando se asegura de que no existe riesgo de que se mezcle, en sus improperios hacia los que admiran, comprenden o se solidarizan con Ben Laden, los kamikazes y sus seguidores, ni un átomo de respeto, piedad o reserva. Pasa rápidamente revista a los supuestos mártires, a su patrón Arafat, a los homólogos japoneses, y ella, que, como en Blade Runner, cuanto más se le va la vida más la ama, siente el profundo desprecio de los que han sabido gozarla hacia estos exhibicionistas de la muerte. Las imágenes de los terroristas suicidas, con planchado y peluquero recientes, aparecen también en su novela de años antes, Insciallah (1990), que comenzaba con los centenares de muertos del atentado de las bases americana y francesa en Beirut. El 11 S las víctimas son miles, son un puré orgánico de cadáveres de los que nunca se sabrá el número. El héroe de la jornada, el jefe del comando, Mohammed Atta, especificó en su testamento En mis funerales  no quiero seres impuros. Es decir, animales y mujeres.(…)..Ni siquiera cerca de mi tumba quiero seres impuros. Sobre todo los más impuros de todos: las mujeres embarazadas. Los héroes de la periodista son otros: los pasajeros de los aviones secuestrados para convertirlos en bombas, los cientos de bomberos y los policías que murieron para intentar salvar a los atrapados.

Oriana se adentra en el análisis de la irremediable vulnerabilidad, frente a las dictaduras, de las sociedades abiertas, de la vieja alianza entre aquéllas y los grupos terroristas, de la envidia a Estados Unidos y de la naturaleza de la confianza, pluralidad y fuerza de éstos, de sus veinticuatro millones de musulmanes y de la ingenuidad norteamericana, que abre a cualquiera, como a los pilotos que se incrustaron en las Torres Gemelas, puertas y aulas y pone a su disposición la ciencia y la tecnología que les servirán para borrar los símbolos de la modernidad y de la nación. Fue el caso de Ben Laden, multimillonario en buena parte gracias a sus empresas, ¡oh ironía!, de demoliciones. Es al único al que Oriana hubiera querido entrevistar. Porque en la tranquila crueldad evangélica de su sonrisa, en la suavidad ingrávida de sus movimientos, en la fascinación de sus ojos que guardan tras la bondad el cuchillo y en el ejercicio de completa soberbia de Rey de la humildad y los marginados, ella ve el Mal, como se percibe a la entrada de Auschwitz o en la escuela de Beslan, coagulado, materializado, frío y dispuesto a llevar adelante su plan. Oriana cree conocerlo, haberlo visto en el salón de un hotel del Beirut de los años ochenta, una figura alta, de un blanco inmaculado, los ojos del rostro muy joven dotados de oscura fijeza. Ben Laden, el más dulce, a decir de su prolífico padre, de los cincuenta y cuatro hermanos, el muchacho rico que, desde las chicas rubias y las fiestas, se pasó al sumo deleite de la Gran Pureza, la austera santidad y la embriaguez del arcángel venido a más que se sueña segundo de Dios y reina en su trono de desnuda roca. Tras él, una Arabia Saudí que nutre de dinero a los terroristas y de petróleo a buena parte del planeta, aliada de Estados Unidos y al tiempo el régimen más puritano, inquisitorial y feudal, también quizás el más hipócrita, en un palmarés que resulta reñido cuando se habla de los países árabes, enquistado en la invulnerabilidad de quien a diario bombea la negra sangre que hace latir los motores de occidente. Uno de sus príncipes, Al Walid, ofreció a Nueva York, tras el desastre, un cheque de diez millones de dólares, que el alcalde Giuliani rechazo con dignidad. Era el dinero de los mismos que comparten entramado financiero con Ben Laden y que desde los ochenta alimentaron las arcas de un Arafat que se entrenaba en llevar la guerra al suelo europeo y comenzaba la gloriosa carrera de alentar a los muchachos suicidas. Ryad es también generoso con los occidentales que se convierten al islam, con la adquisición de terrenos y la construcción de madrasas y de mezquitas cuyos minaretes aspiran a mirar desdeñosamente, desde su superior altura, a las casas, iglesias y monumentos de Italia, España, Alemania, Francia.

Pero a los entusiastas valedores de la matanza de las Torres Gemelas la periodista quiere enviarles un mensaje: Han fracasado en su principal objetivo, el miedo. No sembraron en Norteamérica humillación y pánico; por el contrario, brilló un sentimiento de unidad, solidaridad, patriotismo y eficacia. Ahí se halla para Oriana la raíz misma de la libertad, en rehusar vivir atemorizado por la violencia, el chantaje, el mal aliado a la fuerza. Y, junto con el tributo de rendida admiración a tal conducta, la inevitable constatación del contraste con la debilidad europea, con su desunión y amedrentamiento que la hacen presa fácil de cualquier enemigo. Donde los ciudadanos ofrecen, en Estados Unidos, la determinación de la unidad necesaria ante los males y el general sentimiento patriótico, en Europa se observa un hervidero de tribus y de clanes atentos sólo al pastel estatal y a la exhibición del desdén de buen tono respecto a patria, cultura, civilización o bandera. La gente de la América admirada por Tocqueville, prendada de la independencia de los individuos y surgida trece años antes que la Revolución Francesa, escogida y construida por emigrantes que apostaban por el futuro y dirigida en sus comienzos por personajes, los Padres Fundadores, de excepcional categoría, alcanza una general dignidad ciudadana que está exactamente en las antípodas de la imposición del hombre-masa propia del marxismo y del populismo de los demagogos. Con la claridad de la vejez, la escritora, que siempre rechazó la nacionalidad estadounidense, abomina, en nombre del justo recuerdo y del elemental reconocimiento, de cuantos se han complacido en forjar con la sigla USA un icono en el que verter celos y envidia, donde personificar todos los males y congraciarse, denigrándolo, a dictadores y fanáticos. Oriana vuelve a ser la niña que, bajo el apodo de Emilia, ya trabajaba con su padre en la Resistencia con el movimiento “Giustizia e Libertà”, a la que él contó las torturas a las que en prisión los fascistas lo habían sometido. Ella ve con la nitidez de lo ocurrido ayer quiénes son los que la liberaron de Hitler y Mussolini, de Stalin y del pozo de la postguerra. Y además vive, con la intensidad de una cultura que permite la integración del pasado, los ideales de la Italia del Risorgimento, la generosa lucha de grandes hombres por una bandera que representaba su noble ideal y que ahora no se exhibe sino en los estadios. Y la conmueve el himno nacional, la belleza de la lengua de Alighieri, y no se avergüenza del simple amor a su patria, que le parece tan distante de la Italia mezquina, torpe, amedrentada y vulgar en la que, como el resto de Europa, su país se ha convertido. Las italias oportunistas y de visión corta se alzan como antítesis de la que ama. Nacieron durante la postguerra, las componen, por ejemplo, los ex comunistas que ya en los años cincuenta se ensañaban con sus artículos y desplegaban contra quien no fuera ellos todas las tácticas del terrorismo intelectual. Se ha pasado la vida enfrentándose a las distintas iglesias, de prosoviéticos y postsoviéticos, de pacifistas, buenistas, ecologistas, izquierdistas de diverso pelaje bien afincados en puestos públicos y siempre prestos al ritual totalitario de eliminar al discrepante bajo andanadas de ¡reaccionario!, ¡fascista!, ¡racista!.

Desde el otro lado del Atlántico, alejada de la tierra que siempre sentirá como suya durante años de decepción y de autoexilio, Oriana se sitúa en una muy especial perspectiva. Lo que para ella es evidente y posee la irreductible claridad de los hechos es objeto en Europa, cuando no de villanías del tipo “los americanos se lo tienen bien merecido”, de todo tipo de componendas, dejaciones, claudicaciones y cegueras, en una inversión perceptiva sin más lógica que la cobardía ni otro ideario que la comodidad cotidiana y la garantía del consumo a corto plazo. Los asesinos son mártires u oprimidos sedientos de comprensión, las feministas defienden el peor apartheid, el de las musulmanas, que ha conocido el planeta y llaman diferencias culturales a la opresión, humillación y régimen carcelario en que esos millones de personas viven, las autoridades pactan con dinero y privilegios la apariencia de control de los invasores, un gran caballo de Troya se instala sin el menor esfuerzo en el corazón de las ciudades del Viejo Continente, obliga a borrar o silenciar las señas de identidad de la civilización antigua e impone la propia, dotada de todas los rasgos del atraso y el sometimiento, alza con dinero de reyes lejanos sus torres, ofrece al agresor desagravios y tributos. En Europa se ignoran los vastos cementerios de soldados americanos que murieron por salvarla, los planes económicos que propiciaron su desarrollo, la potencia estadounidense que la permitió vivir a su costa en gastos de Defensa y poder así disfrutar, con lo que otros gastaban para garantizar la seguridad del mundo libre, de generosidades sociales y estados de bienestar. Desde la distancia, en el espacio y en el tiempo, desde la proximidad inmediata del Nueva York del 11 S, la periodista quiere despertar a su tierra de ese extraño letargo, del largo y lento suicidio en el que se hunde. Ninguna de las instituciones le merece crédito. Al Papa, afanoso por presentar disculpas al Islam en nombre de la Iglesia, le pregunta qué disculpas el Islam ha presentado por sus robos, masacres, violaciones y asaltos en las costas de Italia, por el activo tráfico de esclavos del que fueron pioneros y al que se aferraron hasta que se lo impidieron las potencias occidentales, bien avanzado el siglo XX, por la invasión y ocupación de territorios mucho antes de las Cruzadas. No halla más explicación, en el pueblo llano, que la miopía del miedo, el peso colosal de la autocensura que gravita sobre gentes fuertemente condicionadas por la exigencia del mínimo riesgo, incapaces de la elemental e inicial resistencia que consiste en llamar por su propio nombre al enemigo, identificar la guerra y el ataque que en este caso es la Yihad, la Guerra Santa, empeñada en sojuzgar la libertad, la cultura y el bienestar, tan trabajosamente conseguidos, de las sociedades libres, con una violencia difundida sin esfuerzo entre los muchos millones de musulmanes afincados en Europa a los que precisamente el control de los líderes religiosos, la vigilancia y manipulación de los individuos ejercidas por las comunidades inmigradas mismas, la impotencia ante agradables sistemas de vida de los que sus propios preceptos y tabúes les impiden disfrutar, les empuja al fundamentalismo, la agresión y la envidiosa hostilidad.

Como periodista, hace décadas que tiene ese discurso de los hechos, que denunció la mansedumbre occidental ante los inquisidores, la conspiración del silencio ante la connivencia con la barbarie. Ya entonces los grupos que, bajo el título de marxistas, progresistas, socialistas o simplemente izquierda pretenden monopolizar el sujeto ético, ser los Buenos de una historia dual, levantaron contra Oriana sucesivos autos de fe. Desde 1980 ella había constatado la evidencia, sin prejuicio ni consigna, y eso era simplemente imperdonable. Defendía la cultura de Occidente por su extensión, abundancia y calidad frente al puñado de nombres, objetos y edificios de una basada en la agresión, el tabú, la intolerancia. Ella fue de los únicos que se horrorizaron ante las tácticas de los talibanes, a los que armaban, como a Ben Laden, en Afganistán los Estados Unidos y apoyaban las izquierdas; los primeros por contrapesar a los soviéticos, los segundos en pro de un tercermundismo nacionalista capaz de avalar todas las aberraciones con tal de que las perpetren gente y cultura autóctonas. Oriana puso ante la conciencia occidental la práctica afgana de, mientras invocaban continuamente a Alá misericordioso, cortar los brazos y piernas de los prisioneros rusos, como ya lo habían hecho anteriormente con cristianos, judíos y británicos, con cuyas cabezas jugaban al polo en el siglo XIX  en Kabul, y asegura que, con invasión y todo, los soviéticos son preferibles a los talibanes y Europa debe estarles agradecida por defenderla. La consigna ¡Fuera los rusos de Afganistán!, repetida con entusiasmo por Osama y sus muchachos, era, mientras, coreada por las multitudes bienpensantes de la cultura occidental. Con el éxito revelado por el tiempo.

Poco tardó en recogerse la cosecha: El fortalecimiento, en su ambición, de gentes rapaces y peligrosas que, con la perfecta carencia de escrúpulos que proporcionan el fundamentalismo religioso, la frustración social, sexual y civil de su vida cotidiana y la prepotencia de los fáciles ingresos del petróleo, desarrollan estrategias de ocupación progresiva y organizan sus ataques contra enemigos tanto más despreciables cuanto más medrosos, venales y contemporizadores. En lo cual no hacen sino aspirar a la repetición in extenso de las formas de vida con las que sus líderes (excepto el puñado ilustrado que intentó imponer reformas de corte netamente occidental) llevan catorce siglos oprimiendo a su propia población, con un fenómeno añadido, el apartheid femenino, reivindicado como precepto islámico, que no tiene parangón en la historia social del planeta y al lado del cual palidece la segregación de negros o de judíos. Como periodista, la señora Fallaci se atiene a los actos, a la manifestación material y concreta de las personas, los grupos y los países. Y halla que quien ha pagado y continúa pagando la póliza de seguros y de hogar de Europa son los denigrados estadounidenses, en fondos, esfuerzo y vidas. Cuando dice que Nueva York somos nosotros, ese nosotros son los países europeos, que aún confían en la distancia y sin embargo viven en un frente en cuya negación se empeñan y donde pueden irse sustituyendo, como en un dominó, las fichas blancas de una vida próspera, libre y razonablemente feliz por las fichas negras de esas mujeres reducidas a bultos que caminan unos pasos detrás de los hombres, esos cafés de público exclusivamente masculino, esa perceptible tensión, sordidez y degradación de las sociedades reprimidas que se extiende como una mancha por sectores de las ciudades del Viejo Continente. Mientras, las nuevas inquisiciones prodigan las llamadas, cada vez más imperiosas, a la autocensura, el veto, la sumisión a las teocracias y al imperio del miedo y de la fuerza y la abominación de la civilización propia, de las bases del derecho y de los sistemas liberales. Por lo tanto la escritora italiana asume en su manifiesto el orgullo de serlo, de pertenecer a la cepa de Platón, Galileo, El Greco, Bach, Leonardo, Einstein y Newton, de los transplantes de corazón y de los viajes espaciales. Y al lado de esto rechaza colocar, en plano de equivalencia, al credo de adversarios cuyos instrumentos son el terror y la muerte y cuyo único argumento es la apelación a un libro divino.

Resalta el patético empeño de los dirigentes occidentales, presionados por sus poblaciones musulmanas (quince millones en Europa), por alabar el Corán y ver en él un catecismo de paz, fraternidad y justicia. Hace falta, realmente, para ello un complicado ejercicio de exégesis selectiva y creativa, aquél que permite leer cualquier cosa, interpretar de la manera más conveniente cualquier libro sagrado. En el caso del Corán se precisa, en verdad, mucha imaginación y otro tanto oportunismo para ignorar sus innumerables llamadas a matar infieles y machacar apóstatas, su taxativa clasificación de la mujer entre los seres naturalmente impuros y siempre inferiores al hombre. Cierto es que los alumnos del Profeta le han superado, y se han superado a sí mismos, en la práctica, única piedra de toque que define a las sociedades y a los individuos: lapidaciones de adúlteras, invalidación del testimonio legal de las hembras de no ratificarlo testigos varones, manos cortadas de ladrones o los dedos de aquéllas que se habían pintado las uñas, pena de muerte, aplicada en público, para consumidores de bebidas alcohólicas, homosexuales, heterodoxos, afianzamiento de la poligamia…La lista es amplia y mudable, porque, al no existir separación entre autoridad religiosa y sociedad civil, gravita sobre todos la situación potencial de pecado y de castigo, la vigilancia múltiple, la hipocresía preceptiva y el temor a la élite puritana que marca la norma y elige el castigo.

La entrevista de Oriana al ayatollah Jomeini, quien le explicó la prohibición de la música (excepto, quizás, himnos militares) porque proporcionaba placer, es un relato antológico, que debería, desde luego, figurar en los textos de “Educación en valores” y en la que se arriesgó a ser fusilada por intentar ponerse el chador obligatorio en una habitación donde estaba a solas con el intérprete. Para no acabar ambos ante el pelotón, se le propuso que firmara un matrimonio temporal con aquél. Menos chusco es su reportaje, en Dacca, de la ejecución pública a bayonetazos de doce jóvenes acusados de impureza, y, a patadas en el cráneo, del joven hermano de uno de ellos, que intentaba impedirlo, en un estadio a cuyo campo descendieron luego los miles de asistentes, mujeres incluidas, y pisotearon ordenadamente los cadáveres mientras gritaban Alá es grande. Es, también, no poco ilustrativa la entrevista con el presidente de Pakistán, Alí Bhutto, durante la cual él le contó cómo se le había casado a los trece años con una señora mayor, prometiendo al niño, si consumaba el matrimonio, un par de patines. Ni siquiera así lo logró, ni fue nunca capaz, con aquella infeliz señora, de llegar al coito. Se marchó a estudiar a Inglaterra, se casó por amor y, a la vuelta visitó a aquella primera y nominal esposa, que vivía en la mayor soledad y nunca podría tocar a un hombre sin ser decapitada o lapidada por adulterio. Bhutto declaró que se avergonzaba de sí mismo, de la poligamia y de su religión. No es ni mucho menos el único, en estos países, que lo hace, pero no salen en la prensa jamás. El desprecio a las hembras, la repugnancia hacia esa oscura, húmeda impureza que contamina la rectitud del hombre y a la que sin embargo hay que acercarse para la procreación y para el placer, tiene en el islam fuerza de ley. En 1973 durante un bombardeo israelí, los fedayines palestinos encerraron, en Jordania, en un depósito lleno de explosivos a Oriana mientras ellos se refugiaban riendo en un sólido búnker. Una periodista angloafgana pudo rodar, en tiempo de los talibanes, un documental sobre la ejecución de tres mujeres en la plaza central de Kabul, tres fardos tratados con desprecio por el barbudo ejecutor de turno, arrodilladas de un empujón, liquidadas sin más ceremonia con el tiro en la cabeza y retiradas luego de la escena como sangrantes bolsas de basura. Su delito podría haber sido ir a la peluquería (clandestina), descubrirse la cara, quizás reírse (también para ellas prohibido). La rabia se mezcla en Oriana con la impotencia de la razón cuando intenta conciliar estos datos con la actitud filoislámica de feministas y homosexuales en Occidente, los que la cubrieron a ella de insultos por no atenerse al discurso de moda, por reivindicar el amor heterosexual, la maternidad, la feminidad.

En sus recuerdos, no ve sólo caer cuerpos vivos; también obras de arte, irreemplazables, los magníficos budas de Bamiyán de los siglos III y IV, dinamitados por los talibanes en 2001 y que evocan por analogía el genocidio cultural cometido por una religión no por atea menos feroz ni totalitaria, el de los maoístas en el Tíbet. Y entonces acude a la memoria de la periodista la conmovedora dulzura del Dalai Lama, cuya personalidad la marcó. Un hombre con tal sentido del humor y tan poco pagado de su importancia y de su imagen que se puso una camiseta de Popeye que había comprado en un mercado indio porque pensó que a la occidental le gustaría. Contra la técnica pactista de intentar meter en el mismo saco a todas las religiones, la escritora aprecia la abismal diferencia entre el budismo y el rastro de destrucción que tras de sí, desde el siglo VIII, el islam deja. Evoca el rosario de invasiones muy anteriores a las Cruzadas, recuerda Beirut, la suiza de Oriente Medio despedazada por sirios, palestinos, sunníes y chiitas, ocupada y sojuzgada por aquéllos a los que había acogido en su seno.

En Europa llueven las rendiciones y los tributos, en forma de pasaportes, permisos, servicios gratuitos pagados por el esquilmado trabajador autóctono, subvenciones, edificios, prioridades, exenciones, dinero a gentes de países en los que no existe tolerancia alguna para religiones distintas a la musulmana, ni autorizaciones para construir iglesias, centros budistas, sinagogas ni escuelas, y sí hay, por el contrario, persecuciones, asaltos, discriminación, ataques, protección a las mafias del nuevo esclavismo y de la droga. Las mismas que dirigen hacia las riberas del Viejo Mundo a una tropa de arrogantes huéspedes que exigen con la tranquila impunidad de quien se sabe protegido por una legislación que deja inermes a los ciudadanos y les prohibe incluso defenderse. Para la señora Fallaci Italia se ha convertido en rompeolas de una invasión masiva que nada tiene que ver con la emigración hacia América del XIX y del XX y a la que no es ajena la financiación fundamentalista, el dinero saudí y la blanda molicie de europeos a los que repugna tanto el trabajo como engendrar hijos. Las hembras islámicas sirven, en este proceso, para la reproducción intensiva, encerradas en su conejera de trapos, sumisión e ignorancia. Las olas migratorias se vierten, a diferencia de la en su tiempo despoblada América, sobre el tejido, espeso en población y cultura, de una Europa milenaria y formada a la que, pese a su pasado inquisitorial, del que la periodista atea abomina, la Iglesia Católica ha sembrado de obras de arte y el Cristianismo embebido de valores que, junto con el Derecho Romano y la filosofía griega, forman una identidad cada día desangrada por quienes no la ven sino como parcela y botín.

Su Italia, la que ahora no reconoce en la sociedad amorfa, estulta y pasiva de aspirantes a la anomía cultural y los derechos sin obligación alguna, la de los universitarios y diputados que ignoran historia, gramática y ortografía, es tan semejante a España que podría reemplazarse el nombre de la una por el de la otra, herederas de las exigencias del todo gratis y ahora de la generación del 68 y amantes de vestirse de guerrillera en tiempos de democracia. Más que del enemigo invasor y del asesino terrorista, Oriana abomina de la que llama jet psedointelectual de izquierdas, una clase social de especial cuño y marchamo postmoderno que vive, de manera en buena parte parásita y muelle, a costa de imponer la doctrina del pacifismo políticamente correcto y por medio de una demagogia a la que otorga poder infinito la sociedad de la comunicación a base de negar individuo, calidad, riesgo, esfuerzo y mérito en pro de la igualdad del mediocre y la inoperancia del cobarde. Este credo de la no intervención y el universal relativismo se envuelve en la tergiversación del lenguaje. Tal cosa resulta particularmente útil a la hora de englobar en culturas distintas y civilizaciones diferentes a prácticas execrables. Buen ejemplo de ello son las discusiones bizantinas sobre ablación e infibulación (de uso generalizado en varios países musulmanes: Consiste en cortar a las niñas el clítoris y/o coserles los labios mayores para que no sientan placer sexual). Los residentes en Europa no sólo pretendían hacerlas legales, sino que pagara la mutilación de esas infelices la seguridad social. Las acusaciones de racismo integran, junto con reaccionario y derechista, la batería de chantajes verbales con los que se amordazan opinión y ciudadano medio. La palabra paz se lleva la palma en el uso populista y pervertido, que la transforma en la exigencia, sin alternativas, de incondicional asentimiento a cuanto convenga al pactista de turno y que destierra del panorama vital y cívico las percepciones mismas de libertad, dignidad y categoría de los valores. La decepción de la periodista se extiende a la Unión Europea y a la ONU, grandes esperanzas de los tiempos de su juventud cuyas estructuras han ido ocupando las termitas de una glotona burocracia, en buena parte de dictaduras del tercer mundo, que tiene como finalidad ella misma y como metodología la huida y los pactos con el invasor, mientras agita sin descanso la bandera blanca y se dispone mansamente al suicidio.

Las perífrasis, metáforas y epítetos (hijos de Alá por musulmanes, berridos por llamadas del muecín a la oración, cretinos, barbudos, cigarras, cerdos machistas con sotana y turbante a los verdugos de mujeres, etc, etc) son abundantes en los libros de la señora Fallaci y reproducen, de manera casi magnetofónica, un lenguaje coloquial que ahuyenta a cualquiera con aspiraciones diplomáticas y, sin embargo, ayuda a comprender el éxito y alcance de su discurso, los millones de ejemplares vendidos, la correspondencia y correos electrónicos. Ocurre que, en fondo y en forma, ella expresa lo que sienten y experimentan, sin poder decirlo, las personas del común, a las que se ha privado de voz y de defensa porque, si osan abrir la boca y quejarse de lo que sin empacho la periodista afirma, se encuentran tocadas con las corozas de racista y reaccionario, aisladas en un mar de fatalismo conformista, ahogadas por la dictadura de la corrección sociopolítica y el imperio de las mafias que acaparan los medios de comunicación e incluso disponen sobre la existencia o no existencia de los hechos. Se ha forzado de tal manera a la gente a negar la evidencia, a callar cuando el emperador estaba  desnudo, se les está obligando de tal forma todos los días a costear de sus ingresos y ahorros, de las estructuras fruto del trabajo de generaciones, a exigentes hornadas de parásitos y a tropas que, lejos de aportar integración, afecto y lealtad al país de acogida, se comportan como en terreno conquistado, que la denuncia de la señora Fallaci, su inconfundible aroma de veracidad y honestidad, su dicción directa, brutal, semejante a la del hombre de la calle, son un refugio y un inmenso respiro en un panorama en el que la censura tácita apenas permite alzar la voz. Por primera vez se grita que el traje del emperador no existe, que la transformación de algunos barrios en sórdidos arrabales marroquíes, de las mujeres en población marcada, de forma similar a la estrella amarilla pero mucho más incómoda, por un pañuelo hasta las cejas, de los bares y cafés en recintos de exclusiva clientela masculina, de la atmósfera distendida y libre en la tensión de zonas patrulladas por grupos con aspecto más ruidoso y desafiante que cordial e integrado, todo eso resulta inquietante y penoso y no tiene nada que ver con la sana pluralidad de gentes de origen diverso que respetan las leyes del país de acogida y se ganan honestamente la vida. El hombre de a pie, el trabajador que se ve postergado cuando precisa de servicios sociales para los que él y los suyos han cotizado toda la vida, el ciudadano que sinceramente cree en la igualdad y en los derechos que la Constitución enumera se siente vendido a un adversario inatacable, por parte de esos representantes políticos cuya casta vive lejos y a salvo de la degradación cotidiana. Le hablan de guerras; no ve sino enfrentamientos lejanos. Le aseguran paces tan simples como un apretón de manos, le tranquilizan con explicaciones del complejo mundo que remiten los conflictos a la paciencia y distribución de sonrisas y analgésicos. Pero ese hombre común sabe que no le miente el instinto, que la guerra es otra, sin ejércitos pero con sicarios, mafias y estraperlistas, y sabe que le están malbaratando, a él, a su cultura y a su tierra, y cobrando por ello. Aquéllos que agitan los ismos que permiten a su clan seguir nutriéndose de  los dividendos de la utopía.

Denunciar a todos es una guerra perdida, Razón de más, según Oriana, para presentar batalla hasta el final.

 

La cara oculta de la media luna

 La voz de la escritora es también la de voces al otro lado del último Muro, el de tejido espeso y jaculatorias que bordea los países islámicos. Desde allí le llegaron a Oriana Fallaci mensajes de personas que comprensiblemente ocultaban sus nombres, mujeres muchas de ellas, pero no todas, ni forzosamente musulmanas. Porque lo que se presenta a la opinión occidental como espacio religioso prácticamente monocolor es en realidad un magma, de oprimidos y opresores, de cristianos, budistas o judíos en franco peligro y rotunda discriminación y agnósticos, ateos y conversos condenados a muerte. Incluso en los casos de apariencia más desarrollada, como Turquía, laica en la forma pero diseñada para fundir la fidelidad al islam con la incondicional lealtad al Estado, lo que de hecho constituye, desde hace siglos y en países muy diversos, una forma de estructura totalitaria sui generis, por cuanto, al no existir Iglesia como tal, lejos de dar lugar este factor a sistemas más libres y laicos, tiene el efecto contrario: Todo es Iglesia, todos los jeques, con el imán que es su alter ego, son pontífices, comendadores de los creyentes que rigen a su grey con autoridad doble indistinta. Incluso, cuando de forma reciente se intentaron, y en algunos casos instauraron, gobiernos modernos, hubo derivas hacia la oligarquía autoritaria que reproduce en esencia y métodos la teocracia estatal, de manera muy semejante a las religiones laicas de un comunismo que goza allá de gran predicamento. La eficacia de este totalitarismo es tanta que, por ejemplo, de los millones de cristianos que residían en Turquía a principios del siglo XX no quedan sino un par de cientos de miles, iglesias, capillas y monasterios han sido profanados o convertidos en cuarteles y mezquitas, los lugares de culto están sometidos a una semiclandestinidad y los pocos fieles que restan son una precaria minoría en continua disminución. Mientras, llueven sobre las autoridades europeas civiles y religiosas las exigencias de líderes e inmigrantes musulmanes para que levanten madrasas y mezquitas.

Dedicada a los muertos del Madrid del 11 M, La fuerza de la razón despliega, con minuciosidad y lucidez, datos, argumentos y descripción de las reacciones y respuestas provocadas por su anterior libro. Mucho más que los intelectuales y personajes conocidos, que se guardan muy bien de significarse, envían su apoyo por cientos de miles (procedentes de los más variados y lejanos lugares y no pocos de países musulmanes) gentes anónimas, se crean en la red páginas como thankyouoriana, que firman sobre todo mujeres que viven en países sometidos a la Sharia, se amontonan en casa de la señora Fallaci las sacas de correspondencia, se la compara con las admoniciones de Churchill a una Gran Bretaña pasiva ante la escalada de Hitler y Mussolini. Por otra parte pacifistas, grupos de extrema izquierda y representantes islámicos coinciden en atacar a la escritora sin economizar bajezas ni medios: Amenazas de muerte, en y sin el nombre del Corán, injurias y obscenidades contra ella y contra sus parientes y amigos fallecidos, pintadas y carteles, propuestas de recluirla en un psiquiátrico para demencias seniles, burlas respecto a su enfermedad, el cáncer, acoso, pintadas, presiones para que se la rechazara y se organizase una quema de sus libros…Todo esto hecho en buena parte bajo las banderas con el arco iris, en nombre del vocablo paz, que Oriana-y no es la única-considera la palabra más violada y traicionada del mundo. Por supuesto se han presentado contra ella acusaciones de antisemitismo, racismo, etc, etc, instruido procesos y animado a los fieles creyentes, sin duda en nombre del Dios misericordioso, a acabar con su vida.

Página tras página, la escritora denuncia, con nombres, lugares y fechas, el continuo e impune quebrantamiento de la ley y el uso del fraude y el chantaje por parte de individuos que se presentan a la vez como víctimas, no de sus actos, sino de persecuciones antiislámicas, y que, por otra parte se consideran merecedores de una especial consideración que les eximiría de atenerse a las normas del país de acogida. Éste, sea Suiza, España, Italia o Francia, se inhibe e incluso se apresura a condenar a multas y penas de prisión a los que se atreven a criticar agresiones de los musulmanes. Ellos sin embargo, y cualquier occidental (de hecho, está tan de moda que es elemento indispensable de filmografía y prensa), pueden insultar hasta el aburrimiento a Papa, Cristo, Evangelio y a cualquier símbolo o personaje religioso. Excepto en el caso de Mahoma, el Corán y sus preceptos, a los que protege la más férrea censura so pena de proceso, escándalo y muerte. La generalizada rendición y abandono de valores han llegado a tales extremos que, en la ONU, los países islámicos se niegan a suscribir la Declaración Universal de Derechos Humanos y proclaman que no se atienen sino a la que han elaborado como “Declaración de los Derechos Humanos en el Islam”, en la que todo se somete a la Sharia como única fuente de legitimidad. En Gran Bretaña se funda un “Parlamento Musulmán” que prohibe a los inmigrados festejar la Navidad y les recuerda su primordial sumisión al poder religioso. Esto acompañado en Europa de seminarios, grupos de trabajo y defensores de un relativismo cultural de gran ayuda para, por ejemplo, la persistencia del esclavismo en África, y que incita a sustituir en Occidente los textos de los libros de Historia por otros acordes con un Islam mítico modelo de virtudes y a establecer una especie de comisariado en lo que viene a ser, y de ello hay ya suficientes muestras, una Revolución Cultural de nuevo cuño, un maoísmo coránico fundamentalista al que todo se permite y al que se viene facilitando el trabajo con la erradicación, como en muchos países de la UE está ocurriendo, de las referencias a valores cristianos, civilización y tradiciones. Vaciada de su sustancia desde en la expresión del pensamiento hasta en la iconografía navideña, Europa pasa a ser una ciudad tomada por el caballo de Troya al que han facilitado la entrada y con el que esperan colaborar antes, ahora y siempre las diversas mafias sociopolíticas que se aprovechan del débil flanco de los sistemas democráticos, el que permite la dictadura de minorías y, en nombre de la protección de éstas, acaba sojuzgando a la gran mayoría de los ciudadanos.

Realmente, y pese al tono apocalíptico, la invasión que denuncia Oriana, y cuyo origen ella hace retroceder al siglo VIII, no se trata de una trama ancestral, maquiavélica (en esos medios la intelectualidad no da para tanto) y urdida por un linaje de conspiradores que, en secreto contubernio, pasa las consignas de generación a generación. Aunque son ciertos los antecedentes históricos, tiene en el muy cercano siglo XX sus visibles preliminares, que la periodista tuvo ocasión de comprobar cuando, en 1966 entrevistó a Cassius Clay, boxeador convertido al islamismo con el nombre de Mohammed Ali y que figura (y no por su inteligencia) entre los iconos del movimiento “Renacimiento del Islam” y la secta de las Panteras Negras, que, desdeñosa del movimiento pacifista de Martín Luther King contra la segregación racial, defendía en Estados Unidos un rabioso racismo antiblanco y una no menos virulenta animosidad respecto a religión cristiana y civilización occidental. Con excepción de Adolfo Hitler, alabado por ellos en virtud del exterminio de los judíos. Fue una entrevista memorable, por los eructos y autoalabanzas de Cassius y porque la vida de Oriana corrió serio peligro, dada la extrema agresividad de los musulmanes negros. El ritmo de conversión al islam es, entre la población norteamericana de color, vertiginoso y su ideario, como el de otros grupos de corte fundamentalista y étnico, de un fascismo simplista sin paliativos. Empero, la atención mundial estaba por entonces centrada en Guerra Fría, Vietnam, comunismo y socialismo. El fenómeno pasó desapercibido hasta el primer atentado terrorista islámico, cuando en 1969 se secuestró e hizo explotar un avión procedente de Italia. Fue el comienzo de una estrategia caracterizada por la matanza indiscriminada de civiles y la utilización de kamikazes como bombas humanas. Pocas lecturas hoy tan apasionantes como Entrevista con la Historia, en la que, con una introducción aguda pero palpitante como un puñado fresco de entrañas, Oriana Fallaci reproduce las entrevistas, realizadas entre 1969 y 1976, a veintiséis personajes clave, como Kissinger, Golda Meir, Hussein de Jordania, Indira Gandhi, Willy Brandt, Reza Pahlevi, Soares, Cunhal, Carrillo, el arzobispo Makarios, Pietro Nenni, Nguyen Van Thieu. Con la perspectiva de los treinta años transcurridos, ahí está, la percepción del planeta de los que hacían, o pretendían hacer, su historia, y ahí se encuentran la fuerza y debilidad de cada uno de los individuos, la tensión ambiente, la lucidez de la entrevistadora y el voluntarioso engaño en el que podía caer incluso ella, llevada por su pasión de lucha en pro de un mundo mejor. En su rabia de años posteriores hay probablemente no poco enfado consigo misma, porque, como ocurrió sobradamente en su generación, una persona inteligente no se perdona haber cedido a veces a la ceguera irracional y la miopía selectiva.

En esas páginas, en las entrevistas a Yasser Arafat y a George Habash (aquel misionero laico, el caritativo pediatra cristiano ortodoxo convertido súbitamente al negro dios del terrorismo puro), recogió la declaración de intenciones de la revolución panárabe que se proponía sembrar Europa y América de cuantos Vietnam fueran precisos. Luego dio fe, con sus reportajes, en los años setenta, sobre la crisis del petróleo y las declaraciones del jeque Yamani, de la ofensiva ya perfectamente desplegada. A las democracias occidentales se les presentaban por entonces dos opciones. Una ardua: mantener sus principios y valores como premisa para quien pretendiese disfrutar de sus ventajas y establecerse en sus territorios. La otra era la pactista entre las ricas oligarquías árabes feudales y sus homólogas europeas, de cariz diverso pero unidas por la avidez del beneficio rápido, la adulación y entendimiento con teocracias y dictaduras y la indiferencia respecto a los usos y costumbres de la mano de obra barata. Se optó por la segunda opción, por el abandono de las gentes que, en países árabes y afines, pretendían vivir en sistemas modernos, progresistas y civilizados, se apoyó a la escoria del fanatismo totalitario, como los talibanes, Jomeini y la casa real saudí, y, por diversas vías, a los nuevos multimillonarios (sin trabajo ni méritos propios) del petróleo, disfrazados de musulmanes light cuando se desplazan a Occidente para pecar sin cortapisas. Se traicionó y abandonó, tanto en los países de origen como entre las comunidades inmigradas, a árabes y no árabes que aspiraban al laicismo, la libertad y la democracia, y se favoreció una regresión que ha sido evidente y en la que el velo, por ejemplo, lejos de reducirse a un detalle cultural, es la piedra de toque de la posición a favor o en contra de igualdad y el derecho ciudadano, de ahí el empeño en negar su relevancia, reducirlo a opción personal, moda o capricho, y desligar su uso del Corán. Aunque la terca realidad muestre de cuando en cuando, por miles de imágenes, lo contrario. El dinero fluía generoso desde Oriente Medio, se compraban en Europa bienes, armas, contratos de montaje de complejos nucleares, como el de Irak, franjas costeras, grandes almacenes. Cara al público se utilizó a los palestinos como una mina inagotable de justificación, victimismo y adquisición con donativos de buena conciencia, que permitiría a Arafat y los suyos figurar entre las grandes fortunas del planeta. Los años ochenta vieron, al tiempo que la continuación del terrorismo, la erección por toda Europa de grandes mezquitas y madrasas, generosamente subvencionadas, entre otros, por Arabia Saudí, los emiratos del Golfo, Libia, Kuwait, Bahrein, Oman, Turquía. Y no menos asociaciones y publicaciones, como la revista Eurabia, aparecida ya en 1975 y de la que toma Oriana el nombre para bautizar la maniobra expansiva, objeto de sus escritos y de su alarma, por la semejanza con la blanda reacción europea en los años 30 ante la subida del fascismo.

La ola de censura y manipulación es estadísticamente obvia y delata los fondos en ella invertidos para servir los intereses de las clientelas de este ideario. Basta con observar la persistente lluvia, en todos los medios comunicativos y culturales, de vituperios, imágenes negativas y caricaturas burlonas de cuanto tiene relación con el cristianismo y, por el contrario, el modoso silencio o las descaradas y sistemáticas alabanzas a historia, personajes, usos y obras del Islam. En películas de generosísimo presupuesto como El Reino de los Cielos o El caballero número XIII el gran público disfruta de las ejemplares nobleza, sabiduría y tolerancia de Saladino y demás sarracenos comparadas con la codicia, fanatismo y corrupción de los cruzados de occidente, y tiene ocasión de extasiarse ante la generosa valentía del caballero árabe, que brilla como un dechado de civismo entre la barbarie de los guerreros nórdicos. La ubicua propaganda según la cual el mundo islámico sería la flor y esencia de la cultura y todos los inventos tendrían en él su origen raya hoy en lo grotesco. Naturalmente se silencia la encarnizada persecución en el ámbito musulmán del puñado de hombres preclaros y de espíritu abierto. De cuando en cuando surge en Europa a contracorriente alguna voz de sinceridad discordante, condenada de inmediato al ostracismo. Fue el caso del parlamentario noruego Hallgrim Berg, que denunció en la Asamblea de Estrasburgo supuestos Diálogos Euroárabes que no eran sino monólogos políticos al servicio del Islam donde el pensamiento liberal y la amplitud intelectual no tenían lugar alguno. La regresión se ha multiplicado a ojos vistas en los últimos años. En Alemania, que cuenta con tres millones de turcos y donde se alzan dos mil mezquitas, se observa un abrumador aumento de mujeres cubiertas de negro, de recaudación de impuestos revolucionarios y, no por azar, de redes fundamentalistas entre las que se encuentra la de los terroristas que pusieron la bomba en el vuelo de Pan American que se desplomó sobre Lockerbie, matando 270 personas, o la escuela donde se formó el líder del 11 S Mohammed Atta. En Europa se está tolerando la poligamia de hecho mientras se denuncia, con éxito, la presencia de crucifijos incluso en propiedades privadas, se expurgan según qué libros de las librerías, se inyectan sumas millonarias en películas y documentos que, bajo la lujosa apariencia, son pura propaganda de un islam idílico y se eliminan del espacio público a las voces disidentes.

La táctica troyana, la construcción de un Estado dentro del Estado, incluye proyectos, como el italiano de erigir una completa ciudad islámica, la exigencia de dispensar a las mujeres de descubrirse el rostro, ni siquiera para documentos de identidad, la proliferación de publicaciones exaltando a los mártires, la presión para el reconocimiento de la poligamia, la separación de sexos en servicios públicos y la preeminencia de la autoridad patriarcal. Todo esto subvencionado, garantizado y blindado por los países de acogida. La estrategia consiste invariablemente en aprovecharse de la protección a minorías y creencias que ofrecen los sistemas democráticos, forzar a una falsa homologación con sectores que no presentan problema alguno, como budistas, evangélicos o judíos, e imponer la no integración, la desobediencia y desprecio a las leyes y civilización del país como un derecho. La metodología pactista viene de lejos, fue practicada en los años treinta por el fascismo en su alianza de Hitler con el Gran Mufti y los representantes de un islam siempre bien dispuesto respecto a los que veía como sus homólogos. Semejante ha sido el caso de los partidos comunistas, expertos en monopolizar la imagen del luchador contra dictaduras, y en eliminar a la competencia. De forma más burda, en Oriente los grupos musulmanes se han encargado de, primero ocupar, y de destruir luego países prósperos y avanzados, como el Líbano. Previamente, es curioso que se hable en un 99% de las veces del mapa histórico medieval como si comenzara con la agresión cristiana de las Cruzadas contra un pacífico y civilizado imperio, y se silencien los siglos previos al XI. Porque la historia del Islam lo es fundamentalmente de invasión, su credo el de un jefe cuyo reino es muy de este mundo y que predica por encima de todo la unidad en la conquista, y sus métodos, como repite el libro sagrado hasta la saciedad, la eliminación o sometimiento del adversario. Muy poco después de la muerte de Mahoma ya se habían invadido zonas entonces cristianas, como Palestina y Siria, tomada Jerusalén en el 668 y a continuación Persia, Armenia, lo que ahora es Irak, Egipto, Túnez, Argelia y Marruecos, la Península Ibérica el 711 y parte de Francia, hasta que fueron derrotados por Carlos Martel en la batalla de Poitiers. De estos territorios, sólo España lograría librarse de los invasores y no convertirse en una extensión del Magreb. Por el sur hubo un acoso continuo de las riberas mediterráneas, con rapiña, matanzas y esclavización de poblaciones. Las torres que bordean los litorales no son puntos de recepción de los afables visitantes magrebí es sino puestos de defensa y vigilancia. La Edad Media es una sucesión de ataques, masacres, destrucciones y saqueos por parte de piratas y expediciones musulmanes que sufrieron Italia entera, Suiza, Portugal, que en Oriente se extendieron hasta China y la India y hacia el sur destruyeron las prósperas comunidades cristianas de África. Desde el siglo XIV los turcos avanzaron hacia el centro de Europa hasta hacerse con la que es Estambul y fue Constantinopla, en uno de los baños de crueldad y sangre más espectaculares que la Historia registra. A ella siguió Atenas, donde se convirtieron en mezquitas todos los edificios antiguos y más tarde las autoridades turcas, al haberlo transformado en polvorín, harían saltar el Partenón. Mientras, el rey de Francia pactaba con la Sublime Puerta para embolsarse tranquilo los frutos del comercio con Oriente, España, junto con Venecia y los Estados Pontificios, fue la única que frenó en Lepanto, en 1571, el poder turco en una arriesgadísima empresa sin la cual serían otros, y ciertamente no mejores como muestra la evidencia, el mapa y la historia de Europa. La invasión-porque la expansión del islam fue todo menos dulce y pacífica-constituyó sin embargo un éxito porque comprende hoy, sin contar Extremo Oriente, desde el Atlántico a los Urales, unos cincuenta y tres millones de personas y se apoya en una práctica directamente ligada con el mantenimiento de la inferioridad femenina: La procreación intensiva, que hace del musulmán el grupo más prolífico del mundo, con una tasa de fertilidad y un aumento demográfico que podrían anegar en pocas décadas los países europeos. De hecho el discurso de numerosos líderes religiosos incluye el precepto para las mujeres, de parir al menos cinco hijos y está estrechamente ligado con la reivindicación de la poligamia y la aceptación, incompatible con las leyes europeas sobre la igualdad de sexos, del matrimonio islámico, que, en sus dos variantes, la permanente y la provisional, considera a la hembra (a la que se mantiene separada del novio durante el rito) objeto de venta, inferior, sometido y fácilmente repudiable. A la que por cierto el Corán dice explícitamente que hay que golpear si desobedece. La estrategia se completa con el plan de crear una serie de repúblicas semejantes a Irán que se extenderían de norte a sur por el centro de Asia, cortarían a placer los suministros energéticos e instaurarían un reino de la servidumbre que dejaría pálidos los planes del nazismo. Las precarias situaciones de Afganistán y de Irak no lo son por la intervención norteamericana sino por la dejadez europea, de cuya inhibición temerosa tienen clara percepción, en esos países, fundamentalistas y oligarcas, para los que la libertad y democracia significan tan poco como las vidas de sus propios ciudadanos.

Sobre España, la opinión de la periodista, avalada ésta con abundantes datos, es tan escueta como drástica: es parangón de una invasión islámica sin cortapisas, en territorio, inversiones, edificios, instituciones, permisividad y normativa. Respecto a su Presidente, se le dedica un breve y despectivo epíteto constante, el insoportable Zapatero, y se subraya su peligroso y cínico populismo.

Todo se realiza, en las sociedades europeas, bajo la supervisión del estrecho matrimonio de censura y miedo, el mismo que impide que se muestren expuestos los libros de Oriana Fallaci, el que hace que se multipliquen las amenazas contra su vida y que se asesine y coaccione a cineastas, escritores, intelectuales y políticos mientras los demás, la inmensa mayoría, callan y contemporizan. Pero también hay importantes alicientes para los que colaboren en la instalación, dentro de los estados de Derecho, de enemigos de los sistemas libres cuya voluntad de no integración figura explícitamente en su credo: Se ofrece dinero rápido y abundante enviado por los emires de los creyentes, sea en forma de petrodólares, sea canalizado y envasado en subvenciones, comisiones y gratificaciones diversas; y golosas bolsas de votantes a los partidos que defiendan el voto rápido para los inmigrados. En estos partidos y organizaciones hay quien es perfectamente consciente de la gravedad del trueque, sin embargo la prioridad de tocar poder prima sobre los escrúpulos, pero también existen no pocos que creen hacer justicia al pobre trabajador emigrado concediéndole un derecho que servirá a éste para imponer al común de los ciudadanos del país prácticas anticonstitucionales y reaccionarias, El multiculturalismo se estrenaría paralizando todo tipo de actividad laboral para tirarse durante el día cinco veces al suelo en las horas de plegaria, no acudiendo al trabajo el viernes y multiplicando los días feriados a los que habría que añadir la peregrinación a la Meca, todo ello a cargo del contribuyente de a pie. Éste último se transforma, y lo transforman, en un colaborador manso y pasablemente intimidado, flotan en su interior asesinos y amenazas, vive en el país de una ETA extensa, poco importa si tocada de capucha o de turbante. Es tiempo de pagar chantajes.

 

La vita è bella

 La lista de víctimas de los atentados terroristas islámicos es mucho más amplia que la enmarcada por el gran pórtico de las Torres Gemelas; a ella se dedica con minuciosidad Oriana en sus dos últimos volúmenes. Recorre desde la actualidad a los años ochenta y pasa por aviones, discotecas, restaurantes, mercados, calles, templos, sedes diplomáticas y escuelas infantiles. Enumera, por primera vez con nombres y apellidos, a decenas de muertos, a centenares de personas de todas las razas, edades y naciones, apenas citadas por la misma prensa que ha silenciado púdicamente sus torturas y su martirio y sí ha ejercido un racismo antiamericano oportunista al que la escritora es ajena. Ella da fe de vídeos con el degüello de secuestrados, que se venden a centenares y se contemplan con fruición en Oriente Medio, y recuerda asesinatos en plena Europa, como en Ámsterdam el del cineasta Theo van Gogh, que había denunciado la situación de las musulmanas, acosos con amenazas de muerte, como los casos de la parlamentaria holandesa de origen somalí Ayyan Hirsi Alì y de Salman Rusdhie, y a muchos niños, los de la escuela de Beslán, los palestinos adiestrados en los campos del Líbano o Jordania, los iraníes enviados por delante de las tropas de Jomeini para hacer saltar las minas. Entre el silencio atronador de los que, en los medios occidentales, prefieren mirar hacia otra parte y dedicar sus energías a la crítica a Estados Unidos. Porque el auténtico ideal de las clientelas del bienestar gratuito y los derechos sin esfuerzo es que otros sigan poniendo el dinero y las vidas.

Y sin embargo las últimas obras de Oriana son un canto a la vida, una brusca llamada a alejarse de la muerte, a despreciar la enorme capacidad de los catalizadores de odio, su mundo siniestro de opresión y represión, de calles sin mujeres, de mujeres sin rostro, de gritos sin individuos e individuos sin voz, de la infinita frustración, complejos y tedio transformados en tensión y agresividad que se palpan en aquellos ambientes. La cristiana atea, la revolucionaria impenitente que Oriana Fallaci se declara defiende, hasta el umbral de la Nada, la alegría de vivir, el placer de su cigarrillo, su música y su copa, frente a la sombría y aburrida hueste de quienes sólo hallan distracción en el regusto de poder que proporciona el ejercicio del mal. Hasta el final ella quiere a la vida, que se le escapa, por quien cada día lucha frente a un enemigo extraño, el cáncer, que avanza por su cuerpo como por una ciudad tomada pero contra el que su parte más humana, refugiada en el cerebro, resiste; un alien del que abomina, en una rebelión llena de grandeza contra el absurdo desperdicio, escrito en las leyes de la Naturaleza, que ordena el fin de toda existencia y que la vida se alimente de cadáveres.

Entonces, para que esa vida irremediablemente limitada, finita, valga la pena, hay que vivirla con el sabor de la libertad en los labios, con la incomparable plenitud del pensamiento, la belleza, el amor y la inteligencia. Jamás se somete Oriana Fallaci a la muerte. Por el contrario, su pluma se nutre de la repugnancia que sus adoradores le inspiran, de la indignación hacia cuantos se nutren de sus sobornos, de la urgencia de presentar batalla a la vasta grey que dobla la cerviz y escucha con tibieza a los fieles del negro dios de la aniquilación, la envidia y el evangelio rencoroso. Hasta el final ella recordará al hombre que amó, gustará los bienes de la tierra, verá la luminosa armonía de Florencia, las pirámides de cristal y acero, la ciencia que hará accesible el vuelo hasta las estrellas. Y habrá dejado tras de sí vida, y no muerte, independencia, bravura y un apasionado amor, que no odio, al planeta que recorrió y que tan bien supo reflejar.

 

La España de Oriana Fallaci

La cronología ha dispuesto que los últimos libros de Oriana, escritos en un especial estado de pasión, indignación, voluntad de raciocinio y grito de alarma ante el pasivo entreguismo de Europa, hayan coincidido con un periodo crítico para la historia de España, centrado en 2004 pero enmarcado en un contexto geopolítico intensamente determinado por el atentado del 11 S y desarrollado en un inacabado rosario de desastrosos epílogos.

Lo que comenzó como un largo artículo, redactado sin descanso durante quince días y alumbrado por la conmoción, vivida personalmente en Nueva York, de la matanza de septiembre, se transformó en tres libros, el segundo de los cuales se cierra con unas breves líneas de la autora: La fuerza de la razón se imprimía veinticuatro horas después de lo que la escritora define como enésimo ataque del terrorismo islámico contra Occidente, la masacre del 11 de marzo en Madrid, y a esos muertos lo dedica. Las ediciones se suceden; ella afirma haber controlado palabra por palabra la versión española (traducción, por cierto, que deja mucho que desear). En el otoño del mismo año, 2004, aparece el tercer volumen de la trilogía (la cual no es sino un continuum) titulado Oriana Fallaci se entrevista a sí misma. El Apocalipsis. La periodista hace honor a las afirmaciones de que su cerebro la mantenía viva y lúcida por encima del cáncer, impulsado por la fuerza de voluntad y el imperativo del testimonio. Morirá en septiembre de 2006.

España adquiere en sus páginas una dimensión peculiar. Le cabe el dudoso honor de situarse en cabeza de la lograda estrategia de penetración fundamentalista, en primera línea del antiamericanismo, y de haberse transformado con extraordinaria rapidez en un ejemplo de manual del populismo buenista. El capítulo segundo de La fuerza de la razón, redactado antes del once de marzo de 2004, se dedica a la demostración, por vía de los hechos, de que los países europeos son objeto de una ocupación islámica subrepticia que aspira a establecer estados dentro de los estados y se vale, para imponer sus usos por encima y contra las leyes del país de acogida, de la censura, el miedo y la presión de los sectores afines. Utiliza para ello a una población musulmana inmigrada, no sólo ajena a los conceptos de democracia y de libertad individual, sino manifiestamente opuesta a la integración en la nación donde se ha establecido y controlada, en connivencia con las autoridades locales, por imanes cuyas enseñanzas son incompatibles con la separación de poderes y las premisas básicas de un sistema moderno. Sus apoyos son múltiples, desde los medios de comunicación y los políticos que venden una mezcla de pacifismo pluricultural y bienestar gratuito a los intelectuales de nómina, con una base amplísima de beneficiarios de subvenciones, comisiones, contratas y petrodólares cuyo origen se sitúa, finalmente, en jeques, emires y dirigentes de verbo revolucionario y saneada fortuna.

Tras pasar revista a la situación en Inglaterra, Alemania, Dinamarca y Holanda, la señora Fallaci afirma que ningún caso es tan grave como el español. En la Península, visitada antes de ir a Miami por el piloto del 11 S Mohamed Atta para entrevistarse, en la cárcel de Tarragona, con un colega experto en explosivos, campan por sus respetos los terroristas mejor adiestrados del continente y han adquirido los príncipes saudíes, el riquísimo clan marroquí y los multimillonarios del Golfo multitud de inmuebles y los mejores territorios de la costa. Éstos y aquéllos financian en España la propaganda islamista, premian las conversiones y gratifican con seis mil dólares a la conversa que da a luz a un varón y con generosas recompensas a las mujeres que se avienen a cubrirse con el velo. Aquí se encuentran los que creen en el mito del paraíso perdido del reino andalusí y aquí existe un movimiento político llamado Asociación para el Regreso de Andalucía al Islam. En el histórico barrio del Albaicín se inaugura la Gran Mezquita de Granada, con un Centro Islámico anejo. El proyecto se efectuó apelando al acuerdo firmado por Felipe González en 1992 de garantizar a los musulmanes el pleno reconocimiento jurídico. Está materializado y nutrido por el flujo de millones llegado desde Libia, Malasia, Arabia Saudita, Brunei y el sultanato de Sharjah, cuyo príncipe presidió la apertura y aseguró que se sentía volver a su propia patria, a lo que los conversos españoles, por entonces dos mil solamente en Granada, respondieron que se trataba de recobrar sus raíces. La Asociación Para el Regreso de Andalucía al Islam nació en Córdoba hace más de treinta años, y sus fundadores no fueron musulmanes de origen, sino españoles que cambiaron las profecías de Marx y la religión del proletariado por los preceptos de Mahoma y la devoción al Corán. Naturalmente su iniciativa fue acogida con todo entusiasmo por la jet de Marruecos, Arabia y el Golfo. Llovieron dólares y asociados.

Los conversos acudían, no sólo de diversas provincias españolas, sino del resto de Europa, animados además por el hecho de que con la apostasía del cristianismo no arriesgaban la vida, cosa que sí hubiera ocurrido de, a la inversa, abjurar de Mahoma. No hubo reacciones oficiales ni de la Iglesia católica ni de las autoridades. Por el contrario, en 1979, en nombre del ecumenismo, el obispo de Córdoba les permitió celebrar la Fiesta del Sacrificio, durante la cual se degüellan corderos, en el interior de la catedral. Para ello fue preciso cubrir o retirar vírgenes, santos y crucifijos y limpiar luego los restos de animales sacrificados. Visto lo visto, el año siguiente el prelado optó por enviar a los nuevos y entusiastas musulmanes a celebrar el sacrificio a Sevilla (justo es recordar, como hace la escritora, que la Semana Santa sevillana no carece de parafernalia morbosa y sangrienta), pero hubo enfrentamientos. Se los transfirió, pues, a Granada, donde se instalaron, y permanecen, en el Albaicín. Allí han creado un miniestado que obedece a sus propias leyes y posee sus propios hospital, cementerio, matadero, periódico (La Hora del Islam), tiendas, mercados, oficinas, bancos, editoriales, bibliotecas y escuelas, que son madrasas dedicadas a la enseñanza del Corán; y allí han puesto en circulación su propia moneda, de oro y plata, acuñada sobre el modelo del dirham de tiempos de Boabdil. El Estado de Derecho, la Constitución y la igualdad entre todos los ciudadanos se inhiben, como ocurre, por ejemplo, también en Italia cuando los escolares musulmanes rechazan escuchar a la profesora porque es mujer y consiguen que les envíen un sustituto varón, cuando los empleados de tal credo se valen de su religión para amenazar al empresario con denuncias de racismo si les reprocha su ineficacia laboral, cuando se pretende por imposición musulmana desterrar obras de arte, canciones, iconografía, fiestas y usos tradicionales del país de acogida, y se transmiten por los medios de comunicación europeos las alabanzas de los inmigrantes al terrorismo y a los asesinatos de Ben Laden. Las autoridades españolas colaboran activamente con los que financian la construcción, no ya de oratorios, sino de enormes mezquitas, cuya altura supere, como es política usual de sus patrocinadores, a los edificios del entorno con minaretes que demuestren el dominio sobre el infiel, obras que sean los hitos del orden nuevo, de lo que llama la escritora la mayor conjura de la historia moderna, un proyecto totalitario que se eleva en Europa sobre las ruinas ideológicas de credos fracasados, el clientelismo parásito y los señuelos populistas, con la ayuda inestimable de organizaciones que van desde la Unión Europea hasta los grupos pacifistas pasando por los cristianos ecuménicos y los intelectuales ayunos de catecismo sociopolítico. No es casual que éstos últimos saltaran con tanta destreza de las alabanzas a Stalin al silencio respecto al goulag y del fervor antisistema al apoyo al discurso más reaccionario, el de las teocracias árabes, que existe hoy por hoy en el planeta.

Los borradores de Proyectos de Acuerdo que se están elaborando, con secretismo estratégico y ocultación parlamentaria, en varios países de Europa entre representantes islámicos y entidades oficiales y financieras significan el reconocimiento de un status especial para colectivos dentro del propio territorio, receptores legales de todas las ventajas pero eximidos de las obligaciones a que la generalidad de los ciudadanos se halla sujeta, en un esquema por demás muy parecido al que en economía reivindican las supuestas nacionalidades históricas y cuantos han descubierto las ventajas de adscribirse al victimismo de un grupo para el que minoría es sinónimo de trato preferencial e imposición a la mayoría. El caso musulmán, aunque utilice el argumento del respeto religioso, no tiene parangón con otras confesiones, que viven con normalidad su vida ciudadana. Su conflictividad, y la violencia que contra las estructuras de los sistemas europeos ejerce, reside en su radical incompatibilidad con libertad, democracia y derechos humanos y civiles. La confusión que se establece al unificar islam con árabes y con la totalidad de la comunidad inmigrada es una voluntaria maniobra para anular a individuos y Estado democrático y dejar a los más progresistas y laicos inermes en manos de la teocracia de origen y la red religiosa de control civil. Lejos de representar un avance en la tolerancia y el respeto a las diferencias, tales iniciativas son un apoyo directo a la opresión ejercida por el más rico, influyente, fuerte y poderoso, sea el padre el jeque, el imán el rey, el varón del clan patriarcal o el director de la escuela del barrio. Naturalmente la renuncia del Estado de Derecho a defender la igualdad de todos los ciudadanos y a proteger, por encima de raza, religión, sexo y cultura, a la persona tiene como víctimas directas a los más débiles: niños, mujeres, disidentes, represaliados, pobres ignorantes e ignorantes pobres. La segregación y subordinación femenina es tan clara en los preceptos coránicos y en la sharia que está a prueba de exégesis y maquillajes. Los consejos dados por el imán Mohamed Kamal Mustafá, de la Federación Española de Entidades Religiosas Islámicas, sobre cómo pegar a las mujeres son de la más estricta ortodoxia y fueron justamente aprobados por el imán de Valencia, Abdul Majad Rejab. Imán M. K. Mustafá: Usar un bastón fino y ligero, útil para golpearla aunque esté lejos. Golpearla con precisión en el cuerpo, las manos, los pies. Nunca en la cara porque ahí se ven las cicatrices y los hematomas. Tener en cuenta que los golpes deben hacer sufrir no sólo física, sino también psicológicamente. Imán A. M. Rejab: El imán Mustafá es islámicamente correcto. Golpear a la mujer es un recurso. A lo que añade el imán de Barcelona, Abdelaziz Hazan: El imán Mustafá se limita a referirse a lo que está escrito en el Corán. Si no lo hiciera, sería un hereje.

Las raíces de este afianzamiento de situaciones contra derecho se hallan también en las declaraciones hechas durante la Asamblea Parlamentaria de la Unión Europea celebrada en París en mayo de 1991. El Consejo de Europa, a propuesta de la Fundación Occidental de la Cultura Islámica, en la estela del Diálogo Euroárabe de Madrid, dio a luz una serie de ponencias centradas en La contribución de la civilización islámica a la cultura europea. El resultado fue un documento final de ciento ochenta y cinco páginas en el que los diversos delegados occidentales rivalizaban en la apología de un Islam sin tacha que sería la fuente de toda virtud, sabiduría, ciencia y cultura. Raro era el invento que, de escuchar a los congresistas, carecía de precedentes en territorios musulmanes. Oriana cuenta cómo, con el ardor de una conversa, Margarita López Gómez, de la Fundación Occidental de la Cultura Islámica sita en Madrid, les atribuía la invención de los helados, del papel (que no a los chinos), el primer estudio de la circulación de la sangre y el establecimiento de ciudades de corte moderno. A lo que se añadiría el cultivo del algodón, la inspiración de las escuelas poéticas medievales del Dolce Stil Novo por el afortunado contacto de los cruzados con el culto a la dama propio de los sarracenos (¿), la Ilustración gracias a Al-Nabulusi quien, en 1730, expresaría en Damasco ideas luego enunciadas por Voltaire, y las bases de la economía moderna, dado que Adam Smith se habría inspirado en las normas expresadas por Mahoma. Tras esto, no cabe sino agradecer y esperar, con la lógica impaciencia, una segunda invasión que civilice, al fin, el Viejo Continente. Mientras tanto, los actos se clausuraron con todo tipo de exhortaciones, recomendaciones e iniciativas para crear universidades euroárabes, publicar  libros islámicos y ofrecer en prensa, radio y televisión programas relacionados con el tema. De ello es ejemplo el artículo sobre la inauguración de la mezquita de Granada, en el que la redactora entonaba una loa a la gloria andalusí, celebraba el pronto regreso a la ciudad de la voz del muecín que llamaría a la plegaria y esperaba que, con ello, se reparara en algo la ignominia cometida por Isabel de Castilla, quien en 1492 había sido la causante de dos desdichados sucesos: la expulsión de los árabes de España y el descubrimiento de América. El artículo se cerraba con el lógico lamento: Y vivimos ahora en un mundo que todavía sufre a causa del éxito de aquellas dos empresas.

La Historia concede también a España, en el tema que a Oriana Fallaci interesa, un papel muy especial a causa de la temprana invasión islámica, los siete siglos de ocupación (aunque parcial y en franco retroceso desde la baja Edad Media) y el hecho de ser el único país en haber expulsado, finalmente, a los musulmanes de su suelo. Desde luego la periodista no suscribe la teoría de la pacífica convivencia de culturas, que califica de mito colaboracionista, y remite a los lectores a las crónicas de monasterios y conventos quemados, iglesias profanadas, religiosas violadas, cristianas y hebreas raptadas para ser recluidas en harenes, crucifixiones en Córdoba, ahorcamientos en Granada y decapitaciones en Toledo, Barcelona y Zamora. La población hispanovisigótica estaba obligada a ocultar los símbolos cristianos, inclinarse al paso de los musulmanes y mostrar sumisión, y no se le exigía convertirse porque ello les hubiera eximido de pagar tributos al califa. Las invasiones procedentes del norte de África, el desembarco de ejércitos tan ávidos de botín y territorio como impregnados de fundamentalismo purista y que contaban en la Península con grupos que actuaban de quinta columna, fue una constante, como lo fue el hostigamiento de las poblaciones mediterráneas por los piratas berberiscos. En el siglo XVI los turcos, tras haberse hecho dueños en 1453 de Constantinopla con un baño de sangre, avanzaban por Centroeuropa, la ocupaban, sitiaban Viena y anunciaban claramente su propósito de englobar el Continente entero en el Gran Islam que reivindica el fundamentalismo actual y que la hubiera reducido a algo semejante a lo que son hoy los países del Magreb. En 1571 el general turco Lala Mustafá se apoderó de Chipre, hizo mutilar, y desollar en público al patricio veneciano Marcantonio Bragadino, gobernador de la isla, que intentaba negociar con él la paz, y ordenó, una vez que éste hubo muerto bajo la tortura, que le fabricasen un monigote con su piel. Mientras el rey de Francia se aliaba con la Sublime Puerta España, unida a Venecia, el Vaticano, los ducados italianos y Malta, se enfrentó en Lepanto a la flota turca y logró con esa victoria frenar el avance del imperio otomano y cambiar lo que parecía extensión imparable, que hubiese significado un mapa de Europa muy distinto del actual.

España es objeto de la atención de la señora Fallaci en otro especial momento histórico: 1975. Franco agoniza. Se perfila la transición democrática que en realidad llevaba años gestándose. En su entrevista con el Secretario General del Partido Comunista Español, y en la introducción previa, la periodista expresa, no sólo su percepción de Santiago Carrillo, sino las expectativas de una Europa que observaba el último acto de una larga y anacrónica dictadura y aguardaba expectante la reacción posterior del país. Oriana es por entonces una mujer de cuarenta y seis años, en la plena madurez de una destreza profesional a la que se unen pasión y energía. Con el instinto del periodista y la vehemencia del compromiso, refleja y concentra en su persona lo que eran sentimientos comunes de la opinión pública: la querencia de utopías y el reconocimiento de realidades insoslayables. Existe en Occidente, junto con el rechazo de las dictaduras, un grave conflicto identitario. Sectores importantes de intelectuales y de ciudadanos habían apostado, de una forma más platónica que otra cosa, primero por el comunismo revolucionario; luego, según los desastrosos efectos de éste se hacían más obvios, por un vago socialismo que sabría conciliar teorías marxistas con democracia y libertad. Oriana abomina del estalinismo y sus seguidores, ha reflejado impecablemente el fundamentalismo marxista de Alvaro Cunhal, la franca honestidad del presidente Mario Soares (quien denuncia que Cunhal y los suyos se han hecho con todos los medios de comunicación de Portugal) y las contradicciones de otros líderes; recuerda el desprecio de su padre por la castración colectiva del albedrío de los individuos que los sistemas comunistas producen. Ya entonces, 1975, advierte la trampa del chantaje dual “Derechas/Izquierdas”: Ay de no ser tenido por persona de izquierdas, o lo bastante izquierdista. Equivalía a ser calificado de reaccionario, de contrarrevolucionario, de fascista. Al que no era comunista se le llamaba fascista. Pero ella se aferra al amor a la independencia y necesita, como tantos otros de su época, saber que las esperanzas e ideales revolucionarios no han existido en vano. En Santiago Carrillo encuentra al comunista perfecto, imprescindible, el Hombre Nuevo del futuro en quien se alían inteligencia y bondad, el dirigente de un partido marxista que opta, ¡al fin!, por la tercera vía, que ha descubierto y que promete ese “socialismo en libertad” que es la piedra filosofal de los alquimistas políticos. Carrillo, que cuenta sesenta años, es un hombre delicioso, distinto de todos los demás, encantador, enemigo de la violencia, dispuesto a aceptar alianzas con todos los partidos, a someterse al veredicto de las urnas, alguien que considera desfasada la pretensión de dictadura del proletariado e injusta la invasión soviética de Checoslovaquia. Oriana muestra hacia él una admiración rendida, difícilmente observable respecto a otros sujetos de sus reportajes. Si todos los comunistas fueran como Santiago Carrillo, el mundo sería más inteligente y más feliz. No hay apenas preguntas sobre la Guerra Civil ni aparecen temas espinosos.

Entrevista con la Historia, ese volumen en el que se publican las que Oriana Fallaci realizó entre 1969 y 1975, es un libro fascinante en el que los personajes que hace tres décadas tejían, o creían tejer, la Historia juzgan el destino del planeta, el pasado, el futuro y a sí mismos. Se trata de un documento que resulta hoy inapreciable por la comparación de aquella visión del mundo con el posterior desarrollo de la realidad. La periodista ha llegado a España dispuesta a poner flores sobre las tumbas de los últimos ajusticiados por el franquismo, a denunciar los crímenes finales del dictador. Se identifica con la lucha contra la opresión que juzga ser la de ETA. Huele por todos sitios la sangre de las víctimas del régimen que se extingue y ve en Carrillo alzarse frente a ella a un hombre que había dedicado su vida a luchar por el cambio pacífico. Sobre toda la entrevista planeará el olor de la sangre de los cinco fusilados, a los que siempre se califica de criaturas por su juventud. (No se percibe el olor de ninguna otra sangre ni se cita que a éstos chicos de entre veintiuno y veintisiete años se los acusaba de tres asesinatos, asalto y atraco). Criaturas se repite cuando habla Carrillo de las generaciones sacrificadas por el General, contra cuyas infamias él ofrece una paciencia y deseo de reconciliación nacional angélicos. Su personal pasado estalinista parece al militante español de absoluta lógica teñida, incluso durante su estancia en la URSS, de ingenuidad. Nada advirtió, en sus seis meses de residencia en Moscú: yo no puedo decir que guarde un mal recuerdo de Stalin porque en aquella época no sabía que Stalin fuese Stalin. No se veía en nada (sic). Y lo explica diciendo que él nunca aprendió ruso, y además gozaba de total libertad y podía decir a los soviéticos (recuerde el lector que se está hablando del periodo de purgas, depuraciones, asesinatos y deportaciones) lo que se le antojara. Tampoco se enteró de mucho en Nueva York, donde residió otros seis meses, a causa de su desconocimiento del idioma. Una impermeabilidad al aprendizaje de lengua extranjera difícilmente creíble en alguien de veintipocos años. La entrevista se cierra con las seguridades que el líder comunista ofrece a la periodista de que, tras el asesinato de aquellas cinco criaturas, la larga noche franquista está por acabar.

Treinta años después, ni la noche ni el día son ya lo que eran. Oriana observa con desconfianza y tristeza a una España en la que la blanda rendición ante la agresividad de las nuevas invasiones, la incapacidad de defender valores e identidad propios, la cobardía oportunista y el sectarismo tribal son, como en Italia, rasgos dominantes. España forma parte del coro de la izquierda caviar especializado en himnos al pacifismo incondicional, el antiamericanismo venenoso, el filoislamismo entusiasta y el antioccidentalismo masoquista. La pronta retirada de las tropas españolas de Irak por el gobierno llegado al poder tras el atentado de Madrid del 11 de marzo le produce desprecio, y su juicio sobre el presidente José Luis Rodríguez Zapatero se resume en calificarlo de insoportable, populista cínico y pícaro deleznable que no vale un comino. Ve, sobre todo, claro peligro en la perversión del lenguaje y en la avidez con la que grupos parásitos explotan el gran negocio del victimismo e imponen la dictadura de las minorías. La repele la rentable y agresiva petulancia de homosexuales, ecologistas, antisistema y de cuantos, en nombre de “Paz”, “Pueblo” y “Naturaleza”, adoran la moda islámica y sirven a los enemigos de la libertad. Hace alusión al brindis al sol de Zapatero legalizando, sin que nadie le tratase al menos de cretino (sic), el matrimonio y la adopción para las parejas homosexuales, y utilizando, a falta de cosa mejor, el exhibicionismo de esos grupos para procurarse él notoriedad y clientelas. Esto mientras juega a desdeñar a una Norteamérica que es para Europa el único baluarte de la libertad, que envió por miles a sus soldados a defenderla en las dos Guerras Mundiales y que constituye el más claro exponente democrático y el único defensor real que a Occidente le queda. Oriana no reconoce-está bien acompañada en ese sentimiento- a su Italia en el país actual, acomodaticio y de dirigentes sin categoría. La suya es una patria valiente, digna, laica, defensora de su cultura y de sus principios, que no se deja intimidar. La escritora jamás renuncia a su ideal de revolucionaria impenitente enemiga del miedo y de la sangre, segura del poder de la inteligencia, la razón, la paciencia, la belleza, y se rebelará hasta el final contra esa Europa sin alma que se somete a los terroristas. Recuerda que los estadounidenses respondieron con bravura a la pública exhortación de Ben Laden antes de las elecciones. Él les dijo que no debían votar a Bush para así evitar otro Manhattan. Os hablo para deciros que seguir con la misma política conducirá a la repetición del incidente (sic; incidente figura en el discurso televisivo de Ben Laden) acaecido el  11 de Septiembre. Ellos, los estadounidenses, sí se negaron a practicar la rendición preventiva.

 

IV

LOS NOMBRES SIN NOMBRE: LA INVASIÓN DE LOS ULTRACUERPOS

 

Libia y más allá: El hombre que quiso ser Mao.

 Pasa una mujer. No es nadie, es un fardo al que, como mucho, se ha permitido, descubrir un ojo para que no tropiece con las piedras. Hay, en el pueblo, muchos fardos como ella. Ninguna otra existencia en este lugar se les permite. Hay cientos, miles, hay millones de fardos similares, de seres sin nombre, perros carentes de la libertad del perro, esparcidos por el mundo de la media luna, que cobija la segregación más feroz que jamás la Historia ha conocido, al lado de la cual la estrella amarilla y el blacks only son pura anécdota.

Hay (parecía difícil) otra categoría que supera la del fardo: la del robo de persona y rostro: Se trata de la de la neta desaparición de esa mitad impura de la población, el nombre de cuyo habitáculo, harem, es en su raíz sinónimo en árabe de pecado. En Ghadames y en los pueblos del desierto del sur de Libia, las paredes, de luminosidad engañosa, parecen haber absorbido limpiamente, como un filtro, la húmeda y pecaminosa excrecencia del linaje, próximo al demonio (como algunos paisanos sabiamente explican) con el que Dios, cercano al varón, ha cargado obligatoriamente a la Tierra. Han desaparecido las mujeres.

-¿? ¡!-R apenas puede pronunciar la frase (que, en su versión menos académica, equivale a están de puta pena) porque recibe una andanada de improperios procedente de uno de los miembros del grupo, empeñado éste en que nada, ni una gota de reticencia en el dulce mar de leche objeto de su cámara digital, enturbie el viaje, la vistosa pluralidad de culturas, la sacralidad de las tradiciones locales y la colaboración, pasiva, a la alianza de civilizaciones.

-¡! ¡!-Le ha respondido, con ninguna pretensión de diálogo, José Pérez .No. Ellas así están perfectamente. ¿Qué sabe R. de su vida? ¿Por qué se inmiscuye? ¿A qué viene la crítica en un país tan agradable, de beduinos hospitalarios y altivos indígenas que desafían al extranjero invasor? Entre disparo y disparo de su excelente equipo fotográfico, Pérez desgrana, con el énfasis de quien expone ideas de cosecha propia, los clichés del vademécum del multiculturalista respetuoso.

José Pérez encarna, sin saberlo, el inevitable fenotipo del terrorista verbal: Recurre siempre a las mismas técnicas de monopolio, dualidad maniquea e intimidación; alza la voz, es grosero, se hace temer por el resto, a quien no placen sobresaltos en el disfrute, enuncia las vaciedades al uso como opciones personales, está acostumbrado al brillo en corrales pequeños, consigue las mejores habitaciones, tajadas y asientos y está muy atento al aprovechamiento de su inversión en el precio del viaje.

  1. observa el curiosísimo fenómeno: Todos los viajeros, que abundan con su silencio distraído en lo que se ha escuchado, son José Pérez. Ni uno sólo expresa rechazo, asentimiento, constatación, datos. Ellas así están perfectamente. Como las etíopes, cuyas espaldas ensangrentadas por el rito de la flagelación para probar su resistencia ellos fotografiaron el año pasado, como el pastor que disfruta contemplando el solitario puerto donde sólo atracan los yates del primogénito del líder libio y forma, con la oveja, un perfecto contraluz del atardecer mediterráneo. La docena de Josés Pérez intimida. Tal homogeneidad, en tiempos y latitudes, no puede deberse sino a la estratégica maniobra de extraterrestres que se han introducido en cuerpos aparentemente humanos pero ocupados por el programado y bien digerido esquema de las mismas consignas. Tal vez la observación y aproximación precisas permitan atisbar en sus ojos la vacuidad inigualable de la ceguera selectiva, la punta de la vaina de los ultracuerpos lenta y perfectamente engullida.
  2. tiene pensada una ofensiva radical, un arma biológica relámpago que, en breve plazo, reducirá a las catacumbas fundamentalismo y aburridísimos activistas y liberará de sus cadenas a millones de mujeres y, por consiguiente, también de hombres. Se trata de lanzar, preferiblemente desde helicóptero, cientos de miles de lonchas de jamón y de chorizo. Una vez probadas, nadie podrá resistirse a sus bondades; tras comerlas, descubrirán que ninguna fuerza sobrenatural los fulmina y se despertarán de su larga opresión súbitamente convertidos al individualismo y el placer.

La ofensiva aérea deberá tener un planteamiento estratégico. Para objetivos de mayor dificultad e importancia se utilizará jamón ibérico, e incluso, en núcleos muy concretos, bellota, mientras que, para grandes extensiones de tibia y dispersa población y barrios de escasa ortodoxia, pueden emplearse, en pases alternados, la mortadela e incluso el chopped.

Pese a su diseño elaborado, la propuesta de R. para cambiar en horas veinticuatro la generalizada servidumbre por la gozosa floración de libertades no recibe una amable acogida. Por el contrario, despierta en Pérez, fiel a su fenotipo, la irritación que la ironía, si no es la propia, siempre le produce, cierto enojo afín a la denuncia herética y a la defensa cerrada de la butaca preferente.

Descarga cerrada:

-¡No te metas a arreglarles la vida!

Muelle silencio general.

Los términos se han invertido. La dinámica nada tiene del natural rechazo al cenizo, al pretencioso que se complace en protestar de comida, alojamiento y clima del país. El Club de la Adaptación y la Alabanza no tolera la observación disonante que produce una fisura en la superficie idílica, que ignora el dogma de la bondad primigenia de las civilizaciones visitadas y su derecho a la evolución según milenarios ritmos geológicos. La barbarie y su presencia cotidiana bajo múltiples rostros es de imposible, no ya denuncia, sino constatación verbal. La represión no responde a ese nombre, sino que se bautiza, en las páginas de las guías como en boca de los guiados, con una guirnalda de floridos epítetos. La ley sequísima y las reuniones men only son llamadas fiestas virtuosas a base de castidad, té y separación de sexos; se aprecia la ausencia de toda distracción que no sea echarse al suelo cinco veces al día empujado por el perentorio alarido del muecín. Al turista le complace saltar fuera del tiempo, sumergirse en un relato que, como las películas, siempre se justifica a sí mismo y produce la refrescante sensación de la inmersión fugaz en lo distinto, para así duplicar el placer confortable del regreso a autonomía, seguridad y técnica. Importa ignorar geografía, evolución, siglo XIX, siglo XX. Como en los viajes a través del tiempo, en nada hay que inmiscuirse, so pena de atropellar, con occidental soberbia, la normal evolución de esas especies tan alejadas del bípedo europeo como los reptiles amazónicos. Se impone atravesar dictaduras ecológicas, degustar la vasta red de parques temáticos que aviones, agencias y divisas ponen a disposición del occidental, seleccionar tomas y satisfacer la novedosa filatelia de visados.

La ética recibe su cuota cuando, en la sobremesa, algún viajero plantea el reparo moral que le hace excluir a Israel de sus destinos. Hay comprensivas adhesiones, se habla del genocidio, del holocausto que el gobierno judío, y Norteamérica, llevan a cabo contra los palestinos.

-Genocidio y holocausto son otra cosa. No se puede banalizar así las palabras. Es falso, y peligroso…-apunta R.

José Pérez salta como un resorte ante la observación.

-¡De ninguna manera puedes defender a esos genocidas que están arrasando hogares palestinos!

-No es genocidio, no es comparable a meter en vagones de ganado a millones de personas y gasearlos. Los datos…-

Pero no hay datos que valgan. Hamas, que lleva lustros saboteando todo acuerdo pacífico, que es el peor enemigo de los palestinos y de un sistema civil de derecho, sus milicias, cuyas armas tradicionales son la utilización de granadas humanas y de vecinos, colegios, y hogares de la zona como escudos y camuflaje, no existen, ni importa en realidad quién ha causado más muertos y es el peor enemigo real. Nada de esto se ve, ni siquiera puede ser citado, tal es la ferocidad de la censura y la extensión y profundidad del silencio que la rodea, quizás tejido con el encono de la lluvia fina, el tono único desde la mayor parte de los medios de comunicación, en la mayor parte de los mensajes, la mayor parte del tiempo. Pérez vocifera y excomulga. Sólo el pensamiento dual es permisible en un escenario futbolístico donde imperialistas norteamericanos y similares lucen eternamente la camiseta de los Malos. R. se aferra a hechos, memoria y cifras; recuerda que el fundamentalismo islámico y su logística del miedo vieron hace sólo escasas décadas su comienzo; que, tras el kamikaze, el cultivo y multiplicación y modo de empleo del terrorista suicida, ese hombre-bomba que se diría es el único aporte famoso del Islam a la Historia Contemporánea, hay mentores, organizadores, mecenas, clientelas, padres con nombres y apellidos. También recuerda que en esos mismos países árabes existió un mundo mejor que el que ahora pisan, al que aspiraron gentes con pretensiones de modernidad, personas infinitamente traicionadas por sus propios sátrapas y por los pontífices europeos del tapiz inmutable de tribus y creencias, pobres gentes que o son invisibles o ya no existen.

Nadie objeta los datos, pero tampoco interesan a nadie. Como no interesan y resbalan por las pupilas durante este viaje por Libia el bulto negro, las iglesias destruidas, los cientos de pasajeros de los aviones en los que, los años ochenta, pusieron sus bombas los agentes libios, cuando el Gran Líder hacía del desierto un campo de entrenamiento para todos los grupos terroristas (ETA le debe no poco en logística y puntería). El tiro al blanco se practicaba igualmente en la eliminación, en las calles de Europa, de los disidentes del régimen, y la guerra contra el abominable imperialismo se manifestaba en atentados en aeropuertos-Roma, Viena-o la discoteca de Berlín, donde se logró un victorioso saldo de doscientas víctimas. Hoy la casa de Gadafi, bombardeada por los Estados Unidos con un misil de tan alta precisión y exquisitos miramientos que el jefe salió sano y salvo, es, desde lejos, un monumento turístico que produce en el europeo un regustillo de satisfacción por el golpe fallido del gringo avasallador. Pero las dictaduras antioccidentales no son cómodas. Por mucho petróleo y gas que se tengan, poco valen si no se puede disfrutarlos. En 2003 el Líder anuncia que va a ser bueno, ha cometido errores, pero ya no construirá armas químicas, nucleares y biológicas. La ONU se apresura a acogerle en su seno y (cuando uno tiene tanto petróleo se le perdona mucho) las grandes compañías a proponer sus servicios, Libia ofrece a las familias de las doscientas setenta víctimas del atentado de Lockerbie compensaciones millonarias (tal vez algunas no se sientan muy felices, pese al cheque, de la impunidad del asesino múltiple) y expulsa a terroristas notorios. Las guías de viajes califican los años anteriores bajo el benévolo epígrafe de los del gobierno gamberro.

En el café, la televisión transmite interminablemente la visita a Kampala de Gadafi. Baño de multitud y dignatarios. Ahí están todos, pronunciando largos discursos, ninguno superable al del albo Comandante del Estado de las Masas. La oración los une en comunión religiosa de Alá y el Continente, las manos extendidas, las mismas manos con las que el hombre que quiso ser cabeza del África Musulmana, impulsó eficazmente el genocidio de Uganda surtiendo de armas al gobierno del caníbal Idi Amín. Es transparente su sueño de fundar un imperio ideológico, de coger la antorcha de Mao y encabezar la nueva Tricontinental de África, Oriente Medio y simpatizantes. El paralelo con Turkmenistán es obvio: Súbita fuente mineral de riqueza, escasos millones de habitantes, territorio semidesértico en el que es fácil improvisar fronteras e historia desde la grande y única urbe de la capital. La probeta es perfecta.

Él jefe libio se prodiga mucho menos, justo es decirlo, que el Gran Timonel del Imperio del Medio. Los paneles con su imagen son recurrentes y suelen medirse por metros, pero carecen de la regularidad del presidente chino. Es Líder Máximo y Mínimo, puesto que se supone que son las masas las que poseen el poder, sin el atraso de intermediarios como los partidos políticos. El icono no es por ello menos recurrente: solitario sobre un fondo de entusiastas multitudes, tocado con telas beduinas y atuendo, sea de túnica, sea militar. Gusta de levantar mucho la barbilla-quizás para estirar las arrugas que le hacen aparentar bastante más que sus sesenta y cinco años-y señalar el horizonte. A veces sonríe deslumbrante. Tiene el aspecto de alguien que lucha contra el tiempo y la necesidad de estar a la altura de su leyenda. Ésta incluye, naturalmente, la potencia sexual: Al decir de los nativos, dos esposas oficiales, innumerables accesorias y una mítica guardia pretoriana, escogida entre jóvenes negras a causa de su proverbial ardor. Estas, dudosas, vírgenes objeto de comentarios y de libros le rodean, protegen, admiran y han dado lugar a una escenografía propia de las películas de James Bond. Frenado solamente por la fuerza de Estados Unidos cuando enviaba tropas al Chad, presionaba a la pequeña Tunicia a una unión forzada y aseguraba que borraría del mapa a Israel con armas de todo tipo, artífice fronteras adentro de una década de revolución experimental en la que se abolió todo comercio privado y se sometió a la población entera a la arbitrariedad, la represión y las más angustiosas carencias, hoy sin embargo el Líder se resarce de los tiempos de aislamiento paseando, como una aparición mariana, blancura, panarabismo y jaima por los foros y capitales europeos.

Es tiempo de negocios. Satrapías del mundo, uníos. Las tribus de occidente se reparten, con tijeras pequeñas, lo que fueron ideales sin fronteras, erizados de riesgos pero con el hálito de las superiores aspiraciones. Tras las guerras y las democracias del siglo XX, lo que se lleva es un sutil asalto a los Parlamentos, que conservan su cáscara aunque hayan sido secuestrados por el trío ricos caciques regionales-mafias más o menos oficializadas-monopolios de comunicación. Todos funcionan de maravilla con la ausencia de principios universales. Es más, precisan de su abolición y su denuncia, de sustituirlos por variedades innumerables, y blindadas por el derecho a la diferencia, de comportamientos de la especie humana. Su mapa, comercial y próspero, es un mosaico de parques temáticos en el que las formas de opresión y de vileza son bienvenidas si se atienen al conservadurismo ecológico y al inmovilismo étnico de las poblaciones, todo ello bajo esas leyes de la jungla con las que se consiguen tan buenos contratos. Las satrapías del norte del Mediterráneo pueden permitirse, en el alegre bullicio de cabezas de ratón, distribuir subvenciones y sueldos, garantizar sopas bobas y moral de parecida sustancia; y difundir de cuando en cuando sobre sus poblaciones, como un gas, la inclusión en el índice de cuanto tenga un asomo de riesgo, desafío y grandeza.

  1. dice en voz alta algo, sobre otro bulto que pasa, el gesto del Líder, las calles llenas de baches y las casas sin más belleza que sus desvencijados edificios de época italiana. Hace notar la redacción de la censura, la desidia en el mantenimiento de los museos, la clamorosa ausencia de los millonarios ingresos del petróleo.

En el grupo la uniformidad en el mutismo es absoluta: No hay, por ejemplo, dos que asientan, otro que niegue, algunos que callen y uno que exprese satisfacción o disgusto.

-¿Quiénes sois?-R los mira. Tal vez fueron en algún momento habitados por seres que absorbieron su sustancia.

-¿Quiénes sois?-Nadie dice nada, nadie ve lo que ve ella, para nadie parecen existir las incómodas evidencias del mundo.

Tampoco en el Madrid nativo existen, desde hace ya cuatro años, los trenes destrozados por las bombas y su millar de muertos, ni el otro millar que permite pagar menos impuestos y vivir de forma privilegiada al feudo nacionalista vasco. El país se ha hecho a sortear el recuerdo de pilas de cadáveres, a caminar sin verlos ni reclamar a sus asesinos; se ha apuntado-y no es el único-al carpe diem más barato, menos clásico, a ir pagando sin advertirlo sobornos y coimas, sonrisas y silencios, para que los matones de la tribu no se molesten y continúe el diario acomodo.

  1. siente, una vez más, que se la ha privado de la voz, que grita inútilmente bajo el agua, que la normalidad de los rostros es engañosa.

-Sois…¿quiénes?

Sois el misterio, la perplejidad del previsible coro, el fenómeno idéntico y repetido, como la misma planta que crece en territorios infinitos. Habéis descendido como un manto sobre los viajeros de esta época y los habéis penetrado, de manera que todos y cada uno de ellos callen, asientan, acepten, apoyen, sostengan y se inhiban con la aceitada precisión de un engranaje, y miren con idénticos reprobación y disgusto al que ocasionalmente difiere e introduce un desagradable chirrido en la armonía de esferas de viaje, degustación cultural, acopio de fotos y acumulación de artesanía. Venís del gran continente de las Cegueras Voluntarias que planea, como el visitado por Gulliver, sobre nuestras cabezas; os dividisteis en batallones, sectores y escuadras y habéis tomado silenciosa posesión de mis conciudadanos. Antes, contemplasteis, revisasteis e ignorasteis, una tras otra, las feroces, divertidas y fascinantes utopías, los ismos totalitarios, tan de moda, que saciaban envidia, rencores y  sueños, e incluso permitían cobrar un sueldecito, afiliarse al club de los únicos buenos de la película y presumir el sábado noche de mano de Fátima, leones, santería, comuna rural, vistas desde todas las cimas y estancia en Cuba. Habéis conseguido marchar a pie firme sobre blandas capas de víctimas sin dedicarles una sola mirada, con el mismo gesto displicente con el que orilláis hasta el día de hoy cadáveres españoles mucho más próximos, y habéis extraído una confortable existencia de los terrenos donde aquéllos perdieron sus pequeñas, irrecuperables vidas. Votasteis y apoyasteis, en todos los casos, la inexistencia perceptiva, y preceptiva, de cuanto podía incomodaros, empañar el disfrute, sustraer unos céntimos de la inversión en la agencia, los servicios, el paquete turístico.

Los viajeros, sin embargo, no ha tanto tiempo que fueron otros, y otros los horizontes, en los que, al menos, se perfilaba una ingenua pero sincera creencia en la deseable universalidad de los derechos y la dignidad de las personas, una identificación con la libertad y la igualdad luminosas que, de un extremo a otro del planeta, subsistían, debían subsistir, manifestarse, imponerse sobre las inacabables variantes de las apariencias y los usos. Los viajeros rehusaban, reprochaban, ejercitaban ese último, y el más humano, derecho a la indignación y la denuncia y, sin saberlo, rescataban al individuo, su semejante, de la raza y la horda, de la servidumbre del clan y de la cadena de las supersticiones, las tradiciones y los ritos.

Ahora se lleva otro consumo. El mundo se aplana y convierte en la gran mesa donde los aviones permiten a cualquiera la agradable degustación geocultural, la colección de estampas, bordados y sabores que decoran vacaciones, paredes, amigos y alfombra.

-No sé quiénes sois.

 

No habría que resistirse al Edén. Las flores se disputan el terreno en la pestaña verde de Cirenaica, limitan con rocas, columnas y con la línea del mar, son amarillas y azules, pero luego se ven desplazadas por grandes cantidades de amapolas blanco y rosa pálido. Hay a veces caballos, camellos luego, con aspecto de campar por cuenta propia; también gentes amables, que ofrecen té y cuecen con brasas en la tierra tortas de pan que impregnan todo con su olor. Dejadas atrás las ciudades de la costa, el desierto pedregoso toma posesión del paisaje que atraviesa la carretera. En contraste brutal con los hermosos esqueletos grecorromanos, a veces afloran cubos ocres, sin la menor belleza, gracia ni carácter. Las aldeas parecen en un estado de semiabandono, la basura se esparce sin recato, el polvo cubre por igual objetos e individuos de paso lento, aspecto errabundo e indumentaria mixta de sayas y alguna prenda occidental. Todos son hombres. La impresión es de algo que, sin ser miseria, resulta sin embargo pobre, desangelado, mortecino. No hay casa hermosa. Las canciones son de un aburrimiento feroz y hasta el zoco de Bengasi y sus productos parecen toscos, llamativos y feos. Las joyas de oro son gruesas, aparentes y sin la menor delicadeza ni arte; igual les ocurre a vestidos, muebles y telas, que brillan con la ostentosidad del nuevo rico y ni siquiera poseen el atractivo del lujo bárbaro. Trípoli misma, excepto las contadas calles restauradas de su medina, el museo y sus alrededores y los bien definidos islotes y plataformas de dinero y modernidad recientes, es algo sucio, desordenado, dispar, una acampada de la que trabajosamente emergen restos del naufragio, pecios de civilización, burbujas inmobiliarias plantadas en un páramo sin servicios públicos. Las piedras maltratadas del arco de Adriano, en la medina de Trípoli, las columnas encastradas en esquinas y edificios, las desdibujadas figuras que aún sobrenadan las injurias del tiempo y la iconoclastia valen cada una lo que el repetitivo y polvoriento aduar todo entero. Del casco antiguo sólo se salvan, en agrado a la vista y mérito, las construcciones dejadas por británicos, italianos, franceses, aprovechando en ocasiones un palacio o una cárcel turca. Incluso la fortaleza que alberga el Museo fue castillo de los españoles y de los Caballeros de San Juan.

No habría que resistirse al Edén, sobre todo si ocupa, en calendario y presupuesto, una franja asequible y precisa antes y tras la cual se encuentra, inviolada, la tibieza del propio territorio. A fin de cuentas, la realidad, el presente y el futuro, es una población en la que predominan niños y jóvenes, para los que se ha fabricado ya una memoria de la que las alternativas se excluyen y con la que resulta adecuado, simpático y conveniente coincidir. Sobre todo cuando Lo Positivo, en todas las latitudes, es lo que se lleva. Lo demás es museo al aire libre y un velo de mármol y olvido entre el que las raíces tejen sin duda un presente prometedor.

La grieta, sin embargo, no puede evitarse. Zigzaguea por las teselas que cada día arrancan zapatos, pezuñas y cascos, se introduce en abandonadas estancias, mide ausencias. Algo mejor puede y pudo ser; no con ese mejor que es enemigo de lo bueno sino con la superior calidad que a todos beneficia. El edén se visita por itinerarios, pero, a poco que uno penetre en los laterales de la escena la puerta que se abre es otra, llegan las inscripciones borradas, las paredes desnudas, los sarcófagos repetidamente violados, los altares desaparecidos y esa pequeña nave lateral donde, en lo que fue una de las muchas iglesias bizantinas, se apilan losas, fustes y capiteles rotos.

La grieta es insidiosa, porque concierne al presente. Las formas de Piranesi entre las que pasean humanos diminutos no son sino un lenguaje que transmite lo que tuvo la oportunidad de ser y no pudo, la cultura de ciudades, libertades y belleza que se perdió en la ribera sur del Mediterráneo, la civilización molesta en la pronunciación misma de su nombre, en la evidencia de sus huesos. En el pensamiento, la grieta surge lastrada por la autocensura y la censura, se abre camino, emerge con trabajo, sigue la línea clara de la evidencia. Y sabe que, siempre, hallará en contra, extendiéndose con todo su peso, el reino de los intereses de las taifas.

Pero no habría que resistirse al Edén. Además es un Paraíso concurrido y rentable. Por él se pasean, desde la gente razonable que no ve por qué habría que escarbar buscando problemas en vez de apreciar simplemente lo que existe, hasta sociólogos y arabistas que no pueden menos de admirar en el Líder la paternidad de una nueva y orgullosa nación surgida del Corán y de la nada, pasando por una multitud sencilla y bienintencionada de amigos del Tercer Mundo (siempre y cuando ni ellos ni sus hijos tengan que vivir en las condiciones de los nativos) y de solidarios de plantilla. Las excursiones al País del Día de la Marmota, en el que tribus, etnias y patriarcas repiten incansables las tradiciones ancestrales, tanto ha desaparecidas en los pueblos de Zamora o Soria, son fuente de inversión, placer y entretenimiento, vasta cantera de posibilidades en la oferta de ocio alternativo e inocente esparcimiento pedagógico. Desde que, en un momento de lucidez genial, alguien desenmascaró el egocentrismo basado en los valores de Occidente, ha habido un inmenso suspiro de alivio en las amplias masas que se sienten liberadas de los enojosos compromiso y defensa de éstos en cualquier parte del planeta. Ya se puede aplaudir, pactar, presenciar, alabar, traficar y aprovechar sin traba alguna, con el plus añadido de la adhesión, por activa o por pasiva, a la buena causa de la tolerancia infinita.

El Museo Nacional tiene una ultima planta enteramente dedicada (excepto los pocos metros que, con generosidad sin igual, se han dejado a un auténtico luchador libio por la independencia, Omar Al Mokhtar, al que ahorcaron, cuando contaba setenta años, los italianos) al gran Líder: Fotografías, objetos de uso y de prestigio, regalos recibidos, y un entoldado de frases de su Libro Verde. Hay una curiosa mezcla de maoísmo al islámico modo, fundamentalismo musulmán con aire moderno directamente nutrido del petróleo y unas puesta en escena y estructura muy similares a las de los bajaes actuales de Turkmenistán o similares. Ya se abre boca en la planta baja con la exhibición del cochecito en el que se desplazaba Gadafi en los comienzos de su carrera, un volkswagen de los sesenta con las cuatro ruedas plantadas en la inmortalidad.

El Líder, por supuesto, no se limita a la última planta; destila doctrina desde las primeras salas a la entrada, con la “libianización” de un pasado en la que la nación actual se inventa y se sitúa en cabeza de su entorno desde el Neolítico: Los fenicios y sus inventos agrícolas pasan sin apenas dejar huella, el emperador romano Severo no es de familia púnica sino puramente libia, las distintas tribus forman un conjunto civilizador y homogéneo, el fascismo italiano entronca tranquilamente con quinientos años de fascismo turco, de manera que, desde la aurora de los tiempos hasta la fecha, lo que hay es un pueblo (singularmente paciente) siempre víctima de forzadas y opresoras circunstancias, liberado, al fin, por una iniciativa providencial. La palabra fascismo se usa aquí tan alegremente como entre los occidentales progresistas de cuota. Es (como el holocausto y el genocidio de los Josés Pérez) un amuleto que define la pertenencia al clan adecuado, un conjuro que garantiza la acogedora aquiescencia. Por supuesto en esta pura creación del pasado nacional no se mencionan fundamentales datos socioeconómicos. Por ejemplo, que, cuando llegaron las potencias europeas a África durante las guerras mundiales, los territorios árabes perdieron, a causa de la prohibición occidental, el fructífero, intensivo y secular comercio de esclavos que era uno de los pilares de su economía (desde luego, formaba parte de las tan defendidas tradición y cultura, no menos que en los fenicios el, lamentablemente, desaparecido rito típico del sacrificio de los bebés primogénitos). Tampoco se habla de las simpatías hitlerianas de líderes del Islam, que avistaron una fructífera partición del mapa totalitario sin molestas interferencias morales. Algo parecido a lo que el gobierno chino, de manera más práctica y en un mundo mucho más complejo, ofrece.

Todas las presiones ideológicas no bastan, empero, para velar la belleza del puñado de restos grecorromanos, la envergadura de su resplandor junto al cual los objetos de la era islámica no pasan de ser sino repetitivas sucesiones arquitectónicas e inacabables transcripciones del Corán. La exhibición étnica abunda en esa impresión de intemporalidad que sólo espera el Gran Proyecto (como el río artificial que sorbería todos los acuíferos) para alabar a su creador. Hay, en el piso intermedio, un ensamblaje de restos tribales empujados por las dunas, como la orla que dejan las olas, hasta las poblaciones de la costa

El histórico coche del Líder proporciona, sin embargo, otros datos y resume el mensaje: El volkswagen azul representa, como señala el catálogo del museo, el rostro final de la historia de la raza humana, en su incansable lucha para hallar la libertad y para evitar el dominio de la democracia moderna (sic).

En el camino al sur, la hermosura y grandeza del desierto se mezclan con la claustrofobia de los lugares de los que no hay escapatoria porque los rodea la nada. La carretera renueva, en horizontal, esa impresión de salas que se despliegan, de las ondas de las tribus que chocan, en un salto de cinco siglos, con el XIX, el XXI, el XX. Están los esforzados, y semiarruinados, supervivientes de establecimientos europeos, los cementerios de guerra, y luego los frutos dispersos del oro fósil que brotó del suelo en los años cincuenta: grandes hoteles, proyectos gigantescos, centros oficiales, calles modernas, viviendas de lujo. Pero son simples muestras; los dividendos de la gran y súbita riqueza brillan por su ausencia y reposan ciertamente en cajas de seguridad del odiado mundo imperialista, donde los ha depositado la familia del mismo líder que eliminó de los textos explicativos del museo y de los letreros públicos cualquier lengua que no sea la árabe.

Pero ¿dónde está el petróleo? ¿Por dónde corre el maná enmascarado tras una edad media polvorienta, espesa y propia de los almohades? El surtidor aparentemente inagotable, que comenzara a manar hace ya más de medio siglo y constituye un noventa y cinco por ciento de los ingresos nacionales, no riega con desarrollo y dinamismo las tristes y abandonadas regiones, los aduares dispersos que las carreteras atraviesan, las mujeres apenas visibles, las gentes de apariencia tan dejada y pasiva como las capas de desechos de plástico que el viento agita en una u otra dirección. Lo que se ve en el país son migajas, subsistencia, apertura desde hace poco al comercio privado y un proyecto acuático de megalomanía sospechosa. La jugosa y espesa corriente de divisas lleva décadas yéndose a bancos extranjeros. ¿Es, tal vez, la maldición del petróleo? El genio concedió sus deseos a los que quería perder, les dio, de repente y sin esfuerzo propio alguno, cuantas riquezas reflejaran los espejismos del desierto, multiplicó por millones los efectos de la dependencia absoluta de la exportación de recursos naturales, redujo éstos a uno solo, y aseguró así a los tiranos beneficiarios, corrupción, ineficacia, mal gobierno, regresión ideológica e indispensable recurso a la permanente situación de guerra. El genio les mostró el atajo, por un camino de oro, hasta la cueva repleta de cuantos bienes otros ya tenían, sin pasar por lo que aquéllos hubieron de hacer para alcanzarlos, sin considerar el trabajoso sendero que ineluctablemente atraviesa cambios de comportamientos, la ley. Y en el fondo de la lámpara quedó el poso del rencor respecto a algo que el  petróleo no podía comprar.

 

El pueblo se refugia en una colmena troglodita, en un dédalo de pasillos, bifurcaciones, niveles, desniveles, alturas y descensos que preservan, tras las paredes blancas, del calor como del frío. Recodo tras recodo, surgen calles estrechas, techadas, entoldadas, iluminadas por el resplandor calizo que emana de la corriente filtrada del sol.

En este pueblo del sur, anclado como otros a pozos, oasis, a una fortaleza, una ruta estratégica o un desfiladero, ocurre un fenómeno ante el cual nadie se extraña: La mitad de la población ha desaparecido, se ha desvanecido, y nadie, ninguno de los fotógrafos de la blancura y celajes de los muros, ni los autores de las guías turísticas, ni tampoco la inmensa mayoría de los visitantes extranjeros muestran alarma ni extrañeza. Pasa, fugaz, y se esfuma junto a la muralla un bulto negro, sirven en el restaurante cuscús y té algunos muchachos, escasean los chiquillos, ninguna niña. Las hembras han sido borradas del mapa. R. comprueba, una vez más, aquí, en Libia como en otros lugares, cuán inoportuno es para los occidentales que alguien lo haga notar y conceda a la clamorosa y tremenda existencia del fenómeno el reconocimiento mínimo de la palabra.

La medina, cúbica, umbría y alba, es un hermoso campo de concentración en el que las mujeres, como pájaros en alcándaras, viven la entera existencia sobre los techos, sin cruzarse jamás con los hombres excepto con el marido a la hora de ayuntarse, servirle y criar a sus hijos. El viernes, ellos, en grupos, vuelven de la mezquita evitando rozar, con su masculina integridad, a las turistas. Sobre los toldos y terrazas de palma saltan ellas, las de alas cortadas, excluidas del mundo de las calles, de cualquier porción del mundo en la que podrían cruzarse con hombres. A veces, en reproducciones a uso turístico de una vivienda local, se las representa con maniquíes que se reducen a un fardo de trapos en el que ni los ojos se adivinan o, en ocasiones, ofrecen al visitante el brillo de una sola pupila hundida en los sucesivos velos que tensa por dentro la mano cuidadosa.

El pueblo, bien encalado, conservado, protegido, tiene el atractivo letal de la pureza, de la indefinida reiteración de un puñado de jaculatorias y signos religiosos, ninguno que no lo sea, siempre los mismos, sobre la gruesa cáscara de muros que no ofrecen el menor escape y tras los que se adivina una mitad de la población que nace, vive y muere excluida hasta del aire, de la caricia del viento y de las calles.

Las medinas del sur no son las únicas. El vehículo de los visitantes extranjeros atraviesa, en la penumbra del atardecer, pueblos en los que no se ve mujer alguna ni en calles ni en tiendas; los turistas se detienen a comer en restaurantes de carretera que tienen sala aparte para el elemento femenino local. La Meca decora, con su cubo negro y fieles minúsculos, buena parte de las paredes; a veces es sustituida por el Megalíder y multitudes igualmente pigmeas y anónimas, sin más intermedios que, en ocasiones, un puñado de prototipos estilo obreros, campesinos y soldados de la trimurti maoísta. No hay arte, excepto mezquitas mil veces repetidas en las que la escasa altura de los minaretes delata la ausencia de financiación de Arabia Saudita para erigirlas y la prudencia local en competir con el Representante del Estado de las Masas. Las casas son feas y ocres, en espera de un revocado piadoso. La diadema grecorromana costera, con sus diosas desnudas, sus termas y sus figuras sentadas que mantienen un diálogo infinito, el orgullo de columnas del mejor mármol milagrosamente enhiestas, los grabados de filósofos, actores, césares, cruces y vides,  el esplendor inacabable de los mosaicos, parece alejada por distancias y eones infinitos, pertenece a la civilización que pudo ser, que tuvo la oportunidad de extenderse, paralela a la norte, por la franja sur mediterránea, y que aventaron y sepultaron la brutalidad, la desdicha y las arenas del desierto.

Por la escena del gran teatro excelentemente conservado pasan dos familias, ellas enfundadas en sayos grises y varios pasos por detrás de los hombres. Del mismo modo camina una muchacha risueña, con falda larga y blusa, el agraciado rostro y el cabello ceñidos por la pañoleta negra. Su acompañante, con quien mantiene una incómoda conversación dada la postura, va delante. En el arco de una de las puertas, que mira al mar, se perfilan los paños volanderos de una madre a cuya túnica se agarran tres niños. Otro bulto negro, más negro que los anteriores, se cruza con el grupo de visitantes.

-¿Y tú qué sabes de si ella no está contenta de ir así? ¡Déjalos en paz! ¿A qué te tienes que meter en arreglarles la vida?

Además de José Pérez, no falta, nunca falta, el sector apacible y comprensivo que compara, como si de igualdad de status se tratase, los velos que la esconden con las tocas de de las monjas; el resto dirige la vista hacia distintos y suaves paisajes, sazonados de admirables restos arqueológicos, cubiertos de plumón primaveral y balizados por guías solícitos. Aquí no ha habido Adán y Eva. Eva hubiese caminado muchos pasos por detrás de Adán, no tendría rostro y apenas nombre y se confundiría con un informe, y reemplazable, grupo de hembras cuya existencia sólo se conocería por sus productos reproductivos y caseros. En lo más profundo de la oscura edad media europea la representación de la paridad en el núcleo era necesaria, en el laberinto de discriminaciones públicas de las mujeres en todos los terrenos no figuraba sin embargo un veto general, absoluto, de fondo, hincado como un cáncer en supersticiosos tabúes biológicos elevados a precepto sociorreligioso, en un magma de imposible escapatoria donde se amalgaman temor, hábito, sumisión y una estructura que distribuye por capilares infinitos una forma única de totalitarismo civil. La diferencia en cuanto a posibilidades de una evolución positiva, liberadora como la que se ha dado en Occidente y se está dando en Asia y la situación que aqueja al área del fenómeno musulmán no es de tiempo ni de grado: Es de calidad, segrega cada día violencia como un gran parásito alimentado por millones de individuos, y está en esta mujer que camina, siempre detrás.

La fina red de agujeros negros entre los que fluye, inalterada y tranquila, la rutina de los días se extiende por territorios amplios. De hecho, cubre cuanto ocupa la vida. Por este paisaje, que será otro mañana, se deambula de maneras diversas. Es, en realidad, el paisaje del Paraíso, que tan sólo consiste en formas de evitar ciertos terrenos, en maneras de ignorar su existencia y de ni siquiera percibirlos. Ése es el Edén, excepto para aquéllos a los que los ángeles del cuerpo de seguridad bloquean la puerta y señalan con insistencia molesta los fríos escollos del espacio exterior. Todo es cuestión de desvíos, de cegueras oportunas, de amnesias selectivas.

(En un lugar de Europa, el País Vasco, la gente de un pueblo en fiestas pisa el serrín que se ha echado para absorber, y esconder, la sangre de una mujer, Yoyes, asesinada ante su hijo pequeño; y la fiesta continúa, y la degustación de las tapas de la gastronomía local. Nada tiene que ver con aguerridas contiendas seculares, no hay dos bandos sino uno sólo que mata y otro, grande y esponjoso, que se reparte los beneficios; pero los corresponsales extranjeros lo presentan como un caso similar al IRA. En una capital de Europa, Madrid, nadie habla de la pila de cientos de víctimas de bombas en los trenes; y no se mencionan culpables ni gusta recordar el preludio y el aprovechamiento de aquellas muertes. El mapa de España lo es de grandes rodeos, de zonas de percepción perfectamente balizadas que garantizan, con su volumen e insistencia, el discurrir general por rutas que ignoran los agujeros negros. Nadie ha sido asesinado, nadie ha utilizado los asesinatos jamás. El mapa tiene un complicado dibujo de itinerarios. También incluye el bulto de esta mujer que pasa.)

En la mañana tranquila, soleada, la calle principal encauza a los viandantes hacia la Plaza Verde, la del Museo, donde todos los turistas van y donde se reúne y hace fotos la gente de Trípoli. La paz de niños, desayunos y brillo primaveral del aire es completa. Sin embargo R. tiene la clara percepción del peligro que, tras  la fachada, siempre se esconde en los sistemas totalitarios. Es, sin duda, una impostura del pensamiento, un brote de anormalidad obsesiva en la superficie tersa por la que todo el mundo se desliza. El Edén existe por mayoría simple.

Tras el telón risueño, las amabilidades, las facilidades que pasaporte y dinero más consigna reciente de atraer al turismo proporcionan, ocurre que en cualquier momento se podría, por un giro del azar, ser detenido, cambiar por un coche, una comisaría, cuatro paredes de un lugar ignorado, el decorado apacible. Y se acabaron las sonrisas.

Éstas se desvanecen, como lo hicieron las ciudades de un tiempo ido bajo las aguas y la arena. No las preservaron la voluntad ni los usos de los hombres que acudieron a la subasta del imperio romano; tuvieron un final más piadoso bajo los terremotos y el generalizado hundimiento del litoral, las amortajó el polvo traído del interior solitario y profundo, sus blandas capas sobre las duras piedras que sobresalen mientras a unos metros yace por todo el norte de África un rosario de poblaciones sumergidas, y lo que queda persiste y se presenta gracias a gentes venidas desde donde hace dos mil años llegaron los que las construyeron. En ningún momento se habla, ni siquiera como dato marginal o anécdota, de la historia real, pero nada halagüeña, de las olas iconoclastas que arrasaron, con las formas, las ideas que subyacían en lo que se había construido; en ocasión alguna se cita la actuación de los ejércitos de Arabia, ni de las olas bereberes de almohades y almorávides cuyos únicos monumentos, mezquitas, se levantan sobre una pila de ruinas. No se ignoran las luchas y destrozos de las primeras sectas cristianas, ni el paso de vándalos sólo especializados en la barbarie y la rapiña, pero ni las unas ni los otros explican una destrucción tan completa, una regresión tan brutal a la arena, la piratería y el desierto.

Superpuesta a estos territorios e integrada a Europa existe una acolchada duna de silencio y imprescindibles tópicos que configuran la única versión que es lícito creer y repetir, la que dan desde los guías de museos y exposiciones hasta prensa diaria y artículos de divulgación: Las devastaciones hay que achacarlas, siempre, a cristianos, desde las esfinges decapitadas  hasta los edificios civiles. Conviene asimismo ignorar testimonios y dibujos de viajeros de los siglos XVIII y XIX, que reproducen objetos, colores y formas preservados hasta entonces simplemente por el polvo de milenios y rápidamente troceados y vendidos. Ahora es preciso, con un auténtico esfuerzo de voluntad para no salirse del redil de la corrección política, ignorar la extensión de iglesias arrasadas y troceadas de una a otra punta del norte de África, los mosaicos que se desmenuzan, el aire que sin impedimento corre donde se alzaron foros, imágenes y torres. Cumple estar a bien con el jefe que controla desde la manguera del petróleo hasta el visado para visitar el país exótico y los permisos para continuar trabajos de arqueología y firmar contratos. Hay que repetir, con los pies hundidos en las ruinas y la mirada en una especialmente oscura edad media con aditamentos del siglo XXI, el mantra de la tolerancia inherente al Islam y el faro de progreso que supuso su avance. Y no ver nada más.

El edén es dulce y Gadafi ignora que ha logrado con creces su sueño, que reina sobre un imperio mucho más grande que el que jamás pudiera soñar, que se ajusta al icono respetado, temido, ensalzado al otro lado del Mediterráneo. Porque, a fin de cuentas, su nombre puede, perfectamente, ser uno de los pseudónimos del dios del nuevo credo, el que entre los infieles ha alumbrado una sociedad de tribus sabias en la dosificación del soma y muy bien dispuestas a vender a su parroquia bienestar indefinido y a adherirse al riesgo cero y a la garantía de la paz, el octano, la subvención y la sonrisa. Sólo es necesario, en cualquier latitud, profesar como credo la exculpación, comprensión y exclusión simple del espacio verbal y cognitivo del hecho concreto del crimen. No hay tiros en la nuca, piratas, secuestros, matanzas en aviones y en restaurantes, desapariciones, bombas en supermercados; no hay terroristas ni pistoleros, ni robos ni chantajes. Sólo existe un vago estado de Guerra (inmemorial, indefinida, justa) cuyo enunciado excluye análisis, combate y daños y únicamente permite la sumisión, el trueque, la resignación y el pago del diezmo, el reconocimiento conmovido, y breve, del estatuto de Víctima a los que, en puro principio de la realidad, serían delincuentes y ahora hay que considerar simples actores de un enfrentamiento intemporal, ubicuo, metafísico, contra fuerzas (Injusticia, Opresión, Pobreza) tan extensas como el aire y, como él, carentes de frontera, fecha y forma. Por lo tanto, según tan buena nueva, no ha lugar la defensa de principios, la lucha contra los malos y los males y ni siquiera el reconocimiento de su existencia. No hay, para la clientela de clanes bien cebados al otro lado del brazo de mar gibraltareño, gastos, inquietudes ni tomas de postura; puede venderse regularmente al público votante-bañado a diario por una lluvia fina de mensajes orientados en ángulo fijo-el bienestar perdurable de las urbanizaciones protegidas.

El altar de la Guerra y la Opresión vitalicias amuebla un templo de singular comodidad para los fieles: anula la existencia misma de criminales y sólo trata con rescates, sobornos, silencios, acuerdos y pactos. Ya no hay delitos. El Gran Líder de Libia ocupa en el santoral de este evangelio lugar preferente. Sólo la edad y la inexistencia de martirio le han impedido el acceso (disfrutado por otros Comandantes cuyo poder absoluto hubiera envidiado, ciertamente, el Generalísimo Franco) a la camiseta y el póster.

De un plumazo, el mundo se despliega como una mullida alfombra sin más complicaciones que los trabajados patrones de sus dibujos y el rizo denso de su superficie. No hay personas; hay tapices diversos que garantizan el silencio de los pasos, la distancia, fina e infranqueable, que separa al cronista, al mercader y al viandante del suelo irregular, oscuro y siempre oculto. Los nombres árabes cubren a nombres y gentes que no los tienen, se van transformando, insensiblemente, en todos los nombres, topónimos de un mapa caracterizado, a un lado y otro del Mediterráneo, por un ramillete de consignas muy semejantes que sobrenadan la gran marea del retroceso hacia piratas y taifas, enmascarada por la técnica y el inevitable, y envidioso, mimetismo respecto a Estados Unidos. Es una curiosa estructura de ciudades, no estado, sino feudo; un nuevo tipo de colonialismo del entorno en el que los jefes de las tribus se sientan a la mesa para esquilmar los territorios de lo que antes eran naciones, constituciones y ciudadanos libres e iguales. Los bajaes-poco importan origen y signo-pactan, se entienden y prohiben toda referencia a marcos más grandes, a valores de universal alcance, a civilización y sistemas de Derecho que constituyeron hasta hace muy poco el ideal de vida digna y próspera. El antinacionalismo estatal se ha convertido en el último refugio de los canallas, en el tópico, cansino y repetido con la terquedad de la jaculatoria y el apremio de quien precisa que le sellen el abono al rentable club social. España constituye un excelente ejemplo.

Hacia arriba del estrecho de Gibraltar se ofrece un interesante espectáculo que ilustra con exactitud la versión europea de una nueva Edad Media y es complementario de los deseos, aspiraciones, inversiones y propaganda de las satrapías en el poder en los nombres árabes. Al norte de las Columnas de Hércules lo que era una nación moderna se apresura a desmenuzarse, pactar, alabar y facilitar asentamiento y entrada a los representantes políticos y religiosos del florilegio musulmán de dictaduras. Éstas son el interlocutor ideal para las autóctonas. Así se va cerrando por derribo, a indígenas y extranjeros, cuanto garantizaba una existencia democrática en su sentido propio. Desaparece por implosión la más meridional de las naciones europeas mientras, con la terquedad de la economía y de los hechos, siguen llegando en una sola dirección pateras para aprovechar, mientras dure y se mantenga la posibilidad de compra futurible de sus votos, una prosperidad y un progreso condenados en sus cimientos pero que aún tienen ante sí años y botín apetecibles. En el que fue país constitucional se vive ya, sin rebozos, una apoteosis de desguace, una Noche de Cristales Rotos de cualquier emblema de identidad común en la que la Inquisición Cultural y la ideología mediática monocorde han alcanzado un poder, por lo absoluto e inatacable, inédito, y mucho más blindado y temible que la nitidez de las dictaduras.

El código es estricto: En pantallas, tribunas y escenarios se exige ridiculizar bandera del país (nunca de la tribu), clérigos cristianos (musulmanes jamás), partido opuesto al nominalmente socialista y cualquier asomo de defensa de persona y principios frente a la fuerza. El rito, del que España constituye, por lo pedagógico, un magnífico ejemplo y que lleva décadas oficiándose, tiene mucho de patético por la ansiedad con la que supuestos representantes de la cultura pagan su óbolo de clichés, de adhesiones de obligado cumplimiento a los exorcismos de rigor, a la satanización y risión partidista y partidaria de los adversarios del Presidente, el Príncipe de la Paz que actúa como pontífice del nuevo credo y como hermano ecónomo de la parroquia. Con los nombres y los símbolos que garantizaban la igualdad de derechos de los ciudadanos y la primacía de su individualidad desaparece el sistema de los ideales universales para hacer sitio a las utopías parásitas y utilitarias, que resultan muy útiles para el buen y provechoso entendimiento con los clanes, los imanes y sus tribus. De la cinematografía a los teatros, de las veladas a los festejos, nada escapa a la norma que esconde en suave guante multicolor mano de hierro.

Es un país distinto a sus vecinos, vergonzante (excepto cuando se hincha, con alivio y euforia sintomáticos de la carencia,, la burbuja efímera del campeonato de fútbol), sin nombre, sin signos, historia ni bandera. Un país sin ni siquiera lengua, puesto que va siendo prohibida en zonas cada vez más amplias de lo que ya sólo es en letra muerta superficie nacional. Un extraño lugar en cuya diferencia los extranjeros se siguen complaciendo en ver el parque temático de quimeras (la Revolución, la Guerra Idealista, los guerrilleros románticos, los bravíos defensores del terruño, el Socialismo, la comuna anarquista) que no querrían en territorio propio. La idea, la distribuida hacia el exterior de forma abrumadoramente mayoritaria por el mismo grupo de comunicación que, en pleno siglo XXI, ejerce el casi monopolio de ésta de fronteras adentro, sigue correspondiendo al simpático perfil de tribus luchadoras y líderes de bondad tan conmovedora como su irrelevancia. Nadie ve otros nombres, los pobres territorios, para los que se planea un futuro colonial en beneficio de oligarquías nada proclives al franco, y oneroso, federalismo. Bastaría a los corresponsales cegados por la facilidad y el tópico un paseo somero por la “espaciosa y triste España”, por esas mesetas, riscos, vados y llanuras en los que se observan los efectos de una secular succión de hombres y recursos hacia las zonas mimadas que se presentan como víctimas, bastaría con un sucinto repaso de hechos reales que constituyen la historia para simplemente constatar la falsedad del andamiaje publicitario y del mito.

Se trata de un país donde en 2004 se mató para cambiar el Gobierno y construir, con las manos totalmente libres, una política de alianzas y dependencias de jeques y de mercaderes mucho más próximos, una economía uncida exclusivamente al gas y al petróleo del hondo sur, una nación que ya no lo es, donde se había intentado virar el timón hacia el Atlántico y las democracias de Europa y América, pero en la que, gracias a la oportunidad de las bombas y a una sabia campaña de agitación posterior y previa, se encadenó la proa hacia el desguace tribal y los negocios con una maleable y vistosa red de sultanes.

Bajo los nombres árabes hay otros que no son nombrados jamás.

El edén consiste en sortear recuerdos molestos y deducciones inquietantes, hasta que la reiteración convierte el ejercicio en un hábito, se sonríe, se olvida, se ama el apacible gesto del Líder, y ya no existe sino la permanente y tersa superficie de la paz.

 

V

Homenaje a Sherezade, la indestructible.

No la salvó su belleza, ni sus artes sexuales, ni sus danzas.

En el curso, resplandeciente y perfumado, de Las Mil y Una Noches se olvidan la noche primera y la noche última, las que cierran como el broche de un collar las cuentas oscuras que engarzaba la claridad del alba.

El cuento de los cuentos, en sus orígenes, es la más terrible historia de anti-amor que jamás se ha relatado, la más infame epopeya y la descripción más tranquilamente impune de un asesinato múltiple. Es una metáfora en la que espejea el reflejo de una realidad estremecedora. E inigualada incluso en el vasto reino de la fantasía. Aunque embriague como el jazmín y se recubra de los terciopelos, colores y sedas que sólo pueden hallarse en el Oriente

Las Mil y Una Noches tienen, dentro del relato, su origen y su causa en las historias paralelas de dos reyes hermanos que residían en Sassan, islas de los lejanos y míticos territorios de la India y de China (esos lugares que representaban simplemente, en siglos pasados, el lugar inalcanzable de los cuentos). El menor, Schahzamán, sale de viaje para visitar al primogénito y superior, a quien en todo obedece, pero vuelve a medianoche a palacio para recoger un objeto que ha olvidado y se encuentra a su esposa en el lecho abrazada a un hombre que, para mayor indignidad, es un esclavo negro. Tras matar con su alfanje a ambos, reanuda rápidamente viaje y llega a la corte de su hermano, Schahriar, rey de Samarcanda Al-Ajam. Nada comenta de lo sucedido ni responde a preguntas sobre su inapetencia y tristeza. Hasta que se organiza una partida de caza a la que, excepto él, los demás acuden. Esto le permite observar por una ventana a la esposa del rey, quien, acompañada de veinte esclavos y esclavas, llega a un estanque. Todos se desnudan y mezclan; ella llama a Massaud, un robusto esclavo negro, yace con él, los otros siguen su ejemplo, y así continúan hasta el amanecer.

Visto tamaño mal, mucho mayor, la melancolía de Schahzamán desaparece. Recobra súbitamente el color y el apetito, lo cual despierta la curiosidad de su hermano. Apremiado por éste, acaba confesándole todo. Para comprobarlo, organizan una ficticia partida de caza y ambos presencian de nuevo, escondidos, el mismo espectáculo. Dan un paseo para despejarse, ven, asustados, una columna de humo y se esconden en la copa de un árbol, desde donde observan surgir de las profundidades marinas a un terrible efrit, un genio que lleva un arca con una bellísima doncella a la que raptó el día de su boda. El monstruo se duerme al pie del árbol con la cabeza en el regazo de la bella. Ella ve a los dos reyes escondidos en la copa del árbol y los obliga, bajo amenaza mortal de despertar al efrit, a traspasarla ambos con sus lanzas, es decir, a penetrarla. Luego les pide sus anillos y los añade a quinientos setenta que ya poseía, cada uno de un hombre con quien había copulado para vengarse del genio y demostrar que, por muchas cadenas que se le pongan, nada puede oponerse a los deseos de una mujer. La doncella recita una serie de versos populares que son un decálogo de la perfidia femenina: Es consustancial a la hembra el furor uterino, la maldad, la traición, la irresponsabilidad, el engaño y la perdición de cualquiera que la crea; ella hizo expulsar a Adán del Paraíso y difamó a José.

Tras el encuentro con el efrit, cuyos cuernos insensibles (sic) superan a los suyos, ambos reyes se calman y vuelven a palacio. Allí el rey Schahriar degüella a esposa, esclavos y esclavas y, a continuación, adopta un método drástico para seguir vengándose del género femenino e impedir que ninguna mujer le engañe: Cada noche se desposa con una virgen y a la mañana siguiente ordena que le den muerte. Esto ocurre durante tres años, entre lamentos y voces de horror, pero no protestas ni rebeliones. Los crímenes se suceden entre las alabanzas y jaculatorias, típicas de la prosa árabe, a Allah, el Justo, el Sabio, el Misericordioso. No hay ni la más leve alusión a la injusticia, ni el roce más ligero con el mundo moral. Lo único que incomoda al rey-y a su hermano, que hace lo propio-es el goce perdido, la desazón del engaño; en absoluto la pila de cadáveres que nunca impiden que ambos sean considerados como grandes soberanos por sus súbditos. Dios es un personaje también presente aunque metafísico, un hilo conductor cuyas regulares y abundantes apelaciones amalgaman y conectan los bloques de masa narrativa y avivan la atención del coro de oyentes, al que es fácil imaginar junto al fuego en una aldea o un desierto carente de muestra alguna de las dulzuras de la vida, excitable, en su indigencia, con las más mínimas alusiones al disfrute del reino de los sentidos (Las Noches…son en buena parte el sueño de Carpanta, de camelleros hambrientos de todo). El Dios abstracto es omnipresente como el aire y muy dado a las malas compañías: sus invocaciones son perfectamente compatibles con desafueros de la peor ralea y con sujetos, no sólo seguros de su impunidad, sino exentos de cualquier freno ético. Se trata, en realidad, de una consagración del reino de la fuerza en el que desde luego al débil-en este caso mujeres, negros y esclavas-le corresponde la peor suerte.

Sólo la inteligencia y valor de la hija del visir, Sherezade, detienen la matanza. La joven insiste en ser desposada a Schahriar y, después de que él hace con ella “su cosa acostumbrada” (somera descripción del coito), logra despertar la curiosidad regia dejando en suspenso el final del relato que está contando a su hermana, Doniazada, (la cual yace en una cama contigua). Cada mañana su padre, el visir, se presenta al consejo, desolado, con el sudario para su hija bajo el brazo, y cada mañana se vuelve con el sudario y asombrado de que la joven continúe viva. La escena se repite un año tras otro porque la hábil narradora domina, como en los romances, la técnica de saber callar a tiempo. Mil y una noches después, Sherezade presenta al rey los hijos engendrados y habidos durante ese tiempo, un niño y dos gemelos, y ruega en nombre de ellos por su vida. El rey es feliz, la tranquiliza, ensalza y enaltece. Hay fiesta y regocijo en la familia, la corte y el reino.

Es llamado el hermano pequeño, que acude para compartir la felicidad del primogénito y decide continuar imitándole, esta vez en el matrimonio. El rey Schahzamán explica que esos tres últimos años lo había pasado muy mal, sin gustar realmente del amor porque, siguiendo el ejemplo, también desposaba cada noche a una virgen que hacía matar al día siguiente para hacer expiar a la raza de las mujeres la calamidad que nos había alcanzado a ambos. Allí mismo se casa con Doniazada, la hermana menor de Sherezade, y todos viven juntos y dichosos. La descripción de la preparación para el tálamo de la novia, de las abluciones, sahumerios y aspersiones de las más aromáticas fragancias, la percepción del tacto de las telas, del juego de los bordados y gasas que la cubren, de la variación de los tonos y de las transparencias tienen el sabor y la intensidad frutal, el crescendo y la tensión dolorosa del deseo que quizás sólo pueden darse en un auditorio singularmente desprovisto de contacto femenino.

Pero antes de la embriaguez hay la fábula, la más sangrienta que en la cuentística se recuerda. Existe la matanza, sistemática e impune, de más de tres mil muchachas. Desde luego ni los personajes históricos ni los mitológicos son rival para estos reyes. Barba Azul era un principiante, Enrique VIII un simple partidario del divorcio expeditivo, los ogros unos amigos de la dieta variada, Jack el Destripador un diletante. No hay, en el reino de la fantasía, asesino de mujeres que pueda ni lejanamente compararse. Ni siquiera los grandes exterminadores,, terroristas y partidarios de la matanza industrial son competencia, porque les falta ese sabroso toque de genocidio de género y de impunidad, mansedumbre y casi aplauso por parte del auditorio. Aunque mantenido por la trama de la historia en un muy segundo plano, el rey Schahzamán, desprovisto de una Sherezade, superaría a su hermano en la contabilidad de muchachas sacrificadas, puesto que, a los tres años en que ambos habían ejercido simultánea y cotidianamente el remedio drástico contra la infidelidad, se supone que habría que sumar, en su caso (aunque el final no deja claras al respecto las cuentas del vistoso holocausto) las aburridas mil y una noches sin cuentista.

Las matemáticas y el marco de referencia inicial tienen gran importancia en el conjunto y constituyen, en la ardiente fantasía de los relatos, un curioso contrapunto lógico. El razonamiento entra en escena sólo si se considera oportuno; la cadena de muertes y su motivo son indiscutibles y aceptables. Cuando, al final, Sherezade muestra a sus hijos y ruega por su propia vida la contabilidad se afina en aras de una verosimilitud mínima. La joven explica la simultaneidad de presencia nocturna y alumbramientos porque dijo que estaba indispuesta veinte días, entre la noche seiscientas setenta y nueve y la setecientas, que corresponden al parto de los gemelos, mientras que con el otro niño no hubo problemas y pudo, en un extremo de eficacia afinada por el deseo de supervivencia y la prioridad de complacer al rey (que no reparaba en embarazos), mostrar su comportamiento habitual.

La fábula no es gratuita. Existe en el mundo islámico el matrimonio de una noche y se ha practicado (y probablemente practica) en el Irán de los ayatollahs con mujeres a las que, puesto que la sharia veta matar a vírgenes, sus verdugos desposan, violan y luego ajustician. También aparece en algunos relatos el tipo de muchacha sabia, la prima o esclava que a la belleza suma el conocimiento de artes que procuran riquezas, prestigio y bienestar a su marido o a su dueño. Esta Perfecta Casada tiene bien poca afinidad con el prototipo de latitudes septentrionales; también es considerada en función de los beneficios que al hombre ofrece, pero no como la señora de su casa, sino como encarnación ocasional y aprovechable de perfección llevada al extremo y presentada con la atemporalidad de los mitos. La sufridora por excelencia de la cuentística occidental, la pastora Griselda, especie de santo Job a la que su marido hace pasar durante décadas por todos los sufrimientos y humillaciones posibles para probar su paciencia y amor, es de una tibieza insulsa y se alza en las leyendas europeas como un caso excepcional. Nada que ver con el torrente de prodigios, cuellos cortados, terror, apetito sexual, placeres y sangre que despliegan los cuentos orientales, ninguna relación con ese mundo arbitrario en el que, precisamente por lo abstracto y despersonalizado de su Dios, no existe freno para aquéllos a quienes llaman, como a Schahriar y sus homólogos, reyes del tiempo. Cumplidas las postraciones, ayunos, limosnas y ritos reglamentarios, todo ello externo y social, no hay aberración que no pueda ser engarzada entre dos jaculatorias a un ser divino del que el califa es representante.

Resplandece aquí una figura llamada, hasta la actualidad, a tener una brillante carrera: El Malvado Inocente. Cualesquiera que sean las atrocidades cometidas, su posición política y moral le avala y excluye de castigos posteriores. Sus actos se explican por la fatalidad de las pasiones y la presión de un código moral del que él no hace sino seguir la lógica y que es el reflejo de las enseñanzas divinas. Más tarde, en plano igualmente metafísico, lo será de las doctrinas políticas totalitarias y del fin justifica los medios; todo se queda entre teocracias, lo que explica las amplias simpatías de que disfrutaron en Oriente Medio comunistas y nazis y la recíproca actual de la moda filoislámica. En Las Mil y Una Noches basta al malvado inocente con hallarse en una situación de superioridad, gozar del apoyo popular (en ningún momento se rebelan los súbditos) y evocar al dios de rigor para situarse más allá de bienes y males y disfrutar finalmente, a la vez, de las delicias del prometedor futuro y del discreto arrepentimiento.

Las historias que introduce en sus cuentos Sherezade, y dice sacar de las crónicas, sobre las vidas de algunos emires de los creyentes, son en verdad edificantes en cuanto ejemplo de despotismo en estado puro pero mezclado con una casuística que se quiere legal aunque nada tiene de sistema de Derecho. Se trata más bien de una curiosa y ritual hipocresía que determina el valor de los comportamientos por su ajuste exclusivo a la apariencia social y que se inscribe, sin otras trabas, en el simple reino de la fuerza y del temor, al que sirven las referencias continuas-una cada pocas líneas-al Dios Único. Despojada de sus ropajes de alabanzas (los actos de los reyes no precisan de justificaciones), se desvela la evidencia de que no existió la época ideal de los califas perfectos. El legendario esplendor que recogen y amplifican los cuentos corresponde a una época de expansión y dominio, inundada luego de alabanzas a unas bondad y justicia que nada tienen que ver con los hechos ni con el establecimiento de principios cívicos. La narrativa transcurre con frecuencia en la alta edad media de los siglos VIII y IX, muy próximos al comienzo de la Hégira y, por su lejanía y por el eco de las riquezas de Bagdad, transformados en época dorada. El periodo es proyectado en el imaginario colectivo como un tiempo de benevolencia y justicia. Lejos de tal, nada tiene, además, que ver con la habitual cuota de corrupción, asesinatos familiares y palaciegos del mundo grecorromano, florentino o visigótico. La diferencia respecto a éstos reside en que en ese ambiente oriental no hay apenas marco exterior, no existe conciencia de crimen ni referencia otra que el capricho y voluntad regias; la masa que a su alrededor se extiende es de figurantes y los sucesos brotan, como las burbujas de un estanque, de manera intemporal, semejantes los monarcas a Allah mismo, que a nadie debe rendir cuentas.

Resalta entre los personajes tejidos de crónicas y de leyendas el de Harún Al-Rashid., de la casa de los abasidas. El sucesor de El-Mahdi, Al-Hadi, sueña que su hermano Harún ha tomado su lugar en el trono de Bagdad y en los brazos de su esclava favorita, y de inmediato envía al verdugo para que, sin más dilación, le corte la cabeza. No lo hace gracias a la intervención de la madre, pero Al-Hadi muere de un tumor y, efectivamente, su hermano le sucede. Con él ascienden como visires sus amigos, los barmakidas El-Fadl y Giafar, compañeros de su infancia, cuyo padre había apoyado al nuevo rey en las épocas peligrosas en las que siempre se sentía amenazado por los celos de su hermano. La confianza se ve recompensada por fidelidad a toda prueba y una excelente administración del reino. El visir y camarada, para el que el rey se hace confeccionar incluso un manto doble en el que se envuelvan ambos como si fuesen el mismo hombre, es, además de generoso y popular, misericordioso, compasivo y tolerante con gentes de otras religiones o acusadas de faltar a la ortodoxia del Islam abasida. El favor y amor regios continúan, hasta que, de vuelta de la peregrinación a La Meca y en estado, por tanto, de santidad, Harún manifiesta súbita hostilidad respecto al que hasta entonces era su íntimo amigo y, sin mayor aviso ni trámite, envía al verdugo para que le traiga su cabeza. Se la llevan, aún con la expresión de sorpresa en el rostro del muerto, y el Califa escupe sobre ella, ordena que se exhiban y dispersen los trozos del cuerpo, que luego se quemen con estiércol y se arrojen a las letrinas y que su familia y clan, por supuesto mujeres y niños incluidos, sean presos, torturados y hechos desaparecer y confiscados todos sus bienes. Nadie, no ya les ayuda, sino que les mira siquiera.

Entre los relatos tejidos para explicar el cambio de humor califal, Sherezade cuenta uno que ilustra de manera extraordinaria la relación de la hipocresía con el simulacro legal y los usos sexuales: Harún adora a su hermana Abbassah y desea disfrutar simultáneamente de su conversación y compañía y de la del visir Giafar. Pero las santas leyes islámicas prohiben que  hombre y mujer que no son parientes cercanos se vean. Por ello el califa ordena que se les una en un matrimonio blanco que permita que estén ambos a la vez  en su presencia, sin verse nunca los dos a solas ni tener la pareja ninguna relación física. Los esposos nominales sin embargo se enamoran, la princesa insiste con la madre de Giafar para que sustituya la joven esclava virgen que aquélla regalaba todos los viernes a su hijo por ella misma. Así es introducida en la habitación de su esposo, ambos satisfacen su pasión y Abbassah da a luz a un hijo, al que envía a La Meca sin éxito: Ella y el bebé serán enterrados vivos por orden del Comendador de los Creyentes.

Los últimos años de Harún Al-Rashid transcurren en un mundo sombrío, de insomnio y añoranza en el que por primera vez hace irrupción el arrepentimiento, pero, de nuevo, no como reconocimiento de infracción moral y daño causado sino como tristeza por agradables compañías perdidas. Hay un punto cómico, teniendo en cuenta el currículum del monarca, en que el Califa se queje y parezca extrañarse de estar rodeado de gentes que no le aprecian, incluidos sus propios hijos, y que desean que acabe su vida. El fin de sus días llega, en efecto, en la ciudad de Tus a los cuarenta y siete años de edad, y la narradora ruega a Allah que le sean perdonados sus errores porque era un califa ortodoxo. Todo se les perdona, aunque cortasen más cabezas que la reina de Alicia, a los Comendadores de los Creyentes, en virtud de su ortodoxia, de la legitimidad por derecho divino remachada por-vengan o no al caso-invocaciones continuas al Ser Supremo.

Las Mil y Una Noches está recorrida por una inquietante sombra: La del negro traído en recuas de esclavos por los árabes en un tráfico milenario que cubre desde edades remotas al siglo XX. Él es necesario, ínfimo eslabón de la especie pero dotado de una potencia mítica y temible y de una carencia de prejuicios fruto de su misma extrema marginalidad. El tono más o menos claro de la tez es marca que gradúa jerarquía y orígenes respecto a la aristocracia de Arabia y hasta el día de hoy se advierte en estos países. Como en la América del Ku Klux Klan, la mezcla racial (que se ejercía profusamente en los  harenes entre amo y sirvientas) revuelve, si el blanco es la hembra, el poso más hondo del rechazo. En las mansiones de Las Mil y Una Noches el enemigo está en casa, calienta el agua del baño, limpia los caballos, acarrea la leña y la comida. La consideración de la mujer como un ser intermedio, posesión, animal y mascota, sitúa al hombre en estado de inseguridad permanente, puesto que, pese a muros y velos, el instinto puede llevar hacia los niveles más bajos a las hembras que posee. Una y otra vez se proyecta en las paredes de los palacios el despreciado y muy temido perfil del esclavo negro, con el que ellas cometen adulterios especialmente repugnantes por la ínfima posición social del objeto de sus deseos. Se palpan y leen entre líneas llenas de indignación y estupor la inquietud y el miedo a la superior virilidad de la vigorosa bestia vagamente humana traída de lo profundo de África, el temor al impulso y a la libertad irracional y primitiva que éste posee. En el cuento del joven encantado y de los peces, una vez más se repite la escena, con acumulación de rasgos abominables. La esposa, una bruja, corre al encuentro de su amante un negro muy negro. Este negro era horrible, tenía el labio superior como la tapadera de una marmita, y el inferior como la marmita misma, ambos tan colgantes, que podían escoger los guijarros entre la arena. Estaba podrido de enfermedades y tendido sobre un montón de caña de azúcar. Luego, como ella se ha retrasado y echa la culpa a su detestado marido y le suplica que la perdone, él, enfadado, responde “¡Mientes, infame! Juro por el honor y por las cualidades viriles de los negros, y por nuestra infinita superioridad sobre los blancos, que como vuelvas a retrasarte otra vez, a partir de ese día, repudiaré tu trato y no pondré mi cuerpo encima del tuyo. ¡Oh pérfida traidora! De seguro que te has retrasado para saciar en otra parte tus deseos de hembra. ¡Qué basura! ¡Eres la más despreciable de las mujeres blancas!”. El entorno es descrito asimismo con los tintes más repulsivos: lecho de paja, manta de harapos infectos, guiso de huesos de ratones. Cada vez hay en estos casos un varón, un marido, normalmente de numerosas concubinas, que observa con asombro la bajeza en la que se enfanga su esposa. En su estupor existe no poco miedo al oscuro ser, quizás mejor armado para el combate sexual.

No salen mejor parados los dueños y señores del trono y del harén en otros combates. Los califas de Las Mil y Una Noches están lejos de ser un dechado de valor. Manejan sicarios, ordenan matanzas, tienen verdugos, en el sentido literal de la palabra, de cabecera, pero en situaciones de enfrentamiento y peligro se refugian detrás del servidor más cercano o se ocultan a la vista del enemigo. Su medrosidad hace destacar aún más el desnudo coraje de Sherezade, las solitarias generosidad y bravura con las que, única entre los habitantes del país, desarrolla un plan a largo plazo, siempre en el filo de la muerte. Por el contrario, los grandes hombres, señores de vidas y haciendas y comendadores nada menos que de Dios, son ejemplos de cobardía: Schahriar y su hermano permanecen espantados en la copa de un árbol, procurando no despertar al efrit que duerme al pie, copulan con la muchacha por puro pánico de que, si se niegan ésta despierte al genio, y ni por un instante ofrecen a la joven raptada su ayuda y alfanjes, que sin embargo emplean profusamente degollando mujeres y esclavos. Tampoco el califa de Bagdad es de un arrojo espectacular: Harún Al-Raschid gusta de disfrazarse de mercader y emprender correrías nocturnas por la ciudad, bien acompañado de su visir y de su verdugo. En el cuento del Mandadero y Las Tres Doncellas, ellos tres son excelentemente acogidos en la lujosa casa de las muchachas, donde también acaban de pedir hospitalidad tres extranjeros tuertos y en la que está disfrutando el mandadero la mejor velada de su vida. El vino corre a discreción, aunque en esta ocasión el califa lo rechaza por su condición de hadj o peregrino de La Meca. En general, el vino y la dulce embriaguez manan con profusión de un extremo a otro de Las Mil y Una Noches. En este cuento los huéspedes de las tres hermanas, pese a que han jurado a las dueñas de la casa no hacerles preguntas, son vencidos por la curiosidad y se dicen en voz baja Somos siete hombres, y ellas sólo son tres mujeres. Preguntemos la explicación de lo ocurrido, y si no quieren contestarnos de grado, que lo hagan a la fuerza. Únicamente el visir manifiesta oposición al abuso, quebrantamiento del juramento e ingratitud respecto a la hospitalidad recibida. Los demás no muestran el menor escrúpulo ante la escasa gallardía de la propuesta y la llevan a cabo. Entonces las jóvenes llaman a siete negros con sus alfanjes que inmovilizan a los malos huéspedes, y es de ver cómo el califa se atemoriza y resguarda detrás de sus servidores.

Tampoco las luchas sexuales se distinguen por su arte. Cuanto más alta es la jerarquía más se limita el hombre a hacer un alarde de potencia, resumida en los términos cabalgar, asaltos, traspasar, y a enumerar las penetraciones, que suman, por ejemplo, cuarenta en una noche en el relato de uno de los personajes de la historia del mandadero y las tres doncellas. Las Mil y Una Noches no es el Kama Sutra; si se exceptúan los mordiscos y pellizcos, carece de interés por el juego del deseo y de descripciones diversas de sus aspectos y posibilidades. Es un libro de erotismo rudimentario, intercalado con abundantes dosis de placer de otros sentidos y sujeto a la férrea consideración de las mujeres como objetos de posesión. Las otras dotes de éstas son aditamentos del plato apetecible, y ese plato se sirve siempre a un nivel por debajo del del hombre, con la consiguiente limitación del juego sexual y su circunscripción a ejercicios de hípica acompañados del aplauso del corcel. Ni siquiera en los relatos de incesto (en los que se explicita la reprobación y los amantes son carbonizados por la ira divina) hay un componente afectivo otro que la pasión irresistible. Más sensualidad y afecto quizás existen en las relaciones homosexuales, normalmente de pederastia y nunca explícitas. Los protagonistas suelen ser un hombre maduro y un bello adolescente. La igualdad en el sexo de ambos les permite disfrutar del trato, los manjares y la intimidad compartida, y el velo de la inconveniencia esconde el coito propiamente dicho. En la noche número quince, el tercer saaluk (de la cofradía de los mendicantes) narra su encuentro en un lujoso refugio subterráneo con un joven hermosísimo, moldeado realmente en el molde de la perfección, rama tierna y flexible, cuyo aspecto hubo de cautivar mi corazón y conmover la pulpa de mi cara.(…) Después de haber comido, pude comprobar nuevamente cuán subyugado estaba mi corazón por sus encantos, y después nos tendimos y dormimos juntos toda la noche. Cuarenta días permanece el protagonista con el adorable príncipe, que está a punto de cumplir los quince años, y en ellos le agasaja con masajes, baños, perfumes, bocados exquisitos y toda prueba de amorosa amistad. Hasta que el destino fatal se cumple y el homicidio fortuito les separa. El amor lesbiano es descrito con extrañeza pero sin ira, se dice que es uno de los misterios de la pasión y las dos protagonistas de la historia del sultán Baibars y de los capitanes disfrutan finalmente de él en un apartado refugio a las orillas del Nilo. Los pecados son sociales, de simple derecho de propiedad transgredido. Por lo demás, sensualidad y placer son justificación suficiente, en absoluto reñida con virginidades, pudores e inocencia. Así, en el cuento 940, la hija del cadí, de catorce años y medio, resuelve alegremente la adivinanza que ha sido propuesta a su padre y le tiene perplejo: Es sencillo como el curso del agua corriente. En efecto, la solución está clara, y se reduce a esto: por el vigor, la dureza y la resistencia, el zib (pene) del hombre de quince a treinta y cinco años es comparable a un hueso; de treinta y cinco a sesenta, a un nervio; y después de los sesenta, no es más que una piltrafa de carne sin propiedad alguna. En realidad Las Mil y Una Noches está dominada de un extremo a otro por las voces femeninas, sabias, astutas, poseedoras de conocimientos ajenos al, en comparación, tosco mundo de los hombres. Y hay en ella un potencial de libertad, y de felicidad, inmenso y digno de ser disfrutados por doquier.

Sin embargo esta aparente superioridad de las mujeres es, como ocurre por lo general en las exhibiciones de matriarcado, de puertas adentro y en territorios perfectamente restringidos. Geografía y acción, instituciones y relaciones sociales son tan ajenas a la grey femenina como al inframundo de los esclavos, por lo que se forma una cadena de cuyo peso no está excluido el que la forja. El reino de las hembras está delimitado por la dependencia respecto a ellas que son capaces de suscitar en sus dueños. Ofrecen-además de sus cuerpos y servicios de masajistas, cantoras, tañedoras, perfumistas y cocineras-jóvenes esclavas a sus hijos y maridos, descendencia y, en ocasiones, prestigio, sin dejar nunca de reconocer el lugar inferior, y escondido a cuantos no sean su padre, marido o hermanos, que les corresponde. Nada existe de la paridad, ni siquiera desigual u ocasional, que se entiende en una compañera. Hay respecto a ellas la relación con el ser de otra especie, impura y peligrosa pero precisa, y la reivindicación de la disciplina que debe serles aplicada: el Profeta bendito (con Él la plegaria y la paz) ha dicho, hablando de ellas (las mujeres): “¡Oh creyentes, tenéis enemigos en vuestras esposas y en vuestras hijas! Son defectuosas en cuanto afecta a la razón y a la religión. Han nacido torcidas. Las reprenderéis, y a las que os desobedezcan las pegaréis.”dice el rey Akbar a su hija en el último cuento, “La tierna historia del príncipe Jazmín”. Las palizas no son anécdota sino norma y categoría: novias, amantes, hijas y esposas son golpeadas con profusión en muchas de las historias, sin asomo de remordimiento o excusa, sino con la tranquilidad de quien administra debidamente sus asuntos. Aquí a los Infantes de Carrión (total, lo que hicieron fue azotar a sus esposas hasta dejarlas por muertas en el Robledo de Corpes) los hubieran felicitado. Naturalmente esto se sitúa en un contexto en el que la generalidad de los individuos no obtiene respeto sino en función de sus riquezas o jerarquía. En tal reino de lo arbitrario, a ellas corresponde el último puesto del escalafón, donde establecen alianzas con estamentos desdeñados y marginales.

Lejos de solamente situarse en un plano inferior al masculino, las féminas constituyen en el Islam, y por causa de él, un caso extraordinario y aberrante (no menos aberrante porque se aplique a millones de personas) de trato profiláctico, de impureza que se teme, se confina y que se maneja recurriendo a la fuerza. No se trata de discriminación, ni siquiera de apartheid aunque participe de ambos comportamientos. Es un tipo de segregación imbuida de grandes dosis de peculiar racismo, un cóctel de animosidad, violencia y miedo que carece de parangón y es incompatible con el progreso de individuos y de países. La posibilidad de suave evolución es un mito en apariencia piadoso, en realidad de efectos nefastos por cuanto paraliza la acción terapéutica. Se apela a la apetecible quimera de la mutación gradual sin costes, desmentida por las furibundas regresiones de que han sido testigos las últimas décadas. Sólo los cambios drásticos, generales y coactivos (de hecho intentados por algunos líderes desesperados por romper cadenas y entrar en el mundo moderno) que impongan sistemas laicos de Derecho tienen alguna posibilidad de éxito frente a un fenómeno de características tan peligrosas y extensas.

La ardorosa fantasía de cada relato no destruye la urdimbre repleta de información verídica y de interés, sino que teje sobre ella sus filigranas y su tela. El ropaje fastuoso de los cuentos envuelve largas hambres de cuanto la hipérbole proyecta a dimensiones abrumadoras, en el sexo como en los manjares, olores, sabores, vista y tacto. Cae de sus páginas una cascada de membrillos, melocotones, jazmines, nenúfares, limones, mirto, alheña, anémonas, violetas, granado, narciso, almendras, confituras, pastelillos hechos con manteca, miel y leche, aguas perfumadas de azahar y rosas, almizcle, incienso, áloe, ámbar gris, velas de Alejandría. Cada historia proyecta un raudal de desnudeces, rostros divinos, cuerpos de ensueño y platos de abundancia sólo comparable a su exquisitez. Entre ellos, el vino corre como el agua, arremansada ésta en bebidas refrescadas con hielo y aromatizadas con miel y con rosas. Los cuerpos son un manjar más, cremoso, rosa y blanco, afín al terciopelo y las almendras y deseoso de hallar en la tierra, mejor que en el cielo, el prometido  paraíso. Todo ello se derrama sobre el encandilado auditorio de hombres enjutos, mientras narraciones semejantes se susurran en tiendas y habitaciones apartadas donde las mujeres hablan de una sexualidad para ellas racionada según la estricta voluntad del hombre.

Las lecturas del libro son numerosas, y sus enseñanzas múltiples. Pero ninguna de ellas permite que sople exclusivamente sobre él el aliento helado de la razón, la seca y precisa exigencia de la historia, la pedagogía moral. Es una gran obra literaria, en la que nada debe cambiarse. Es, también, un espacio adaptable a la lectura de los niños, a los que ofrece la magia en estado puro, aún no contaminada por moralejas, referencias ni aplicaciones prácticas. Cierto que Las Mil y Una Noches han sido en Occidente objeto de una traición infantil porque, al conformarlas para tal público, se ha privado a la gran mayoría de los adultos de su verdadera dimensión. A cuantos no son niños se debe el corpus íntegro y fielmente traducido, perfecto en su crudeza, en su completa amoralidad, que aporta al menguado y reseco mundo del puritanismo judeocristiano occidental el soplo fresco del erotismo, de la prohibición por opresión descarada pero no por pudores, de la potencia sexual y del deseo en toda su gloria. Cuán conmovedora es la advertencia del Sr. Tapia, responsable de la versión española, cuando, en el prólogo a la edición de 1957, tras presentar al autor de la traducción, J. C. Mardruz, confía a su público Este libro no es para niños y mujeres. La moral de los árabes es distinta de la nuestra: sus costumbres son otras. Su carácter primitivo les hace ver como cosas naturales lo que para otros pueblos es motivo de escándalo El amor lo cubren de pocos velos y su vida social está basada en la poligamia.

Y excluye a las mujeres de su lectura.

La vida del traductor, J. C. Madrus, se asemeja también a una de las noches. Fue la de un sirio árabe de nacimiento y francés de nacionalidad, cuya familia se trasladó del Cáucaso a Egipto, la de un viajero que recuerda una infancia mecida por los cuentos de las criadas de El Cairo, la de un médico que viaja como tal por los mares Pérsico e Índico y que decide dedicar su vida a recoger por escrito la epopeya fantástica que flota dispersa en Damasco, Arabia, Asia Menor, el Yemen, Persia, la Península Indostánica, en los desiertos y en las ciudades arracimadas en oasis y en cuencas de ríos. La suya fue una peregrinación fascinada y volcada en cosechas del más diverso origen, recopiladas en escritos y recitadas por los improvisados homeros de una epopeya tan variada y vistosa como los hilos de un tapiz.

Las Mil y Una Noches es una extensa noche sedosa y repleta de los más escogidos de los sabores, de la apoteosis de la belleza de los cuerpos y de la consumación del placer, de largos viajes sedentarios, de veloces travesías por el aire y las aguas a hombros de genios o en obedientes alfombras. Es una de esas noches donde puede ocurrir todo, y la libertad reina suprema sobre las ataduras de preceptos y leyes y sobre las servidumbres y frenos materiales de la humana condición. Se trata en realidad de una larga noche, que abarca varios siglos, probablemente el IX y X en su inicial modelo persa, para extenderse luego substancialmente hasta el XVI, aunque, después y antes, en ella se encuentren desde los ecos de narraciones mitológicas muy anteriores hasta historiografía novelada posterior. Ha habido que llegar al siglo XX para que una versión literal, completa y minuciosa se difunda entre el gran público. Existían las traducciones integrales al inglés de Payne y de Burton, pero en ediciones restringidas de unos cientos de ejemplares. El resto vino, desde el XVIII, cargado de purgas, puritanismo y deformaciones que pretendían adaptarse al gusto europeo. Como ejemplos de censuras, amputaciones y tergiversaciones de los textos originales, destaca Daniel Tapia la edición de París de Galland, que se diría un diálogo versallesco en la corte de Luis XIV, y la de los Padres Jesuitas de Beirut, abrumada de pudibundez y reparos. Por el contrario, igual que los protagonistas de las historias, Mardruz vive y hace vivir su largo viaje físico y literario por Oriente sin menoscabo de la original frescura de los relatos, de la especie de inocencia cruel y animal que es inseparable de su belleza. No se trata de novelas ni de personajes dotados de carácter, perfil y evolución vital. Es un aluvión de imágenes intercambiables, de epítetos, frases y situaciones que se repiten de una a otra historia con los recursos propios de las narrativas orales. Los oyentes esperan y anticipan descripciones y respuestas que se acomodan al molde habitual, a la imaginería fantástica y a la tradición y ritmo poéticos. Los cuentos siguen, como Mardruz, un ritmo muy marino, sus protagonistas tan pronto están en la cresta de la ola como en su seno, pasan de la zozobra al goce con extrema rapidez, y alcanzan, como su cronista, los confines del Oriente, las riberas del Índico y los lejanos reinos descritos por caravanas y navegantes. No viven novelas; transmiten prototipos y acciones.

Sherezade, sin embargo, es otra cosa. Actúa, piensa, recuerda. Ella es la que, según al principio del libro se dice, había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla. La última noche ella ha concluido el más delicado de los cuentos, el más irreal y amoroso, cuando la bella Almendra, aprovechándose al instante de la soledad en que la habían dejado en aquella habitación donde  iba a penetrar su primo, salió sin ruido con sus vestiduras de oro y emprendió el vuelo hacia Jazmín el bienaventurado. Y aquellos dos amantes benditos se cogieron de la mano, y más ligeros que el céfiro rosado, desaparecieron y se desvanecieron como el alcanfor.

Y desde entonces nadie pudo encontrar sus huellas y nadie oyó hablar de ellos ni del lugar de su retiro. Porque, en la tierra, solamente algunos entre los hijos de los hombres son dignos de dicha, de seguir el camino que lleva a la dicha y de acercarse a la casa en que se esconde la dicha.

Gloria por siempre y loores múltiples al Retribuidor, Dueño de la alegría, de la inteligencia y de la dicha. ¡Amén!

Han quedado atrás innumerables episodios de rapacidad y sangre, de infortunios fatales y goces fortuitos, de pasiones y venganzas; a la brutalidad y el asalto sucede un cuadro propio de apsaras y ángeles budistas. El Dios con el que cierra sus Mil y Una Noches Sherezade no es el del rigor y la muerte sino el de la vida. Atrás quedan fuerza, castigo, destino, omnipotencia, para dejar paso a las grandes ganadoras de la partida: la inteligencia, la dicha, la alegría. Hacia ellas ha llevado al Califa durante tantas noches, insensiblemente pero con un rumbo calculado y seguro, espoleado él al principio por al curiosidad, aguijoneado por la sed de nuevas maravillas, para desembocar en la ternura y la plácida extensión de un dichoso horizonte. Schahriar ha redescubierto el goce de vivir, confiesa que los relatos han cambiado su alma y exclama ¡gloria a quien te ha concedido tantos dones selectos, oh bendita hija de mi visir, ha perfumado tu boca y ha puesto la elocuencia en tu lengua y la inteligencia detrás de tu frente! La presentación de los tres hijos habidos de su esposa se suma a la emoción de la escena, donde se mezclan los sollozos y arrepentimiento del rey, quien a duras penas logra decir a Sherezade ¡ por el Señor de la piedad y de la misericordia, que ya estabas en mi corazón antes del advenimiento de nuestros hijos! Porque supiste conquistarme con las cualidades de que te ha adornado tu Creador; y te he amado en mi espíritu porque encontré en ti una mujer pura, piadosa, casta, dulce, indemne de toda trapisonda, intacta en todos los sentidos, ingenua, sutil, elocuente, discreta, sonriente y prudente.

Sherezade es ciertamente distinta de las protagonistas fugaces de múltiples aventuras, de las novias que, en repetida fórmula, aseguran al amado que son su esclava y su cosa, de las mujeres voluptuosas y divinas que esmaltan los cuentos. Ella sí posee personalidad, substancia, y se eleva a una altura que la sitúa en neto contraste con héroes que lo son más por azar que por sus méritos, viajeros, comerciantes, guerreros y príncipes que no suelen distinguirse por su valor ni por su inteligencia. Hay en los relatos sherezades menores, figuras de mujer compasivas y sabias. Son las que desafían, engañan o se enfrentan a los efrits, mientras los demás contemplan horrorizados el desigual combate con el genio. Pese a que los huéspedes a los que habían socorrido abusaron de la hospitalidad y se confabularon para atacar a las que creían tres mujeres desvalidas, la mayor de las hermanas de la historia del mandadero les perdona la vida, y lo hace además por una razón muy especial e inusitada en un libro donde la fuerza es ley: si tengo tanta paciencia-dice-, es porque sois gente humilde, que si fueseis de los notables, o de los grandes de vuestra tribu, o si fueseis de los que gobiernan, ya os habría castigado. Nada hay semejante, en el comportamiento caprichoso, vengativo, bárbaro y despótico de jerarcas, esposos y príncipes. Sherezade se alza, con la sola arma de su voz, en cabeza visible de un mundo abigarrado y oculto de gentes indefensas, y a ellas ofrece discurso y forma. Con la inteligencia como alfanje y en el limitado recinto de sus posibilidades, a través de ella se evocan una extensión, unas vidas y unos pueblos que no son el credo y la dominación impuestos por los jinetes de Arabia, la alta edad media forzosa y prolongada mantenida como justificación originaria por la aristocracia árabe en un tiempo guerrera, luego reconvertida en una red tejida de opresión político-religiosa inseparable de los que capitalizan el dios único, su modo de empleo y sus rentables lugares sagrados.

Bajo la sofocante capa de la Umma (la Gran Madre Patria Islámica) que sirvió y sirve para anular derechos individuales y mantener satrapías, bullen, y afloran, con todo el ímpetu de la variedad de existencias los esclavos negros, los castrados eunucos, el beduino ignorante, sucio y pobre, el porteador, el pescador, el hortelano, las esclavas que se venden y se compran, las muchachas golpeadas y repudiadas, los artesanos, comerciantes, zapateros, barberos, jueces y mendigos, los súbditos sumisos que sólo se muestran, como en una coreografía, cuando hay golpe de estado y cambio de tirano, la tenaz lucha por sobrevivir y la reivindicación del placer, las sirvientas, los vendedores del mercado y los audaces viajeros y navegantes que todo lo exponen en su ruta hacia lejanas tierras, los emigrados, de grado o por fuerza, desde lugares remotos, los extranjeros del más diverso origen, los siervos, los vagabundos y el poeta que no posee sino sus versos. Se trata de un cuerpo vivo encerrado en la armadura de una élite premedieval, amordazado por una unidad ficticia y unos usos religiosos cuyo ritual de control y apariencias le excluyen de la modernidad, un cuerpo que rebosa por las costuras de esa ficción del Gran Islam mantenida para mayor gloria y lucro de sus emires y sus taifas. No son, ni mucho menos, los habitantes de esta extensión todos árabes, pero la lengua de hermosa caligrafía y las jaculatorias incesantes cubren una superficie rica en razas, colores, aspiraciones e historia cuyo futuro yace aherrojado por el mito de la Umma. Éste puede romperse, reducirse a los justos límites de leyes, países, individuos y opciones religiosas personales, y surgirán entonces, como de un glaciar que se disuelve, los muchos individuos que no necesitan dueños, padres, umma ni profetas, con cuyas vidas no juega ningún comendador de los creyentes y a los que por fin pertenece su futuro.

Sherezade emerge con lo más seductor y deslumbrante que en tal extensión se halla, pero, para quien quiera verlo, también ofrece en sus relatos ventanas innumerables que se abren a otras perspectivas, hacia el magma de millares de seres distintos que sólo son libres, como sus protagonistas, por azar, unas horas, unos días, pero que lo son durante ese tiempo, con la intensidad de la certidumbre de la fatal vuelta a las cadenas. Sherezade se sitúa entre ambos mundos, pero muestra claramente, por boca de la compasiva hermana del cuento de la undécima noche, hacia dónde van sus preferencias. Jugándose la propia vida, rescata el valor de la alegría, la civilización esencial de la amplitud y los saberes. La joven narradora es, por mucho que pague el peaje de incontables jaculatorias y actos de fe, lo contrario a cuanto marca como prototipo el Islam, está cargada de razón, de bondad generosa y de buen juicio. Vive reducida al espacio que limitan preceptos injustos, guardias y la bronca torpeza de cuantos, creyéndose superiores, pagan con la propia desgracia de la existencia tediosa y la sociedad estrecha y mísera su defensa del más opresivo de los mitos. Por eso la narradora señala al final, como único espacio de felicidad posible, el del horizonte luminoso en el que clarean la libertad y la dicha y hacia el que se fuga, en un vuelo irreal que les arranca a sociedad, preceptos, país y familia, la pareja bienaventurada del último cuento.

 

Y, como tras unos nombres siempre están todos, acuden ahora los de lugares envueltos en el sonido de sus evocaciones, preñados de sucesos y de gentes, repletos de las semillas y de las cortezas antiguas con las que han ido rodando por el tiempo. En la excavación, surgen, unos bajo los otros, objetos donde menos se esperaba, repletos de claves, de un perfume tan agudo que ya no hay presente sin él, firmemente agarrados a las telas del corazón.

Está el Yemen o el descubrimiento del miedo y del pecado.

Está Etiopía, el país del Arca varada.

Y Egipto, donde Cleopatra viaja en coche de línea.

Están Indonesia y un Islam del Extremo Oriente que lame los pies de los Budas, al que se intentó dinamitar en Bamiyán.

Está, en el corazón de Occidente, la rendición largamente anunciada de los fundamentalistas vicarios, y Centroeuropa, el hogar dividido.

Están los nombres de Samuel y de Omar, de Sara y de la familia palestina que, en Jerusalén, metió a R., para salvarla del tiroteo, en su casa.

Y el África manumitida, y Turquía: la frontera.

Está Jordania, la pequeña y valiente, cortada ella misma hacia el incierto futuro como el sendero del Siq al amanecer.

Está el Líbano, el país al que le arrancaron el corazón,

Y Siria, la madre de todos los puertos.

Están Israel y Palestina: el País de los Ciegos.

Está Sudán, el de los prodigios bajo la arena y las puertas hacia las áfricas; el del relato de una Navidad extraña.

Pero eso es otra historia.

 

[1] La batalla de Argel, (1966),  del director italiano Gillo Pontecorvo.

[2] Inesperadamente, el Líder falleció en diciembre de 2006 de un infarto fulminante. Los ministros solían desearle que viviese hasta los ciento cincuenta años al menos, para bien del país.

[3] Ruy González de Clavijo: Embajada a Tamorlán.