04/20/19

LAS CLIENTELAS DE LA UTOPÍA

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LAS CLIENTELAS DE LA UTOPÍA

 

 

MERCEDES ROSÚA

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 De la sustancia de la utopía se han forjado las pesadillas, los sueños y quizás gran parte de aquello por lo que el mundo es mejor y la vida vale la pena. Pero el afelpado reducto de las sociedades protegidas, el maleable tejido de comunicaciones, presiones, adhesiones virtuales y sustitución del contenido por el volumen y difusión de las palabras han creado una clase nueva para la que la utopía es su vehículo, la lona que recubre sólidos edificios de intereses, la contraseña que permite el acceso a zonas deseables y bienes restringidos y que incluso procura el lujo de la superioridad de valores. Ninguno de estos rasgos es original pero su conjunto ha generado algo, por sus dimensiones, nuevo, que se extiende por el siglo XX y el XXI y tiene como base el terreno propicio de las democracias, las libertades y los más o menos prósperos estados de bienestar: Se trata de los inversores de la Utopía, entendida ésta como lejana profesión de fe ausente de precios y de riesgos, icono rentable y hábil mecanismo que garantiza tanto la ceguera selectiva como la legitimación del secuestro verbal y cultural que vienen caracterizando la época.

Se habría alumbrado una especie nueva, una clientela acogida al común, y contradictorio, denominador de utopía sórdida por cuanto el término, despojado de toda la grandeza de sus aspiraciones, de su tensión y de su inexistencia, se prostituye en apéndice utilitario de ventajas fáciles, seña de identidad desprovista de relación alguna con los deseos y opciones reales de los individuos, instrumento de coacción, y de agresión, contra aquellos a los que interesa definir como antagonistas para ocupar así en exclusiva el lado luminoso de la ética y cosechar frutos ajenos al mérito y al esfuerzo. La sordidez de esta utopía reciente se manifiesta en la dualidad palabras/actos, en la rentabilidad material, social e intelectual que procura y en la descarnada burla que su profesión supone para países y personas, siempre lejanos, que llevan décadas sirviendo de paraísos vicarios. El fenómeno es inseparable del parasitismo y el estado de bienestar. En ningún terreno se manifiesta con claridad tan meridiana como en el de los Señores de la Guerra Semántica, que deben su status al monopolio del etiquetado político y moral.

Este libro comenzó como un epílogo a las reflexiones de M. Ruiz Paz [1]. Luego siguió su camino. Podría haberse titulado La Secta: El regreso, y, en verdad el suave pavor de la servidumbre a la farsa cotidiana, la obligada cohabitación con la irracionalidad y, bajo el manto de tópicos, el simple imperio de los dueños de la manipulación y el vocerío hubieran justificado la analogía con el incansable linaje del parásito extraterrestre. Porque los peores monstruos son los cotidianos.

El subtítulo hubiese sido, a sabiendas, falso. La secta, tan engañosa como agresiva, tan blindada como voraz, tan prescindible como decidida a una muy larga duración, no ha regresado jamás porque nunca se ha ido, y no va a abandonar a causa de simples cambios de gobiernos o de leyes territorios que ha parcelado definitivamente como suyos y de los que recibe, con cada nuevo partido electo-sea del signo que sea-, escrituras de propiedad a cambio de sosiego mediático y de manos libres en otros campos. Lo ocurrido en Educación y Cultura (el interesante botón de muestra hispánico) es la punta del iceberg del gran secuestro que ha marcado el espíritu del siglo XX y se esfuerza en extenderse al siglo XXI: Nada menos que el monopolio de ética y estética, de comunicación y de civilización, de orientación axiológica y de representación del mundo que se ha habitado y que se habita. Y ello porque de la impostura, de la mistificación de la Historia, del ocultamiento sistemático de al menos la mitad del planeta de los hechos lleva viviendo, prosperando, aplastando y perpetuándose una clase muy especial de los tiempos modernos que se ha creado toda una técnica de autojustificación, conquista y subsistencia a base de impostar solidaridades, ideales y rebeliones mientras se nutría de los frutos ajenos, acaparaba bienes del enemigo, negociaba prebendas durables y alababa paraísos tan lejanos, en el espacio o en el tiempo, como fuese posible. Progreso, la palabra clave cargada de tesón y de esperanza, degeneró en el himno de burocracias entusiastas de la mediocridad y de la rapiña, sembró continentes y décadas con la más numerosa, silenciosa y silenciada cosecha de muertos, fue suplantada por la religión del terror necesario, de la mística dual de Buenos y Malos, Derechas e Izquierdas, Pobres y Ricos destinados por el materialismo histórico a ser tan inmutables ambos en su esencia como antagónicas especies zoológicas. Y ha terminado, de forma harto ignominiosa, encarnándose en un uso de progresista que es prácticamente la antinomia del término originario. Es desde ahora indispensable distinguir entre la palabra que designa, especialmente a partir de los siglos XVIII y XIX, a personas que pagaban con su esfuerzo, lucha, riesgo e insaciable avidez de conocimiento los avances de la especie humana y la impostura bajo la que se han cobijado los usurpadores del vocablo. Éste fue símbolo de la Ilustración y de las Luces, de científicos y pensadores, de luchadores contra la esclavitud y el fanatismo y de firmes creyentes en la igualdad de libertad y de derechos. Progresista está cargado de nobleza, inteligencia, humanismo y universal amplitud; su caricatura reciente consiste en el uso del epíteto como un modus vivendi, una bandera bajo la cual se obtienen bienes y promoción social a base de la incuestionable fidelidad a un puñado de clichés y de personas, gracias a la repetición de mantras y jaculatorias del nuevo santoral laico, a la sumisión a los líderes que alegan incuestionable legitimidad moral. Socialismo, igualdad, trabajadores, e incluso (cuando pintan mal las elecciones) llamadas al apoyo a la democracia, han servido y siguen sirviendo para que una clase de moderno cuño viva de ello. Ni siquiera se trata de la superestructura ideológica con la que se justifica el grupo dominante. El fenómeno es más somero y moderno: simplemente consiste en disponer medidas, leyes, declaraciones y proyectos que benefician, enriquecen y afianzan a una clientela la cual, a su vez, responde con fidelidades y apoyo. La facilidad de los análisis duales, el miedo y la seguridad de la falta de alternativas hacen el resto.

Se trata de algo a la vez mucho menos llamativo pero incomparablemente más peligroso que las clásicas y millonarias corrupciones y cohechos, la rebatiña de comisiones urbanísticas o el nepotismo rudimentario. La inclusión en el club bueno-progresista-socialista-demócrata auténtico reside, simultáneamente, en la identificación de su imagen mediática y ubicación social como única zona positiva por cierta vaga cláusula de superioridad garantizada y en la muy real certidumbre de que, sin ese peaje, no hay promoción ni agradable acomodo en el mundo, entre otros, de una enseñanza, comunicación y sector público entregados, en contrato implícito, a grupos de presión que medran con este reparto.

La radiografía de esa nueva clase fruto de nuestra época la revela como un tumor movible, dentro del cuerpo del sistema parlamentario y de mercado al que ya no aspira a suplantar porque conoce su rendimiento y eficacia pero del que sí espera vivir holgadamente, sin aportar riquezas ni méritos propios, por medio del chantaje permanente basado en el puñado de tópicos tomados de revoluciones y sistemas que se han caracterizado por el desastre económico y humano. La utopía y el populismo maniqueo son para tal milicia armas indispensables. El igualitarismo forzoso, no de derechos, sino extrapolado a capacidad, trabajo, formación, ciencia, dotes intelectuales y a la peculiar e intransferible envergadura, les resulta cuestión de supervivencia puesto que la valoración del individuo, el reconocimiento de diferencias y la estima de cada cual según sus obras privaría automáticamente al grupo de presión de todo su poder y haría desvanecerse la supuesta base moral en la que, desmentidos de continuo por su práctica cotidiana, se apoyan y que siempre se refugia en entidades anónimas y gregarias: clase social, etnia, herederos históricos, objetos perdurables y tradicionales de las injusticias de un Mal, llamado sistema, que les otorga, en permanente usufructo, el rentable cargo de víctima de una deuda vitalicia. Pasado el seísmo de las revoluciones, olvidadas cuidadosamente ruinas y cadáveres y bien aferrado el oportunista de camiseta del Che y chaqueta de lino con arruga estratégica a las ubres de la democracia burguesa, la nueva clase de los traficantes de la melancolía, la amenaza, la reivindicación y la queja ha hallado un hueco ecológico envidiable. El siglo pasado ha sido tiempo de cobro para las multiformes variantes del impuesto revolucionario. Una de ellas, menos sangrienta que la etarra pero maestra en el empobrecimiento, la coacción y el timo, fue, y es, la llevada a cabo en España. en Educación y en Cultura. El fenómeno en absoluto se limita a esta nación y a su devenir contemporáneo, pero sí puede utilizarse como paradigma. El país ha seguido siendo, cara el extranjero, el parque temático-social que ya fue durante la Guerra Civil, heredero a su vez del romanticismo de la diferencia a medio camino entre el medievo y el cercano buen salvaje. Cultura y Educación constituyen el mascarón de proa y el vivero renovable de sectores variados y prosaicos que hallan su acomodo en la prolongación del conflicto virtual.

Hay un conmovedor optimismo, un voluntarismo de cambio y una modestia nacida de la sumisión a límites previamente fijados por la autora en la frase ¿Por qué someternos a la secta? con la que cierra su libro Mercedes Ruiz Paz. Sería hermoso que los sometimientos, la relación de fuerzas, el imperativo de los poderes establecidos se debieran a altos ideales, audaces esquemas teóricos, arriesgadas apuestas por el porvenir, o, aun mejor, que los fracasos (siempre presentados como meras deficiencias) obedecieran a conjuras perversas contra las fuerzas de la justicia y el progreso. Sería bello que los errores proviniesen de la mal enfocada energía, de la inocente desmesura, del fatal choque entre la exigente contingencia diaria y los sueños de la razón y el corazón. Las equivocaciones de ese tipo arremolinan catástrofes, destruyen sistemas, pero activan la capacidad de respuesta, engendran revulsivos y tienen en su mal, al menos, cierta grandeza. El desguace y reparto, como botín, del sector público, el imperio de las sectas y las mafias, a las cuales pertenece, entre otras, la pedagógica, su extensión en España desde los ochenta y su pervivencia, ciertamente, en los años venideros apenas precisan ropaje teórico. La simple sociología, el informe estadístico y la enumeración descriptiva de clientelas sindicales y políticas bastan. No en otras leyes ni profetas hay que buscar la explicación a un hecho tan palmario como que se haya destruido, en la práctica, lo que se llamaba Enseñanza Media, reducido el Bachillerato a un breve remedo y a los adolescentes a niños por decreto, que una imparable y cotidiana purga elimine al profesorado de mayor calificación e independencia y deje en su lugar una tropa intercambiable habituada al horizonte primario y el conformismo sumiso, que no se enseñen, o apenas, materias esenciales, que se hayan vendido siglos de civilización e historia a cambio de los favores electorales de un hervidero de satrapías, que se derroche en una plétora inútil-excepto para sus inventores-de diferenciaciones, apoyos y refuerzos el horario de clases, se rellenen espacios lectivos y libros de texto con un puré aguado y catequístico al progresista modo, que se asigne prácticamente a cualquiera cualquier asignatura edad y nivel de alumnos y se manejen éstos como masa troceable y distribuible en función del reparto laboral y las conveniencias electorales de la coyuntura. Ha ocurrido una inversión insólita: Se fabrica el sistema en función de aquéllos a los que conviene colocar y se recubre a posteriori de clichés que se quieren ideológicos y se adscriben en sus componentes al maoísmo rancio y el populismo igualitario emparentado con la deriva irracional de fácil cultivo en gentes cada vez más privadas de cultura y de memoria histórica.

De la maniobra dan fe la ausencia de críticas, la patente de impunidad y silencio fácilmente comprobable por la más somera investigación, desde sus comienzos en los ochenta, silencio que se hace clamoroso respecto a los intocables dos sindicatos oficiosos del entonces Gobierno, que se percibe a todos los niveles, en todos los medios e incluso en las conversaciones privadas de institutos y oficinas. La sumisión procede, desde luego, del temor, pero también de la mansa aceptación de la relación de fuerzas que deja al disidente potencial sin protección alguna ante las variadas formas de ostracismo y represalia, y ante una certeza de la irreversibilidad que los sucesivos gobiernos no ha hecho sino corroborar. Es inimaginable un hombre público que se atreva a denunciar, presiones y manipulación de los supuestos mediadores sociales y representantes de las masas trabajadoras porque significaría la inmediata desintegración de su futuro político bajo una lluvia de acusaciones de antidemócrata y fascista.

Quizás la docilidad ante la mediocridad preceptiva, la adopción generalizada del confortable anonimato sean el imprescindible peaje de la democracia; al menos sí de una democracia que tiene, en lugar de partidos, máquinas de creación de opinión, que puede permitirse el reparto de grandes sopas populares y que ha hecho de la igualdad y del uso del término que la evoca el más letal enemigo para la especie en franca regresión del hombre libre y para la muy auténticamente democrática igualdad de oportunidades y de derechos. El Gobierno gobierna escasamente, se le permite hacerlo en las cuadrículas asignadas por el pacto con los poderes fácticos, los cuales incluyen, en un sistema cuatrienal representativo, a cualquier grupo capaz de influir en la vida pública, amenazar con ruido y escándalo, crear y capitalizar agravios clasistas e históricos e instalarse en el chantaje como forma de vida. Llegados aquéllos a un entendimiento, el sector público se transforma en simple objeto de reparto, puestos con los que premiar fidelidades, y ello desde la cúpula hasta el más modesto nivel. Pero hay variedades, condicionadas por el principio de realidad, por el freno que suponen para la ignorancia, la arbitrariedad y la codicia el peligro cierto, la urgencia de la demanda y la imposibilidad de ocultar el seguro desastre. Nadie se hubiera atrevido a eliminar conocimientos de base, a meter en un sistema de funciones intercambiables a empleados de sanidad, médicos, enfermeras, limpiadoras, conductores de ambulancia, practicantes, masajistas y protésicos. Ni el partido más demagógico ni el más ambicioso de los sindicatos osaría proponer tal igualitarismo en las líneas aéreas con pilotos, azafatas, cuidadores de pistas, equipos de limpieza y técnicos de mantenimiento; ni es probable que el más acérrimo reivindicador de las lenguas históricas se empeñara en su prioridad respecto al inglés en las maniobras de aterrizaje y despegue. Tampoco ingenieros, capataces, delineantes y peones corren el riesgo de verse confundidos en un único cuerpo laboral de tareas intercambiables. A todos ellos les protege la certeza de la cascada de defunciones de los pacientes, el derrumbamiento de rascacielos, acueductos y embalses y la previsible conversión de los aeropuertos en humeantes depósitos de chatarra.

Pero Educación es, de todos los sectores públicos, el más indefenso, vulnerado y vulnerable, el de evidencias del desastre a muy largo plazo, el de protestas y manifestaciones inexistentes cuando de la adecuación, profundidad y esencia del saber se refiere. Y es indispensable contentar a capas parásitas acostumbradas a la invocación de dioses con cuyos penates adornan el chalet reciente y la reunión social, hechas a la extorsión light, la okupación  del espacio ético y decididas, pese a (y a causa de) su carencia de aportaciones objetivas y de valor intelectual, a la explotación intensiva de los Presupuestos Generales, la clonación burocrática y la redacción del Boletín Oficial del Estado.

Lejos de ser un problema doméstico, la tesela educativa pertenece a mosaicos más amplios, a la época postotalitaria en sí, a los diezmos pagados por amedrentados dirigentes a cambio de espacio para sus proyectos prioritarios, al desconcierto temeroso con que se observa la mudable bestia de la opinión pública, su transformación imprevisible en violento o sabio centauro. Días de clientelas y de sectas. Tiempos de incertidumbre, de arte mimético y perfil desvaído, de contradictorias distribuciones de promesas y regalos, de paraíso rápido de libre admisión. No el fin, sino el principio de una inquietante, generalizada infancia.

 

 

CUI PRODEST?[2]

 

 

Si se dijera que toda esa Reforma Educativa que desde los años ochenta copó en España los medios y el discurso oficial y oficioso con las loas a su ideario, la oratoria social grandilocuente y las llamadas bélicas a su defensa no fue una gran medida progresista sino la acotación de parcelas de poder sociopolítico, la promoción y afianzamiento de una clientela de votantes y la planificación de un reparto, la apreciación sería desdeñada por su banalidad y cortedad de miras. Y sin embargo es cierta. Naturalmente, existía también la necesidad de los dirigentes de crear una cortina de humo populista con nulo coste económico. Pero tras la Ley de Ordenamiento General del Sistema Educativo hubo, y hay (nunca se atrevieron los gobiernos posteriores a derogarla, y sus redactores, apenas obtenido el poder en 2004, hicieron bandera de su reivindicación) esencialmente votos y puestos, medios de difusión y de control, atribuciones y nombramientos, ascensos y dividendos que no son su consecuencia posterior sino su finalidad primordial. Han regido la iniciativa desde su origen, presidido su trazado, dispuesto su urgencia. Otra cosa es que la red de clanes se cubriese, cara al exterior y a sí mismos, con galas de devoción misionera, paternalismo estajanovista y lealtad militante.

Cierto pudor, que difícilmente entenderán los usuarios del fin justifica los medios y los abonados al ataque personal y el personal provecho, hace penosa la mención concreta de la clientela que se ha beneficiado, y beneficia, de las ampulosas consignas con las que se ha revestido el entramado de intereses que segregó como caparazón verbal la Ley Educativa de 1990. Sus valedores recurrieron a diversos tipos de chantaje, coacción y agresión laboral cotidiana para neutralizar, perjudicar y eliminar a cuantos consideraban fuera de su bando, que eran los que ocupaban, por diplomas, oposiciones y demostrada capacidad, la docencia a adolescentes en la Enseñanza Pública. Es típico de la deriva de los poderes fácticos hacia variantes multiformes de la Cosa Nostra la utilización del miedo, el imperativo de sumisión a la prolífica especie del comisario político, el resignado ofrecimiento de cuantas mejillas sean precisas a la humillación indiscutible de una evidencia que hay que silenciar: La opinión se extraña de un fracaso educativo que parece aumentar en relación proporcional a las inversiones que en él se hacen. Simplemente, aquí como en tantos otros organismos nacionales e internacionales, no se trata de cuánto, sino de a quién, cómo y para qué se da el dinero. El sistema que lo canaliza es nocivo para los alumnos, no aprenden, es absurdo y ridículo. Reina en los centros, desde hace varios lustros, una omertà comprensible, porque tanto los dos sindicatos como el partido que promocionó la Ley, amén de los incondicionales y agradecidos, ejercen cotidianas, lentas y continuas represalias contra los reticentes a un credo de comportamientos, profesiones de fe y obediencias que se ha impuesto a base de mecanismos que reproducen, en el formato y extensión que sus condiciones les permiten, la maqueta totalitaria fuera de la cual no hay salvación.

No ha sido, sin embargo, el miedo el único freno a la denuncia explícita, ni siquiera constituye siempre la razón principal para las raras personas que anteponen a sus propios intereses los de la verdad. Existen el rechazo a la mención concreta de personas o asociaciones, la repugnancia intelectual hacia la nominalidad, el desprecio instintivo respecto al ataque individual y el libelo. Quizás por la certidumbre, más allá de imperativos éticos, de que, en realidad, tales concreciones tienen escasa relevancia y sólo pueden transcender a la anécdota y la coyuntura por su valor como ejemplos significativos. Porque lo que importa no es el mal o bien que pueda causar la mención de los beneficiarios, sino el lugar que, por sus actos, éstos ocupan en la explicación de los hechos. Ha ocurrido en la Educación española de las últimas décadas del siglo XX un curioso fenómeno que, por su entidad, transciende a sector-con ser importante éste-e implicados, que posee rasgos diferenciadores respecto a la crisis educativa en otros países europeos y que, más allá de un capítulo de la historia universal de la infamia, da pie a muy interesantes reflexiones sobre la justificación de los movimientos sociales, no por supuestas metas ideológicas, sino por la clientela y sectores de los que precisan adueñarse. En este sentido, Marx estaría tan acertado como el sacerdote de la película protagonizada por los Beatles que necesita recuperar el anillo porque sin anillo no hay sacrificio y sin sacrificio se queda él en el paro.

Hace unas décadas la enseñanza todavía no se había transformado en sierva de política y sociología, en botín de puestos en la función pública y en interesado y obligatorio reducto de una infancia artificialmente prolongada. Los niños, los reales según normas de evolución física y mental distinguibles por simple sentido común y marcadas muy clara y visiblemente por la Naturaleza, aprendían y eran enseñados, vigilados, y distraídos, en colegios, por maestros generalistas que aceptaban, por el hecho de serlo y en función de los destinatarios de su oficio, tareas diversas de cuidador y materias a impartir de signo muy variado y carácter híbrido entre la iniciación al estudio, los juegos y las manualidades. Les competía tanto guardar en el más material de los sentidos como echar cimientos esenciales para el desarrollo posterior. Habían encaminado a este fin, de docencia infantil, sus estudios desde un principio y obtenido, en función de ello, su nombramiento y su trabajo.

En otro espacio muy distinto, que correspondía al cambio biológico, se acogía, en los institutos, a los que estaban en el umbral de la adolescencia y que debían cumplir ciclos de estudios que llevaban, sea a formación laboral encargada a maestros de taller, sea a las puertas de la universidad. Importaba ofrecer a todos, en esa edad temprana, una oportunidad, que para muchos sería la única, de contacto y comprensión de la herencia que la civilización ha ido acumulando, y era igualmente importante la percepción de la gratuidad del pensamiento, de la utilidad infinita de lo inútil como el manejo de abstractos, el placer del conocimiento y la reflexión. El sistema estatal era un gran logro democrático puesto que ofrecía al esfuerzo y dotes de los alumnos de menores recursos económicos igualdad en el acceso a los bienes intelectuales, y es irónico que la degradación, presentada como éxito, haya promocionado, de forma escasamente progresista, la huida a los colegios de pago. La Enseñanza Media tenía una entidad bien definida, por su contenido y su personal, se centraba en materias específicas, impartidas por especialistas avalados por larga formación académica y rigurosas pruebas selectivas.. Eran los agregados y catedráticos.

Existía en los distintos niveles, en enseñantes y enseñados, una visión bastante clara de funciones, comportamientos y expectativas. Los alumnos no esperaban encontrar diversión permanente, subalternos desdeñables y simple reclusión obligatoria como finalidad primordial de su estancia. Los profesores de instituto entraban a dar clase de una materia que, en general, amaban y amaban transmitir y ejercían su función con la eficacia que sólo dan, amén de la formación sólida, la autonomía y la atmósfera de respeto y libertad. Las clases se atenían, en la denominación y en la sustancia, a fundamentales ramas del saber, con el añadido-siempre medido y subordinado a las asignaturas principales-de algunas materias de menor relevancia. El sistema de calificación era independiente en cada tema, claro y preciso. Y existía cierta indispensable modestia respecto al cometido de los institutos, exenta de pretensiones salvíficas y totalizadoras que quedaban al arbitrio, dentro de los límites del oficio, de los arrebatos pastorales, las carencias maternales y las aspiraciones ideológicas de cada cual. El deslinde de la enseñanza pública, entendida como transmisión del saber a los adolescentes, respecto a otros terrenos era percibido como un valor singularmente sano y necesario que la distanciaba de grupos confesionales y mentideros políticos.

El panorama distaba de ser idílico: había que reducir los alumnos por aula, aumentar instalaciones, extender servicios, añadir opciones, compensar retrasos académicos y penurias familiares. Pero se trataba de cambios cuantitativos, externos, que podía subsanar con bastante facilidad una gestión eficaz de indiscutibles e indiscutidos aumentos presupuestarios. El sistema español gozaba de buena salud y de un personal y un nivel de Enseñanza Media en el que el sector público en nada desmerecía del privado y era incluso, por su prestigio, preferible. Comparado con sus homólogos europeos, resultaba mucho menos clasista que el británico y más abierto y dúctil que el francés, se ofrecía lleno de posibilidades en la mejora resultante de su necesaria extensión, la cual, a su vez, tiraría hacia arriba de amplios sectores de la sociedad.

La época pedía más, pero lo pedía en terrenos ajenos a la enseñanza misma. Pedía retirar de las calles a los menores de edad, adecuarse, en enseñanza obligatoria gratuita hasta los dieciséis años, con la Unión Europea, ampliar los servicios sociales, asimilar a los inmigrantes, legislar respecto a la delincuencia, garantizar la seguridad en la calle, fomentar el empleo. Todo ello era factible, cuestión de presupuestos, de gestión, de voluntad, de delimitación de áreas y asignación a cada una de personal especializado. Reclamaba la preservación cuidadosa de la muy buena Enseñanza Media española y la adición, prolongación, creación y diseño de las nuevas ramas que los tiempos exigían. Existían para ello, a disposición del Partido Socialista Obrero Español (con mayoría absoluta), además de la entera maquinaria del Estado, un caudal de ilusión, una confianza probablemente irrepetibles. En lugar de esto, y mientras comenzaban a llover los casos de corrupción gubernamental, no se asignó un céntimo de presupuesto pormenorizado a la pantalla de humo que fue la Reforma Educativa, se permitió la instalación nocturna y diurna de tribus callejeras, se recurrió a hacer de los institutos cárceles y de los profesores patrulleros en vez de garantizar la seguridad de los barrios con suficiente vigilancia policial, se entregó como carnaza en movilizaciones demagógicas a agregados y catedráticos, se destruyó la enseñanza y falsificaron los diplomas y se exprimió al máximo en los bolsillos de la nueva clase en el poder el producto del endeudamiento público.

Para justificar la demolición del bachillerato se inventó una falacia repetida con la insistencia de las grandes mentiras: ése habría sido el precio de extender varios años más la enseñanza obligatoria. Como si la parquedad de medios sólo permitiese aguar el café y limitarse a mostrar la mantequilla a la tostada. La aseveración era en cada uno de sus términos (empezando por el económico) falsa. No hubo antítesis excluyente entre la extensión numérica del alumnado y el mantenimiento de nivel. Nada impidió en los años ochenta llevar a cabo una reforma del sistema educativo español que potenciara y ampliase sus aciertos, capitalizara los activos existentes, paliase las carencias y creara los servicios adyacentes que se habían hecho imprescindibles. Esto implicaba mantener los cuerpos profesionales, asignar a cada cual, según su nivel y especialización, al ciclo, edad de los alumnos y tipo de enseñanza, y establecer, por vía de urgencia y con importantes inversiones, una amplia red de centros politécnicos y otra, en conjunción con Asuntos Sociales, de asistencia, orientación y apoyo encomendada preceptivamente a psicólogos, asesores y especialistas calificados. Pero tal cosa hubiese privado a los dos sindicatos de opciones de poder y cerrado la barra libre a aquéllos que sustituían diplomas y méritos por fidelidades e igualitarismo de mínimo común denominador. Profesionalidad era antitético de un ecosistema basado en la arbitrariedad intercambiable.

Desde la transición de los años setenta, la democracia española coaguló en torno a compromisos que arrastraron, desde su principio, una voluntaria amnesia respecto a la historia real, un vago credo voluntarista de guerra ganada que en realidad no había tenido lugar. El nuevo sistema había sido pactado desde el antiguo, que era anticomunista, de economía liberal y nada democrático, surgía tras décadas de una dictadura militar personalista que supo favorecer el desarrollo y crear, desde los sesenta, una sólida y extensa clase media. La nueva época ofrecía, en contraste respecto al régimen anterior, consignas socialistas indeseadas e inaceptables si se hubiera tratado de instaurarlas con todas sus consecuencias, pero que actuaban como polo de adhesiones, afirmación de rechazo del viejo mundo, tan caduco como la por entonces reciente imagen del dictador agonizante y anciano. La imagen de modernización encarnada en unas siglas, PSOE, en un partido de mayoría y popularidad absolutas y en líderes con sólidos apoyos europeos de los que procedían los avales financieros de su campaña puso de repente la estructura y recursos del Estado a disposición de políticos de muy fresco cuño a los que el valor, como en el servicio, militar, se les suponía, que necesitaban legitimación rápida y rápida distribución de recompensas que les asegurara la base indispensable de una clientela dependiente.

La situación de la Enseñanza Media era, para la nueva clase dominante, insufrible, resultaba, en el sentido clientelar, catastrófica: Un lugar donde se ocupaban puestos por oposiciones, cursos y títulos universitarios, un espacio notoriamente individualista y libre, de tradición contestataria, en el que sustituir los datos objetivos por criterios ideológicos y certificados rápidos resultaba francamente difícil, un área de cuerpos profesionales bien delimitados en virtud de baremos inasequibles a la rápida improvisación. Se daba el caso probado por la evidencia de que los profesores llevaban largo tiempo ejerciendo muy satisfactoriamente sus funciones sin necesidad del comisariado pedagógico, de que éste, sus propagandistas y vigilantes eran a todas luces prescindibles y que las asignaturas fundamentales que constituían la médula de los saberes transmitidos admitían pocas componendas coyunturales y exigían una formación incompatible con la recompensa del nombramiento por fidelidades electorales.

Por lo tanto se impuso la destrucción de la enseñanza media como tal y se dispuso una vasta y tenaz maniobra de infantilización y confusión garantizadas. Los cuerpos profesionales se pulverizaron y revolvieron en la masa llamada de Secundaria, desapareció, reducido a mínimos en su contenido y en sus cursos, el bachillerato, los alumnos comenzaron desde entonces a recibir el aprobado general prácticamente por decreto en una inflación de certificados que, por su falta de fondos, se parece mucho a la monetaria. El Cuerpo Único era indispensable al partido, el PSOE, entonces en el poder y a sus dos sindicatos, CCOO y UGT, a los que pertenecían maestros de Primaria, de Formación Profesional que se vieron así graciosamente instalados en lo que eran antes institutos y plazas, obtenidas por formación, oposición y esfuerzo. Todos darán clase de cualquier materia a cualquier alumno de cualquier edad, todos se encargarán de las tareas burocráticas, de vigilancia e incluso de orden y limpieza que antes eran exclusivas de auxiliares administrativos, bedeles y conserjes, a su vez promocionados y satisfechos con la gratificante ola igualitaria, tanto más deleitosa cuanto que coloca a los que antes eran más considerados en razón de su grado académico en posición servil respecto a todos los demás, cuyas tareas se les asignan amén de las habituales propias. La maniobra se acompaña de un remedo de liturgia maoísta destinado a borrar cualquier criterio objetivo de especialización y de excelencia profesional mediante los improperios de elitista y reaccionario. La consigna de diversificación del alumnado sirve oportunamente para que la capa de docentes milagrosamente promocionados y/o que se han distinguido por su adhesión a la logse vea premiado su afán con reducidos grupos de diseño, apoyos, refuerzos, orientaciones y óptimas condiciones laborales. Se reproduce en los centros, en formato doméstico, el modelo de célula-grupo de presión, tanto más peligroso cuanto que, con la apariencia de paroxismo democrático de proyectos curriculares y atenciones a la diferencia sustituye por mediocridad e impunidad la igualdad racional de derechos y deberes. La bolsa unificada de personal era, y es, la garantía de arbitrariedad y promociones, de colocación, manipulación, sumisiones y dependencias.

El tercer pilar, sumado a la clientela así creada y al partido que patrimonializaba a ritmo vertiginoso las estructuras del Estado y a sus dos sindicatos, fue las Autonomías, que tuvieron en la ocupación de la enseñanza pública como terreno conquistado un plantel que nutriría la infinita, duplicada y triplicada cohorte de funcionarios locales y que garantizaría, hasta hoy, la manipulación de literatura, geografía, lengua e historia. Al otro lado del espejo, la industria editorial, apéndice a su vez de un monopolio de comunicación cuyo poder es rasgo peculiar del país, engordaba exponencialmente sus ingresos con los libros de texto peores, más caros y más pesados que se recuerda pero, eso sí, elaborados por equipos pedagógicos que se atienen al catecismo políticamente correcto, dedican un tercio del espacio a las ilustraciones multiculturales y motivadoras y subrayan en cada página los dogmas de rigor férreamente determinados por el vademécum de la corrección política. La comparación somera entre los volúmenes de Lengua y de Literatura (en aquellos felices tiempos asignaturas separadas) en el sistema anterior a la logse y los que se han venido utilizando desde la Reforma no admite dudas por la palmaria diferencia de calidad en detrimento de los últimos y desde todos los ángulos. Como un incunable o preciado y clandestino samizdat, se conservan y pasan de unos profesores a otros los excelentes ejemplares de Bachillerato y COU, de V. Tusón y F. Lázaro. Son modestos en cuanto a peso, ilustraciones, pretensión y grosor, pero su criterio de selección de textos, la claridad expositiva, la solvencia temática, el rigor en la elección de lo más importante y granado, la metodología transparente, lineal y cronológica, el equilibrio exento de pretensiones extralingüísticas y la solidez académica de sus autores los sitúan a sideral distancia de los refritos logse. La Reforma significó para las editoriales una golosísima y regular fuente de ingresos garantizada por vía oficial, hasta tal punto que uno de los argumentos con los que el gobierno siguiente, el Partido Popular, de quien se esperaba un saneamiento real, excusó la derogación de la ley del 90 fue que……no era bueno un cambio que obligase a cambiar los libros de texto.

Como, para prosperar y ser dignos de la nueva Revolución Cultural española que alumbraba desde los ochenta la Reforma, había que abominar de toda la enseñanza anterior, lucir innovaciones, desterrar los datos y bases mismas del conocimiento y sustituirlos por flamantes hallazgos, los inevitables equipos pedagógicos alumbraron esos farragosos volúmenes en los que se hace gala de completo desdén hacia la objetividad y la cronología. A falta de revolución, siempre podía alardearse de destrucción e inversión de elementos. Así se mezclaron géneros literarios, lengua y literatura, siglos y personajes, se sustituyó la clara nomenclatura de las materias por ámbitos, talleres, y áreas, y se enjalbegó el conjunto con moralina sociológica a base de ecología, pacifismo, breviario de educación en valores y relativismo igualitario multicultural. Mientras, cuando se les presentaba la ocasión, vía legado de amigos o familiares, los alumnos aprovechaban con avidez  los textos del antiguo sistema y renegaban del pretencioso y costoso caos de los que se veían obligados a comprar.

Casualmente, las grandes editoriales que han hecho y hacen su agosto con esta industria se integran en la constelación mediática que reparte desde hace años las etiquetas de progresista o reaccionario. En la base de la pirámide, a años luz de los millonarios de cuño reciente pero igualmente interesados en el mantenimiento del negocio, se hallan los equipos (siempre numerosos, siempre indistintos, como mandan las reglas), redactores y partícipes de ingresos por ejemplares vendidos. De ahí el gran entusiasmo, en los institutos, de los grupos logse, el boicot y expulsión de jefes de seminario reacios a adoptar material de estudio de calidad ínfima pero del  que los que los colegas colaboradores y familia cobran dividendos por haber participado en su elaboración, de ahí el ahínco en hacerse, a imagen y semejanza de la superior clase de los nuevos ricos de la Transición, un hueco al sol que más calienta y al que los accionistas de la izquierda de nómina y del progreso social no van a dejar extinguirse.

Cuando se ha construido una red de intereses tal, de la que comen tantos y a la que tantos consideran ya terreno comunal de disfrute por derecho, la situación es prácticamente irreversible y el mecanismo se lleva por delante a varias generaciones antes de que el principio de realidad, la evidencia del desastre cultural que aflora a la superficie sólo con el curso de los años y la añoranza del razonamiento levanten cabeza. La purga de la fatiga, la segregación, el acoso y el desánimo ante la imposibilidad de cambio y la usura del tiempo son un filtro eficaz de los profesionales calificados y libres. Los que, por mayor horizonte intelectual, por honestidad, lógica y por rechazo instintivo ante esta larga explosión de irracionalidad oportunista, se han aferrado a la resistencia pasiva y a la disidencia desaparecen para ser sustituidos por una clientela de perfil profesional voluntariamente borroso que, procedente de la docencia generalista y de taller, se siente satisfecha con la promesa, al precio que sea, de indefinido hueco laboral. La terminología obrerista resulta muy útil para engalanar el discurso de la nueva y acomodada clase, el taller de reformas educativas se resume en la sustitución de programas de estudios, currícula, criterios académicos y valor profesional por afiliados y votantes previsibles, reparto de parcelas, fachada de paz social y chantaje por parte de los representantes sociales. Como la experiencia ha demostrado, poco influyen en el modo de empleo de este taller los cambios de gobierno; son escasamente previsibles las manifestaciones contra el aprobado general, la ignorancia de Física, Latín o Literatura y el desplazamiento de Matemáticas, Química o Lengua para dejar espacio a adaptación a medio, ciudadanía, estudio dirigido o macramé. Hay un tácito consenso en la utilización de los menores como rehenes, moneda de cambio, ganapán en fin de los grupos de presión. Mientras las familias se vean libres de niños un máximo de días y horas, nada más fácil que el pacto y reparto entre un partido y otro. Las promesas serán externas a un corpus de educación nacional reducido a mínimos y a una distribución de personal intocable, se tratará de puros aditamentos, guindas de guardería gratuita, promoción de los idiomas e implantación de algunos centros especializados.

La situación crea lógicamente una doble franja de rechazo: la de aulas y alumnos cuya existencia y permanencia se debe sólo a la coacción legal y la del desventurado que se esfuerza por huir de tan desagradables condiciones de trabajo. El maestro hace cuanto está en su mano para que esa clientela agresiva y falta de la corrección más elemental no le quepa en suerte y ve en la bolsa única de trabajadores de la Enseñanza la ocasión de endosársela al que antes estaba especializado en bachillerato. Están en juego la angustia de todos los días, la tensión y la expectativa de insulto y, en el mejor de los casos, desdén cotidianos. Es un único caso laboral en el que la humillación se supone incluida en el sueldo. Los colegios de primaria van vertiendo apresuradamente en los institutos a todos los escolares con edad para ello, sin el menor criterio de control y con el lógico alivio de traspasar a otros el sector más ingrato del alumnado. Tras un reparto indiscriminado y general de certificados de Básica que no garantizan conocimiento alguno (negárselos a algún alumno significaría enfrentarse con asociaciones de padres, inspección y la llamada filosofía de la logse en pleno), los ya adolescentes llegan a tercero de la ESO en estado silvestre, con exigencia de juegos, impunidad, indefinida infancia y altos niveles del analfabetismo funcional. Ahí se mezclan los objetores al estudio, los que esperan una profesión apetecible, los que tantean la intimidación y la delincuencia y los muchos que podrían haber sido ayudados por el docente a adquirir conocimientos que, en ambiente tal, se reducen a tácticas de distracción y supervivencia. La opción única es no crearse problemas y esperar que, por aburrimiento o tras las muchas convocatorias de gracia, el ya adulto acabe abandonando el aula. La abolición del suspenso equivale a mejorar por decreto-ley la atención hospitalaria prohibiendo las esquelas, y ha alcanzado extremos tan espectaculares como la negativa, a petición de su familia, de que la hija, enferma varios meses, repitiera curso.

El temor y el desánimo han reducido al mínimo las denuncias concretas, las asfixian bajo toneladas de ditirambos al Glorioso Movimiento Educativo Solidario y Progresista. Denunciar el fraude significa cargar con las habituales corozas de conservador, insolidario, derechista, y, para completar el peso, fascista y/o franquista nostálgico. Soportar, en la mayor soledad, esto y su corolario de segregación y acoso laboral exige un desprendimiento y valor de los que, fuerza es decir, apenas se encuentran muestras. En 2003, el Boletín del Colegio de Doctores y Licenciados de Madrid acogía las amargas reflexiones del Sr. Migueles Posada sobre la eliminación, en los ochenta, del Cuerpo de Catedráticos para contentar a gobierno y sindicatos y abrir paso a su clientela. Desgranaba la larga lista de integraciones, en el nivel de Enseñanza Media, de titulación y procedencia tan variopinta como escasa en envergadura académica, compensada sin duda por la fidelidad a lemas y líderes. El factor miedo crea escuela, y también resignación, con vetas oportunistas, para sacar de lo malo el mejor partido posible. Queda el hecho innegable de que quienes podían y debían denunciar no denunciaron, que incluso en fechas tan tardías como febrero de 2004 el editorial del Boletín del Colegio de Licenciados faltaba a la verdad de forma tan desaforada en el fondo como prudente en la forma cuando afirmaba que en 1990 los profesionales pudieron libremente apoyar la LOGSE, que suponía un proyecto ilusionante. La más somera lectura de los textos normativos de aquella época ya revelaba al más ignaro una estulticia atroz, un incomible refrito de tópicos revueltos en el aceite del progresismo más rancio y torpe. Fue así desde sus comienzos, hasta extremos que no dejan a los colaboradores pasivos o activos ni siquiera la piadosa disculpa de la buena voluntad engañada o del esforzado empeño, pese a las carencias, de sustancial mejora en pro del bien común.

Ilustración explicativa: consiste en el fresco recuerdo de un instituto, ni mejor ni peor que muchos otros, al noroeste de Madrid. La cáscara física del edificio, al tiempo que se vacía progresiva e inexorablemente de alumnado, ha adquirido un aspecto gris y escueto de beneficencia carcelaria al que el ruido, el galope y la acampada no dan alegría sino sordidez. En lo que fue instituto de bachillerato y hoy responde a las siglas IES se mezclan adolescentes y niños de primaria, de forma que reciban aquéllos clase con un fondo infernal de griterío próximo y que copien éstos lo menos recomendable de sus mayores, escorado hacia abajo el conjunto por la invariable ley de la dictadura de los peores puesto que el paso automático de curso y la permisividad completa se ha ensañado más en los de menos edad. Llegados a ciclos que debían ofrecerles alimento intelectual adecuado, el potito gratis se impone y es, en cualquier caso, impuesto por alumnos que, acostumbrados a la impunidad, la amenaza y la ostentación de desprecio hacia estudios que ni aprecian ni pagan ni desean, dominan el aula.

Los pocos años de integración han vuelto irreconocible el ambiente mismo del profesorado, ahora maestril en el peor sentido del término. No falta quien, en privado, reconoce la inadecuación entre su currículum y el nivel en el que se le ha introducido por simple presión política. Flaco favor ha hecho a la categoría de Magisterio la conversión-para desdicha de los indefensos estudiantes-en Bastilla asaltable de lo que fue instituto. Viene a la memoria la descripción de Camus en El primer hombre de la extraordinaria pobreza de su infancia y de la importancia esencial de la enseñanza primaria y de la labor de su maestro, quien luchó por dotarle de la mejor base y le condujo hasta las puertas del liceo. El término maestro es ahora rechazado y considerado de menos valer por los interesados, los cuales no ignoran la distancia entre el hábito y el monje.

Por el centro integrado deambulan los que fueron profesores de bachillerato y se ven sometidos por la fuerza a tareas pueriles que desconocen, no han elegido y nada tienen que ver con sus opciones y formación. Recuerdan cuando enseñaban Física, Ciencias Naturales, Literatura, Filosofía, Geografía Universal y Española, Latín, Química, Griego, Arte, Historia. Se revisten de apresurados disfraces de guardés, vigilante de recreos y patios, oficinista, limpiador y portero. Han adquirido, los más, la conveniente pátina de parvulista multiuso. Donde antes se formaban, tomando café, pequeños grupos que discutían de lo humano y lo divino, de asuntos de actualidad social y política, en el sano tono distanciado del trabajo que marca la diferencia entre la congregación y los profesionales liberales, ahora la integración ha hecho maravillas, transformado a los individuos en homogéneo corrillo claustral, y ha impuesto un ambiente de cotilleo pacato que gira en torno a nombres y hazañas de los alumnos y que desahoga la frustración y el cansancio cotidiano en el reproche conventual hacia los rebeldes a la parroquia. En el maoísmo de opereta encuentra su oportunidad el acomplejado durante largos años por el escaso peso académico de las materias (calificadas como marías) que impartía; en el tono inquisitorial y la catequesis solidaria hallan su tribuna el reconvertido eclesiástico, el trepa de amiguismo y pasillo y el aquejado de mediocridad irremediable; en el igualitarismo compulsivo y el ataque a heterodoxos e independientes descubren todos aquéllos un arma de defensa propia.

De forma estrictamente simétrica a lo ocurrido con el alumnado, la ley del partido socialista ha potenciado en los profesores a la gente peor y lo peor de la gente, haciéndoles partícipes de una vileza que les obliga a defender el sistema, extender la ignorancia, negar la evidencia y actuar, por activa o por pasiva, como lamentables compañeros de viaje. Al que era intelectual de cierta envergadura y no le apetecía la intemperie de la disidencia se le ofrecieron ciertos oropeles que contentasen la conciencia y el amor propio, véase el joven coro, admirativo y vagamente subalterno, la excusa de la solidaridad respecto a colegas que obtienen puestos a base de propugnar e imponer tareas nocivas e inútiles, la discreta huida al nicho burocrático o la jubilación anticipada. El paso a la Democracia puede utilizarse, y en España en gran parte se hizo, como señal de que se abre la veda para ocupar la Administración y sustituir a los profesionales por parroquianos de los partidos. Se lleva a cabo mediante nombramientos de gentes de menos valer y favoreciendo que la gente que valía valga menos porque prefiere, a los trabajosos estudios y la labor bien hecha, los atajos que procura el juego de camarillas. Es cáncer de difícil recuperación que deja mermados a los Cuerpos Profesionales, a la sociedad a la que deberían prestar sus servicios y a los que fueron o podrían ser eficaces juristas, gestores o docentes.

Las anécdotas adquieren rango de categoría porque conciernen a miles de individuos, son estratégicas y durables y ejemplifican un curioso proceso de engaño asumido no exclusivo (pero si propio) de la España actual. Los implicados son personas perfectamente conscientes de que la situación es nociva, que significa la negación de conocimiento, educación y aprendizaje. No lo ignoran pero, como las directivas proceden del polo positivo, el amago mismo de oposición y denuncia les está vetado so pena de ser incluidos en el gueto impresentable. La adhesión encuentra excusas fáciles. La infantilización forzosa, la negación de esfuerzo, excelencia y saber pueden con facilidad revestirse, cara a los demás y a sí mismo, de la mímica del misionero social y del estajanovista incansable, de la sutil soberbia de la sufrida y ejemplar humildad en los más bajos menesteres, de la orgullosa modestia de apoyar, sea cual fuere la irracionalidad y perversidad de los hechos, al bloque de los Buenos (izquierda, progresistas, socialistas, democracia, sector público) frente al tradicional bloque de los Malos (derecha, reaccionarios, liberales, oligarquías, sector privado). Es, en procesos como éste, importante que la vileza asumida impregne hasta los últimos estratos del cuerpo laboral porque hace de cada miembro un cómplice que aspira, tras haber pagado el peaje de la sumisión, a briznas de beneficio, continuidad de su reducto y, mediante la ceguera selectiva, a preservar una devota y encomiable imagen de sí mismo.

Esto en cuanto a la clase de la tropa, compuesta en buena parte por una base amedrentada por la aparente irreversibilidad del proceso y por el continuo chantaje verbal, vulnerable al manejo mediático y deseosa además, en ocasiones, de promocionarse a golpe de consigna. Parte de los temarios de oposición pasaron, por ejemplo, a basarse en la exégesis de los artículos de la logse, ni salvación ni profesión podían existir fuera de ella. La postura al uso debía caracterizarse por el desdén hacia currículum, diplomas y referencias comprobables y por la aseveración de la importancia fundamental de cualidades pedagógicas a caballo entre la mística, la vocación misionera y el alegre desbordamiento del instinto maternal, supremos dones que sólo podían ser juzgados por representantes del clan según la lealtad a los principios de la Ley de 1990. Sobre esta capa y través de ella, por los canales de los liberados de los dos sindicatos y de los pequeños líderes socialistas y autonómicos, se extiende  una clientela mucho más ávida a causa de la precariedad de sus cargos y funciones y de la necesidad imperiosa de mantener la estructura nutricia y de agradar a los jefes. La ocupación de empresas públicas es aquí meta prioritaria, tomando el perfil psicológico y la fluidez intercambiable como normas. La red de interesados e intereses es capilar y extensísima, comprende desde el experto atrincherado en centros de supuestamente indispensable formación pedagógica hasta los celosos asesores ministeriales, pasando por miríadas de gozosos dueños de reinos de taifas premiados, sea con proyectos de diseño para alimentar y multiplicar diferenciaciones que conviene a toda costa mantener, sea con cotas de poder que les permitan justificarse abrumando de reuniones, diatribas y órdenes a la infantería de la tiza.

Los dos sindicatos CCOO y UGT, que quizás en otros sectores pudieron tener un papel útil y necesario, han resultado en la enseñanza española desdichados  y activos agentes de la injusticia y del desastre desde el momento en que el partido con el que se aliaron les ofreció la Administración como oficina de empleo y botín, en una curiosa inversión que supedita a esas funciones el bien común, la eficacia profesional y los mecanismos democráticos. Conviene además tener en cuenta que en estos terrenos los liberados sindicales lo son de un trabajo cada vez más ingrato, como fruto lógico de cuanto ellos mismos han impuesto, que el porcentaje real de afiliados es mínimo, y que se han constituido en clan fáctico extremadamente virulento que vive de los réditos de una supuesta condición, sagrada e indispensable, de agente y mediador. Les es vital el halago de asociaciones no profesionales, que se reducen con frecuencia al manipulable club vecinal o al grupo de estudiantes a los que se sigue prometiendo gratis pan, aprobado y circo y que representan fáciles plataformas de control y propaganda. Precisan adueñarse del espacio mediático, la amenaza, el ruido y la calle, y mantienen así territorio y pretorianos. Es ésta una clase que tiene mucho que defender porque nunca antes, a cambio de la llamada paz social, les había otorgado el Gobierno ventajas materiales semejantes. La idea de volver a sus puestos como soldado raso les resulta impensable, comulgando en ello con la espesa costra de ricos de concesión y corrupción, artistas subvencionados y políticos sin más oficio, porvenir ni beneficio que los otorgados por su partido. La tenacidad y virulencia son estrictamente proporcionales a la certidumbre de que su suerte está ligada a la del ecosistema de mediocridad preceptiva. Proclamas, siempre previsibles y corales, y actuaciones guardan un notable parecido con el coro defensivo de ladridos de los mastines de Rebelión en la granja.

El logro social y ético igualitario ha sido utilizado a efectos de maquillaje puramente oportunista que impida la visión del lamentable estado de los árboles mediante la tala masiva de colinas. Los jóvenes, depositados tras la guardería en la sociedad de la competencia, están formados a la imagen y semejanza del tejido tribal que pretende dominar el país. Su bachillerato ha sido el más corto de Europa, los que hubiesen querido y podido aprender algo no lo han hecho, se han trufado sus horarios de manualidades, psicologías, sociologías y transversalidades mientras se les despojaba de estudios de mayor calado, han sido privados de desarrollo lineal histórico, fechas clave, escritores señeros, visión geográfica global, razonamiento teórico, memoria, antigüedad clásica y conciencia de las raíces del área occidental cuyos logros y derechos disfrutan. Son, respecto a ésta última, además, los únicos entre sus coetáneos a los que resulta vergonzante, y casi innombrable, la referencia histórica, la pertenencia, los símbolos y el nombre, España, de su país. Su libertad es la del niño mimado, pero no la de la soledad reflexiva, el esfuerzo y el riesgo asumidos y la necesaria maduración mental precisas a la adolescencia. Es particularmente sangrante, por lo espuria, la privación del espacio docente igualitario, en el sentido noble y positivo del término, de la que se ha hecho víctima a una gran cantidad de alumnos de escasos medios económicos, no menos capaces de desarrollar hábitos de conceptualización y de estudio que sus compañeros más brillantes pero arrastrados fatalmente hacia el fondo por el ambiente general. Las capas más necesitadas del pueblo, esa palabra de la que se llena la boca el izquierdista de nómina, han sido, y son, las principales perjudicadas de los que les han repartido al voleo los cheques sin fondos de diplomas sin conocimiento alguno. Los sectores que se presentaron como adalides del progreso abortaron la espléndida posibilidad, en un momento de gran ilusión, de impulsar una sólida reforma educativa que aprovechara y extendiese la muy buena Enseñanza Media española y se ocupara, por otra parte, adecuadamente de los demás niveles pedagógicos y, en muy distinto plano, de las tareas propias de la asistencia social. En vez de esto, arrasaron los cuerpos profesionales, fomentaron la huida de los alumnos hacia la enseñanza de pago y colocaron los réditos de su clientela política, local, empresarial y sindical muy por encima de los valores democráticos y el servicio público. Toda una transformación en Hyde del Jekyll progresista.

 

 

 

¡BIENVENIDO, MR. MAO!

 

La red de intereses, la maniobra de desahucio y distribución por parcelas de la enseñanza pública no podían exhibirse en toda su crudeza ni siquiera a sus autores y actores. Hacía falta un andamiaje sobre el que ondease al viento el conveniente y gigantesco telón publicitario, unificado e impermeabilizado con el dogma de las bondades del igualitarismo. El proceso ha tenido por igual todos los atributos de la falsa ciencia y del bonsai totalitario: infantilización, sacralización de la innovación y demonización de memoria y de pasado, reducción del entorno mental, temporal y físico, sustitución del saber, el análisis y el dato por la corrección política y el tópico, unificación a mínimos y explotación del victimismo, de la envidia, de la irresponsabilidad gregaria y del filón del nacionalismo tribal y doliente, sin que faltara la anulación de individuo, calidad, mérito y su sustitución por la indiferenciación intercambiable de sujetos. Se ha producido esto en dos direcciones: con el profesorado, porque permitía repartir entre clanes el espacio público existente, y con los alumnos, a los que había por fuerza que laminar para trocearlos luego entre los aspirantes al reparto.

En el ápice de la pirámide se hallan beneficiarios de perfil muy distinto al de la masa: la capa fáctica que diseñó, impuso y mantuvo el credo ideológico de los años que siguieron a la Transición, la cual es, en realidad, un gobierno tras el Gobierno. La mitología bautizada como izquierdas ha sido para ellos una inmensa fuente de beneficios. Era imperativo, en los años ochenta, ofrecer a una opinión deseosa de vivir en la confortable democracia burguesa pero halagada por rituales de admiración socialista una revolución virtual. Había que olvidar, anular, mutilar y transformar el pasado, hacer de políticos diseñados a medida de las circunstancias y las exigencias de cambio y modernidad los luchadores de un largo, heroico y mayoritario combate que no había existido, ocultar sobre todo que el proceso de paso de la dictadura a la democracia se debió, no al arrojado heroísmo de los nuevos líderes, sino a la prosaica pero eficaz extensión de la clase media, la prosperidad económica desde el comienzo de los sesenta, la general voluntad de concordia, la fuerza irresistible del cambio de los tiempos y la atracción del conjunto europeo. Se imponía que precisamente los autores materiales del esquema de la transición democrática al Estado de Derecho y a las libertades se autoinmolaran, puesto que pertenecían al sistema anterior y se precisaba del rostro fresco de líderes recién fabricados para consumo de cámaras, de pensamiento fácil y de alabanzas a la amnesia colectiva y a sistemas socialistas preceptivamente platónicos. Mientras, se fortalecían el tejido técnico y los servicios y estructuras del país moderno.

Surgió así una clase de ricos tan nuevos como ávidos, tan inseguros como prepotentes, que precisaban con urgencia de legitimación ideológica, y la obtuvieron a base de perpetuar el recurso maniqueo a las dos Españas y de apropiarse de las múltiples ventajas económicas, del glamour y del muelle confort propio de Buenos de una película que habría comenzado, en la década de los treinta, con una república de idílicos rasgos sostenida, de común acuerdo, por grupos amantes todos ellos de la democracia, el pluralismo y la libertad. Se trataba de proyectar, de 1936 a la actualidad, una guerra civil de pureza dual e interminable en la que el franquismo representaba el Mal absoluto, sus treinta y seis años de régimen un páramo sin mezcla de bien alguno, y, por el contrario, el partido socialista elegido por abrumadora e ilusionada mayoría en los años ochenta era la manifestación final de anheladas utopías. El mito fundacional antifranquista se corresponde en esta clase dominante a los de autoctonía imaginados por las supuestas nacionalidades históricas de primera división para justificar sus clientelas políticas, ventajas, exenciones, prebendas y fueros respecto al resto de los ciudadanos. Los representantes de un nuevo régimen curiosamente esquizofrénico habían de definirse a contrario, dado que la realidad-en la que también ellos estaban gozosamente instalados y de la que sólo abominaban en el discurso-era capitalista, burguesa, de propiedad privada, libre mercado, mundo occidental y democracias parlamentarias. Eso era lo que funcionaba y, sin lugar a dudas, el sistema al que tanto ellos como sus votantes aspiraban en el futuro. Para mantener la ilusión de autoctonía ideológica revolucionaria les era imprescindible un firme control y anclaje en los medios de comunicación, la pasarela cultural y, de forma más durable como vivero y reserva, en la enseñanza.

La Reforma Educativa de 1990-puesta en marcha mucho antes de tal fecha, no por solicitudes de adhesión, como solía decirse, sino en la mayor parte de los casos por imposiciones puras y netas-reunía grandes ventajas: cumplía con el requisito Comunitario de generalizar la enseñanza obligatoria y gratuita hasta los dieciséis años, facilitaba grandemente la manipulación partidista de la cultura y ofrecía a la galería y al consumo interno de los correligionarios revolución sin revoluciones, igualitarismo, asistencia social, aparcamiento juvenil y diploma automático. Se trató de un gran fraude que carecía de fondos específicos y desviaba la atención de enriquecimientos súbitos, negocios turbios y gestiones ruinosas. En ella tenían promoción y acomodo clientelas no precisamente caracterizadas por su formación, valía intelectual, espíritu crítico ni respeto por el saber. El diseño no se presentó, naturalmente, entre sus fieles como un desguace y reparto del sistema anterior; se cubrió el andamiaje de clichés verbales de inevitable adhesión, pero, sin la oferta de puestos a la clientela del Partido y a sus dos sindicatos, la Gran Reforma no hubiera existido jamás. Una vez asentada, sólo cabía el mantenimiento del conjunto del edificio a ultranza, sin cambio alguno, porque el menor movimiento revelaba, bajo el estucado de consignas, la estulticia abrumadora y los deleznables contenidos. De ahí el absoluto rechazo al cambio, la virulencia defensiva, la censura férrea a las críticas. Debe mantenerse blindada, sin concesiones ni fisuras, por un silogismo simple: es igual a defensa de la enseñanza pública, igual a progresismo, igual a socialismo y, por lo tanto, inatacable.

Desastres aparte, el movimiento unió desde luego, en lo que respecta a sus patrocinadores, lo agradable con lo útil. Al grito de ¡Bienvenido, Míster Mao!, permitió a una generación (tan amante del buen vivir, la ropa de marca y el envío de los hijos a colegios anglosajones como ayuna de valores profesionales y de honestidad personal) el lujo verbal igualitario, el derroche de calcos del Pequeño Libro Rojo que plagan literalmente la normativa, la exhibición, al fin, de un gran logro revolucionario que compensara las corruptelas millonarias, la cultura coral subvencionada y las cegueras impresentables.

No faltaron ingredientes mitológicos de obligado cumplimiento: la Modernidad entendida como superioridad, por el simple hecho de oponerse al pasado y a lo existente, de cualquier cambio fuera cual fuese su estulticia, el Tiempo y Hombre Nuevos indispensables para el enfrentamiento generacional tan caro a cualquier totalitarismo que se precie y tan emblemático en la estrategia, durante la Revolución Cultural china, de acoso y destrucción de las capas adultas más formadas, maduras y críticas. Esto equivalía a podar la Historia, amputarla de cuantos hechos y datos objetivos no favorecieran a socialistas y nacionalismos por medio de un extensísimo aparato de propaganda monocolor y con una censura tácita cuyo rigor se ha seguido manteniendo hasta hoy.

Era la Revolución Cultural Celtibérica, en manos de trabajadores de la ideología y de talleres de socialismo compuestos por gente que, como el resto del país, no tenía la menor intención de abandonar el sistema del cual obtenía bien defendidas parcelas de bienestar, pero que precisaba identificarse con el clan de los Buenos frente a los Poderosos, los Ricos y las Derechas. Los grupos por entonces en el poder se acercaban tanto a la República de Profesores de los años treinta como los cantores de un cumpleaños a la Orquesta Nacional, pero recordaban los estribillos del 68, la épica juvenil de los partidos prochinos y el vago peronismo al hispánico modo. Era un hermoso fondo, aderezado de sentimiento, ruptura y ebriedad iconoclasta. Los que mandaban, que no se distinguían por su envergadura intelectual, encargaron la tarea de elaboración del andamiaje y fachada a una extensa grey, de tono también muy menor, que fabricaba, al diseñarlo, sus propios nichos ecológicos. Ningún tópico estuvo ausente. Las palabras clave eran antifranquismo, progresismo e igualdad.

Respecto a ésta última, pocas veces habrá sido usado un término (en España y fuera de ella, ahora y durante el siglo XX) de forma más antagónica al entusiasmo que marcó sus orígenes y a la felicidad de las personas. Bajo la palabra igualdad se han cobijado las más durables carnicerías, los genocidios culturales y sociales más prolongados, los desatinos económicos más extensos y persistentes. En el modesto perímetro que les permitían sus medios, los dirigentes españoles arrasaron de forma notable, y afianzaron una red de intereses sólo, quizás, con largos espacios de tiempo biodegradable. Se jugó por ejemplo, a imitación de la China de Mao, a eliminar a las élites en un reducto, la enseñanza, limitado pero apetecible. Aquella pobre aristocracia lo era de oposiciones rigurosas, especializaciones, cátedras, agregadurías, largas carreras universitarias. Había que repartir sus prebendas, que consistían en dar clase a quien y de lo que correspondía y en ocuparse de los niveles que le eran propios por la lógica de los conocimientos. El Boletín Oficial del Estado los descabezó limpiamente y los fundió con la masa de trabajadores del aula, cuyos jóvenes pobladores, de forma estrictamente paralela, eran segados a su vez por la ley de Procusto y la homogeneidad, que se consideraba sin duda propia de la justicia proletaria. La Reforma, clamorosamente ensalzada por los medios de comunicación del partido en el poder y sus dos sindicatos, debía, como todo plan quinquenal, ser un éxito por decreto ley y exhibir logros incuestionables que rozaran el 99%. El trato a los alumnos se caracterizaba por una nueva actitud según la cual todo intento de aprendizaje, toda indicación sobre la necesidad del estudio, del esfuerzo y la conveniencia de las buenas maneras se consideraban aspiraciones inauditas, abusos descarados y atropellos a la continua diversión, el capricho satisfecho y la libre expresión que por derecho les correspondían. Como con los estudiantes chinos de la Revolución Cultural (tan calcada por el revival de sus compañeros y compañeras españoles), el profesor pasaba a ser un sirviente disponible las veinticuatro horas. De hecho, no hubo demagogo, tanto en el PSOE como en casos de arribismo congénito del Partido Popular (véase el que fue en los noventa consejero áulico del Presidente de la Comunidad de Madrid) que no lanzara a la opinión pública ofertas de institutos convertidos en depósitos permanentes de menores. Ni osó dirigente alguno aventurar la conveniencia de, en vez de verter dinero indiscriminado, reorganizar el personal docente con criterios de eficacia y aprovechamiento en virtud de formación y especialidad. Se trabajó a fondo desde la prensa oficialista-que en España ha sido casi toda por un notable fenómeno de monopolio cultural-la confusión entre enseñanza y servicios sociales, de forma que el profesor culpable de superior nivel y ajeno a tareas de guardería infantil entrara en la categoría de elitistas, vagos y maleantes. Cara a una sociedad cuya huida de las servidumbres de la natalidad refleja la demografía, se hizo espejear, a costa de una formación vaciada de los conocimientos que le dan significado, el ideal de la República platónica, en el que el Estado tomaría a su cargo a la progenie cada hora y día del año. La oferta incluía reparto puntual de diplomas que no avalaban más fondos intelectuales que una fotocopia de un billete el oro del Banco de España, pero que se otorgarían de manera regular y homogénea al cabo de una escolaridad que a veces, en su artificial prolongación, revestía apariencias de adultos travestidos en párvulos para alguna función teatral. Tanto valdría el cansino objetor al estudio como el sobresaliente, el lector de biblioteca como el comedor de pipas. Iguales todos, bachilleres de un bachillerato de entremés, diplomados en un país con el porcentaje de estudiantes de universidad más alto del mundo y cifras igualmente astronómicas de titulados superiores en paro.

La parodia maoísta ha cubierto con su burka la totalidad del edificio docente, y es una burka amplia por la cantidad de fundamentalistas de nómina que viven bajo ella. Por supuesto incluye el todo el poder a las masas, que se traduce en el mantenimiento y promoción de cuantos colectivos no profesionales sean susceptibles de utilizarse como plataforma fáctica, representantes oficiosos, interlocutores oficiales, dueños en fin de las reglas de un juego populista aderezado de acciones callejeras, pronunciamientos mediáticos y presión en el ambiente local. La Masa, ese ser mitológico, se materializa en quien conviene, es el alegre asambleísmo en el que se decide la destrucción de las tarimas, la toma de palacio de invierno a escala de representación navideña escolar en la cual se vota el control, por discípulos, padres y personal no docente, de los claustros, es el acoso y derribo de profesores de honestidad y de talla indiscutibles llevado a cabo por la asociación vecinal, convenientemente guiada por los más acérrimos defensores de la política de la Reforma. La masa es una entelequia utilísima para obviar análisis concretos, negar la capacidad personal, eludir la responsabilidad en los propios actos, eliminar presencias molestas, invadir territorios, repartirse dinero ajeno, saltar laboriosas etapas de trabajo y esfuerzo y ocupar espacios por el método de la gesticulación, el grito, la adhesión y la pancarta.

Hay en la Enseñanza española una extrapolación de los métodos asamblearios, de las componendas sindicales, que sería, por puro principio de realidad, impensable en la mayoría de los ámbitos de las actividades humanas, que equivaldría a la votación de la validez de los principios de la Física, a decidir a mano alzada si se encuentra o no el río Yukón en Canadá o cómo conectar los hilos de las instalaciones eléctricas; sí es de recibo someter a las amplias masas si conviene más estudiar el Poema de Mío Çid o un recetario de La Albufera en idioma vernáculo. En los seminarios (reducidos por ley a departamentos, como la enseñanza media a secundaria, porque no hay inocencia en el cambio verbal), inspección, prensa, charlas, informes la simple mención de categorías académicas, de diferencias palmarias, de calidad, importancia y contenido, de relaciones causa-efecto entre quién hace qué y lo que se obtiene según lo que por calificación y profesión se aporta, resulta insultante, evoca distinciones no por obvias menos insufribles, ya que se vienen presentando a la galería como el sistemático fruto de una injusticia, tan antigua como vaga y difusa, sin relación con la responsabilidad, las dotes y las acciones concretas. Así, es fácil vender el ideal de un hijo eternamente mantenido por esa versión mejorada del Estado de Platón que le hará pasar a la guardería desde la incubadora, le acogerá, llegado el caso, vacaciones y fines de semana, le ofrecerá indefinida matrícula gratuita en estudios sin aprobado ni provecho y le asignará en la edad adulta un salario de paro. Dice mucho de la perversidad (o estupidez; no son incompatibles) sectaria del revolucionario de nómina y prudente distancia del socialismo real el que se haya llegado a sacrificar a una juventud, entre la que pueden encontrarse los propios hijos, dándoles el más envenado de los regalos: la cultura de víctima, de perpetuo asistido en un sistema en el que sólo cabe enorgullecerse de la existencia marginal, interpretar el mundo en términos que siempre exculpan al individuo y culpan al sistema y mirar con desdeñosa envidia las naciones fuertes y el progreso ajeno.

La nueva clase dominante emanada de los monopolios culturalmente correctos disfruta de sus dividendos a un alto precio: Se lleva privando cada día a los jóvenes de los conocimientos, el nivel, el medio, el personal docente y el adecuado alimento intelectual. Son especialmente afectados todos aquéllos para los que la Enseñanza Pública era el único medio de promoción social para quienes no existe más ventana al mundo y a la mente, más acceso a la cultura ni más oportunidad igualitaria que la del aula. Se ha conseguido herir de muerte el viejo ideal de la Enseñanza General Buena, Aconfesional y Gratuita respecto a la que la exacerbación del cheque escolar y la libertad perfecta no es alternativa en el caso de los sectores cultural y económicamente más pobres; el cheque escolar dejará, por ejemplo, en manos de la madrasa y los imanes a las hijas de inmigrantes islámicos confirmando así su segregación, y enviará automáticamente a fábricas y hostelería a multitud de jóvenes de modesta procedencia. Ya hay generaciones que, despojadas de su herencia, dispondrán por todo bagaje, tras la adolescencia artificialmente prologada, de la inseguridad propia de su ignorancia sobre el mundo, del desconcierto respecto a las raíces y el futuro de su época y del desdén, mezcla de falta de apego y de desconocimiento, respecto a su propio país.

Contra lo que pudieran hacer creer las referencias foráneas, los maoísmos y aspiraciones (en la medida que lo permiten las circunstancias) totalitarias pueden adoptar, como en España, forma de mosaico y destruir, con el recurso a la red de células políticamente correctas y no menos intervenidas, la inteligencia, el derecho y la libertad. Para los clanes nacionalistas la fragmentación educativa  ofrece el terreno ideal para la jibarización esperpéntica de literatura, geografía e historia, la mediocridad nepotista elevada, por efecto de perspectiva, a las cimas del mérito a causa de la exigüidad del horizonte y el rentable llanto sistemático. Se enfrentan al más tímido y colaborador de los adversarios: un Estado central dispuesto a todas las concesiones, omisiones y silencios con tal de evitar escandalosas protestas y de llegar a la apariencia de pactos.

Los aderezos maoístas y el retromarxismo lírico acompañan a un mito cuya fecha de caducidad toca a su fin: La impecable perfección de la Transición española. Las cesiones entonces al chantaje de grupos de presión sin más horizonte que el botín rápido revelan hoy, como un edificio sus grietas, la inviabilidad de partes de la estructura. Los huevos de serpiente depositados en los años setenta entre los regalos de las hadas buenas eclosionan y engullen nido, árbol y bosque. Abocadas al nepotismo y el corto plazo propios de la cercana clientela, las diecisiete autonomías siempre fueron una entelequia necesariamente ruinosa y un absurdo proporcional parlamentario, un federalismo gratis total que creaba una indefinida dinámica feudal y autojustificadora. Revistió el proceso muy mayor gravedad en los casos de Cataluña y País Vasco (haz y envés del mismo fenómeno), para los que fue providencial el mito de la gran lucha y oposición antifranquista que nunca realizaron y donde sus nuevos ricos se mostraron particularmente ambiciosos y virulentos, y recurrieron al rápido control de medios de comunicación, de cultura y de enseñanza y a la imposición de hechos consumados, fuera por medio del aprovechamiento activo o pasivo del asesinato a cargo de ramas terroristas, fuera por el generalizado clima de coacción implantado por las familias locales.

De forma semejante, en el nido de la Transición se depositaron otras semillas de pésimos frutos: Parte de los supuestos luchadores antifranquistas ensalzados y amnistiados eran y son capos, simpatizantes o encubridores de bandas cargadas de delitos de sangre y apologías a la sumisión a fundamentalismos totalitarios, y su prosperidad está directamente relacionada con la manipulación de sucesos, datos, comunicación y cultura. Son el Mr. Hyde necesario de los amantes de la revolución virtual y se basan en el control mediático e institucional que comparten (y en el que gozan de todos los beneplácitos) con las enriquecidas burguesías autónomas. En el extranjero (donde omitieron por sistema que la pistola siempre se ponía en la nuca de los mismos) y en España hasta hace bien pocos años, ETA, el grupo terrorista vasco autor de cerca de mil asesinatos, ha disfrutado de la simpatía inspirada por los defensores de la libertad, cuando lo cierto es que el autoritarismo franquista resulta un paraíso democrático si se compara con la dictadura propugnada por tales paladines: una mezcla asfixiante de paleomarxismo tribal con ribetes albaneses y maoístas a la que se añade el racismo propio de las derivas fascistas. Y a esto, simplemente porque resulta útil para sus beneficiarios y porque se envuelve en la bandera del mito antifranquista, se homenajea, aplaude y permite impunidad hasta el día de doy.

La fértil imaginación de un plantel de clientelas, de cortes en la sombra, de ministros in péctore y de presidentes de toda la vida ha creado reinos ancestrales, desenterrado y vestido esqueletos, empapado en llanto los escasos restos del dialecto local y organizado la fabricación de rentables agravios. La ley preveía un porcentaje común a todo el territorio nacional en los temarios de enseñanza. Ni siquiera esto fue defendido. El incumplimiento legal ha sido y es sistemático, absoluto e impune en Cataluña y el País Vasco, en Galicia y en Valencia. Las clases se dan en su práctica totalidad en lengua local, los escolares salen sin saber castellano, la desigualdad de oportunidades avanza de forma galopante, porque sólo los centros de pago ofrecen enseñanza en un idioma que no sea el de la región. No hay inspector que ose poner los pies en tales aulas y denunciar la situación, ni autoridades que den curso a la denuncia, ni Gobierno y Constitución que defienda a alumnos y leyes. Sus libros de texto son una caricatura de la historia y la geografía, de la literatura y el arte. Lo que se practica no es el razonable conocimiento de la cultura local, sino la desmesura, el sectarismo, la manipulación y la ignorancia bajo el común denominador de borrar o minimizar lo que a España como nación concierne, hinchar hechos de escasa relevancia, obras de calidad muy mediana, personajes sin envergadura, y llenar con el compuesto todo el horizonte. El sustantivo España, de mención nefanda, se caracteriza por ser despreciable, foráneo y adverso. El vistazo más somero a las páginas de tal material de estudio grita la evidencia. Las empresas afines acumulan, por este medio, beneficios monumentales. Paralelamente, conviene recordar que ayuntamientos, diputaciones y demás organismos locales cuentan entre los mayores, y son con frecuencia los mejores, clientes de la industria editorial y de los viveros de cultura subvencionada. Cuando existe tal red de dependencias y de apetitos raro sería el cargo, partido, liberado sindical o director de publicaciones que se decantara por la verdad pura y simple. En palabras de un luminoso dirigente regional, ya está bien de enseñar las mismas fechas y batallas. Las lecciones de historia, los textos de lectura, los comentarios y ejercicios regidos por la ley que traspasó las competencias educativas a las autonomías llevan moldeando a sus jóvenes en la liturgia del terruño desde hace más de veinte años.

El crescendo de virulencia nacionalista en las tres denominadas autonomías históricas españolas (como si las demás regiones carecieran de historia alguna) está en estricta relación con el cambio generacional de herederos y beneficiarios de la transición de los años setenta, de la carga de chantaje y presiones forzosa o voluntariamente asumida para evitar violencias y acelerar y suavizar el proceso. Se dio y otorgó entonces sin discusión y sin precios, se pidió y acaparó sin costes ni contrapartidas. Tan rentable dinámica a corto plazo es, para los receptores, imparable. Envejecidos los líderes, la impaciencia de las bocas insatisfechas de los que llevan años en las listas de espera se hace incontenible. La joven clientela multiplica su número y sus peticiones, crecidas éstas por el hábito incuestionado de la exigencia y por la adhesión al dogma, a la creencia en antiguos agravios que, sin mayor análisis, legitiman a la vez la propia posición socioeconómica, los medios empleados y las categorías deontológicas.

Tras el telón nacionalista hay, pues, un cui prodest amplísimo e insaciable, una avidez de taifas que ha reducido los nobles ideales de tolerancia y coexistencia democrática de la transición a la rebatiña. Eran precisos, a efectos de reparto, una opresión milenaria, un mito fundacional de autoctonía, un folklore de la queja y la diferencia y una rápida toma de territorios legales. La tímida dejadez que presidió las componendas de la década 75-85, con gobiernos, de uno y otro signo reducidos a la impotencia por una matemática de representación parlamentaria que se traduce en dictaduras de minorías, ha continuado. Se duplica y triplica con cada virreinato la fiel clientela, la espesa gens que cobra y vive a fuerza de ahondar en el particularismo, abominar de horizontes más amplios y objetivos y alimentar los penates con mitología visceral. Su clero se funde con las premisas que lo sustentan, la secta genera su propia envoltura ideológica, la clientela modela los datos objetivos según los estrictos parámetros que su legitimación precisa. El millón de funcionarios creados por las autoridades autonómicas para su propio servicio, las cortes de subdirectores, secretarios de estado, presidentes, asesores comparten con el vate local y el último interino el tribalismo vecinal en el que son determinantes las relaciones personales, la fidelidad al jefe y la profesión pública de fe. Es un mundo inverso al que dio lugar a los estados modernos, al individuo emancipado de la servidumbre del señor feudal y del noble al que el concepto y estructura del país grande garantizaba, precisamente por su centralización y extensión, la igualdad de derechos de los ciudadanos, la fluidez de comunicación y desplazamientos y la libertad. La ola de regresión medieval se retroalimenta con enemigos y agravios. Las sucesivas concesiones, mimos y pudorosos silencios por parte de ministerios y gobernantes, la ausencia de precios por los privilegios recibidos, la continua impresión transmitida por los medios de comunicación de que se les debe dar todo por nada llevan décadas potenciando la espiral. Porque la línea del chantaje es por naturaleza ascendente e indefinida.

El emperador se pasea desnudo, pero cubierto con una armadura de fervorosas profesiones de fe que hacen inconfesable, y prácticamente inexistente, su desnudez. Cabe preguntarse si la mitología es irreversible y el monopolio comunicativo, una vez adquirido, omnipotente. Hay una escalada de dependencias en el edificio de los mitos que vienen justificando a la nueva clase dominante. Educación, con el significativo ejemplo de la Reforma del 90, es parte de un entramado que se apoya, a su vez, en decorados sucesivos diseñados en escenarios de muy mayor amplitud. El hilo conductor lleva hasta los fangosos territorios de la traición a la razón y la ceguera ante la evidencia, todo un arte propio de los admiradores de espléndidas y afortunadamente lejanas utopías, de los socialismos reales. La cadena de mitos pasa por la invención maniquea de la historia (con inclusión de un imaginario instrumental basado en la Guerra Civil), y conduce invariablemente hasta víctimas que lo han sido, allende y aquende fronteras, que lo fueron físicamente de las peores y más profundas dictaduras y que lo son intelectual y socialmente de la clase parásita que ha hallado en las utopías que aquéllas defendieron un filón. Como en los planes quinquenales, en las hambrunas y en las colectivizaciones, la historia sólo recoge al final supervivientes, resultados, nunca el silencioso y abrumador déficit de carencias, ruinas, fracasos, capacidades malgastadas y vocaciones truncas. La clientela se ha constituido en batallón nada desdeñable al que la variedad de uniformes e himnos garantiza la pervivencia. El nuevo clero juega a la imposición de su criatura presentándola como la obvia y lógica alternativa a lo existente: Una teoría y método benéficos que no se han aplicado antes por la simple opresión de las fuerzas de ese Mal en el que se engloban la reacción, el capitalismo, la derecha y demás satanes de los que cobran nómina los profesionales del exorcismo. En Camboya o China pudieron permitirse el lujo de aniquilar élites, junto con ciudades, vías de comunicación, bancos, hospitales y obras de arte. En estas latitudes europeas hubo que contentarse con esa materia vulnerable, esa gaseosa experimental que son la Educación y la Cultura.

En su modesto formato, el simulacro maoísta de educación echó mano de los diplomados de mayor categoría académica como enemigo próximo, y reprodujo hasta donde el marco legal de la democracia burguesa lo permitía el aislamiento, acoso, malos tratos, ostracismo y escarnio de los enemigos de clase, los adversarios, críticos y saboteadores de una nueva Revolución Cultural guiada por los ideales de la igualdad y del socialismo triunfantes. Tal élite sólo podía redimirse por la contrición y la participación-a veces entusiasta, como corresponde al converso-en la Nueva Era. Había que aplaudir en los claustros al veterano catedrático que se encargaba del alumnado propio de maestros de primaria, al profesor orgulloso de ejercer por los pasillos y retretes minuciosas tareas de patrullero, al docente de francés que, en vanguardia de la ciencia pedagógica y el acercamiento a las masas, basaba sus clases en la explicación a los alumnos de letras de La Polla Récords. Sólo faltaban las sesiones de público escarnio y autocrítica que se dieron en China y los uniformes de guardia rojo, pero esas sesiones en realidad se han venido ofreciendo diluidas en el hacer cotidiano y con ellas se han cubierto de gloria acólitos como el dirigente logse que increpaba en coloquio público a una profesora que denunciaba la ignorancia histórica del alumnado. El valeroso adalid del progreso pretendió ridiculizarla recurriendo al socorrido fascismo (¿Qué quiere usted, señora, que canten el “Cara al sol”?). La mayor edad, titulación y capacidad han bastado para amasar con tan indefensa carnaza el prototipo del reaccionario y hacerle blanco de la ininterrumpida caza de brujas. Como en China, cualquier despropósito, si era nuevo y en contra de lo previamente existente, daba a su autor patente de corso, cualquier necedad se transformaba en oro progresista si tenía como blanco lo y los cualitativamente mejores y si se acompañaba de la charanga contra élites, clasistas y poderosos.

Bien comenzado el siglo XXI y tras cambios de gobierno y elecciones, el panorama apenas reflejó en la práctica algún cambio. Ejemplo ilustrativo: Primer curso del segundo ciclo. Durante la clase de una de las asignaturas que se suponen fundamentales el núcleo duro de repetidores pasa el tiempo que le queda hasta cumplir la edad legal de abandono del centro dibujando o, gracias al benéfico invento de los cascos de música (fuente de paz social) entregados a Euterpe. Hay imitaciones esporádicas de ruidos animales o intercambio de pipas. Otros dibujan y subrayan con lápices de colores, sin atender, leer ni hacer el mínimo esfuerzo mental, firmemente convencidos de que cualquier ritmo que no sea el de primaria y cuanto sobrepase la presentación de unas hojas copiadas constituye por parte del profesor una agresión inaudita. Éste último podría encauzar debidamente al adolescente alumnado según su edad real, pero esto es imposible si los obligados objetores de estudio imponen la pauta, si el paternalismo viscoso de una directiva oportunista juega al consenso con los padres y si los alumnos son enviados por los maestros en estado de semianalfabetismo silvestre. Por unidades, que no lecciones, y por áreas, que no asignaturas (porque conviene difuminar perfiles y confundir, a la baja, los criterios para atenerse a la generalización aguada e intercambiable), hojean libros de texto, que han quintuplicado coste y peso y son, invariablemente, firmados por equipos cuyos miembros compiten en la celosa sumisión a las normas de la corrección bienpensante. En un país como España, de falsificación del pasado reciente, chantaje terminológico e intimidación tribal, cualquiera es susceptible de denuncia por filias racistas, derechistas, franquistas, machistas o xenófobas. Así, la lección del día comienza por jaculatorias, convenientemente enmarcadas, de buenos propósitos llamados educación en valores. Fijadas las normas de rigor, se hilvanan párrafos fruto de distintas plumas, con exhibición del debido desdén respecto a la sistematización de épocas anteriores; por ello se mezclan siglos, años, géneros, latitudes, categorías e individuos, y se sustituyen las ilustraciones de valor cultural y estético por otras, numerosísimas, mucho más democráticas y asequibles, véase la anatomía de una espinilla (tema francamente motivador para los adolescentes) o la foto de un grupo de señoras marroquíes cubierta la mitad inferior del rostro por, a manera de bozal, un paño bordado (alegre panorama de la pluralidad de culturas). Las abundantes estampas, que añaden innecesariamente a cada volumen gramos y euros, han sido objeto sin duda de una cuidadosa selección a contrario: reducción a mínimos de contenido cultural y artístico, representación de la vida cotidiana, con generosas dosis de vulgaridad, preferencia del grupo sobre el individuo. Las citas suelen pertenecer, casualmente, al ramillete de historiadores, escritores y periodistas que forma parte del club mediático; hay también poemas pavorosos con mensaje social, y relatos de contestatario cariz, sin que falte el cupo multicultural, como ocurre con la dosificación normativa de afroamericanos (negros jamás), chinos e hispanos en las películas estadounidenses. Los libros asignados para lectura son objeto, por parte del profesorado mismo, de una censura severísima tanto intelectual como ideológica: los clásicos de la literatura se abordan de la manera vergonzante con que se muestra un antiguo instrumento de tortura y el hecho de introducirlos en el temario levanta en los alumnos y sus padres la alarma y el desconcierto.

Cuarenta años de historia se reducen en los libros de estudio a una dictadura represora de oscuridad sin matices. Naturalmente el vistazo más superficial a los volúmenes de ocasión, a las casetas de segunda mano, desmiente tal credo. Descubre, además, que la muerte del dictador no ha dado paso, con la rapidez con que la noche lo hace al día, a una explosión de obras maestras y de genios. Lejos de ello, incluso se advierte mucha más agudeza, originalidad e inteligencia en el supuesto páramo cultural que en las décadas libérrimas que siguieron, caracterizadas con harta frecuencia por el feísmo, la mediocridad, el arte y el pensamiento débil preceptivos, engalanados, eso sí, de los imprescindibles exabruptos y de las invariables jaculatorias políticamente correctas e indispensables para hacerse un nombre y un hueco en la cultura oficial. Esa cultura implicaba, y sigue implicando, tanto en pedagogía como en estética, una hemiplejia obligatoria en el tratamiento de los años veinte y treinta, de la II República y de la Guerra Civil. Desaparecen matanzas y enfrentamientos de los que fue responsable el bando vencido, se difumina como si no hubiese nunca existido la enfeudación de varias facciones a un régimen soviético de dictadura totalitaria y estricta, no se mencionan jamás los miles de asesinatos de eclesiásticos, pero sí se hace hincapié en la nada incomprensible adhesión a los nacionales de la Iglesia. El guerracivilismo es un maná del que no se puede prescindir, un terreno de cultivo incansable, porque sin ese telón de permanente e impostada batalla, sin esa seña de identidad martilleada sin tregua en la memoria colectiva, creada para justificar con su pasado el aprovechamiento del presente, la dualidad maniquea resulta insostenible. De asumirse honestamente los  hechos, de narrar tranquila y objetivamente la Historia, se perdería la piedra clave que sustenta el edificio de intereses: se hubiese perdido al Enemigo.

Mucho peor que la ignorancia es el hecho del adiestramiento negativo en el que claramente han sido formados los jóvenes durante su etapa anterior y que se materializa en la agresiva imposición de la infancia prolongada y en el rechazo, o en el uso activo del acoso y de la violencia, contra el profesor del nuevo nivel. A fin de cuentas ellos, y sus padres, llevan lustros recibiendo de forma subliminal o explícita el mensaje de que son víctimas de la opresión, merecedores de todas las consideraciones, oportunidades y derechos, destinatarios de la gratuidad vitalicia de subsistencia, asistencia y diplomatura, defensores de una igualdad que, naturalmente, adaptan de inmediato a la abolición del esfuerzo y la denigración de una excelencia que no puede ser fruto sino del favoritismo o de la injusticia socioeconómica. Es un alumnado que sabe pocas cosas pero que, como es natural, conoce a la perfección las que conciernen a sus intereses inmediatos. Y éstos se resumen en la resistencia a unas aulas en las que pasan, por obligación, más de seis horas diarias, de las que esperan distracción y la tibieza vegetativa que haga soportable el confinamiento y que les garantice los pases y notas que contenten a sus padres. Se saben su cartilla, que incluía hasta ayer en junio un examen final de suficiencia (que permitía, pues, no trabajar durante todo el año) y el anuncio público, desde principios de curso, de los conocimientos mínimos (medida que, por sí sola, da idea apropiada de la profunda estulticia del conjunto de normativas) exigibles del programa de cada asignatura. Llevan mucho tiempo teniendo clarísimo que pueden dejar en barbecho materias enteras porque se les dará el pase por el conjunto de su obra, manejan los límites del insulto al docente y el sabotaje de la clase con el virtuosismo de quien no ignora su status dominante frente a un asalariado de desdeñable categoría al que dirección servil, asociación vecinal e inspección se encargarán de humillar y al que sus padres y él, sentado a la mesa que se entretiene en pintar, procuran la subsistencia. El término aburrimiento ocupa, como muestra cualquier redacción sobre una jornada de su vida cotidiana, un lugar muy especial. La palabra define, con insistencia y encono, su vivencia del centro. Acuden porque es el único sitio en que pueden estar y les obligan a ir, pero van sin la más mínima conciencia de que esa actividad sea el lote de trabajo que les corresponde en una sociedad en la que todo bien sale de alguna parte y es procurado por la labor de alguien. A los catorce, quince, dieciocho años continúan identificando cumplimiento con estancia física y, quizás, con elaboración esporádica de rápidos ejercicios a modo de crucigramas hechos en compañía. La enseñanza como divertimento, la extensión a edades provectas de la alborozada bulla infantil, son nociones que les han empapado y constituyen, probablemente, el rasgo más nocivo de su escolarización, implican la exigencia del circo continuo, permiten la identificación de reflexión y aprendizaje maduro con el tedio, eliminan al profesor capaz y exaltan al maestro histriónico y maternal que sigue la corriente infantiloide y priva a los jóvenes del alimento intelectual que corresponde legítima y biológicamente a su desarrollo. De los criterios cuantificadores de admisión al centro tiempo ha que desaparecieron las buenas notas en el expediente académico, del mismo modo que se abolió con la Reforma la palabra suspenso y se recubrieron las calificaciones de un florilegio perifrástico (progresa adecuadamente, debe mejorar) que merece, por sí solo, capítulos aparte porque aúna la indigencia intelectual pretenciosa con la manida taracea de tópicos.

El Compañero Docente suele aferrarse a la fast food de adaptaciones y claves sistemáticas de comentario, es amigo de un aprobado por trabajos caseros que elimina en el alumno el trabajoso proceso del aprendizaje y le permite utilizar innumerables lápices de colores, ama el rodillo de pseudoliteratura que incluye invariablemente antiimperialismo, héroes ecológicos y minorías étnicas. El Compañero Docente ejerce con alegría el racismo negativo, recomienda con entusiasmo las novelas en las que aparecen  conquistadores españoles crueles y ávidos, ingleses engreídos, rojizos e hinchados del alcohol y de los beneficios de tráfico corsario, y elimina con celo vigilante toda publicación que atribuya rasgos ingratos a un protagonista negro, árabe o judío ya que éstos, por el hecho de serlo, están exentos, so pena de racismo, de calificaciones otras que alegre, hospitalario o sutil. El Docente Ejemplar (que ya ha producido peligrosas subespecies de filisteo) funciona a cliché y piñón, más que fijo, soldado por el método, en pleno vigor, de inquisición profiláctica. Los epítetos respecto a los individuos que figuran en la lista de Buenos que le ha proporcionado su catecismo serán como mínimo encomiásticos; la referencia al pelo lanoso de los africanos o a las estrechas pupilas de un oriental es merecedora de la segregación o la pira, pero todo término despectivo es poco para el grasiento, agresivo y porcino hombre blanco. Una marea de lecturas fáciles, sólo propias hasta hace bien poco tiempo de la infancia, ocupan el lugar de las obras clásicas que, con la ayuda del profesor, deberían ser abordadas en los centros por la sencilla razón de que ése es el único y adecuado lugar para que le sean introducidas al alumno que tiene sobradamente edad de ello. En su lugar, y para divertirle a toda costa, llueven novelas breves de tenue valor literario pero que se atienen, con mimética regularidad, a la receta bienpensante que dosifica ecología, antirracismo, feminismo y demás inexcusables ingredientes. De ahí resulta un mundo tan puerilmente polar, tan elemental, insípido y previsible, que las facultades cerebrales de crítica, exploración, perplejidad, duda, selección, imagen del mundo y construcción del propio criterio quedan en barbecho. Se ven sustituidas por la inmediata jaculatoria propia del pensamiento totalitario, reducidas a muñones desperdigados en una superficie sin conocimientos, acumulación de datos ni coordenadas crono-espaciales, y ahí constituyen mojones secos buenos tan sólo para irrazonadas adhesiones, respuestas reflejas, gritos y conductas viscerales. (excelente formación, sin embargo, para la cultura de la pancarta). Para mejor divertirles se les ha recluido en el hastío, cuando no en la lógica exasperación del que, en edad de guitarra y preservativo, se ve retenido contra su voluntad durante seis horas diarias entre una silla y una mesa. ¿Cómo no huir hacia Harry Potter, las sagas y los juegos de rol si nada ofrece un horizonte de creación, fantasía, amplitud y grandeza, si el menú oscila entre la red viaria provinciana, la estadística de contratos laborales y los riesgos del colesterol?

Los antológicos textos de la Reforma Educativa del 90 y epígonos, que pueden difícilmente leerse sin hilaridad o rubor, pertenecen, aparte de a los líderes que se cubrieron de gloria firmándolos, a la redacción de asesores, liberados sindicales y compañeros de viaje promocionados por la circunstancia a inesperado rango y muy altos-en relación al los que por sus méritos reales merecían-destinos, los cuales, en exhaustivos cónclaves, pergeñaron términos tan inefables como segmento de ocio (recreo), relación con el propio cuerpo (la del alumno con su envoltura carnal; a calificar por el profesor), adaptación curricular, materia transversal, estrategias didácticas, procesos actitudinales, habilidades, destrezas, talleres y herramientas destinados a actuar como conjuro utópico por cuanto reducen el aprendizaje, la educación y la ciencia a términos puramente gimnásticos y fabriles. De ahí la insistencia en el grupo, la igualación y la tarea común e intercambiable, tanto en enseñantes como en enseñados. Lejos de significar aportación y debate, el término consenso goza de inusitado predicamento debido al desplazamiento semántico: ha pasado a equivaler a componenda útil, reparto de dividendos entre las propias huestes y las del adversario, en una dinámica que transcurre por encima y ajenamente al bien público. Sin embargo se mantiene, siempre caliente y listo para consumo, el antagonismo, la encarnación del enemigo de clase porque es imprescindible para que el clan defienda su sitio en los cada vez más escasos pezones del Ministerio de Hacienda.

Pero los alumnos no se merecen esto. Ninguno de ellos. Ni la privación de estudio para quienes sí lo deseaban, ni la imposición de una mediocridad generalizada que es el precio del buen vivir y medrar de adultos cuya única oportunidad de elevarse es triturar y rebajar su entorno. Pese a la inercia del ambiente, al halago del mínimo esfuerzo y a la tentadora tibieza de la infancia indefinidamente prolongada, llega hasta los adolescentes a veces el sabor de lo que son el conocimiento, la textura de abstracciones, conceptos, hechos lejanos en el tiempo y en el espacio que forman la masa de su presente, insospechadas herencias y horizontes de un mundo en el que creían flotar sin más sentido, razón ni arraigo que la arbitraria disposición de los objetos de su estuche. Colocados entre el aparcamiento y la calle, intuyen el engaño en la facilidad tramposa de la barra libre que se les ofrece, son sensibles aún a los territorios de altura de la verdad y la sabiduría con los que, ocasionalmente, entre fraccionamiento, adaptación y rebaja, todavía toman contacto. Algo se mueve en ellos entonces, recuperan la edad real y la inteligencia robadas. Y el profesor observa ese momento irreemplazable en el que primero comprenden y después le contradicen, ese instante del aprendizaje verdadero, descarnado de todo utilitarismo, en el que, solos, al borde de la idea, baten por primera vez las alas y echan a volar. No merece este trato el que, pese a localismos y diversificaciones, halla en clase un contacto con temas, objetos y materias cuya envergadura es ajena a cuanto en su hogar y en su medio existe; no merece la miseria intelectual y vital preceptiva el silencioso y obstinado que, en su confuso fondo, aspira a tener un porvenir, no es digno el confinamiento humillante en el aula para el que prefiere actividad, ni para el que vegeta en la indiferencia permisiva de sus familiares y el cobarde paternalismo del sistema escolar. Se trata de una sangría temporal irreparable que, tras el prolongado engaño, les deja aturdidos e inermes, agresivos e inútiles, dependientes y pretenciosos, en la jungla que, tras la guardería, les espera.

La terminología destinada a ocultar el control objetivo de conocimientos y trabajo casa a la perfección con el traslado de la lucha de clases y la pugna opresores/oprimidos a la enseñanza. El alumno debe rebelarse contra la dictadura del docente, representante del sistema, o, al menos, ser tratado con las mayores consideraciones, que excluyen apreciaciones extemporáneas y contrarias a la deseable igualdad. De todos los eufemismos, el más persistente es fracaso escolar. El auténtico fracaso, si por meta se entiende el nivel de conocimientos, capacidad de expresión y conceptualización propios de la adolescencia, es infinitamente mayor de lo que reflejan cifras vacías de contenido. Se lleva décadas aprobando por obligación, facilidad e inercia, dando excelentes notas por el mero hecho de que, al menos, el alumno es pacífico y soportable e incluso, a veces, escribe unas líneas. Es notorio que en los temidos exámenes de selectividad pasa más de un noventa por ciento, la universidad hace matrículas en cadena y son legión los repetidores y licenciados. Esto forma parte de un espectacular proceso inflacionario en el que nada es real, se transforman en kilos los gramos, se hinchan perros y se llama éxito a la distribución gratuita de caricaturas de bachillerato reducido a la mitad de duración, al tercio del espacio ocupado por materias fundamentales y a la enésima parte del nivel que por edad hubiera correspondido. Otros fracasos son de imposible maquillaje, el mismo proceso en medicina, ingeniería u obtención del carnet de conducir resultaría letal, pero el escolar ha pasado a ser simple pieza de conveniencia política. Cuanto podía tirar del alumnado hacia arriba, inculcarle criterios de calidad, favorecer su desarrollo, ha sido penalizado o es de temeroso cumplimiento. Se exige, como en las dictaduras bananeras, éxitos masivos, pases del 99,99 por ciento, ausencia de un fracaso que sólo puede deberse a la intransigencia y que siempre podría ser remediado con adecuada comprensión de las personales circunstancias.

La situación, al menos en la Enseñanza, es prácticamente insoluble por el paradójico motivo de la relativa modestia de inversiones que un cambio racional y benéfico demanda. Se trataría de simples medidas de sentido común, como que la de que dé clase cada cual de la materia y nivel que le corresponda, que el programa de estudios se base en la envergadura y amplitud de los conocimientos y en los hábitos intelectuales propios del abandono de la infancia, que los servicios sociales y asistenciales se desglosen, con cuidadosa selección, de los docentes. Nada de esto es compatible con la alegre distribución arbitraria de millones entre supuestos especialistas de la secta pedagógica, del aparcamiento multiuso y de la mediación social. En la Administración pública las consideraciones deontológicas desaparecieron hace tiempo de escena para dejar sitio a la premura de conservación, creación y distribución de empleos, a la justificación de exigencias presupuestarias y al control desde la raíz de la propaganda. Los gobiernos no han sabido sino contemporizar y asentir frente a sindicatos, nacionalidades y cabildos electorales que contaban las porciones, no los ingredientes, del pastel.

El filtro inverso continúa su obra. La diferencia entre tomar medidas conflictivas pero justas y necesarias o embolsar prebendas inmediatas y dejar al previsible futuro la demolición del edificio en ruina está en el límite socialmente soportable de la maniobra y constituye la peligrosa variedad de “el fin justifica los medios” adherida a los estados democráticos. Pueden esquivarse las decisiones impopulares, apoyar las demagógicas, componer con los intereses privados y partidarios, garantizarse la impunidad y el silencio mediático, pero cada día tiene su cosecha de parciales cadáveres, las menudas bajas de silenciosas prácticas totalitarias guiadas por ese peculiar desprecio de los que las emplean hacia los individuos y sus irreemplazables vidas y posibilidades de obtener felicidad.

Menos banal que las incidencias escolares puedan parecer y bastante más sombrío es el rasgo que ha presidido estos años de chantaje por mor del consenso democrático. Se trata del miedo, pero de una variante peculiar que jamás osaría decir su nombre, asumida, integrada, defendida incluso con ardor y poses libertarias. Era el telón de fondo de la risueña iconografía maoísta, la materia prima de la vida cotidiana en los regímenes dictatoriales, pero también es componente indispensable de las parcelas de totalitarismo light, en las que no se llega a la cárcel, el partido único ni la eliminación física. Está al alcance de cualquier investigador un curioso experimento: la búsqueda de artículos y publicaciones críticos y contrarios a la Reforma aparecidos entre los años ochenta y el final del siglo XX. Recuérdese que ésta se impuso, en plan experimental y de adopción supuestamente voluntaria, de manera temprana en numerosos centros. Conviene no olvidar tampoco que los cambios de gobierno pasaron de puntillas sobre la situación educativa, que juzgaban logísticamente intocable y respecto a la que prefirieron pactar con los sindicatos y el partido socialista a cambio de franquicia en otros terrenos. El investigador observará una extraña ausencia, hallará quizás, el año 1984, una columna sobre la manipulación política de la Enseñanza Media publicada en el diario El País, encontrará luego, esporádicamente, algunas líneas más en artículos o en cartas al director, llamativas por una escasez que habla del prurito de aparentar pluralismo. Desde luego como excepción a la regla, porque las apariciones de la más leve crítica se hicieron raras, llegando a desaparecer por completo. Ha habido que esperar a finales de los noventa para que asomen cabeza algún artículo y publicación de signo contrario al difundido incansablemente por la prensa oficiosa que, bajo imagen de modernidad democrática, se transformó en el boletín oficial del lobby PSOE y de los supuestos representantes sociales. Hemerotecas e informática recogen hoy fielmente la radiografía del real esqueleto de la situación, el espectro de silenciamiento de disidentes, la manipulación abrumadora y el inusitado control mediático que definen el lado más oscuro de la transición española. En los institutos prácticamente nadie ha osado manifestarse públicamente, ni siquiera en una sala de profesores o un claustro, contra los disparates que imponía la Reforma a la vida docente cotidiana. Ha habido genuflexión general e incluso la muy maoísta práctica de autocrítica y demostración al auditorio de que se trabajaba con ahínco en la extirpación de reflejos reaccionarios, de residuos autoritarios del pasado, y que existía una positiva y entusiasta disposición a cooperar. Los mecanismos y resultados de la censura interior asumida dejan pálida a la rústica y errática represión del franquismo, y nada da fe de ello de manera tan clara como el tratamiento mediático del tema educativo en estas décadas. Cuando apareció, en 2001, un libro de ensayo, El archipiélago Orwell, que analizaba y denunciaba explícitamente el fenómeno su autora hubo de presenciar en su instituto curiosos ejemplos del temor a la libre expresión. El mismo colega que, en conversación privada le comentaba, tras la lectura de la obra, Dices verdades como puños, le afirmaba en voz alta, cuando podían oírle otros en la sala de profesores, Es un  libro muy bien escrito pero dice un montón de mentiras.

Es, en estos procesos, inseparable del voluntario empleo del miedo como instrumento la exaltación profusa de la falsa libertad. Así como durante la Revolución Cultural China se abolieron los libros de texto, las notas, los programas estatales y los exámenes, con la logse se entró en una feliz pluralidad en la que virtualmente cada alumno tendría una enseñanza cortada a la medida de su persona y obtendría un diploma de la misma categoría que el de cualquiera de sus compañeros. Paralelamente, entre las capas de maestros recientemente ascendidas y los solícitos compañeros de viaje nada resultaba más sencillo que reemplazar el escaso pedigree con proyectos y opciones de original cuño que ocupaban el espacio de asignaturas fundamentales. Ocurre que nunca hubo menos variedad, calidad y margen de iniciativa personal que en pleno hervor de los años sesenta en la China maoísta. Guardarse de parecer reaccionario, empeñarse en mantener una fachada de abominación del pasado y de sus obras, buscar el marchamo iconoclasta y la exégesis bizantina de las premisas revolucionarias, anular el individuo en pro del igualitarismo solidario produjo, amén de millones de víctimas, un genocidio cultural de dimensiones monumentales. Había que avergonzarse del propio acervo académico y someterse sonriente a la reeducación por los líderes obreros y las amplias masas, pasaba a último término la consideración como tal del saber y primaba la adecuada y oportuna inclusión de actividades y la distracción y motivación con ellas del alumnado. Desparecidos temarios estatales y libros de texto, cada centro rivalizaba en presentar adaptaciones lo más fidedignas posible del Pequeño Libro Rojo, suma de la ideología correcta. En Iberia hicieron lo que pudieron. Las diferenciaciones, atenciones a la diversidad, adaptaciones curriculares y demás florilegio libertario del experimento español, la desaparición del Estado, la histeria localista y la voluntariosa creación colectiva se resuelven en la práctica en recortes brutales de la verdadera libertad, ausente de un espacio partidista desligado de la objetividad del conocimiento, ajena al fraccionamiento indefinido y liliputiense de marcos de referencia, reducida a la cambiante servidumbre de pequeños amos.

Invariablemente, en pequeño o en gigantesco formato, el experimento se ofrece con garantía de igualdad, justicia y solidaridad, y produce exactamente sus contrarios, y algo más, distinto por su extensión y profundidad de fenómenos de épocas pasadas: Un grado específico de censura y coacción en simbiosis con la disolución casi apacible de la personal iniciativa, responsabilidad y autonomía. La dinámica de un fraude que preside nuestro siglo y supera, con mucho, al terreno de la Educación, se sirve, en efecto, de la filosofía del servicio ofrecido a una sociedad que acepta blandamente, en progresión aparentemente infinita sólo susceptible de abrupto término por el encontronazo con el principio de realidad, el derecho inmediato a la responsabilidad vicaria, asumida por el Estado Gran Hermano Benéfico y materializada en la desmesurada oferta de existencia predigerida que le prometen los partidos políticos. Éstos contentan a la vez a electorado y clientela con la generación de burocracias parásitas recubiertas de un apresurado albayalde de ideología normalmente aderezado con el aceite rancio del vocabulario marxista decimonónico y perfumado de cierto toque oriental de resonancias maoístas. Que se trate de la transformación de los centros de enseñanza en guardarropas de la prole molesta, de presupuestos que conllevan la ineludible bancarrota estatal, del reparto de un título de doctorado por cabeza o del establecimiento de un gabinete de estudio de la discriminación racista y sexista en el mito de los Reyes Magos poco importa. No hay sino una justificación a posteriori de la imperiosa necesidad de mitosis burocrática.

El desarrollo mediático ha añadido a estos experimentos un ingrediente explosivo. Porque la continua percepción de mensajes fragmentados y en superficie ha creado una ética de la imagen que sustituye a la moral, de forma que cuanto no posea los atributos de modernidad, juventud, cambio e inmediatez adquiere visos negativos. Y, como el glamour es con frecuencia incompatible con la calidad, la fiabilidad y la simple honradez, información y enseñanza se convierten en un show interpretado por cordiales presentadores que se identifican con el público, mientras que la cultura se impone como una homologación a mínimos según el impacto y la audiencia El mensaje debe ser grato, operativo y rápido, asequible de forma instantánea para la inmensa mayoría y aplicable en plazo breve al entorno. Las referencias se mueven entre el caudal inabarcable de la potencial disponibilidad de datos y la escasez de enzimas y bases mentales previas para procesarlos. Se trata de una vivencia de virtualidad temblorosa en la que la felicidad, los sentimientos de satisfacción y de dicha se hacen raros a causa de la presión de límites deseables máximos y aparentemente asequibles, sin gran esfuerzo, para cualquiera. Bañados por una igualdad imperativa en la que cualquier logro ajeno aparece como fruto de injusticia, la energía se disuelve en el cultivo subliminal de la envidia, en múltiples empeños inmersos en las prioritarias diversión y satisfacción permanentes, y se viven las normales disparidades fruto de la singularidad de los individuos como agravios subsanables, ofensivos errores en la técnica de reparto.

A los generales recursos propios del neomaoísmo se suma el mito fundacional maniqueo que rige los treinta últimos años de la historia española y además goza de abundantes apoyos externos por su relación la general ceguera selectiva de amplios sectores de la opinión, en Occidente, respecto al socialismo, comunismo y sus consecuencias. En España la coyuntura hizo surgir un uso particular y particularmente interesado para cuyo estudio resulta particularmente ilustrativo el balance de los productos culturales de las últimas décadas. No ha existido la prodigiosa floración de ingenios que se suponía sólo esperaban para manifestarse la muerte del dictador Franco. Hubo, y continúa todavía habiendo, un rosario de mediocridades que, amamantadas por las subvenciones estatales, justifican sus méritos con la pancarta del antifranquismo, el no a los poderosos y los indispensables mantras que se quieren vanguardia desafiante y se reducen al coro infantil caca, culo, puta, pedo, pis. El épater le bourgeois ha adquirido el tedioso ritmo de la rutina. Sobrenadan a veces, como en toda época y lugar, gente y obras de valía, que brillan trabajosamente entre la ganga del oportunismo áulico y la subvención. El silenciamiento de sucesos, datos, vivencias muestra el rigor de la censura que ha sucedido a la pasablemente ineficaz del anterior régimen. Son legión las producciones que muestran los asesinatos, abusos, rebelión contra la legalidad democrática, amistad con el totalitarismo nazi, conspiración y arrogancia del bando nacional. Inútilmente se buscaría en las cinematecas películas que indaguen en el turbio enfrentamiento de las facciones que imposibilitaron la República, cámaras que se sitúen en el ambiente de las checas, frente a los fusilamientos masivos de civiles, que reflejen las amistades y alianzas con el totalitarismo soviético, los intentos, muy anteriores al de Franco, de golpe de Estado. Desdibujada ya por el tiempo esa guerra de los antepasados, se ha mantenido la castiza variante de Caín en una pervivencia asistida que lleva camino de superar a la agonía sumada de innumerables dictadores y a la momia de Lenin. Su reiteración pretende crear realidad, dar por sentada su existencia, como una ratio histórica que zanja invariablemente los conflictos por la simple nitidez de su premisa. Todos los males vendrían de un sector que suele adoptar, en su encarnación terrenal, el avatar de Derechas. Los bienes, en continua y desigual contienda con las fuerzas de la sombra, se aglutinan bajo el epíteto de esa siniestra en la que se sientan los bienaventurados. El atractivo de la tentación dual es tan fuerte que en él han caído tanto los que lo explotan interesadamente como los que critican la manipulación que caracteriza su empleo. En la práctica de todos los días, esto significa anular la visión de las personas como individuos y la responsabilidad personal de sus actos, una transposición malsana de las técnicas de mayoría parlamentaria y del asambleísmo simple a terrenos éticos y vivenciales que en nada se rigen por tal dinámica, de forma que la invención del pasado, la geografía de izquierdas y la astronomía progresista tienen, en ese discurso bimembre, una lógica que el uso diario incorpora sin reparos al paradigma de las neolenguas. Los prototipos encierran en su armadura y sus iconos a cuantos precisan, por imperativos económicos, sociales y psicológicos el abrigo de la tribu y dejan en territorio cimarrón a la gente libre.

El guerracivilismo cósmico, la confrontación interminable Poderosos Malos y Pobres Buenos, retrocede hasta los balbuceos de la prehistoria y se prolonga en el futuro siempre y cuando necesite la clase de nuevos ricos y el monopolio cultural e informativo recurrir al esquema dual legitimador. Hay algo del espíritu de la lucha ancestral bíblica entre los ángeles de la luz y los de la sombra en la visión ofrecida por el material cultural y pedagógico, y es de notar en ella su homogeneidad, que muestra la ausencia de libertad real propia del fraccionamiento partidista de los marcos de referencia. Gracias al piar insistente de los adscritos a la ubre diferencial, galaxias y cordilleras, hechos que han marcado época, figuras señeras de Ciencias, Historia, Arte o Literatura se ven borrados o minimizados para ensalzar supuestas contrapartidas aborígenes cuya envergadura no sobrepasa el santoral casero. La hilaridad deja, sin embargo, paso a la tragedia cuando se cuentan las víctimas y los rehenes de una entrega vergonzosa, una dejación de funciones basada en el electoralismo y la cobardía.

Bienvenido, Mr. Mao. Está usted en su casa.

 

 

 

ACUERDO EN LA GRANJA

O

LA LEY IMPLACABLE DEL ECONOMATO

 

 

Era previsible que el edificio de intereses incrustado en la Administración pública fuese tan tupido que resultara impermeable a cualquier cambio de Gobierno. Y así fue, desde mediados de los noventa, con la llegada al poder, en dos legislaturas sucesivas, de un partido que se decía liberal y centrista: el Popular. Enseñanza, una vez más, era paradigmática, requería, no ya gestión económica de nuevos presupuestos, sino decisiones de superior, y pura, categoría política, de las que se toman en la inevitable y arriesgada soledad del ejercicio propio del cargo, con perfecta consciencia de la hostilidad y encrespamiento que van a originar en un terreno de uso y disfrute perfectamente parcelado. La figura solitaria de la que fue Ministra de Educación marcó un hito en su tímido (pero insólito, dada la medrosidad existente) proyecto de defensa de las Humanidades. Durante algún tiempo justificó la esperanza de su nombre. Contra ella se alzaron en pleno, por supuesto, las huestes de la logse multiplicadas por las de las autonomías, de cuyos apoyos precisaba el Gobierno. Atacada por todos y abandonada por su partido, hubo de renunciar a lo que hubiera representado, y de hecho fue, la única medida genuinamente progresista avalada por la valentía de imponer el superior criterio del conocimiento a la servidumbre de las componendas coyunturales.

Es sintomático que se recurriese, respecto a esa Ministra, a hacerla especial blanco de chistes y gracietas en los que se le adjudicaba el papel de tonto del corrillo político. La maniobra había sido utilizada previa y sistemáticamente con otras figuras, nada desdeñables, que, por su independencia respecto a las estrategias del momento, convenía ridiculizar con el sanbenito de gil oficial del reino. Periódicamente, se lanza a la arena una figura con la que se desfogue a sus anchas una oposición que lleva camino de transformarse en un mosaico feroz de intereses y de razonamientos tan pobres y tan cortos de horizonte como de vitaminas la comida rápida.

Una vez más Educación servía, al menos, para ilustrar las profundas contradicciones de la democracia y los peligros de la extrapolación de ésta a los complejos territorios de la adquisición del saber, de la ética y de la moral. Si durante los cuatro primeros años de legislatura el Partido Popular se sometió a la obligada connivencia con virreinatos locales que gozan de un desmesurado peso aritmético proporcional en el Congreso de los Diputados, los cuatro años siguientes, en los que gozó de la mayoría absoluta, continuó arrinconando en el apartado de las sumisiones la derogación de la Reforma Educativa de los 90. Sin embargo era preciso, la situación no admitía componendas, maquillajes y arreglos de forma. Pero desde luego tal medida no era electoralmente rentable. Ninguna manifestación hubiese salido a la calle para reclamar más Ciencias Naturales, Literatura, Matemáticas o Latín y Griego, pero podían convocarse movilizaciones infinitas de estudiantes contra exámenes, rigor, notas y reválidas, de padres acostumbrados a la injerencia vecinal y el aprobado automático de sus vástagos, de estamentos de primaria y formación profesional hechos al disfrute de institutos, horarios y niveles de bachillerato, de sindicalistas que corrían el grave riesgo de quedarse sin plantillas ni certificados de capacitación pedagógica que repartir y de nacionalistas autonómicos acostumbrados a implantar  el aldeanismo como geografía universal. Todo esto cubierto por la amplia pancarta de defensa de la enseñanza pública frente a los clasistas colegios de pago, de la bandera del socialismo, el progreso y la igualdad, y salpimentado de pegatinas con el ¡No! que ha llegado a ser, sin mayor reflexión ni análisis, el motto resumido de un monopolio inmovilista que se caracteriza por la avidez egocéntrica, el totalitarismo intelectual y el desprecio por el bienestar real de las personas.

El poder del entramado mafioso tejido y segregado desde los años ochenta en torno a la educación española se mide, por sí solo, con el simple hecho de que durante casi dos legislaturas completas el partido nuevo en el Gobierno, que había accedido finalmente a él por el asfixiante número y peso de la corrupción acumulada por el PSOE, que prometía regeneración, ética y transparencia, no osó mover un ápice la situación existente. No contento con dejar en sus puestos y colmar de felicitaciones y prebendas a los causantes del desastre (en esto se superó a sí mismo el entonces Presidente de la Comunidad de Madrid), el Partido Popular arrinconó sine die aquellos terrenos culturales en los que se sentía inseguro, que percibía hostiles y de los que no esperaba réditos electorales inmediatos, permitió la depuración y el acoso de liberales honestos, independientes y perfectamente laicos e hizo buenos los argumentos de sus adversarios, que le presentaban como el valedor de un ente llamado Derecha definido por la amalgama Iglesia-intereses privados-represión sexual. Dejados a la intemperie social, marginados y atropellados por la prepotencia de la izquierda oficial y rentable, no son pocos los profesionales que se han visto obligados a someterse a ese horizonte dual, romo y panfletario, a cambio de parcelas que les proporcionasen subsistencia y foros de denuncia. Bien entrado el siglo XXI, el Partido Popular hubo de consentir, antes de la expiración de su segundo mandato, en cierto amago de cambio educativo.

El cambio, finalmente, se redujo, en Diciembre de 2002, con la Ley de Calidad (LOCE), a timidísimos parches, ya que, amilanada por poderes fácticos con los que era más cómodo el reparto que el enfrentamiento, rehuyó la batalla, sustituyó la reforma por un simulacro y escamoteó la prometida regeneración. Es más: la nueva normativa mantuvo e hizo intocable en su entramado legal de ley de rango superior los principios fundamentales, y más nocivos, de la situación hasta ese momento existente, de tal manera que la maniobra parecía diseñada, tras pacto inter pares entre oposición y Gobierno, con este fin. La tardía, ley educativa de 2002, bajo el escaso velo de modificaciones de detalle y trámite y la suavización de rasgos de la logse particularmente ridículos y escandalosos, sirvió en realidad para fosilizar y blindar para el futuro la situación anterior, para garantizar a sus sectores beneficiarios que continuarían dando clase a todos los niveles, de cualquier materia, en una bolsa única de la que sindicatos y líderes del asambleísmo dispondrían y de la que, tras largo e inútil almacenaje, saldrían los jóvenes con diplomas ficticios y sin real formación. La consagración del bachillerato más corto de Europa, la mezcolanza, prolongación y banalización igualitaria de materias, la negación de especializaciones, niveles y cuerpos no eran detalles baladíes. La simple prolongación de un año del bachillerato, como la herradura de la batalla, hubiese cambiado todo el proceso, dejado abierto el paso a la reforma de auténtica envergadura, obligado, por simple evidencia biológica del desarrollo de los alumnos, a la implantación de ciclos elemental y medio, formación profesional y estudios secundarios del adecuado rigor, currículum y diseño en función de las aptitudes y perspectivas. Se optó por lo contrario: la retirada con aditamentos de mejora y avance que no impedían la hipoteca y la parálisis legal.

El capítulo educativo ha sido, y es, el episodio más vergonzante de los políticos que se decían comprometidos con el saneamiento de las instituciones, la regeneración y el progreso. El Gobierno del PP, que no era (como tampoco lo fue su antecesor) de profesores, rindió el acostumbrado tributo verbal platónico a la Cultura pero, a la hora de firmar el Boletín Oficial del Estado y de entrar en liza con los orcos que imperaban en la Tierra de Enseñanza Media, mandó tocar a subasta. Quedaba para el PSOE, y sus dos sindicatos, el feudo acostumbrado, los muy amplios territorios de la Administración del Estado, y, concretamente, de Educación y de Cultura. Continuaban intocables, y actuando en la mayor impunidad, los secretariados culturales y lingüísticos de las autonomías. A cambio obtenía el partido gobernante silencio y manos libres en materias de otra índole, que incluso convenía a la oposición, en tácita connivencia, que estuvieran a cargo de sus supuestos enemigos, puesto que les reconocían sotto voce una eficacia económica y gestora de la que ellos se habían revelado incapaces y un grado de corrupción muy inferior al espectacular nivel alcanzado por el Partido Socialista en sus tiempos de apogeo. La idea era esperar al saneamiento de la arcas públicas y, llegado el momento, reclamar el disfrute de su contenido, premiar a la vanguardia vitalicia del proletariado, los trabajadores y las masas más ruidosas con generosas asignaciones, y proceder luego con los restos a la distribución general de achicoria entre el pueblo raso siguiendo en esto el preclaro ejemplo de la logse. La primera década del milenio pareció, por la virulencia pedestre y guerracivilista de la campaña electoral de los que pretendían presidir el Congreso en 2004, época indicada para recolección y reparto de la cosecha madura.

La regeneración democrática no pasa de ser una pía jaculatoria para uso de articulistas reticentes y de intelectuales desengañados. En realidad mal puede exigirse a un Presidente la adopción de medidas que implican forzosamente conflictos, erosión electoral y cuyos beneficios sólo se revelarán a largo plazo. Son, sin embargo, precisamente éstas las opciones políticas que dan la talla de un gobernante, mientras que, en el sentido opuesto, el envés oscuro de la democracia es una maraña de interesada confusión, recursos al populismo demagógico y sustitución del criterio individual por la entelequia colectiva y la manipulación asamblearia. Hubo terrenos en los que el Gobierno supo arrostrar la soledad impopular con honestidad y sincero convencimiento. El gran ausente, la deuda de un partido neoliberal que dispuso de mayoría y medios fue, en primer lugar, Educación y Cultura, y queda en la triste página del debe. El cambio era posible, pero sólo podía venir de la ley y ser radical. Las turbulencias hubiesen agitado la atmósfera las primeras semanas, pero los usuarios de prebendas e intereses no se distinguen por su gallardía y, tras las primeras exhibiciones de tambores y pólvora y una vez que calibrasen fuerzas, se hubieran apresurado a ponerse a bien con el vencedor. La mejora habría sido tan palpable, tan de sentido común, que en breve plazo hubiese resultado incuestionable.

El Partido Popular no estuvo a la altura de las expectativas de saneamiento democrático que su victoria en la segunda mitad de los años noventa había creado. Y confirmó su voluntad de discreción e inoperancia tras la obtención, en las segundas elecciones ganadoras, de mayoría absoluta. La respuesta, tardía, al termitero que horadaba el sistema educativo fue una Ley de Calidad de la Enseñanza que nació pidiendo disculpas y en cuclillas para no atraer demasiado las miradas e improperios de la oposición. Previamente, la larga práctica de uno de los términos más paradigmáticos de la actual neolengua, consenso, había garantizado a los cargos enrocados por racimos en el sistema que no se les desplazaría un ápice de sus despachos y sus sueldos. La dinámica se resumió en la exigencia periódica por parte de los representantes mediáticos del progreso y del bien social de más fondos para la Enseñanza pública. Esto debía traducirse como asignar en exclusividad y en permanencia la distribución y canalización de tales fondos al clan, y a la nutrida tropa de compañeros de viaje, habituados a considerar esos territorios como propios. Es, en este sentido, obligatoria la sentida mención a la clase de los esquiroles light, docentes decididos, con ejemplar modestia y misionera dedicación, a borrar cuanto recordara a lógicas distinciones profesionales. Su carrera se ha reciclado eficazmente, durante estos años, en la crítica y vigilancia activa de sus compañeros que no correspondían al ideal de polivalente cumplimiento, han logrado un curioso híbrido, anteriormente raro en el gremio sin duda por falta de hueco ecológico, de jesuitismo revenido y propagandista del método Stajanov. Consiste en nombrar a otros docentes para las peores tareas y reservarse el papel pedagógico sacerdotal aliñado con fervor exhibicionista respecto al bienestar del alumnado. El resultado ha sido transformar un ambiente caracterizado por el aire limpio de la libertad de cátedra y la autonomía y responsabilidad propias del profesional liberal en una caricatura de los colegios confesionales, un quiero y no puedo de centro privado con los más negativos rasgos conventuales y la necesidad frenética de frenar la sangría de matrículas. Dentro de esta tardía e improvisada óptica de marketing, se quiso multiplicar la oferta del producto educativo, a base de que éste lo fuera cada vez menos y se suplantaran conocimientos por distracciones. Cumplía, en neolengua propia de la moda imperante, abrir a la sociedad los centros de enseñanza. Resultan, por ejemplo, discutibles las ventajas de un público variopinto paseándose, los fines de semana, por los laboratorios de la facultad de medicina, quizás con atractiva extensión a la morgue, pero no faltó, ni falta, el regular débito de propuestas geniales que conviertan, de noche y de día, los centros y sus aulas en locales reciclables por los que deambulen en sus ratos de ocio los amantes del ambiente escolar. Naturalmente, la oferta incluye, como principal reclamo, el depósito indefinido entre sus paredes de esos niños que se han convertido en carne de trastero.

El ideario se resume en un plan de gestión de partidas muy sencillo: Cuanto más se dupliquen, tripliquen, fraccionen y subvencionen organismos y servicios, cuanto más se difuminen las fronteras entre transmisión de saberes y asistencia social, edades y capacidades, profesionalidad objetiva y manejo de plantillas, nombramientos y pases pedagógicos más cuencos receptores de fondos educativos, más clientela expectante y más cucharas satisfechas. Ni la multiplicación exponencial de la ignorancia juvenil ni la deserción de la enseñanza pública por enseñantes y enseñados son tomadas en cuenta por los agraciados con la distribución de estas partidas presupuestarias. De hecho, mayores inversiones en el marco de tal esquema equivale a la distribución de picos y palas para seguir cavando en la mala dirección y reafirma a los beneficiarios del fraude en la creencia, bien fundada, de que gozan de la inalterable impunidad que les garantiza su dominio del sector mediático y, por ende, de la opinión pública. Nada más fácil que la fabricación de demanda social, otro de los términos indispensables de la neolengua. ¿Cómo resistirse a generalidades de tan obligado asentimiento como la erradicación del fracaso escolar, la generosa oferta de mayores sumas que garanticen el porvenir de los hijos, la indignada denuncia de la desigualdad y el elitismo?. Cada tópico nutre al gran gusano de la ceguera complaciente y el rencor ante el esfuerzo, el logro y la excelencia ajenos. El sufrido vocablo consenso, por su parte, carga con el reparto, plasmado en la última escena de Rebelión en la granja, de Orwell, de cuantos, en el poder o en la oposición, aspiran, sobre todo, a conservar sillones y sueldos. Naturalmente esto se hace siempre a un precio, al de dejar intacta la maquinaria que de la situación anterior se ha heredado.

No puede inspirar el menor asombro, pues, que las ardientes reivindicaciones vayan unidas, no a obvias medidas de claro beneficio para alumnos y profesorado, sino, muy principalmente, a control de cursillos, certificados y créditos, que son fuente de poder y de recepción, distribución y gestión de las partidas de los presupuestos. Esto implica la aceptación apriorística de una ciencia de la enseñanza, un know how sin el cual nada valen conocimientos, títulos, experiencia y dotes personales, los cuales yacerían impotentes e informes en el limbo a la espera del experto que les infunda perfil definido y substancia transmisible. La realidad de tal saber se ha presentado de manera tan irrebatible, tan incuestionablemente lógica, que no hay quien se atreva a gritar la inexistencia del traje nuevo del emperador. El fenómeno sacerdotal de la clase depositaria, y exclusiva transmisora, de la clave pedagógica, es, sin embargo, de creación reciente. Habían existido relatos de experiencias ligadas a la enseñanza, críticas, propuestas y descripciones, pero el dogma de su necesidad e infalibilidad ha nacido con la extensión del sector público y los consiguientes clientelismo y avidez de fondos, poder y puestos.

Los centros de formación son de utilidad imprescindible para los que viven de ellos, llevan teniendo este rasgo diferencial desde hace décadas y son tratados como iconos intocables porque ningún Gobierno se arriesga a denunciar el fraude, ni a reconocer el hecho, históricamente probado y obvio, de que sin ellos, pero con un programa de estudios y un marco de ejercicio profesional adecuados, se pueden mejorar infinitamente la eficacia y calidad del aprendizaje. Otra cosa es la existencia de cursos para profesores, cuya gratuidad e inserción en el tiempo lectivo nadie parece defender con ardor por la parcela escasa de aprovechamiento que para los grupos de presión representan. El alumno, experto en el cálculo del mínimo esfuerzo, sabe perfectamente que lo que cambiaría su rendimiento es la clara conciencia de las reglas de un juego que se centre en saberes concretos y ejercicio de capacidades precisas, y en el que no tendrían cabida la infantilización permisiva y la absoluta ignorancia respecto al precio de los beneficios de que disfruta. La mejora sustancial, y generalizada, de rendimiento escolar no pasa por la multiplicación indefinida de atenciones a la diversidad, apoyos, refuerzos, sobrehumanos desvelos tutoriales y maratones de atención personalizada y centros veinticuatro horas (medidas, por cierto, con las que la secta oportunista agarrada como un cáncer a la Educación muestra sin pudor su desprecio real por alumnos en permanente uso partidario, sacados o depositados a voluntad en el ropero escolar). Ni depende de que el alumno toque a cuatro manos desde la más tierna infancia ordenadores de última generación. Los motores del rendimiento y el progreso intelectual son exactamente lo contrario: la unificación de programas y reglas y la muy pensada división posterior en opciones según aptitudes, la conciencia de mérito, esfuerzo, necesidad, valor y precio, la certidumbre de consecuencias positivas o negativas según los actos, la asunción de la responsabilidad tanto en las ventajas obtenidas como en los desagradables efectos de la transgresión y la dejación.

En las últimas décadas ha ocurrido un proceso rápido de desmochamiento doble, en estudiantes y docentes, con eliminación y laminación de las capas, potencial o concretamente, mejor preparadas. Se trata del único campo laboral en el que se tiene la certidumbre de estar cada curso peor que el anterior, de cuyos puestos directivos se huye como de una maldición y del que sólo se ven ventajas en la fuga. Tal motivación a contrario hubiese sido fenómeno impensable en una empresa privada por el suicidio de rendimiento y despilfarro de inversión que supone, pero sí es de recibo, en la esfera del gasto público, según la lógica de fidelización electoral y de libre disposición propagandística de posibles apoyos.

La secta pedagógica, que es la sucursal educativa de la izquierda gástrica y estamental, se mantiene, como su alma mater progresista, en el estado de movilización permanente que le procura, en la práctica, el derecho a la existencia. El profesional, segregado y atropellado, simplemente calla y, cuando le es posible y encuentra otro modo de vida, abandona, con un mal recuerdo y con bastante compasión por los alumnos, el barco. El título de la Ley de Calidad es, en este sentido, altamente irónico, porque sus redactores no ignoran que, para ahorrarse el enfrentamiento con los temibles movilizadores de la opinión y de la calle, tiraron por la borda a los sectores más calificados de los que disponían.

Entre los granjeros gubernamentales de finales de los noventa y comienzo del milenio también hubo desacuerdos. La clientela electoral del Partido Popular comprende el importante sector de la enseñanza privada, lo que permitió a la oposición arrogarse en exclusiva la defensa verbal de esa pública a la que precisamente el PSOE ha llevado a la ruina. Por complejo o conveniencia el PP dejó a sus adversarios la enseñanza media y se centró en las menos conflictivas áreas de infantil, idiomas y centros específicos. El parvulario no implica problemas de asignaturas y conocimientos ni presenta ambigüedades polémicas en la política de personal, los idiomas y clases bilingües son siempre bienvenidos y la ampliación de guarderías no puede sino gozar de aquiescencia. Queden para quien no puede pagarse otra cosa lo que fueron institutos y respétese la libertad de los padres para llevar a sus hijos en cuanto puedan a centros privados. Entre una nueva reforma, eficaz y seria pero inevitablemente conflictiva, y un blando acomodamiento con el socialismo sectario en cuyas manos permanece un territorio cultural que éste considera por derecho exclusivamente suyo, el gobierno liberal (que se desvivía por librarse de la coroza “derecha”) optó por lo segundo, movido sin duda en su interior por amigos del do ut des, véase fraternal reparto del botín estatal con la oposición. La granja dista de ser monocorde, pero basculó hacia la dejadez teórica y el materialismo de pura fachada presupuestaria, probablemente porque el tema educativo, a fin de cuentas, servía para adornar ocasionalmente un discurso cuyos puntos clave se centraban en organización y gestión del estado, asuntos exteriores y economía.

¿Cabe hablar de incapacidad, pactos o sabotaje? Sin un grado mayor o menor de connivencia con el adversario es difícil explicar la increíble torpeza oficial a la hora de explicar y desarrollar la nueva normativa que sólo vio la luz en la segunda legislatura del Partido Popular, y ello casi de incógnito, con excusas, componendas y melindres vergonzantes. Aunque la degradación de la enseñanza fuese de evidencia incuestionable, los centros públicos continuaron estando dominados por los grupos logse. Por sus recintos no aparecieron enviados del Ministerio con el lógico fin de explicar y comentar con los docentes la Ley de Calidad, las fuentes de información (prensa, folletos, liberados sindicales) vertían, en un noventa por ciento, improperios contra cualquier medida del Gobierno y hacían ondear continuamente la amenaza que éste representaba para la enseñanza pública. Se hiciera lo que se hiciera. A mayores suavidades, cesiones y consensos oficiales, mayores fueron las protestas, algaradas y rumores de fronda en las filas de un bloque que se identifica a sí mismo como La Izquierda y El Bien. A falta de una actitud firme, responsable y clara a la hora de borrar y escribir la nueva normativa, se adoptaron de forma tardía, ambigua y tibia unas disposiciones que se hacían tímidamente sitio entre las alabanzas a los logros de la ley anterior.

Se olvida con excesiva frecuencia que todo el sistema, y no sólo las autonomías, está condicionado por una descentralización oficial que va produciendo, en lo que a educación-y a otros temas-se refiere una floración de minifundios cuyas cosechas se inspiran en las de Lilliput. Lejos de defender el derecho de los ciudadanos a recibir un porcentaje de saberes comunes y de adecuada envergadura, el Gobierno hizo dejación de sus funciones y entregó a su suerte a los más inermes, que no tenían más garante que él. Los distintos cacicatos de centro escolar, localidad, partido político y coalición electoral reproducen en los cada vez más reducidos límites del estado central el caleidoscopio de regiones con administraciones duplicadas, reclamación indefinida de competencias y exaltación compulsiva de los rasgos diferenciales. Por una parte, se pretende promocionar el multiculturalismo y la integración constructiva, por otra se establece una dinámica de balkanización aldeana, que prosperará mientras signifique para los comensales raciones de prestigio y de pastel presupuestario, y no tendrá más freno que la bancarrota a la que el proceso se vea abocado por simple principio de realidad. El lapso de tiempo que deberá transcurrir para que se llegue a ese punto depende estrictamente de lo que se tarde en tener que pagar el precio de lo que hasta ahora sólo ha presentado para su valedores las ventajas del chantaje. En Educación, se gobierna en España de manera mínima, y sobre un territorio nominal, hostil o dejado impunemente al buen criterio del que ha medrado a fuerza de esquilmarlo. El suave derrotismo de las invisibles fronteras aceptadas ha alcanzado a la Administración entera en zonas muy precisas que controlan nada menos que los datos y hechos con los que construirá su visión del mundo la juventud. Que se planteen, como en el País Vasco, problemas de matemáticas a base de matar o dejar vivir a guardias civiles es una faceta más, singular por su salvajismo y su exceso pero integrada al fin en la lógica del sistema.

El delito no puede estar ni más blindado ni más impune. No habrá manifestación que inquiete al subsecretario o ministro de turno exigiéndole los conocimientos de que se han visto y ven privados los millares de alumnos secuestrados por la dictadura de los peores, no habrá fervientes protestas de cuantos, en las autonomías, salgan de la Enseñanza Secundaria sin saber apenas ni la geografía ni la historia ni la lengua de España. No existirá mediador social que soliviante a las masas con la petición de que la familia asuma sus responsabilidades y la sociedad, y cada uno de los sectores profesionales, estrictamente las suyas. Por supuesto, los inspectores, en cuyo Cuerpo también desembarcó a saco con el abordaje logse una ola de maestros y expertos promocionados milagrosa y súbitamente, no ponen el pie en tan incómodos territorios ni osan denunciar la diaria transgresión legal educativa en la que se incurre, y hasta qué extremos, en Cataluña, Valencia, Galicia o el País Vasco. Bastante tienen los miembros de la Alta Inspección con evitar por todos los medios volver al infierno de las aulas.

Por el contrario, la prolongación, aberrante pero lógica, de la Ley Implacable del Economato, es, llegados al punto de reparto del Hoy por ti y mañana por mí que subyace en el discurso parlamentario, la clonación de entidades, controles, cargos y organismos. Porque sólo así se puede mantener en sus puestos a la clientela del partido anteriormente en el Gobierno y satisfacer a la propia. Lejos de derogar, esto implica mantener estructuras, disposiciones y edificios y alzar frente a ellos otros similares poblados de despachos y burócratas idénticos; y así mientras el desangrado tejido económico lo permita. En Educación, se manifestará, pues, el proceso en la tendencia a establecer nuevos distribuidores de acreditación pedagógica, sectas y contrasectas, de signo político opuesto, bandera nacionalista diferente, pero pagados con los mismos euros. El fervor amoroso por la diferencia, el mimo distintivo y la atención personalizada son, en el sistema educativo y en la estructuración sociogeográfica, formas de justificar indefinidamente, sueldos y dispendios. En este sentido, la centralización y generalización son, como la calidad y la excelencia, enemigos a abatir por incompatibles con la inmediata rentabilidad del reparto fragmentario. Las posibilidades de reforma beneficiosa, real, impulsada por personas que propugnen sinceramente la mejora y la excelencia, se hace en España tanto más difícil e improbable cuanto que esos individuos, sean cuales fueren la bondad y honestidad de sus intenciones, se verán obligados, dado el desmigajamiento y medrosidad de los poderes estatales, a luchar con armas similares a las del adversario, a confrontar instituciones a instituciones, vigilantes a vigilantes, organismos a organismos, con la consiguiente, voraz y veloz multiplicación de redes de intereses que confunden la defensa del statu quo con la de su propio provecho.

La mansedumbre con la que los liberales adoptaron, cara al público, los prototipos que les imponía el conglomerado fáctico del partido perdedor entra también dentro de la curiosa dinámica del chantaje asumido, del peaje con el que redimirse de un pecado original de franquismo en el que, sin embargo, vivió al completo la población española durante casi cuarenta años y que incluye etapas muy distintas y medidas que gozaron de muy general apoyo. En las décadas que duró la dictadura los tiempos de represión dieron paso al desarrollo, el despegue económico y el diseño de un cambio hacia la democracia planificado y llevado a cabo en parte sustancial por los estamentos del régimen autoritario; una tardía adscripción a “El Estado soy yo y yo considero que ahora lo mejor para el país es el Parlamento, la institución monárquica y el sistema de partidos”. Los que en el último lustro del siglo XX alcanzaron, reñidamente, la mayoría parlamentaria se sentían, por edad y generación, más implicados en la modernización y democratización de España que en las estructuras residuales del franquismo. Debían pagar el diezmo de su extracción de clase, de su origen familiar, de su profesión, de su patrimonio y de su alejamiento de unos enfrentamientos juveniles contra las fuerzas del orden público que, a decir verdad, eran lo más parecido a luchas populares que se había dado en un ambiente en el que era históricamente forzoso reconocer que Franco había muerto de vejez en su lecho. Ya en las últimas décadas del milenio, e incluso en la primera del dos mil, existió muy poco espacio en el discurso para los que no profesaran en voz alta una postura de desprecio burgués y un credo anticapitalista desmentidos por la cotidianidad de las aspiraciones y de los hechos. Educación, y Cultura, constituían la última trinchera de una clase con querencias de dominio y de fácil promoción económica que silenciaba cualquier voz discrepante porque precisaba del monopolio guerracivilista, cuyo telón de fondo les permitía presentarse como herederos por derecho de los mártires y héroes. Todo un panel de asesinatos y violencias, de sucesos y páginas de Historia se hizo desaparecer en el proceso, pero éste fue rentable, y sencillo.

El primer tabú que protegía a la Reforma Educativa socialista era de talla: la arraigada creencia de que cualquier aceptación de normas y términos ya empleados en épocas anteriores logse era reaccionaria añoranza del pasado franquista. Entraba esto dentro de una dinámica del chantaje, la tergiversación histórica y el absurdo siguiendo la cual, para mostrar adecuada fe democrática y comunión con los nuevos tiempos, hubiera habido que dinamitar los pantanos, desguazar autobuses y fusilar al Rey, elementos todos ellos del régimen anterior. La Logse era intocable, hija fiel de una clase dirigente que precisaba afirmarse como tal, por lo tanto sólo podía anunciar revolución y modernidades, experimento y progreso, en una dinámica que abominaba globalmente del pasado, hacía tabla rasa y se justificaba exclusivamente por la antítesis respecto a sus eternos adversarios. La amnesia resultaba particularmente provechosa, puesto que el territorio mítico se refería en la realidad a las cesiones, en pro de la paz y el general bienestar del país, ya planificadas durante los últimos tiempos de la dictadura gracias, en gran parte, al pacífico sentimiento popular y a la solidez y extensión de la clase media. Aceptada la mayor de un bloque del Bien del que se es heredero exclusivo, toda reserva sólo podía ser calificada de reaccionaria e insolidaria.

Cualquier referencia a logros anteriores a 1975 se penaba con excomunión progresista, pero éstos no habían sido por ello menos ciertos: Antes de los años ochenta, e incluso en los setenta y sesenta, durante la era abominable, los institutos españoles dispensaban una enseñanza gratuita de muy alta calidad, impartida por agregados y catedráticos de larga formación universitaria y notoria solvencia, que llevaba a las familias a preferir esos centros a los de pago, lo que constituía una diferencia notable con países que, sin embargo, gozan de secular andadura democrática, como es el caso de Gran Bretaña. El tradicional elitismo inglés se veía sin embargo parcialmente compensado por la existencia de vastas redes de asistencia social y, sobre todo, por muy buenos y numerosos politécnicos. De hecho, los logsistas españoles, a la hora de pergeñar su lucrativo invento, copiaron de forma literal parrafadas enteras descriptivas de las comprehensive school y se omitió el abandono en Inglaterra del experimento a causa de sus claros efectos negativos. Los expertos de Celtiberia, inasequibles al desánimo ante el fiasco anglosajón, quemaron etapas elaborando para el gobierno socialista de los años ochenta un apresurado sofrito de calcos ingleses tipo destrezas, habilidades, comprensivo que se aderezaba con cierto fondo lírico de obrerismo, conjunto, equipo, técnicas y taller. No se indagó, sin embargo, en fuentes de inspiración más instructivas, como el sólido plan de estudios alemán, la pragmática y eficaz formación profesional británica, la centralización francesa y, por ejemplo, el contenido de bachilleratos al lado de los cuales el español pasó a ocupar el lugar vergonzante del más corto de Europa, lo que, teniendo en cuenta la formación previa y la elección y distribución de horarios y contenidos, no es, desdichadamente, la peor de sus características. Tampoco hubo un estudio que hubiera resultado muy instructivo, y allanado camino ante inevitables problemas, sobre la forma de abordar en los distintos países europeos el crecimiento de las generaciones de inmigrados y los errores cometidos por el recurso a un multiculturalismo ecléctico que está pasando a las naciones de acogida elevadas facturas. No hubo en España pormenorización de partidas presupuestarias, ni se escalonó de manera debida, en función de los centros disponibles cada año y los recursos materiales y docentes, la progresiva introducción de cambios. La Reforma se atuvo al voluntarismo con veleidades totalitarias propio de la prepotencia de los recién llegados.

La Ley de Calidad dispuso, al fin, cuando al Partido Popular no le quedaba más remedio que mostrar un asomo educativo de cambio, algunas medidas de sentido común, pero lastradas por el complejo de inferioridad cultural y mediática que experimentaba el partido llegado al poder respecto a su antecesor. Las novedades normativas entraron por la puerta de servicio del Boletín Oficial del Estado y comenzaron por la invalidación de las insensateces más notorias: Desaparecía el aprobado preceptivo por asignaturas y cursos, se reducía el poder de asociaciones no docentes, volvería-de forma meramente descafeinada y testimonial-el Cuerpo de Catedráticos, se establecían fechas para la implantación de exámenes tipo reválida (aunque, por supuesto, el vocablo en sí era tabú por haber existido en la época de Franco). No se tocó la estructura fundamental del edificio.

En vez de las medidas necesarias, el Gobierno optó por el recurso típico de padres ausentes: los regalos caros. Hizo desembarcar en los institutos, sin preparación ni orden alguno, cajas del material informático más innecesariamente costoso, dispuso que los profesores de temas que se suponían afines dieran clases basadas en su uso y obligó a los docentes a seguir cursillos que ni eran pagados ni compensados de forma alguna con reducción en su horario lectivo. Esto permitía leer en los periódicos que se habían dedicado sumas fabulosas a la modernización y conexión a la red, lo que equivale, en un ambiente del que se han cortado y recortado por lo sano Física, Ciencias Naturales, Química, Griego, Química, Filosofía, Latín y Griego, a ofrecer cuencos para un contenido inexistente. Desde el exterior, la iniciativa no podía sino gozar de todos los apoyos, empezando por el de empresas tecnológicas agraciadas con contratos millonarios. Los regalos también se dirigieron al poco conflictivo mundo infantil, en la forma, siempre bien recibida, de guarderías desde el día cero, proyectos cortados según la última pasarela ideológica e inmersión precoz en varios idiomas.

No se tocó lo esencial. La abolición explícita de la bolsa única de, por decreto ley, trabajadores de la enseñanza hubiera acabado con el reino de la arbitrariedad, el nepotismo localista, el hervidero de cabezas de ratón y la asignación de promociones, ventajas laborales y prebendas entre amigos y correligionarios, se hubiese derrumbado como un castillo de naipes la retícula de supuestos representantes de las masas. El problema no se arreglaba con juguetes de lujo y partidas indiscriminadas que, otorgadas a los mismos que habían ocasionado el desastre, daban nuevo impulso a los que ahondaban el hoyo. Con ser mucho mejor que la precedente, la Ley de Calidad no era enemigo, en su medrosidad, para la peligrosa antítesis democrática amasada con populismo, demagogia y clientelas.

La Educación es pirotecnia inagotable del discurso electoral. No está al alcance de todos los regímenes colocar en tareas de trabajo manual, servidumbre y disponibilidad continua a los intelectuales (tal fue el caso de la Revolución Cultural China, y de Camboya, con el éxito que se sabe, y con los muchos millones de víctimas que lo son a beneficio de inventario y a mayor satisfacción de sus émulos, platónicos pero cómodamente instalados en las democracias burguesas de Occidente). Un remedo de estos experimentos y no otra cosa, un quiero y no puedo de favorecidos por la coyuntura política que, entre las mieles de la nómina y del cargo, necesitaban el lujo de la verbena ideológica, fue en España la destrucción concienzuda de un sistema razonablemente bueno. En la feria se sigue ofreciendo a la opinión, todo a cien, misioneros y padres de reemplazo que se harán cargo, desde la cuna a la muy retrasada madurez, de una progenie incómoda. En el terreno educativo las estupideces más monumentales, los más garrafales errores, las disposiciones más aberrantes salen gratis a efectos de damnificados, perjuicios e inventario.

En panorama tan mezquino, la Ley de Calidad representó, empero, el único asomo de mejora apreciable. Los cambios se efectuaron, como no podía ser menos, prácticamente a escondidas, de forma esporádica y con circunloquios que no excitasen las iras de los grupos atrincherados en sus cotos, pero la derogación de la logse está por hacer. Mientras, el baqueteado uso de fracaso escolar, control y rendimiento no pasa de ser juego de eufemismos. Quedan por atreverse a abordarlas, intocadas, e intocables, las cuestiones clave. La impotencia del estado, vista la progresiva reducción de sus atribuciones, es cada vez mayor, y sólo superada por su temor a hacer respetar a autonomías y adversarios las leyes de ámbito nacional todavía existentes. Con el envejecimiento y crecimiento de las generaciones se observa el fruto de los repartos que aceitaron el traspaso al sistema parlamentario actual desde el franquismo. El chantaje, como suele siempre ocurrir, ha ido a más, y los partidos a los que correspondía la defensa de los intereses generales y del país entero no han sabido ni se han atrevido a estar, durante décadas, a la altura de las circunstancias. Las guerras internas son mucho más difíciles que los conflictos bélicos exteriores.

 

LA CÁRCEL VERBAL

Existe un lenguaje del imperio, que se vale como mecanismo de legitimación de la denuncia de otros usos del lenguaje, lo mismo que existe una Iglesia que, a diferencia de la de confesión religiosa a la cual utiliza como enemigo del que defender a la ciudadanía, unifica a Dios y al César en el Estado de intervención encarnado en los miembros del Partido y en el círculo intereses del que aquél no es sino expresión. Si se da además el acaparamiento del espacio expresivo, de la presencia y transmisión de palabras, mensajes y símbolos auditivos y visuales, entonces se ha creado un simulacro de sistema moderno y libre al que el paso del tiempo y afianzamiento de los usos hacen casi invulnerable.

Los gestores y los inquilinos de la cárcel verbal no utilizan el anticlericalismo por motivaciones liberadoras ni por fundamentas razones ideológicas. Lo suyo es simple exhibición de postura y vértigo de vacío, celos de posibles competidores y codicia electoral. La dualidad antagónica que constituye el cotidiano rancho de este recinto no es social ni filosófica o política. Es un hábito puramente sectario, que hace, no libres, sino impunes y, con suerte, algo más ricos y famosos.

Cualquier semejanza de lo que, en esta cárcel verbal, se invoca como democracia y la acepción ideal del término es pura coincidencia. Democracia aquí es, como otros, un icono útil, un talismán que procura inmunidad al discurso del que lo luce, y que se adscribe temporalmente al ensayo de una experiencia que puede cobijar desde parlamentos liberales a las peores dictaduras, las cuales se apresuraron a incluir al palabra en su definición. Sería hermoso poder ligarla a bienestar y modernización, pero no es cierto. Desarrollo y tecnología pueden prescindir perfectamente de democracia y derechos humanos, como prueban los índices de crecimiento de la República Popular China, en la que a la mayor parte de la población no parece inquietarle el régimen de Partido comunista único ni les quita el sueño el tráfico de órganos y la profusión de penas de muerte(que facilita el provechoso negocio de despiece y venta de los cadáveres de los ajusticiados). Por otra parte, la regresión es posible. Si en estados democráticos se van minando elementos medulares, como división de poderes, seguridad jurídica y derechos individuales, la lenta implosión no deja sino las apariencias del sistema.

De la manipulación del presente y la invención del pasado se ha visto que dan una idea los libros de texto, el discurso maniqueo y un fenómeno específico de la España de los últimos treinta años: el desproporcionado poder fáctico acumulado por el grupo mayoritario de información. Se trata de un control de los medios que permite asegurar presencia continua a los miembros del clan dominante siempre y cuando muestren pública, uniforme y regular adhesión a las consignas sociopolíticas de la tribu. El riesgo, en caso de rechazo o independencia, es de talla, porque sin esa fidelidad el aspirante a intelectual de nómina, o a simple figurante, puede estar seguro de su inexistencia a efectos de aceptación y difusión de sus obras, lo que equivale, en la sociedad de la imagen, al no ser. El catecismo es, por demás, simple: cierta mezcla de socialtercermundismo primario, indigenismo ecológico y relatividad cultural en la que no pueden faltar el antiamericanismo y las diatribas contra los poderosos, la  globalización, el capitalismo y los ricos, fuente de todos los males. Esto segrega, y conlleva, como necesaria adherencia, una neolengua progresista que responde, por una parte, a los arquetipos occidentales generalizados de la políticamente correcta, pero que por otra posee en el caso específico español atributos muy castizos. Es tan sucinta, reiterativa y acartonada como la de cualquier lenguaje totalitario, pero a esos rasgos genéricos añade una necesidad compulsiva de continua afirmación de legitimidad que no sabe definirse sino por su enfrentamiento a un reino de la maldad que es La Derecha y los Estados Unidos de América, a los que les ha tocado ser adversarios permanentes por la simple razón de su peso, importancia y fuerza, que impide utilizar como iconos a San Marino, Andorra o la Asociación de Viudas. Ello permite a la nueva clase de ricos por fraude servir al pueblo llano el puré ideológico predigerido, que también empapa los libros escolares. Este lenguaje se mueve forzosamente por abstractos, por incorpóreas referencias en las que los actores carecen de circunstancia, época, adscripción, responsabilidad y rostro; son masas corales, al estilo de los viejos carteles de propaganda maoísta o soviética, Obreros, Indios, Catalanes, Sur, Norte. Principios e idearios participan de la misma condición intemporal y etérea que exime del trabajo intelectual e impide cualquier análisis, son puras llamadas a la adhesión gratuita no lejanas del Estoy por la Bondad Universal o Nunca más la Gripe.

Este horizonte intelectual minúsculo, tan caro, por razones obvias, a las autonomías y a la élite de código restringido, se halla pertrechado, para su defensa, de una batería de improperios que suelen limitarse a la excomunión, como fascista, reaccionario, burgués, imperialista, derechista y franquista, de cualquiera que difiera de ellos y que amenace, por el simple peso de datos, razonamiento y evidencia, el próspero disfrute de su negocio. La máquina ha funcionado de forma excelente y se las promete felices por la fuerza del monopolio informativo-editorial y por la tendencia al sistema político de cómoda alternancia dual de partidos y de pactos, con periódica distribución de prebendas entre la coreografía de los grupos de presión, los compañeros de viaje y los representantes de las masas y la paz social. La operación es de calado: Significa la sustitución de la democracia, en el sentido noble y deseable del término, por un populismo demagógico que es, hoy por hoy, el peor enemigo, no sólo de los derechos y libertades, sino de la viabilidad económica y del progreso que a aquélla sustentan.

El monopolio mediático vio sus orígenes en los primeros años de la Transición, cogió posiciones, y se aseguró de forma perdurable, y en exclusiva, un logotipo verbal e icónico que se reserva los derechos de autor de la imagen y marchamo de modernidad, democracia, y defensa de los oprimidos. No es iglesia que tolere competidores y su tendencia natural siempre ha sido la agresividad expansiva, el control y, en los escasos sectores en que éste falla, la eliminación o desprestigio del oponente. Las bazas principales con las que cuenta se sustancian en dos secuestros cimentados en sendas falacias históricas: la dicotomía cainita (pueblo bueno/malos ricos, demócratas ancestrales/opresores de tradición y vocación) y la España inocente, ilusionada y generosa destruida en sus mejores esperanzas por la reaccionaria España negra. La radiografía de este grupo monopolístico se compone del periódico que constituye desde los setenta, e in crescendo, la ventana a la calle del partido socialista, más una variada constelación de empresas de edición, difusión y comunicación que sirven de escudo protector a poderes financieros con todas las ventajas del amiguismo y ninguna de las trabas de la rentabilidad y del Derecho. No se trata, en sí, ni siquiera de una vasta maniobra de propaganda política. Lo es, más bien, de simple mercado, de apropiación, tratamiento, envasado y marketing de ideas que, por el simple hábito del maniqueísmo fácil y por la halagadora la deformación de la historia pasada, presente y futurible, se venden. Toda la fábrica reposa sobre un haz de reflejos condicionados que garantizan la inmediata y previsible respuesta. La contrapartida inseparable de la adhesión es la censura asumida, el temor, integrado en capas profundas de la conciencia, a ser excluido del loable y acogedor colectivo de la izquierda, la solidaridad y el progreso. El dogma evita la argumentación, la implicación personal en el juicio sobre situaciones y el análisis concreto. El guerracivilismo, tan explotado como las momias de Mao y de Lenin, se conserva, mima y mantiene con pretensiones de alma máter, pero, con el tiempo, su perfil va resultando borroso y lejano. El producto es particularmente rentable como cantera de justificaciones para el pensamiento débil y para la voracidad de la clase parásita, tanto en sus variantes localistas como en el estamento que ha capitalizado a su favor el protagonismo de sujeto histórico. No hay más antídoto posible que la intervención de cuantos son de ello conscientes, la depuración lingüística y la destrucción de mitos como el de las dos Españas.

La proporción entre los temas publicados y los silenciados, entre los capítulos de historia, los personajes y los sucesos subrayados y los desaparecidos es tal, tan obvia para quien quiera comprobarlo, que la existencia del virtual monopolio mediático no puede ser, en la estadística, más cristalina. Educación y Cultura no es sino el sufrido cobaya y botón de muestra. Durante tres décadas apenas ha habido película, obra de teatro, narración alguna que refleje los sectores que se agruparon en el bando franquista excepto para ridiculizarlos, ni existen las matanzas de civiles, religiosos y presos, los paseos y purgas, las torturas y chekas, los compromisos y alianzas con un régimen, el estalinista, tan peligroso como el nazi, los intentos de insurrección contra la República y los planes de golpe de estado y aniquilación del sistema parlamentario previos al de Franco por parte de socialistas y comunistas. Los asesinatos, si fueron cometidos por el bloque que se identifica por izquierdas, no son tales, el muy real peligro, y proyectos, de sustitución del Parlamento y gobierno legal, de las garantías y libertades del Estado de Derecho, por un sistema de tipo marxista diseñado por Stalin al estilo de los posteriores ejemplos de los Países del Este o Cuba tampoco se aluden ni existieron, por lo visto, jamás.

Aunque aquí se haya optado desde 2004 por la exhumación de antagonismos, la resolución de hemiplejias históricas es sin embargo posible. El viraje reaccionario-en el sentido más puro del término-de la clase que ha optado por la explotación indefinida del maniqueísmo y la Guerra Civil como cantera de votos diferencia a España de países que han seguido el camino contrario y a ello deben su prosperidad y buenas perspectivas actuales. El ejemplo de Chile, buena parte de cuya población ha rechazado victimismos y demagogia y vota por una mujer, Michelle Bachelet, que representa la asimilación, conocimiento y superación del rencor y del pasado. Como España, Chile también tuvo (aunque por un periodo más corto) una dictadura militar encabezada por Pinochet que se inauguró con un golpe de estado, el asesinato del presidente legítimo y la persecución, secuestro, tortura y eliminación de miles de personas en una de las páginas más siniestras de la Historia. El padre de Michelle, general y alto cargo durante el gobierno de Allende, fue una de las víctimas de un gobierno que también secuestró, torturó y liberó luego a la hija, Michelle, y a la esposa. Sin embargo los chilenos han sabido encarar su pasado con una lucidez, patriotismo y templanza que parecen, vistas desde España, profundamente envidiables. Confrontados a la contradicción entre ausencia de democracia, ilegalidad, delitos y actos de fuerza, por un lado, y por otro, sin embargo, medidas positivas (obras públicas, sistema de pensiones, seguridad social, atracción de inversiones) tomadas por el dictador que han mejorado de manera incuestionable el país y favorecido su desarrollo, han sabido reconocer y asumir su propia herencia, rechazar la demagogia populista y el antiamericanismo caciquil que es el peor enemigo hoy (no sólo de ella) de Hispanoamérica y alaban en Bachelet su ausencia de rencor, su capacidad de entendimiento y acercamiento a la ciudadanía del Ejército, hasta entonces visto con animosidad y miedo, su labor de equipo con colaboración de todos los sectores, su rechazo de los baratos clichés que son moneda corriente en el ruinoso e incendiario discurso de otros dirigentes. También aprecian su formación médica, políglota e internacional avalada por un denso currículum y por la estancia en diversos países, su cordialidad y el buen sentido social y liberal que preside su programa. Chile es hoy un país que ofrece seguridad, porvenir y trabajo (de ahí la inmigración de argentinos, bolivianos y peruanos y muy pronto de venezolanos y demás inquilinos del discurso populista), es una nación de ideas claras, que no tiene complejos e invierte su energía en mejorar sus condiciones en vez de en reciclar cadáveres.

En España, la interpretación hemipléjica del pasado y la adecuación forzada a esos moldes del presente y del futuro se sigue dando intensa, continua y reiteradamente en el área, psicológicamente indefensa, de la Educación Primaria y Secundaria. Las movilizaciones de 2003 contra la guerra de Irak ofrecieron una interesante muestra, para la que basta describir el ambiente-que puede generalizarse sin duda-en un instituto de Madrid: Durante varias semanas la pared del aula exhibió una foto de Ben Laden y varios llamamientos exigiendo, con iconografía harto agresiva por cierto, la paz. Profesores y estudiantes, apoyasen los textos o no, tenían que contemplarlos continuamente durante las horas de clase. La edad de los alumnos va de los once (se trata de la aberración llamada centro integrado) a los dieciocho o veinte años. En la recepción, a la entrada del edificio, una hoja firmada por Comisiones Obreras convocaba a manifestaciones y paros. En los pasillos también florecían grandes carteles. En marzo, todo el alumnado fue conducido al patio para unos minutos de congregación silenciosa contra la guerra. Había reticentes a dejar su silla, pero acababan saliendo del aula por la fuerza de la unanimidad. Parte de ellos llevaba, como algunos de los docentes durante toda la jornada, pegatinas y chapas. Sobre la pizarra, donde antaño se colocaba el crucifijo o un símbolo estatal, se leía a pie de foto Aznar asesino. Hojas de parecido formato firmadas por CCOO y UGT llamaban a manifestarse. En el corcho a la derecha del encerado continuó durante semanas la mitad superior de un gran cartel (del que quizás se había desgarrado la inferior para omitir las organizaciones convocantes) que anunciaba movilizaciones contra el PP, y aseguraba con ONU o sin ONU No a la guerra imperialista en Iraq. En la fotografía que servía de fondo, una manifestación del Sindicato de Estudiantes con carteles donde se leía Fuera el Gobierno, PP, Fraga y Aznar.

Hay alumnos que vinieron a quejarse al profesor, en privado, de que no estaban de acuerdo con las demostraciones públicas de adhesión, que advertían que les manipulaban, pero se veían obligados a sumarse a los actos. Cabe imaginar la indignada reacción (y acogida efímera) que hubieran suscitado fotos y símbolos religiosos o de diferente signo político exhibidos en las mismas paredes. Las movilizaciones guardaron una notable semejanza con las llevadas a cabo contra la Ley de Calidad. No podía menos de impresionar la falta de escrúpulos con la que se trataba a los menores, comprando beneficios sindicales, políticos y nacionalistas a cambio de su ignorancia. No es extraño que también en el panorama internacional los cadáveres sólo importen si pueden reciclarse en forma de votos y prebendas. Por ello no se dudó en sacar a los alumnos a la calle para que exigieran la prolongación indefinida del aprobado automático, la inexistencia de toda prueba de sus conocimientos, la anulación del mérito y del esfuerzo personal, la okupación de su horario lectivo por materias menores y la reducción de las asignaturas fundamentales a mínimos. La supuesta defensa de lo social y público, como la de la paz, han sido la máscara, reclamo y banderín de enganche de un clientelismo feroz. Nada cuentan los seres concretos abocados a la infantilización forzosa, los diplomas inútiles y el estatus vitalicio de asistidos.

En ningún momento hubo en las protestas denuncias de la dictadura y larga serie de asesinatos en Irak, ni de los de Cuba o los muy legales y bárbaros de los condenados a la pena de muerte en Estados Unidos. Nunca se ha analizado el principio de la injerencia humanitaria, tampoco se han expuesto casos tan incuestionables como el genocidio camboyano de los khmer rojos contra su propio pueblo, sólo detenido gracias a la invasión vietnamita cuando ya se había exterminado a dos millones-un tercio-de la población-a base de lecciones aceleradas de socialización comunista. Pobres de las víctimas si no lo son de disparos norteamericanos, y más pobres los soldados muertos en la lucha, que no merecen lamento alguno y que probablemente cobraban menos que los cámaras de televisión y además creían combatir contra una dictadura y por la libertad. Y pobrísima la masa, a la fuerza silenciosa, de las mujeres machacadas por los usos y costumbres del Islam, de los niños, los débiles, los liberales, los intelectuales, de cuantos han aspirado a la universalidad de los derechos humanos y la civilización, aquéllos con cuya piel se fabrican pancartas los defensores occidentales del multiculturalismo, el regreso a la tribu natural y beatífica que no existió jamás y la cobardía elevada al rango de las bellas artes.

Hay algo estremecedor en las actuales corrientes de abandono del raciocinio, de renuncia agresiva a la reflexión y a la implicación vital en las consecuencias, orígenes y contrapartidas de las acciones. Se abre en todos los terrenos, y notablemente en el educativo, la muelle fosa del gratis total, las mañas del chantaje a gobiernos de corto vuelo acobardados por la volátil brevedad de su mandato. En la defensa a ultranza del reducto de bienestar europeo, en la negación de historia, universalidad e ideales, en la disociación entre los supuestos principios y los actos, en la voluntaria ceguera ante la evidencia constatable y mundial late cierta pulsión suicidaria. La oferta del todo por nada, la paz y la seguridad sin riesgos ni gastos, la inhibición y la paloma frente a criminales, dictadores y fanatismos, el aprobado, el diploma y la comida gratuitos, la subvención vitalicia y el amor convenientemente platónico a lejanos paraísos folklóricos y socialistas están llevando a toda velocidad el frágil y valioso sistema de los estados de derecho hacia su pérdida. La ignorancia histórica, el hábito del halago y la infantilización han allanado el camino. Coacción light, mafias que sustituyen en la sombra a ley y derecho, uniformidad plebiscitaria y completa ausencia de análisis, individualidad y responsabilidad personal son la norma.

El escenario del instituto durante las manifestaciones contra la guerra de Irak recordaba demasiado a los quince minutos de odio orwellianos; había excesiva uniformidad coral, homogeneidad bienpensante, oportunidad en la estrategia, distribución de combustible visceral. El mensaje era transparente: Quien no grite el no a la guerra junto con la mayoría es un asesino impresentable. La hija de nueve años de una amiga volvió mohína de la escuela: algo se contradijo en su cabeza entre las consignas de paz, las imágenes televisivas, la imposición de demostraciones contra la política del Gobierno que sobre ella llovían y, por otra parte, la actitud de sus padres, alérgicos a la pancarta pero no por ello sedientos de sangre. Su hermana mayor se mostró en franca rebeldía respecto a la profesora que les advertía de los peligros de que los manipulasen pero que, al mismo tiempo, les afirmaba la inconveniencia de una actitud que no fuese la correcta y unánime protesta antibélica. “¡También ella nos está manipulando!” comentó el grupo de sus condiscípulos.

La dicotomía es instrumental y ficticia. No hay dos Españas, como no hay un Occidente verdugo frente a un sacrificado Tercer Mundo, ni un enemigo Norte contra un atacado Sur. Hay los que, a falta de mejor argumento, se valen de mitos, aquéllos a quienes en realidad importan y han importado siempre muy poco la vida y el bienestar de los seres humanos reales, los que detestan el esfuerzo intelectual para la comprensión de cada situación del mundo y la conciencia necesaria y asumida del riesgo, los que saben el extraordinario poder de la envidia, del pensamiento fácil y de la sustitución de la palabra por el adoctrinamiento. Hace falta sesión de odio. Porque si no, se quedan en el paro los que, incapaces de la laboriosa mejora del mundo en que viven, propugnan, a cambio de jugosos beneficios a corto plazo, la imposición del Mundo Feliz igualitario del que se declaran gestores y representantes. Existe una “razón pura” utópica, objeto de incienso y deseo, siempre y cuando se mantenga lejos, y una “razón práctica” que incluye todas las ventajas del vivir occidental; hay un Tercer Mundo dorado al que rendir culto y un Mundo de Residencia donde ir al dentista, comprar casa y coche y educar a los hijos.

Los iconos útiles se construyen para suscitar reacciones y obtener influencia social, apoyándose en el antiamericanismo y estructuras afines. Esto comporta la denigración sistemática de los sistemas libres de Occidente y permite la exaltación-siempre platónica-de comunismos, felices comunidades idílicas, culturas ancestrales e indigenismos benevolentes. En la cruda prueba de los hechos, lo que hay es una escisión entre las opciones de la existencia cotidiana, bien afincada en las democracias occidentales y ansiosa de exprimir hasta la última gota de sus ventajas sociales, y el universo mediático y verbal. Iconos han sido la URSS y China, los Descamisados y las tribus selváticas, los guerrilleros todos, ya fuesen khmeres rojos, afganos distribuidores de burkas o montoneros peronistas, y muy especialmente si estaban dotados de la impecable estética mortuoria del Che. Ahora, como enemigos del Gran Enemigo, son amigas las naciones y religiones más opresoras del planeta, sistemas islámicos caracterizados por el fundamentalismo, la segregación femenina y la agresividad medieval reaccionaria. En el discurso de buena parte de la opinión progresista occidental se produce el curioso fenómeno de la exaltación de dictaduras militares como Siria, de teocracias feudales como Marruecos, mientras que Gran Bretaña es objeto de abominación El caso más típico es el de la dictadura cubana, por la que han paseado, frecuentemente con invitación y sin fijar nunca residencia en ella, los miembros de la nueva clase dominante.

La reiteración terminológica ha tenido en este proceso un papel fundamental como cumple a las técnicas elementales de identificación con el Bien, y se efectúa a base de la repetición exhaustiva del puñado de mantras imprescindibles (socialista, progresista, izquierda, igualdad). Se ha producido un eficaz mecanismo de autocensura por el que los individuos no osan pensar, expresar ni interpretar la realidad con términos de signo contrario a los diariamente recibidos. La libertad que aparentemente les baña es la del soma, del licor de la victoria y la ebriedad gratuita de Orwell y Huxley, una sopa popular de pequeños alicientes con primas para la zafiedad erigida en canon y precepto. Bajo el aparente pluralismo, se toleran pocos competidores. La nueva Iglesia laica sociopolítica ve con buenos ojos múltiples prácticas religiosas y exóticas sectas, pero mantiene el cercado del desprestigio y la pena de excomunión para cuantos considera adversarios por su solidez, valores permanentes e influencia.

El reducto único en el que se viene moviendo gran parte de la masa mediática es tanto más férreo cuanto que la censura es interna, mediatizada la mente ex ovo en el ejercicio de apreciación, selección y análisis de la realidad, constreñida, so pena de ostracismo, ridículo y represalias, a unirse al club políticamente correcto coreado hasta la saciedad en textos, clases, prensa y televisión. Desde la infancia los alumnos han sido adoctrinados en una verbología de derechas malas y ridículas e izquierdas guay y buenas, con ese rasero trillan personas y hechos, y les desconcierta lo que no cuadra en el primario y raquítico esquema que es el único bagaje crítico del que les han provisto. La independencia intelectual, la autonomía de juicio, el tranquilo aprendizaje de los hechos les es territorio ignorado, malamente sustituido por un remedo de memorización de valores encuadrado en las páginas de sus libros de texto. Son un Peter Pan contrahecho y sin más vuelo que las generosas pagas semanales, criado en el hábito dual del mimo y del planto paterno que llora la holganza de su única inversión genética, receptor seis horas diarias (con ampliación previsible a doce) de cucharadas de infantilismo e irresponsabilidad, transformado en huésped de una secta, pagada por el erario público, aglutinada por su avidez, su gregarismo y por su necesidad desesperada de la igualdad del mediocre, que vive de la sustancia de los alumnos y a su costa.

Es inseparable de este proceso, además de la creación y manejo del adecuado instrumento verbal, el empleo de cierta metodología. El lenguaje totalitario se caracteriza por la sustitución de ideas por consignas, la pretensión de inexistencia de cuanto no nombra y la perversión de conceptos que ejemplifica, en su fusión de contrarios, la neolengua orwelliana. Véanse, en España, la manipulación histórica, literaria y geográfica, la acronía, la eliminación de causa-efecto, la mentira que pasa a ser verdad en función de sus reiteraciones, el razonamiento mínimo. Bajo el título educación en valores, se repiten hasta el hastío clichés pertenecientes al catecismo oficial al uso. Es el fruto propio del pensamiento débil. Nada tienen esas campañas y rosarios de jaculatorias contra el racismo, machismo, violencia, etc de principios nacidos de una coherente, amplia y profunda apreciación del mundo. Por el contrario, sólo cubren una ignorancia completa del pasado donde nacieron los conceptos de derechos humanos y democráticos. El craso desconocimiento de la mitología y de la Biblia, de la cultura clásica y del Renacimiento, ha producido generaciones de analfabetos respecto a la simbología más elemental que empapa en Occidente miles de años de filosofía, literatura y arte. El pobre remedo de formación del espíritu nacional ha despojado a los jóvenes de sus bienes legítimos y les deja inermes, manipulables y desconcertados cara a la época que les ha tocado vivir.

No deja de ser curioso que, en época tan avanzada y, a la vez, oscura ganen terreno en enseñanzas distintas a la estatal las zonas de libertad. Ocupan el espacio que fue de la pública y que retrocede a ojos vistas ante los embates de la clase ávida y necesitada de populismo rápido de los nuevos ricos del sistema, a los que urge colocar a una tropa sin más atributos que sus fidelidades. No todas las Inquisiciones llevan sotana. Partidos, clanes y sindicatos pueden ser más letales para el progreso social que las confesiones religiosas o las cláusulas del colegio privado; en los dos últimos casos las reglas del juego son netas y admiten un horizonte intelectual en cuya profundidad y extensión la entidad contratante es la primera interesada. Por el contrario, al perder sus rasgos de independencia en el ejercicio de la cátedra, eficiencia y especializaciones, la enseñanza pública se ve también privada del alto ideal de igualdad de derechos en el acceso al conocimiento y de conciencia del valor de éste y queda reducida a un simple, y voraz, reparto del menguante trozo del pastel presupuestario. El perfil de profesor que se impone nada tiene que ver con la especie, en programada extinción, de quien impartía anteriormente muy buenas clases de materias concretas en el sector público y, a diferencia de los colegios religiosos, mantenía una actitud distanciada, independiente, laica y sin pretensiones de disponibilidad veinticuatro horas ni de paternalismo misionero. El nicho ecológico adecuado para la secta se encala de burocracia y devoción jesuítica en el peor sentido de la palabra, porque cualquiera sirve para satisfacer las virtudes de la apariencia, el horario ampliado y la gratificante exhibición del bulto físico. La eficiencia real ni se alude. Cubre el sistema una capa de hipocresía, según la cual se hace vivir a los docentes en perpetua sensación de infracción, culpables de una dejadez no por general menos reprobable, sabedores de que sólo la superior benevolencia o el descuido impiden el castigo y la denuncia. Es de buen tono someterse a la cambiante demanda de las masas, crear marcos de referencia vagos, utópicos, absurdos y maximalistas para así mantener a los sujetos en permanente situación de mala conciencia, mentira e inseguridad. El mecanismo fue exhaustivamente empleado durante la Revolución Cultural. El simulacro maoísta español, en el que los actores, de paso que colocaban y se colocaban, han derramado no pocos sus pruritos revolucionarios juveniles, se adapta a maravilla para ofrecer, por el método del desahucio, terreno libre a las clientelas. Es el viejo método de la caricatura de los fosilizados, catedralicios (como decía un preclaro líder de la logse) y caducos estamentos, incapaces de apreciar las virtudes de la igualdad social y de adaptarse a los nuevos tiempos.

En la universidad el partido socialista recurrió a dos leyes sucesivas y contradictorias: una adelantando obligatoriamente la edad de jubilación, otra-una vez colocados los suyos en los puestos que se había obligado a los profesores en plaza a abandonar-postergándola para que pudieran disfrutar del nombramiento. En Enseñanza Media el campo era extenso, prometedor y sumiso y el experimento resultó espectacular. Los culpables de un currículum que los situaba en vergonzosa contradicción con la modestia igualitaria fueron vigilados y reprendidos en sus diarias infracciones de la sana disciplina por conserjes adoctrinados al efecto por celosos cuerpos directivos; se contempló con especial placer la justa humillación de la soberbias pretensiones de cuantos poseían, sin duda por oscuros favoritismos del destino, un nivel evidentemente superior. Faltaron los capirotes, las sesiones públicas de crítica y autocrítica (reemplazadas por nada despreciables imitaciones llevadas a cabo por los consejos escolares), la exposición a las diatribas de las amplias masas y las sanas reeducaciones por medio del destierro al campo y el trabajo manual, pero desde luego no se careció, en mayor o en menor formato, de ninguno de los métodos totalitarios. La sustitución de conocimientos objetivos por metodologías, perfiles psicosociológicos y cartilla estatal de principios es un recurso empleado masivamente por los regímenes de partido único, comunista o nazi, y utilizado con entusiasmo por parcelas en el experimento español. Que dos y dos sean cuatro, que Colón navegara en 1492 hacia el oeste o que los cuerpos se atraigan en razón directa de sus masas son cosas difíciles de soportar por su molesta certidumbre.

Bajo el expresivo título Sado & Maso, un exasperado profesor da cuenta en la prensa (Andrés Ibáñez-ABC, 22-28-octubre-2005) de las humillaciones a las que el sistema de comisarios le somete, y concluye, con irónica amargura: los profesores de antes, esas ridículas reliquias del pasado, creían realizar una labor en cierto modo “intelectual” y se sentían, en ciertos casos, incluso “humanistas”. ¡Qué viejos tan ridículos! Los exámenes actuales tienen una copia rosa, como las facturas. Ése es el mundo a que nos condenan los extraños alienígenas que han invadido la enseñanza: a un mundo de cifras, de estadísticas, de gráficos, de burocracia, de rellenar papeles, de interminables instrucciones, de normas obsesivas, un mundo donde todo está regulado, medido y organizado desde arriba con precisión sádica y donde a los docentes sólo les queda obedecer y sonreír con paciencia masoquista.

Se apunta difícil la recuperación de esa figura liberal, humanística, de espíritu y horizontes intelectuales amplios, que podría ser el antídoto contra la caterva de expertos de raquítico vuelo que anidan en los despachos de políticos, juntas directivas y sindicatos y defienden con uñas y dientes su hueco en el hombro del jefe. Pero en España, y no sólo en ella, se abre una época distinta con el final del tiempo de chantaje y la necesidad de la presencia, aportación y colaboración de personas mantenidas en el lazareto. Resulta, en este sentido, sorprendente que, por contraste con la opresión sectaria y su dinámica inquisitorial, se presenten escuelas confesionales como espacios más tolerantes, abiertos y dispuestos a la acogida de la pluralidad y de la calidad del saber. Hay la huida hacia ellos propia de las edades oscuras, porque, a diferencia de la voraz e impositiva clientela que se reparte el sector público, su horizonte contempla valores más amplios que el inmediato provecho coyuntural. Pero se echa irremediablemente en falta ese genuino ideal de enseñanza a todos accesible, buena, liberal y laica que ha sido suplantado por su interesada caricatura. Se apunta la recuperación de individuos, de cualquier tendencia, que aporten valores sólidos, pero ésta no se producirá sin que las clientelas defiendan ásperamente el terreno.

La simple posibilidad parece brumosa cuando el hábito ha consagrado al adversario, que lo es también de la libertad, como dueño de los patrones del lenguaje correcto, árbitro indiscutible de la forma, presentación y coloreado de la realidad, hacedor de pasados, futuros y presentes, distribuidor de certificados de recto pensamiento y buena conducta. Sin embargo la degradación causada no es irreversible. Las lenguas son inocentes de las manipulaciones de cuantos pretenden vivir de ellas; se trata de simples moldes, en continuo cambio, que plasman la comunidad que las habla, valen lo que ésta vale y reflejan lo que el grupo es. Cada acto de albedrío y lucidez, la simple constatación de los hechos, las modifica. De ahí la importancia de recuperar la capacidad de expresión de los individuos, por encima de la jerga políticamente correcta, de la demagogia triunfante y de la imposición mayoritaria del más mísero común denominador. Porque la verdad realmente hace libres.

Aunque no felices. Y por ello cabe preguntarse si existen, al menos en un futuro no demasiado lejano, posibilidades de escapar de la cárcel verbal.

Se ha creado una clase peligrosa contra la que, amén de la lucidez y la denuncia, existen pocas armas, una clase que ejerce con peculiar habilidad diversos tipos de chantaje que le procuran, al tiempo, el disfrute de las ventajas del sistema, bienes y servicios existentes y la justificación de una supuesta excelencia moral que, difundida y presentada en todo momento como buena por el canal mediático, les proporciona inmunidad, promoción, status y beneficios acogidos a la ley de mínimos razonamiento, competencia y esfuerzo. Su metodología es la del populismo y las proclamas abstractas de corte utópico que desvíen la atención de la red mafiosa local. En la práctica esto sólo se mantiene por un régimen de interesada fidelización de clientelas y por un permanente secuestro de sectores de opinión institucionalizado en el monopolio comunicativo y la reiteración de criterios de legitimidad gregarios, emotivos y difusos basados con frecuencia en la envidia, el pensamiento fácil, la adhesión pasional y la querencia tribal.

Solidaridad, generosidad, progreso y justicia, de constituir formas de manifestarse y actuar o de ser expresiones sanas y, en casos puntuales, admirables de sociedades e individuos, han pasado a adoptarse como estrategia permanente de grupo, bandería recurrente y reserva inagotable de argumentos ficticios, desmentidos por la reflexión y por la prueba de los hechos pero de efectos rentables, en lo que a esta clase concierne, puesto que se traducen en diezmos, fueros, asignaciones y prestigio social. Esto, que ha sucedido de forma parcial en la general evolución de las sociedades, ha adquirido recientemente gravedad extraordinaria. Se trata de un caso de parasitismo al que ofrecen fácil blanco los sistemas democráticos, en especial si su aritmética electoral hincha artificialmente el poder de los grupos de presión.

El término progresismo ha llegado a ser antitético de progreso, de consistencia ética y de libertad, simple barricada de una clase improductiva, coyuntural y extensa, con cierta percepción instintiva de la limitación forzosa de las posibilidades nutricias de su huésped, de forma que el alimento gratuito reclamado de forma cíclica no impida la reposición de existencias. La alternancia de partidos decimonónica se transmuta en periodos de descanso permitidos al tejido productivo y posterior requisamiento de los frutos. El sector público es ocupado por una red cuya finalidad es su propio mantenimiento, una mafia de cuello blanco que desplaza y elimina, con la progresión expansiva de los cánceres, a cuantos, en su mismo medio, les niegan obediencia. Esto produce la ruina ineluctable de la calidad, a corto plazo, de unos servicios cuya existencia y eficiencia son vitales para la credibilidad en el funcionamiento democrático. A medio y a largo plazo elimina la creencia misma en ideas como solidaridad necesaria e iniciativa individual que están en los fundamentos de formas de vida libres y prósperas. Se trata de un proceso similar al ocurrido en los Países del Este, en los sistemas socialistas, pero es en este caso sectorial, circunscrito a áreas considerables, pero no únicas, de las democracias parlamentarias. Requiere una denuncia incansable, condenada de antemano a minoría silenciada, a general indiferencia y fatiga. E incluso a este precio nada garantiza victorias apreciables; todo lo más la ligera ampliación del círculo de luz que impide el avance de las nuevas edades oscuras.

Lucidez y denuncia son  indispensables pero no suficientes. No aquí ni ahora, como han probado sobradamente los hechos según se advierte por el mayoritario tono monocolor de los mensajes que inciden diariamente en el cuerpo social. La inhibición confortable, la invocación a imposibles fusiones de contrarios en nombre de un hipotético espíritu conciliador no son ya asumibles porque el mecanismo actual en todas sus variantes de difusión informativa se atiene al nivel intelectual de la comida rápida y crea un enorme y creciente desfase entre el común de las creencias y las formas de percepción y análisis racional de un nivel de exigencia algo mayor. El fundamentalismo monopolista del Bien, que se ha ejemplificado, enriquecido y enquistado de manera tan perfecta en el tejido político de España pero que pertenece a categorías geográficas más amplias, seguirá adoptando sujetos míticos mientras éstos disfruten para su uso, sin peaje alguno, de la mayor parte del territorio perceptible. Claro ejemplo es la momia incombustible de la lucha de clases, la clase buena que se enfrenta a sus enemigos y se asocia con pueblo, pobres, trabajadores, obreros. Tal abstracción colectiva dotada, por cierto determinismo zoológico, de una bondad per se ni existe, más allá de la expresión sociológica coyuntural, ni la premisa de su lucha, en eternos términos duales de opositor y oponente, es cierta. El individuo, dotado de aspiraciones e iniciativas, sujeto a constante cambio, es secuestrado por la imposición de ese animal anónimo (variante de la tribu, el clan y la etnia) permanente en sus rasgos, sus hábitos y su ser. La evidencia desmiente, por supuesto, que obreros, pobres, trabajadores vengan al mundo con el supuesto estigma de las castas hindúes, ni tienen los miembros de la clase la intención de continuar a perpetuidad en tal estado , ni poseen por el hecho de situarse en él, no ya superioridad ética alguna, sino ni siquiera mérito en sí excepto en elecciones libremente asumidas por imperativo moral, como la pobreza religiosa, el sacrificio altruista o la satisfacción por el trabajo bien hecho. Cierta confusa mezcla de ideología, necesidad de nuevas mitologías y, sobre todo, de justificación de prestigio, ingresos y dominio ha transplantado, inalterada, la cárcel verbal de esta terminología maniquea, y se la defiende con la ferocidad de a quienes les va la subsistencia en ello. El poder de la prisión virtual acotada por la sacralidad de la verbología es enorme y, al tiempo, parece engañosamente inocuo, elucubraciones de café y ritos periódicos de desahogo festivo que animan el vivir cotidiano.

No hay inocencia en el proceso, excepto en los casos de vehemencia juvenil, exaltación coyuntural o en niveles de reflexión realmente mínimos y caracterizados por la transposición sectaria de cierta metodología religiosa que caracteriza, en sus variadas formas, al fundamentalismo. En este orden de cosas, la guerra será rentable, mórbida y grata cuando sirva para justificar al luchador contra el sistema de opresión burguesa (es decir, aquel en el que se vive), pero se volverá metafísico delito (e incómoda y costosa práctica) cuando de la defensa de principios y de compromisos internacionales se trata. No en vano España produce la más abundante cosecha de antiamericanismo de Europa y la más intensiva explotación partidista de la guerra de Irak. La legitimidad gregaria es, en este escenario, recurso fundamental, e implica en todas sus manifestaciones la anulación u homogeneización del individuo, al tiempo que propugna un marginalismo vistoso de fin de semana, exabruptos chocantes y escándalo fácil. La conciencia de la responsabilidad individual no tiene razón de existir en un marco siempre determinado por condicionantes externos frente a los que no se pasa de ser un miembro más de la jauría de Pavlov. Es lo que se vende, desde la educación temprana hasta la política nacional e internacional en la edad adulta.

Queda, con ello, forzosamente sometido el pensamiento a aprender una historia engañosa y a moverse en aguas muy superficiales, cierta navegación de buenos salvajes rousseaunianos a los que dañan periódicamente las fuerzas del ancestral enemigo. La lucha de clases, como otros fundamentalismos, es una dinámica explicativa de reconfortante sencillez frente a la turbia, compleja y solitaria corriente de la existencia en la que, sin embargo, la razón y la aceptación del libre albedrío es unos de los pocos asideros sólidos. El ataque contra esto, al diluir al individuo, lleva al viejo problema del Mal y su aceptación, a la frontera entre éste y el Bien, cuya naturaleza desazona a Solzhenitsyn. Porque no se trata de eliminar a seres concretos y perversos sino de moverse en un territorio en el que la línea que separa el bien del mal atraviesa el corazón de cada persona. ¿Y quién destruiría un pedazo de su propio corazón?. El autor de Archipiélago Gulag habla con conocimiento de causa, no sólo por su experiencia de primera mano en la topografía estalinista, sino por su recorrido posterior europeo en el que tuvo ocasión de visitar las asociaciones de intelectuales amigos de los archipiélagos, que, desde las confortables democracias le cubrieron de insultos. España fue particularmente generosa en tales muestras de adhesión al club políticamente correcto, imprescindibles para figurar en el Who is who? ibérico, para publicar artículos, gozar de audiencia, obtener subvenciones y hacer películas. Solzhenitsyn apunta en su libro No me gusta eso de “derechas” e “izquierdas”: me parecen convencionalismos intercambiables y carentes de contenido. Probablemente nunca reflexionó sobre que de ese convencionalismo comían muchos.

La adscripción a la dualidad es, desde el punto de vista operativo, un útil ventajoso. Significa reducción forzada de la libertad de juicio, asfixia intelectual, pensamiento débil y cautivo, pero también se traduce sociológicamente en un método de trepar que se ha revelado como sumamente eficaz; baste para ello el inventario de presencias y accesos a los medios públicos de la España de las últimas décadas, y, más allá, en el conjunto de los que se llama área occidental, la comparación entre la resonancia y apoyos obtenidos según se valgan o no los sujetos de estos signos verbales. Su uso genera, como necesaria sopa biológica, una atmósfera de censura en cuyo caldo prosperan las prácticas coactivas y configura el que se apunta, quizás, como mayor peligro de las sociedades que se quieren civilizadas y libres: la falsa democracia. En ella los políticos no se definen por sus actos, apenas hablan de compromisos, errores ni proyectos ni su trayectoria se somete a la tozudez de los datos, referencias y perspectivas. En su lugar se da una explicación de tipo teológico que define y justifica por la pertenencia a una iglesia (por ejemplo, el bloque de izquierdas) la cual, por encima de todo, debe hacer piña para enfrentarse y derrotar a oponentes de signo contrario y que, por serlo, implican el Mal. Acostumbrada la gente a la referencia a conflictos de agresores/víctimas, en los que el polo negativo se define por la injusticia ejercida sobre el otro, es de transposición fácil esta dinámica a los complejos terrenos de política, sociedad, economía, cultura e historia. Con su filiación al eje del bien, los miembros de los partidos dejan de ser responsables de sus actos, no dan, ni se espera que les pidan, cuenta de ellos, y a esto ayuda el sistema de listas cerradas electorales. Corrupciones, fraudes, desastrosas gestiones económicas, leyes injustas, desguace y almoneda del sistema educativo, cultura sectaria y folklórica, nada es reprobable ni siquiera perceptible, puesto que lo cubre el manto de las banderas verbales que, aunque usadas hasta la trama y ya algo rancias, todavía pueden agitarse y provocar las adhesiones de rigor en contraste con el acomplejado silencio de los que, fuera de su campo, no han encontrado enseña. Los adversarios, aunque sean mejores en palabras y obras y actúen de forma eficaz y honesta, se sienten incapaces de luchar contra el secuestro mediático de la opinión en las mazmorras de la secta dual.

La apropiación de la ética se quiere hereditaria, reclama coherencia, impone un universo cerrado de fidelidad a las raíces que, traducida esta jerga, significa la mutilación del progreso intelectivo, la negación al sujeto de sus posibilidades de adquirir nuevos conocimientos y perspectivas y de llegar a conclusiones y actitudes distintas. No es extraño que coincidan los recaudadores de esta variante ideológica del impuesto revolucionario con los sectores enrocados en el monopolio de la cultura. Es habitual que se puntúe con actos de la liturgia periódica de obrerismo, tercermundismo y baños de masas la práctica cotidiana de formas de vida mucho más parecidas a la de una burguesía con anhelos del reconocimiento de los ricos y famosos que a la zafra cubana. El ritual no es inocuo si se considera que se escenifica en una sociedad de la impresión fugaz, el mensaje subliminal y la pantalla, que ha sustituido la ética de contenido y valores por una de la imagen en la que puede acabarse votando a quien, actor, modelo o deportista, ocupe más titulares, conversaciones y espacios de audiencia.

La prolongación artificial de un estado de excepción, un clima bélico que no existe sino en la imposición de este tipo de discurso en receptores y hablantes, dispensa a millares de personas de ser sujetos de responsabilidad y deja libres en la oscuridad mediática a todas las bestias reales: el racismo reclutado en la indefensión de las clases medias, la extrema derecha de la obediencia al Jefe y el desprecio por el humilde, el capitalismo selvático en fraternal entendimiento con el populismo de partido único oficioso, las burocracias cancerígenas, la voracidad tan estéril como ilimitada de los inversores de la utopía. El reverso del chantaje es la bula de que goza cualquiera abrigado por su manto; dispone de la ética, junto con la geografía y la historia, como bien propio, representa a desfavorecidos, pobres, oprimidos, que son, naturalmente, mayoría, y, de forma automática, la razón le asiste por ello. Este peculiar sujeto histórico crece, anda, se multiplica y prospera en un medio en gran parte amasado con la técnica de fabricación de la memoria, una substancia de ingredientes seleccionados y tratados para este fin nutricio. Lejos de ser coyuntural, la esfera benéfica a la que él pertenece es una categoría eterna, transcendente, en la que se sitúa el beneficiario con la tranquilidad de hallarse, por definición indiscutible e indiscutida, en territorio liberado de las fuerzas oscuras que obstaculizan el avance imparable de la Historia. No puede haber disculpas por errores, corrupciones, desastres, cegueras, crímenes, mentiras, oportunismos. Éstos a lo sumo son lunares en la faz del Bien que, si acaso, modifican la estrategia; la conciencia jamás.

Más allá de los políticos, el antiamericanismo, como el antiimperialismo o antifranquismo, son el fútbol ideológico del hombre de la calle, tienen la gran ventaja de estar al alcance de cualquiera, otorgar a efecto retrospectivo aureola contestataria al presente y al pasado y disfrazar cualquier cosa con los colores de la rebelión. Mezclados con el antipatriotismo militante y los restos, bastante ajados, de pensamiento lacio y relativismo de salón, han sido incorporados a la dieta cotidiana de la generación postmoderna. Ponga un dictador en su vida puede ser, en lo social y económico, el equivalente al ungüento amarillo, la pócima mágica y las espinacas de Popeye, una medicación infalible para transformar el oportunismo en reivindicación, el nepotismo en amor fraterno, la rapacidad en apropiación compensatoria. Esto sin entrar en el pintoresco capítulo del guardarropa semántico, donde la incultura pasa a ser espontaneidad, el expolio traspaso de bienes y el burdo trapicheo intercambio de favores. Si se conformaran con pensiones vitalicias y derecho a pegatinas y desfiles anuales el resultado no sería tan negativo. Pero necesitan figurar y exhibir, además de trajes de marca, la guinda del lujo moral. De ahí la larga, y arrasadora, dinámica de ocupación del punto de mira, la ansiedad de foco y bambalinas, y la exudación incesante de mitos que empapan con sus clichés y su lenguaje a la joven generación.

El tejido social suele resolver, con mayores o menores altibajos, sus afecciones totalitarias cuando éstas aparecen en sistemas de afianzadas libertades democráticas. No así los individuos. Del Gulag no se vuelve; se sobrevive. Y sus efectos, sea la prisión física, el rechazo social o la privación de la propia cultura, roban al que los padece de un patrimonio irreemplazable, trozos enteros de esa limitada vida que es su única posesión. El chalán de turno predica la confiscación obligatoria, una solidaridad agresiva e impositiva que destruye la solidaridad verdadera, y desempolva para la ocasión demonios históricos a los que se enfrentaría la mítica alianza galáctica de las Fuerzas de la Luz. Donde, en otras circunstancias y épocas, había luchas por finalidades concretas, en este caso existe un fenómeno de rasgos muy distintos: una doctrina que se pretende general, definitiva y eterna y que, paradójicamente, traslada el sujeto de la bienaventuranza a situaciones de pobreza de las que lo que quieren los implicados es salir. Podrían creerse totalmente desfasados el obrerismo decimonónico, la transposición religiosa marxista, el igualitarismo jacobino, pero el discurso actual, siglo XXI, de los propagandistas de la clase de nuevos ricos está empedrado de sus tópicos y los utiliza diariamente en un intento, contra toda evidencia, de ahormar con términos ficticios la percepción y el criterio de los electores. Es un método específico de este tiempo y lugar al que los que lo emplean deben (y no a otros motivos) su riqueza, el mayor o menor índice de privilegios arrancados de una sociedad acomodaticia, escasamente proclive a la reflexión y a la memoria y bañada de continuo por la neolengua dual.

En los optimistas albores del siglo XX la visión era inversa y, en cierto modo, darwiniana, una mejora acumulativa y transmisible que no imponía, excepto en derechos, la igualdad de individuos sino que ofrecía a cada uno de ellos la posibilidad de ser protagonista de hallazgos que, no sólo revertían en el progreso del conjunto sino que se transmitían luego en virtud de cierta memoria genética que otorgaba a la especie la facultad de capitalizar sus avances. Es la visión de Jack London en Before Adam, cuando sigue los avatares de un primate, el mismo y diverso, que atraviesa siglos y milenios empujado por sus progresos evolutivos. Había aire fresco, energía y futuro en ese concepto. Las obras y biografías de los dos últimos siglos, los escritos de Verne, Wells y de tantos otros, rezuman una espontaneidad y audacia tan extintas como el dodo, ofrecen opiniones y descripciones que causan asombro porque carecen de censura. Sus prejuicios, consideraciones y recatos son burdos y ocasionales en comparación con el interiorizado y omnipresente mecanismo que filtra hoy desde su origen mismo la expresión de las vivencias y de las ideas. El paseo por aquellos autores revela un espacio intelectual cuyas dimensiones se han vuelto insólitas, pensamiento abierto que no ha marcado el miedo con su hierro, dispuesto a enfrentarse a opiniones, territorios cuya amplitud trae al espíritu el sabor de una libertad perdida,

Hoy la aventura intelectual va reduciéndose al parque temático. La angustia es la de los niños que se quieren seguros de su consumo y sus juguetes y a los que se vende la certeza de que podrán disfrutar de todo sin riesgos, de que los agresores serán benignos, los ladrones generosos y los asesinos dialogantes, de manera que, sin defenderlos de manera alguna, tenga a su disposición la ciudadanía derechos y formas de vida que, sin embargo, dependen milimétricamente de un pasado que se aplican a desconocer y de un desarrollo cuyas bases se prefiere ignorar y despreciar antes que plantearse la necesidad de luchar por ellas. No otra cosa se ha enseñado en Educación, se distribuye en Cultura ni se vende en Política.

La terapia consistiría, substancialmente, en la recuperación de la memoria, presente y pasada, en la ruptura con el mito dual, en la primacía de conocimientos frente a pedagogos, de sabiduría frente a métodos, en el abandono de las abstracciones gregarias neorreligiosas y los fundamentalismos de clase, etnia o pueblo, a favor de los derechos y responsabilidades individuales. Parece un camino extraordinariamente arduo cuando se lleva largo años viviendo en un implícito el fin justifica los medios cortado a la medida de las abstracciones colectivas que nutren a los especialistas en su manejo. Se trata de volver al cervantino cada cual es hijo de sus obras. Cuando se es asesino porque se mata, y no porque se defienden los valores ancestrales del caserío amenazados por romanos, castellanos y franquistas, cuando se es ladrón porque se roba, y no en lógica contrapartida al sistema capitalista y la injusticia social, cuando se es vago y maleante porque se vive del trabajo ajeno y el erario público y se es un dictador nefasto sin que sirva de excusa que se haya derrocado previamente a autócratas como el shah, el zar o un rey, entonces los actos comienzan a ocupar su lugar debido y ellos son la única medida de los que los llevan a cabo, independientemente de lo que se invoque, sea cual fuere la imagen que sus autores proyecten o que ellos mismos tengan de sí.

La higiene verbal se impone, y significa una limpieza concienzuda del léxico. Podría descalificarse, de entrada, a quien como explicación pública de sus ideas, proyectos o actos recurriese a la jerga tribal en cualquiera de sus variantes. La mención de derecha, izquierda debería implicar automático rechazo y generalizado desdén excepto cuando se utiliza con fines puramente sociológicos y es acompañada de apéndice explicativo. La realidad material en la oferta de empleos, tribunas, aceptación social ha acorralado, en un efecto perverso del poder de la clientela subida al tren izquierdas, a cantidades considerables de personas de fuste ético e intelectual que no podían elegir sino entre el vagón derechas (entendido como monárquicos, tradicionalistas, ejército, gran patronal, conservadores e iglesia católica) y la cuneta. Se trataba de hallar, entre sectores y profesiones de fe, espacios de subsistencia para la autonomía personal y el ejercicio de las capacidades, y claramente no incluye sino una muy relativa o nula comunión con temas utilizados como iconos viscerales ajenos al raciocinio y la problemática y albedrío de las personas concretas, como los No al aborto, la extensión de dogmas religiosos a la vida civil y la alergia ante las formas de libertad sexual e independencia femenina. Que ese medio derechas supuestamente represivo haya acabado siendo un refugio de disidentes de la prepotencia de la izquierda, que la Iglesia ofrezca un espacio amplio y tolerante a intelectuales independientes necesitados de asilo da idea del poder adquirido en España por la clientela en el poder e ilustra sobre el riguroso sectarismo impuesto por su eficacísima forma de nueva inquisición. No es efecto menor de las circunstancias el empobrecimiento intelectual que, como reacción, se ha producido y que resulta en especial patético cuando se observa en los que la denuncian paralela deriva hacia el pensamiento orwelliano. También ellos caen en la automática clasificación de los hechos de la actualidad internacional en buenos si los llevan a cabo Estados Unidos o Israel y criticables en el caso de los demás. La táctica de defensa ante enemigos mediáticos manifiestamente superiores y con vocación de completo acaparamiento del terreno, la repugnancia ante la falta de escrúpulos y ocultación selectiva por parte del adversario y la necesidad de denunciar-frecuentemente en solitario-tramas institucionales de intereses y de complacer a la clientela conservadora pueden conducir al romo discurso panfletario, con propensión peligrosa hacia el cotilleo de patio de vecinos, los personalismos coyunturales y la creciente reclusión en un marco intelectual y geográfico tan pobre como maniqueo.

Desde luego la terapia es empresa de envergadura, porque, no ya los beneficiarios del fraude, sino sus oponentes han caído también en la trampa y rinden obediencia verbal a los tópicos, que integran en su discurso con la reticencia de la inseguridad respecto a la identidad propia y el terror al eterno chantaje que amaga con asimilarlos al régimen franquista. De ahí el puntual pago a sus adversarios de cuanta extorsión y subvención sean precisas, en forma de puestos, concesiones, honores y dinero para promociones culturales partidistas, trilladas y cortadas estrictamente a la medida de la corrección política. La reivindicación de pertenencia a la derecha, con la aceptación inconsciente que conlleva de dualismo forzoso y falseamiento de la percepción, y expresión, de la realidad, resulta comprensible como desafío a la generalizada sumisión al arquetipo de la izquierda. Más que de virulencia del converso que vuelca sus pasiones en ismos de signo contrario, puede hablarse, entre los pobladores del gueto antagónico al entronizado, de indignado desdén ante las aprovechadas tácticas de los desembarcan a mesa puesta en el presupuesto nacional. En el territorio del rechazo y la intemperie se reúnen extraños compañeros de cama, en la Iglesia se apiñan, junto a creyentes, ateos y agnósticos y en ambientes de tinte conservador se encuentran marginados y rebeldes que procuran rescatar del término progresista su antiguo contenido de honradez, denuncia e inquietud social. Aferrado, como única arma, al ejercicio solitario de la expresión libre frente a la doctrina ubicua, el disidente se refugia en un término derecha que es simple negación de la omnipotente clientela que se califica de signo contrario. El proceso es en extremo peligroso porque puede privar al intelectual de su bien más preciado, la claridad de pensamiento, nublar su criterio e impedirle la observación y juicio de los hechos en cuanto tales, en una perversión simétrica a la que en sus adversarios critica y que también se define por el fin justifica los medios. En este caso cualquier acto de barbarie, muerte, atropello, desdén del Derecho y de la concreta existencia de los individuos será excusable, y loable incluso, si se efectúa por y en nombre de democracias consolidadas, que adquieren en tal esquema patente de corso para machacar e imponerse en cualquier circunstancia y zona del planeta. Estaríamos en presencia de una contradicción cuya paradoja recuerda, por su dimensión y profundidad, a los argumentos que desembocaron en la fría, eficaz aberración nazi, porque se trataría de la dictadura en nombre de la democracia y el superior desarrollo, de la aprobación de la violencia siempre y cuando se lleve a cabo contra gentes de sistemas y países de regímenes autoritarios y de menores índices de progreso y libertades cívicas. De ahí al aplauso al arrasamiento de grupos de población y al cheque en blanco para acciones calificadas de defensivas o punitivas en nombre de superiores finalidades el paso es sencillo. La médula del horror fue, en el Holocausto, su ordenada eficiencia, el hecho de que lo llevasen la cabo gentes que se deleitaban con Mozart, admiraban a Kant y tenían una añeja tradición parlamentaria. Por senderos semejantes, puede llegarse a la aprobación sistemática de la reducción a ruinas calcinadas de ciudades enteras si ello sirve para atrapar a algún terrorista entre los escombros. El automatismo dual es susceptible de hacer así estragos incluso entre los que suelen denunciar la irracionalidad y la estulticia con mayor pertinencia y lucidez. Los propensos a disponer de la vida y hacienda de seres humanos en nombre de la superioridad política y moral harían bien en reflexionar, modestamente, sobre la afirmación de un excelente conocedor de la polémica colonial: Si los hombres tienen que esperar para ser libres hasta que se vuelvan buenos y sabios mientras aún son esclavos, entonces desde luego pueden esperar para siempre. Lord Macaulay, su autor, estaba muy bien situado para conocer el tema, como miembro del British Supreme Council en la India del Raj, en pleno siglo XIX, cuando en los círculos europeos se afirmaba que aquellos atrasados pueblos de Oriente, acostumbrados sólo al despotismo, la ignorancia y la servidumbre, no podrían ser libres hasta que fuesen capaces de ejercer la libertad. Hoy por hoy, quien únicamente ve en la agresividad de las reacciones árabes motivaciones económicas o religiosas carecerá de otros importantes elementos de juicio. Porque en el común de las poblaciones de Oriente Medio influye extraordinariamente el sentimiento de orgullo herido, el desprecio con el que se han sentido tratados y que halla quizás su expresión de más depurada soberbia en la mitología de pueblo elegido.

Una de las falacias más socorridas es la afirmación de que cuantos gozan de poder son iguales y siempre funcionan por clientelas. Esta premisa eximiría a sujetos del aquí y del ahora de toda responsabilidad, al diluir la de sus actos en la vaga fatalidad de las circunstancias y en justificaciones globales propias del determinismo marxista o histórico, que se reflejan, a pie de calle, en el descontento visceral canalizado en dichos del género reunión de pastores, oveja muerta y allá van leyes do quieren reyes. No hay tal equivalencia, como lo muestra la experiencia española. Si no se hubiese abolido el estudio de la historia se conocería además de a Nerón a Marco Aurelio y además de a Hitler a Churchill. Lo que visiblemente impera es un sector estéril y nocivo que vive y aglutina a su grey a base de referentes utópicos y tergiversaciones que participan de la mitología, de la falsificación y de la omisión intencionada. La visión sería amplia y ecuánime de no haber sido organizada por redes comunicativas de extraordinaria amplitud, credo excluyente y aspiraciones al acaparamiento de los términos justicia, paz, benevolencia y progreso. Frente a este club inconfundible por sus iconos verbales y garantizadas obediencias se sitúan sectores diversos que se bautizan por los demás o incluso por sí mismos como derechas por simple metodología diferencial, que incluye la genuina repugnancia hacia el aprovechamiento utópico del que han hecho modo de vida sus adversarios. Esa derecha es una galaxia heterogénea en la que los intereses suelen ser lógicos y confesos, las filiaciones perceptibles y los objetivos y proyectos no se acogen, como sí es el caso en el polo antagónico, a la automática legitimidad colectiva en virtud de una referencia suprarracional, por cuanto situada en la esfera superior de la lucha de clases. Al localizar la clientela izquierdas su Más Allá en este mundo se vale del mecanismo religioso de la manera más peligrosa, puesto que excluye límites morales, valores de curso tan corriente-aunque se vayan haciendo insólitos-como la honestidad, la calificación por sí mismas de las acciones y la relación entre la personalidad y los propios actos. Lo que en épocas menos refinadas eran simple avaricia y estrategia guerrera para caer sobre el botín se dota luego de un entramado de justificación del que desde luego carecían los ejércitos de Atila o los mercenarios almogávares.

La sesión más trabajosa será, en la terapia que nos ocupa, la del reconocimiento del inicial fundamento económico de la clientela, porque habrá que dejar en el diván, al levantarse, un lastre de consideraciones pías, espiritualismos misioneros, retórica vocacional y soflamas igualitarias. Hoy Educación, y Cultura son siervas de subvenciones y de mercado, lugares donde obtener ingresos anuales multimillonarios que han colocado el negocio editorial de libros de texto entre los más lucrativos. Cada disposición legal significa multiplicar por guarismos considerables los beneficios de los proveedores. El niño y el adolescente resultan molestos a la hora de invertir tiempo en ellos (véanse los índices demográficos) pero también son la mascota merecedora de todos los mimos, la inversión del orgullo y dinero familiar. En el espacio de pocos años, han pasado a constituir, con las generosas asignaciones recibidas de sus padres, una capa importantísima de consumidores. No merecerán atención medidas tan elementales como que enseñe materias importantes la gente calificada para ello a los niveles que la especialización profesional y la edad marcan. Eso es por barato deleznable, aunque su eficacia supere con mucho a todo el griterío ferial de propuestas informáticas, diversificadoras, asesoras y políglotas. Detrás de cada una de esas propuestas hay una empresa esperando el cheque oficial en blanco y un político peinándose para la foto de inauguración. El aprendizaje de conocimientos, el esfuerzo intelectual y la lógica optimización de los recursos profesionales no tienen futuro alguno en el mercado de la imagen, contra ello están, desde hombres de negocios y monopolio mediático hasta los dos sindicatos autodenominados de clase; pasando, por supuesto, por el generalizado sentir de  una sociedad narcotizada por la idea de que, en un mundo globalizado y competitivo, puede prolongarse hasta el infinito el mantenimiento de una población improductiva educada en el convencimiento de que se le deben ocio, mesa, vídeo y piso graciosamente proporcionados, hasta los treinta o cuarenta años de edad, por familia y servicios sociales.

La terapia incluye sacar la cabeza del reducto estrictamente educativo y chapuzarse en las frías aguas del espacio exterior. Es posible que se advierta entonces la amenaza de la masa de paro encubierto, forzado y forzoso que genera de manera creciente un sistema en el que, por otra parte, suenan por doquier las alarmas de la inviabilidad, a largo plazo, del sostenimiento de las pensiones. Se pretende prolongar el tiempo de trabajo de la tercera edad, darles, en vez del margen de disfrute que todavía están en condiciones de aprovechar, una extensión obligatoria de sus labores que sólo termine con la decrepitud, y al tiempo se favorece el aparcamiento, estéril, antinatura e indefinido, de gentes en la flor del vigor mental y físico a los que se confina en los institutos hasta los veinte años y en las universidades hasta diez más, algodonados en el hábito de la ausencia de control, acostumbrados, la sociedad y ellos, al derecho al despilfarro sin contrapartida alguna y acogidos a una infancia, prolongada en eterna adolescencia, que no puede a la larga sino ser fuente de fracaso personal y de bancarrota de un sistema público al que se pretende defender y que será pronto incapaz de atender las necesidades de los que realmente lo precisen. Es incomprensible, por lo absurda, la cruzada contra las jubilaciones tempranas mientras ni se roza el fresco potencial de una juventud condenada al paternalismo letal de la infancia prolongada, más, quizás, en España que en parte alguna gracias a una atmósfera de absoluta falta de conciencia del coste de estudios, carreras, subsistencia, diplomas y futuro. Desaparece el hecho palmario de que tras todo bien y servicio hay un precio que alguien paga y se promociona la repetición de cursos en universidades que se multiplican sin más función que halagar el orgullo del cacique local. Es de buen tono prolongar la estancia en el limbo del pseudoestudio, en la inercia de licenciaturas que ya no merecen su nombre ni darán acceso a trabajo alguno y pasarán a formar parte del timo de una inflación de títulos semejante a la emisión incontrolada de billetes sin fondos.

Populismo y manipulaciones se apoyan en un silencio cuya comparación hace ruidoso el del fondo de los océanos. La censura es tan ubicua que, como el aire, su volumen ni se advierte. Inútil buscar en televisiones, prensa o tertulias comentarios sobre los poquísimos escritores que han desmontado los mitos del guerracivilismo, la gran lucha democrática, el socialismo benéfico y la izquierda enfrentada desde el albor de los tiempos a la derecha malvada. La tolerancia de obligada evocación aquí se desvanece. Se da el insólito caso de que libros que han figurado durante meses en el primer puesto de las listas de ventas hayan sido ignorados por comentaristas y críticos, eliminados cuidadosamente de la superficie visual y sonora, aunque, en esa especie de clandestinidad legal que la presión ambiental impone, se compraran y leyeran con avidez, pero también, por supuesto, con la precaución de quien se sabe, por el simple hecho de tenerlos en la mano, reo de herejía. Se trata de una red bien organizada de crímenes de opinión sin sangre. Los autores de tales-y tan escasas-obras no aparecen en la cuneta con una bala en la nuca aunque hayan desvelado corrupciones impunes al más alto nivel, mecanismos de elaboración de la mitología partidista de la Guerra Civil o relaciones del Rey con empresas árabes multimillonarias. Esto es consolador, especialmente para los interesados, y dice más sobre la realidad y vigor de la democracia española y sobre el valor de la democracia en sí que cualquier declaración de intenciones. No aparecen muertos en las cunetas, pero tampoco aparecen vivos en pantalla alguna, sufren la muerte social que lleva tres décadas siendo la zona más oscura de la transición española y que no se resume, ni mucho menos, al plano ideológico. Se dan aquí cita tanto los que, desde puestos en el satánico imperio norteamericano o en las decadentes instituciones y naciones europeas, siguen mostrando heroica adhesión al paraíso solidario, como el turista ideológico de tribus multiculturales, los promotores de engendros artísticos de factura autóctona o los autores del desguace de la enseñanza con el loable fin de distribuir a su gente lotes de chatarra.

El programa sea bueno y feliz sin esfuerzo transmitido por múltiples canales es de una sencillez evangélica, del tipo que, en medios menos religiosos y más críticos, recibe apelativos afines a la debilidad mental, pero precisamente por ello resulta tan atractivo y proclive al asentimiento y incorporación rápida a las estanterías del comedor sociocultural. Es un bagaje de primeros auxilios que hay que poseer aunque no se use. Desde el estrado de la poltrona o del aula, del micrófono, la pantalla o la columna periodística, el adepto al totalitarismo light del Nuevo Régimen hace estragos; sus respuestas, a las cuestiones más diversas, a las más concretas observaciones, son, invariablemente, previsibles. Cuando de moverse en el mundo de literatura, cultura, manifestaciones artísticas se trata, su pensamiento y discurso se encarrila de entrada-y de manera casi visual-por las vías férreas de su pequeño libro rojo, cuyos capítulos, negritas y subrayados le alivian de la enfadosa tarea de pensar por sí mismo y le proporcionan sin embargo la ilusión de pertenecer al clan intelectual y estar enunciando juicios propios. Es feliz cuando halla asideros para la clasificación inmediata (como racista, machista, imperialista) del tema, obra o suceso tratado, y enfila el rail de la corrección ideológica con la satisfacción que producen la ausencia de conflictos, la general aceptación del coro y la alta imagen de sí mismo devuelta, como espejos, por el asentimiento cordial de sus colegas. Cuando se le hace ver que su postura es reaccionaria, automática y acomodaticia, y que, además, no responde de manera pertinente al tema objeto del análisis, se siente desconcertado, molesto e incluso ofendido, experimenta el vago enojo de quien ha esperado inútilmente que salga el objeto de la máquina distribuidora. Es alguien que funciona por sintagmas nucleares, epítetos constantes, jaculatorias propias del ritual con el que su grupo sociológico comulga. Se complacerá en ejercer una censura tajante e irrevocable (que lleva camino de convertir en un páramo las historias y antologías de literatura) a la menor observación negativa sobre negros, mujeres, indios o judíos, pero difundirá sin empacho, y leerá con deleite, las más groseras descripciones físicas, los prejuicios más cerriles, los párrafos de xenofobia más descarada, siempre y cuando los sujetos sean británicos, norteamericanos, franceses o alemanes. Alabará las políticas sociales, la erradicación del elitismo, la democracia igualitaria, el Tercer Mundo y la clase obrera, ello en medida directamente proporcional a su afán por acceder a prendas de marca, muebles de diseño, ambientes de distinción gastronómica, estética o musical y liceos inglés, francés o alemán a los que enviar a su prole. Se trata-y trataba-de una peculiar clase en el poder, un vivero curioso y abundante de fiel, y en buena parte asalariada, clientela que se complace en su imagen sociopolítica de contestación y progreso, y asume, con la soltura del hábito integrado a las estructuras de la personalidad, la profunda contradicción entre la realidad y el discurso, las opciones materiales de existencia y el ideario verbalmente adoptado, la omisión bienpensante del precio de los derechos y ventajas disfrutados y la complacencia del cantautor con poses de desafío marginal que conviven con la cotidiana aceptación y acaparamiento de cuantos bienes ha producido el sistema burgués, del que reclama la parte del león en asignación vitalicia.

El progresista de retablo posee un perfil y discurso tan definidos como la imaginería del Egipto faraónico. En el marco mediático oficioso, de un aburrimiento insuperable, donde cada respuesta está acotada y es previsible, se acoge a fieles y simpatizantes y se condena al no ser al resto. Silencio completo, sólo roto, como excepción que confirma la norma, por alguna mención o aparición fugaz, que es recibida de inmediato con un alud de improperios de tan extraordinaria originalidad y genuino talante democrático como fascista y reaccionario. El grado de censura alcanzado es fenómeno digno de largo estudio, y ha sido obtenido sin duda con el continuo esfuerzo de un monopolio al que en verdad sólo falta cierto sentido del humor respecto a sí mismo. Es difícil contener la sonrisa ante la liturgia al uso. Llega entre grandes alharacas a la televisión una serie sobre la Historia de España para cuya realización, al parecer, no se ha reparado en gastos. Que han ido en buena parte a las eminencias que la asesoran si se compara con productos similares, pero de calidad infinitamente mejor, ya producidos por cadenas anglosajonas. En el medio hispánico el catecismo al político modo tiene, al completo, su asiento. Cuando de paleontología se trata, los rudos precursores del homo sapiens aparecen con cierto aspecto de careta de susto adquirida en los mercadillos navideños. Pronto muestran buen gusto en el vestir, el aseo personal y el cuidado de las manos. Pero, desde la oscura prehistoria, se distinguen por los valores morales, que son repetidos por el narrador en porcentaje que no deje lugar a dudas sobre su militancia en el bando correcto. Desde Atapuerca hasta la Edad de los Metales las tribus se muestran invariablemente “solidarias”; algún canibalismo había, pero tan incómodo detalle puede ponerse a beneficio de inventario; están compuestas de “hombres y mujeres”, sin que falte jamás la apostilla por si el torpe espectador pudiera figurarse que el género femenino no estaba representado ni gozaba de igualdad en tan tempranas edades. Ni en la caverna ni en la caza hay tuyo y mío, sino un reparto protofranciscano de los bienes. En los encuentros con elementos ajenos al grupo se hace gala de educada indiferencia de corte británico, a lo sumo una discreta curiosidad. El espectador pervertido, con experiencia en reuniones de comunidad de vecinos, podría pensar en luchas, aspereza, enfrentamientos. Por fortuna estos hispanos prehistóricos siguen escrupulosamente las enseñanzas marxistas sobre las comunidades primitivas y su estadio anterior a la nefasta irrupción del capitalismo y el sentido de la propiedad privada. Los grupos humanos de la serie televisiva española realizan “intercambios”, no rapiña ni comercio, y aportan probablemente a las tribus próximas, con una solidaridad que no les cabe en el pecho, el fruto de sus descubrimientos. Algunos pasan de la caza a la agricultura y los poblados estables, pero otros “ejercen su derecho a la diferencia” continuando con el nomadismo. Los hallazgos son colectivos y la cámara se guarda muy bien de sugerir inventores, líderes o brujos que se distingan del resto de la tribu. No es preciso un gran esfuerzo de imaginación para predecir los capítulos sucesivos, la, sin duda, imperialista y reprobable llegada de los romanos a España, la fraternal convivencia medieval entre las tres culturas, el aldeanismo y mal gusto del Cid y la sabiduría de Almanzor, el soplo de aire fresco traído desde África por almorávides, almohades y benimerines, que, de paso, arrasaban el arte de sus correligionarios con más eficacia que los cristianos, la incalificable desconfianza de los reyes de la recién unificada España respecto a comunidades judías y moriscas notoriamente propensas a actuar de quinta columna de los ejércitos africanos y de la Sublime Puerta.

En este apartado sobre la configuración y funcionalidad de unas directivas y de una censura más o menos gozosamente asumidas merece también mención honorífica la película “El Reino de los Cielos”. Pocas veces habrá gozado panfleto alguno de envoltorio tan lujoso. Sus promotores se han pagado, con el dinero de Gran Bretaña, Alemania, España y Estados Unidos al que se suma discretamente el de los Emiratos Árabes, nada menos que el genio de Ridley Scott, la perfección sin reparar en gastos de la puesta en escena y el extremo placer visual. La imagen es bellísima y recubre, del principio al fin, un mensaje que aplaudiría encantado Osama Ben Laden, véase la bajeza de Occidente contrapuesta a la simétrica exaltación del Islam purificador, poderoso y sabio. La película transcurre durante las Cruzadas. El clero cristiano es, invariablemente y desde el comienzo, fanático, opresor, criminal, venal y despreciable. Los príncipes y nobles europeos se muestran, salvo excepciones que tienen el buen gusto de morirse, ambiciosos, viles y crueles. Los musulmanes resplandecen de refinamiento, ciencia y bravura. Sobre todos ellos se alza el gran Saladino (con notable parecido al Sr. Laden), cuya magnanimidad y tolerancia son tales que le vemos, al final, dedicado a recoger y poner en pie la cruz de la ciudad conquistada. Anteriormente hemos presenciado cómo el protagonista (occidental pero bueno) se imponía a la sumisión feudal preconizada por el obispo reaccionario y transformaba a todos los siervos en ciudadanos libres y, en tiempo récord, en eficaces guerreros que tomaban decisiones por mayoría en un régimen protoparlamentario. Mientras, su compañera, tan independiente y apasionada como hermosa y alhajada a la oriental, escoge la modesta vía del servicio social. Por supuesto en el ejército árabe no se observa la menor veleidad de votaciones democráticas entre la tropa, ni en el campo islámico figura más elemento femenino que las camellas y yeguas. Se da, además, tácitamente por sentado que, frente a la criminal violencia de los cruzados, los árabes habían ocupado previamente los disputados territorios con la pacífica aquiescencia de la población y que la expansión del Islam se produjo en fraternal consenso con los invadidos. Pero la atención a tales detalles está fuera del guión. Hubiera podido añadirse, tras la conmovedora escena de Saladino y la cruz, un epílogo sobre la dictadura teológica de Irán, Arabia Saudita, Afganistán y otros países musulmanes, en los que está prohibido, por ejemplo, sobrevolar La Meca o erigir la más modesta iglesia y se considera legítimo el asesinato del converso y del infiel. Pero para tal lujo no llegaba el multimillonario presupuesto, ni el coraje de los amigos de la verdad y la tolerancia.

Esperar vencer al tumor, con visos de pandemia, del parasitismo de las clientelas utópicas con las solas armas del razonamiento, la lucidez y las buenas intenciones no pasa de ser una utopía más, una terapia basada en el consolador voluntarismo de los perdedores. Equivale a eliminar el robo asegurando a cogoteros y carteristas que está mal, pero que muy mal hecho. Para apropiarse de lo ajeno siempre hay multitud de argumentos, de históricos a psicológicos y personales pasando por sólidos edificios de teoría política y esquemas futuristas de imperativo moral. Los hechos han probado que la terapia tampoco pasa por la paciente espera a que pase la mala coyuntura. El sanador  universal que es el Tiempo funciona de manera harto variable.

Respecto a los jóvenes, ocurre con ellos como con los enfermos y los malos médicos: pese a éstos a veces se curan, quieren aprender e incluso acaban sabiendo e indagando por su cuenta. La Naturaleza viene en su auxilio, como en el de las sociedades de abundante, variado y asentado tejido cívico, a las que es prácticamente imposible dominar de manera perdurable, dañar de forma irreversible. La potencia regeneradora del animal humano, de la vida y la curiosidad hacia delante, del libro que sobrenada tergiversaciones y oportunismos, tiene la fuerza pertinaz del agua. El adolescente, menos indiferente de lo que parece y con una superficie de comodidad y hastío bajo la que laten la generosidad y el ímpetu propios del crecimiento y de la energía acumulada, busca metal entre la ganga, quiere futuro, recorre, siempre con brusquedad, a saltos, el trecho entre la edad adulta y la infancia. Saca cabeza en ocasiones del medio pueril en el que se le sumerge, avista, más allá del almacén vigilado, asomos de la robada herencia, de la identidad sobre la que sin saberlo él se levanta, las sucesivas capas de individuos de su especie que, como las hojas homéricas, se han ido depositando para construir la altura que pisa y ofrecerle sentido, explicaciones, horizonte. Siente la querencia oscura de raíces y de grandes pensamientos, seres, palabras y obras cuya envergadura proclama a gritos que no todo vale lo mismo, alimentos para el viaje de sesenta, cincuenta, setenta años que ineludiblemente le espera. Y los busca provisto del parco lenguaje y signos que son el bagaje del que se le ha provisto tras sobrenadar mares de mensajes inconsecuentes. Su siguiente etapa consistirá en la conciencia del despojo del que ha sido objeto, el paternalismo en grandes dosis, la fabricación de mimados segismundos mantenidos en torre y cadena para seguridad del rey y sus tutores. Pero cuando se les da la oportunidad, cuando por instinto algunos huelen la libertad, la ciencia, la grandeza y la belleza, entonces surge el hambre reprimida y soterrada de manjares intelectuales sólidos, rechazan el sabor dulzón del pienso y sorben como papel secante cuanto sobre ellos se vierte. Todavía no participan del triste juego de intereses de sus mayores, de la agradable servidumbre y del hábito antiguo del engaño; han crecido a su sombra, pero ignoran el origen y causas del chantaje. Les llega el día en que echan en falta las páginas de la literatura y la historia, los cuadros, estatuas, edificios, el paso secular de artistas y filósofos, el idioma que en las autonomías les quitan, el oro y la plata de las lenguas clásicas, las ciencias reinas en sus dominios, anchas de espacio, relaciones y equilibrio, la posibilidad, en fin, de saber y de sacar sus propias conclusiones, al margen de la blanda dictadura de la corrección sociopolítica.

Como está, tímidamente, empezando a ocurrir en los libros de texto escolares de Japón, que llevan más de seis décadas ocultando la terrorífica conducta de su orgulloso país durante el siglo XX, asimismo, a grande y paciente escala, habrá que trabajar en España (no será el único país donde sea preciso) para ir restaurando, como un mosaico privado de más de la mitad de sus teselas, la Guerra Civil, sus preludios, las guerras civiles, el largo balance mundial totalitario, el campo entero del Humanismo. Será preciso fumigar las aulas para librarlas de la secta pedagógica y recuperar el saber. Habrá que rescatar las cumbres de las manos de aquéllos que no soportan cuanto les sobrepasa, desvelar un paisaje tan desigual y variado como lo son entre sí cada uno de los seres humanos, y limpiar la animosidad viscosa hacia nobleza, transcendencia, honradez, tesón. Será, con mucho, más difícil el rescate de elementos como conciencia social, equidad, desprendimiento porque son precisamente las máscaras con las cuales se han presentado en escena los actores de la propaganda socialista y el lucrativo negocio de la igualdad. Y es muy probable que, por la sola inercia del Tiempo, nada de esto ocurra y el devenir se resuma a los poderes de la mafia más fuerte.

Tal vez el sector público, esencial en terrenos tan vitales como enseñanza, sanidad, justicia, haya quedado tocado y escorado, sin que se aviste solución alguna a su lento e irreversible hundimiento. Los servicios que se ofrecen, por imperativo social, a todos los ciudadanos son componente básico de un concepto de la igualdad de derechos muy propio de las democracias europeas. A diferencia de los estadounidenses, las gentes de este lado del Atlántico no gustan de vivir en un capitalismo de pura y dura lucha individual. Creen necesaria la solidaridad, a la que saben muy distinta de la caridad, sin que ésta cubra el espacio de aquélla. En este mismo factor reside sin embargo el talón de Aquiles de unas instituciones que han pasado a ser botín de clanes. La fragmentación en cacicatos nacionalistas ha multiplicado exponencialmente el desastre. Se ha entrado en una insostenible dinámica de burocracias ruinosas, en las que el bloqueo de calidad y eficacia es ley. Impera un férreo canon de Procusto dirigido a que se mezclen indistintos los peones y lograr la anulación y represión activa de cuanto favorece eficacia, competencia y élites. Al tiempo se escenifica el ritual periódico de la invocación a productividad, aumento de efectivos y doblados presupuestos, que distribuirán entre sí mismos y su parroquia quienes se reparten los frutos del Estado de Bienestar. Es conocida la escasa simpatía con la que miran jefes y representantes de las masas trabajadoras a los que, desde la Administración, se distinguen, emprenden estudios superiores, aspiran a mejor nivel. Tanto es así que tales iniciativas no suelen ser comentadas por los interesados en su medio laboral. La mediocridad es un grado. Ésta es, además, garante de silencio y fidelidades, especialmente cuando se manejan en los ministerios sumas millonarias de servicios subcontratados innecesariamente, y a alto precio, a empresas externas, cuando se monta con gran aparato un bluff de pánico organizado para cuya previsión no se repara en gastos (véase el clima de apocalipsis inducida respecto al informático efecto 2000), se sustituyen juristas de valía por gentes de la confianza del partido o cuando se anuncia la Segunda Revolución Cultural y se da a luz una serie de normas y directivas cuya estulticia es proporcional a la manipulación de fondos estatales a la que sirven de pantalla. El secuestro por parcelas del sector público es maniobra que cada día hace a éste más semejante a los monolitos polvorientos que arrasaron las economías de los antiguos Países del Este. Es posible que respecto a tan necesario componente de un mundo vivible como es la oferta estatal de buenos y asequibles servicios en enseñanza, salud o comunicaciones pueda decirse con desánimo Imposible la hais dejado para vos y para mí. Sólo la vaga embriaguez del consumo y la inercia de la prosperidad económica (ayudadas por los primeros planos fijos de revival guerracivilista que se utilizan para excluir temas inoportunos) permiten no percibir la fecha de caducidad de un promesa de gratis total inviable.

La labor del nuevo héroe tiene muy poco de espectacular y bastante de ignorada, pero los dragones son ciertos. Se trata, nada menos, que de desmontar, neutralizar y exponer un andamiaje improductivo pero hincado hasta los huesos del cuerpo social y adherido a las superficies más visibles por medio de la exposición continua y la afirmación reiterada. De él viven, o creen vivir, ejércitos pasivos y corales, con él se encadenan, ciegan y someten las corrientes vivas del conocimiento, la acción y la reflexión. Es el muro que, tras la caída del otro, ha quedado sin derribar, como trinchera ubicua y multiforme de tropas cuyo ardor bélico se alimenta de la propagación de cantidades fabulosas de rencor social aderezadas con horizontes ficticios de etnias agraviadas, virtuosa miseria, asesinos honestos y dictadores que posan para la eternidad y para las camisetas de la rebelión urbana.

 

11 DE MARZO

Entre el once y el catorce de marzo de 2004 se precipitaron las cosas. En cuestión de minutos, como las páginas de muchos libros arrancadas bruscamente, quemadas, rotas, aventadas en un corto vuelo, apiladas y ennegrecidas, yacían personas, desgajadas para siempre de sus historias. Un atentado terrorista, el mayor en Europa, había hecho estallar en Madrid trenes con su contenido, que se contó por cientos de víctimas.

Enseguida, con una rapidez que casi igualó la de la admirable solidaridad ciudadana y la eficacia de los servicios públicos de asistencia, se organizó una ávida maniobra de aprovechamiento electoral en beneficio del grupo de oposición que en principio se presentaba tres días después a las elecciones como perdedor a causa de los innegables éxitos del Partido Popular en la gestión económica y en una lucha antiterrorista llevada a cabo con firmeza que no se había visto hasta entonces. Se había intentado una política que se elevaba sobre el hormiguero de clanes para primar consideraciones generales de mayor envergadura y calado. Ésta, que resultaba incompatible con el populismo y la inversión electoral a corto plazo, comportaba, por primera vez, la diferencia de opciones respecto a Alemania y Francia, a quienes debió desde sus principios apoyo y financiación el Partido Socialista, reembolsados con acuerdos económicamente desfavorables y con las que siempre había mostrado España, desde la transición, una actitud ancilar y sumisa, y, por el contrario, situaba al país en alianza con otros homólogos europeos y en conjunción explícita con Estados Unidos, tanto en cuanto al enfrentamiento mundial globalizado contra el terrorismo como respecto a la intervención bélica, el derrocamiento de Sadam Hussein y las largas y difíciles reconstrucción y pacificación del país. Éste era el flanco más débil, electoralmente hablando. Sectores civiles muy amplios se oponían, y con motivo, a la implicación en una guerra mal explicada y peor prevista en su desarrollo, consecuencias y finalidades últimas. El tejido de presiones localistas y las crecientes reivindicaciones autonómicas acababan, además, de otorgar un plus de impopularidad al PSOE: su líder en Cataluña se había aliado con el partido independentista (Izquierda Republicana), cuyo portavoz había pactado, en entrevista con ETA, que ésta no asesinaría en aquella región, lo que no despertó precisamente las simpatías del resto, como tampoco lo hicieron las pretensiones de fraccionar el marco constitucional.

Los descubrimientos, en meses anteriores, de comandos del grupo terrorista vasco provistos de grandes cargas de explosivos para provocar atentados que sólo fueron frustrados por la intervención policial apuntaban a su autoría en el del 11 de marzo. Contra ETA se dirigieron pues desde las declaraciones del Gobierno hasta el clamor de no pocos ciudadanos, apoyado además por la oportuna coincidencia de la aparición en el País Vasco, de panfletos incitando a sabotear los ferrocarriles españoles.

Hubo también sin embargo, desde el principio, algunos rasgos propios del terrorismo islámico: la elección de la fecha, recuerdo del 11 de septiembre, la magnitud de la carnicería. A esto rápidamente-pero una vez que se hubieron producido las primeras declaraciones oficiales y con prontitud que se hubiese dicho calculada para que previamente el Gobierno se involucrase en la tesis de la autoría etarra-se sumaron pruebas de filiación musulmana de los asesinos y reivindicaciones, en prensa y video, de un grupo terrorista de Al Qaeda, que se declaraba autor del atentado y lo explicaba casi literalmente en los mismos términos que habían figurado meses antes en los carteles de la oposición contra la política internacional del Presidente, su alianza con el de Estados Unidos y la participación española en la guerra.

La mañana del día once, poco después de la explosión, el representante vasco del nacionalismo independentista y notorio portavoz oficioso de ETA había negado la relación de la banda con la masacre de la estación de Atocha y apuntado, temprana y solitariamente, a la implicación del fundamentalismo musulmán.

En el breve espacio temporal que medió entre la conmoción y secuelas de la matanza masiva del jueves y las votaciones del domingo hubo, por parte de la oposición, un despliegue mediático de agresividad monocolor, una organizadísima táctica de acoso, usura y desprestigio del partido en el Gobierno con el fin exclusivo de canalizar en su contra la tensión, terror, tristeza y desconcierto que la imprevisible magnitud del suceso producía en los ciudadanos. La tesis era, en realidad, idéntica a la expresada por Al Qaeda: el Presidente pagaba, y pagaría, por su apoyo a la política de Estados Unidos y a la intervención en Irak. El pueblo español no podía menos de ver, pues, en él y los suyos los causantes de una inmensa desgracia que, además, amenazaba con repetirse de no cambiar políticas y dirigentes.

En ilustración cristalina del fin justifica los medios, el partido socialista y aliados ocasionales mostraron, en cuestión de horas, las dotes que en otros terrenos-economía, cultura, educación, trabajo-les habían faltado. Su eficacia fue, como siempre había sido, extrema en un aspecto: movilización, coacción, creación de grupos de presión, demagogia oportunista, difusión de consignas, manipulación de comunicaciones y mensajes; recurso, en fin, a métodos históricamente inseparables del fin justifica los medios. La mañana misma de las congregaciones para los minutos de duelo y de silencio la pared frente al instituto de enseñanza secundaria donde se encontraba quien esto escribe mostraba una pintada en la que se leía en grandes letras negras terrorismo=ETA=Al Qaeda=Aznar=cruz gamada. Contra lo que suele ocurrir en otros casos, en los que permanecen semanas o días, este letrero desapareció, púdicamente enjalbegado, nada más ganar el Partido Socialista las elecciones del catorce de marzo. No había sido borrado de cualquier manera; se trata de todo el lateral de un edificio de una planta que amaneció el lunes repintado a conciencia, pero sólo en los paneles donde había habido ataques e insultos contra el Partido Popular. Los otros grafitti, en colores y grandes dimensiones, estaban intactos. El de marzo de 2004 fue un decorado de despliegue rápido y puntual retirado tan pronto como se cerraron las urnas. La mañana del quince no existía. Una de las primeras cosas que los alumnos vieron al entrar al instituto fue las insignias ZP del nuevo presidente socialista, que lucían en su ropa los conserjes del centro.

La situación de censura unilateral en la que, no sólo éste, sino otros procesos parecidos ocurren es tan significativa en lo omitido como en lo manifiesto. Porque es inimaginable que paralelamente a las del PSOE o Izquierda Unida, se hubieran visto durante todos aquellos meses insignias, carteles o folletos del PP, ni siquiera el pin más modesto. La desproporción entre la superficie expresiva ocupada por lo que se ha dado en llamar el bloque de la izquierda y la de sus adversarios democráticos es absoluta. La calle, paredes, conversaciones en voz alta, convocatorias, prendas, accesorios, voces, pizarras, carteles, pertenecen a los primeros. Los del Partido Popular son unos apestados excluidos de la percepción ciudadana excepto en formas caricaturales. Se los vota, incluso con mayoría, de una forma a fuer de discreta casi vergonzante y clandestina, no se aventuran en el más leve desliz de afirmación visible, y se les supone obligados a encajar, sin la menor respuesta, empujones, improperios, lanzamiento de huevos y basuras, bloqueo a su presencia y sabotaje de sus actividades sociales. Las agresiones contra sus militantes y sedes gozan siempre de completa impunidad.

En el mundo escolar se copiaban de cerca las obras de los adultos. Porque, con un desdén absoluto respecto a la jornada de reflexión, la legalidad y no digamos la ética, la todavía oposición puso en marcha el 12 y 13 de marzo de 2004 una operación voto que justificaba todos los medios, mandó una lluvia de mensajes a móviles convocando a caceroladas frente a la sede del adversario político, sitió, literalmente, a bombo y platillo a los representantes del Gobierno en todos los lugares públicos, colegios electorales incluidos, acompañándolos con un coro de asesinos, asesinos, persiguió hasta las urnas con abucheos e insultos al todavía Presidente y a su mujer, cubrió en tiempo récord las páginas de los periódicos, las pantallas y las ondas con la ecuación Partido Popular igual a guerra, terrorismo y muerte, volcó en él (mucho más que en los causantes del atentado) todo el peso de los muertos, no hizo ascos a la sangre de las víctimas si los cadáveres le servían de pódium y las amenazas islámicas de caja de resonancia. Y el mensaje llegó, desde luego, con manifiesta inversión del voto, muy visible en las zonas más castigadas por la matanza y en los jóvenes.

Empero, sin el monopolio mediático del que España es un curioso ejemplo, el activismo carente de escrúpulos no hubiese bastado. Era necesaria una presentación selectiva y tendenciosa, con espectaculares omisiones y magnificación, para consumo tanto nacional como externo, del binomio política del partido en el Gobierno igual a culpabilidad y muertes. Cuando se habla del monopolio, que quedó de tal forma en evidencia durante los tres días previos a las elecciones, se trata del bloque ya en otras ocasiones citado, que es probablemente el arma más sólida de la clase clientelar dominante nacida de la Transición, enriquecida con ella y dispuesta a fagocitar cada resquicio de poder y de control social: periódico transformado desde muy pronto en una especie de gaceta del Movimiento Único Progresista de filiación obligatoria, cadena de radio, televisiones, empresas editoriales, ligadas al enorme negocio de los libros de texto y a su vez inmersas en El Discurso global. Las variantes dependen de las necesidades del guión, pero la homogeneidad es inconfundible en los métodos, en el ejercicio, por activa y pasiva, del silenciamiento y  la censura, en la infalible servidumbre al puñado de arquetipos y tópicos y en su fusión peculiar con una constelación de partido, artistas e intelectuales de nómina y sindicatos “de clase” cuyas entidades se desdibujan hasta parecer simples apéndices del núcleo fáctico. La más simple visualización o repaso del asalto mediático a las urnas en las cuarenta y ocho horas que siguieron al atentado es de una claridad tan meridiana que prácticamente excluye la necesidad de argumentos. Que sean el largo, insistente, pormenorizado y atento juego televisivo de cámaras en la transmisión de las manifestaciones contra las sedes del PP la víspera de la mañana electoral, la paralela metodología radiofónica o la exhibición de pancartas cuya abundancia, buena factura y homogeneidad de materiales sugerían previsión logística más que indignada improvisación, los datos hablan por sí mismos. En este sentido, la actitud de los corresponsales extranjeros adolece con frecuencia de notable ingenuidad cuando comentan el dominio por parte del partido en el gobierno, sea el que fuere, de los medios de comunicación estatales. El control de los telediarios no impide, ni ha impedido, el muy distinto tono de la constelación mediática, que se resume en la constante de asociar, invariablemente, el socialismo al progreso y el conservadurismo regresivo a sus adversarios, ello repetido hasta la saciedad, diariamente, con todo tipo de metáforas, símiles y paralelismos, amplificados por una especie de coros y danzas que ejercen como representantes y depositarios de la Cultura.

Particularmente ilustrativo es, por ejemplo, el editorial del diario El País del viernes 12 de marzo de 2004. La semántica de la composición es impagable: gran fotografía de portada con las vías sembradas de heridos y muertos, vagones destrozados al fondo, y a pie de foto, bajo las víctimas, a la derecha, en un recuadro, el comienzo, en cuyas pocas líneas ya se avanza la eventualidad de la relación del atentado con el papel jugado por el Gobierno de Aznar en la guerra de Irak. El editorial continúa en la página diez con una estructuración cuidadosa. La primera columna asocia más el suceso, dada la amplitud de la carnicería, con los fundamentalistas que con ETA, comenta las declaraciones del Ministro del Interior sobre el hallazgo de una cinta magnetofónica con versos del Corán en una furgoneta que contenía también detonadores y la posterior reivindicación de un grupo islamista, y liga (aunque se habían producido en un tiempo récord, la tarde del jueves mismo de los atentados) estas declaraciones oficiales a la sospecha de ocultamiento o una manipulación de la información por parte del Gobierno. Continúa así la segunda columna y, en el cuerpo central de la página y del artículo, añade la posibilidad de la bicefalia, pero lo hace de forma tal que, de producirse, aumentaría, en vez disminuir, la culpabilidad del Gobierno: A esta hipótesis debe añadirse como mero automatismo lógico la de que la actuación criminal sea producto de una coalición terrorista islamista y etarra, de forma que los asesinos hubieran terminado fusionando sus dos sangrientas banderas y confirmando de forma siniestra las profecías de Bush y de Aznar que querían confundir todos los terrorismos y convertirlos en uno solo. Si así fuera, será un tipo de profecía que se cumple a sí misma y que arrastra en cuanto a responsabilidades a quienes las profieren. El párrafo, y en especial su última oración, merecen figurar en los manuales de tendenciosidad periodística. Está diciendo que, en el caso de que hubiera habido colaboración entre Al Qaeda y ETA, ésta, y sus efectos, serían culpa de Aznar, y de Bush, puesto que ambos querían confundir todos los terrorismos. Es decir, los grupos terroristas no tendrían tendencias a la colaboración según análisis e investigaciones, sino que tal unión sería el exclusivo fruto de las premoniciones (en verdad satánicas) de los presidentes español y norteamericano. Indudablemente El País elaboró ese día un artículo que pasará a la historia de los manuales de periodismo.

Dentro de este tema, de la extraordinaria capacidad del monopolio mediático, es también digna de estudio la habilidad del autoproclamado bloque del progreso para conformar, cara al exterior y los corresponsales extranjeros, una imagen de España cuyo perfil se funde con el de los intereses de la clientela de la utopía. Tal eficacia es casi proporcional a la extraordinaria torpeza del Partido Popular para defenderse a sí mismo y hacer valer sus logros. Valga como mínimo ejemplo el hecho de que durante años el suplemento especial de Año Nuevo de una publicación tan prestigiosa como The Economist recurría al Sr. Cebrián-pieza clave en la constelación mediática del Partido Socialista-para la elaboración del artículo sobre visión general de España. El diario El País goza de una distribución exterior a la que sólo falta recurrir al buzoneo para asegurarse de que la imagen del homónimo nacional es la por él presentada. Por otra parte, la lectura de prensa extranjera ha producido-y aún produce-la impresión de que se continúa viendo a la Península bajo el prisma de una diferencia más grata a distancia que para consumo interno. España queda como reserva cherokee de socialismos perdidos, como lo fue de bandoleros románticos, anarquismo glorioso, fervor revolucionario o pueblos medievales. Es el país de la última guerra idealista, de brigadas internacionales donde se acudía a luchar por la libertad. Ha sido, desde fuera, la patria de los sueños y de los recuerdos (imaginarios o reales) de hazañas nobles, de una esperanza y juventud fatalmente abocadas a la derrota por la experiencia, evidencia y cesiones del transcurso de la vida. El país europeo de Nunca Jamás debe permanecer tal, no existieron estalinismos, crímenes de las milicias, socialismos ruinosos, conductas lamentables. La afición diferencial no camina lejos del desdén: a España se le permite ser extraordinaria pero no igual en las aspiraciones y rasgos del mundo moderno, aprendiz pero sin tienda propia. El hundimiento de la política atlántica del Partido Popular significó el regreso al redil europeo como rebaño secundario al que los grandes de la Mesta, Francia y Alemania, impondrán las cuotas de leche y lana que les parezcan oportunas, como ya hicieron con el muy bien pagado apoyo al joven partido socialista que precisaba con urgencia exhibir en sus logros el ingreso de España en la Comunidad Europea.

Se recurrió en el tratamiento de la masacre del 11 de marzo a dos procedimientos que son un clásico de las metodologías de corte totalitario: Uno la insistente afirmación de una falacia que la repetición transforma en certidumbre, por lo que se comenzó, de manera casi simultánea-curiosamente simultánea-a los hechos, a acusar al Ministerio del Interior de ocultación de datos que omitirían la autoría islámica en beneficio de la etarra, más proclive ésta última a favorecer a un gobierno que llevaba ocho años combatiendo el terrorismo vasco con mucha más eficacia y éxito que sus predecesores. La mentira voluntaria casaba mal con la realidad, porque lo que se dio en aquel puñado de horas fue una sucesión de informaciones y aclaraciones oficiales incluso ingenuas en su afán de premura y exculpación anticipada. Afán inútil, por cuanto el condenado lo estaba mucho antes de pruebas y juicio, pero fructuoso como apoyo secundario a la tesis troncal de la culpabilidad del PP. La gran ventaja de sus adversarios estuvo desde luego, durante esos tres días, en su capacidad y perfecta ausencia de escrúpulos a la hora de hacer uso de los materiales que la coyuntura ponía a su disposición. El otro procedimiento consiste en anticiparse a la denuncia del atacado utilizando semejantes términos. Para ello se tomaron las quejas de que se estaba produciendo por parte del partido socialista un asalto mediático preelectoral y se hizo enunciar a un conocido cineasta, ante los periodistas, sus pasados temores a que el partido popular diese un golpe de Estado y su alivio al ver recuperada una democracia que, según él, no habría existido durante los ocho años del gobierno del PP.

La insistencia socialista en que se informara a ellos y al pueblo de las pistas en torno a la autoría del atentado, inmediatamente, con completa transparencia, en cuestión, no ya de horas, sino de minutos durante los que no paraban de llover sobre el Gobierno improperios sobre ocultación de pruebas, se centraba en hacerse con una baza fundamental cara a las urnas: Había que negar, cuanto antes, la intervención de ETA, cuya debilitación figuraba en el haber del adversario, y poner todo el peso de los cadáveres en la balanza de la responsabilidad islamista, en los hombros del todavía Presidente, al que un repentino y atronador Halloween de disfraces de esqueletos, caretas, pancartas tratándolo de terrorista, asesino, mentiroso, militarista y compadre de Bush persiguió sin perder segundo, pisoteando el silencio preelectoral. Como las pintadas, el impaciente interés del PSOE por la investigación del atentado se desvaneció, con el resto de los decorados, tras cumplir su misión de dejar bien incrustados en la mente de los votantes los binomios Aznar-asesino, Aznar-Irak en guerra, Partido Popular-venganza árabe y doscientos muertos de la estación de Atocha (con sus dobletes necesarios Partido Socialista-Inocencia, PSOE-Paz, Zapatero Presidente-Ausencia de muertes-Oposición a la guerra.) El domingo por la noche se hizo público el vuelco electoral, la victoria, completamente inesperada el miércoles 10, del Partido Socialista mediante una esforzada maniobra de reciclaje del miedo, la exasperación y la incertidumbre. Simultáneamente, pasó a muy lejano plano la febril exigencia de datos sobre la filiación de los criminales.

Las dos hipótesis de autoría se presentaron por lo general desde el principio como excluyentes, y ello pese a que era notorio que ETA se había entrenado en países como Argelia y Libia, que existían lazos con sus compañeros de milicia y aprendizaje y que el intercambio logístico, informativo y operativo entre grupos terroristas de diversos signos pero unidos por el antiamericanismo, los fundamentalismos nacionales o religiosos y la animadversión a las sociedades libres era de pura lógica. En España, en horas veinticuatro, ya estaba en marcha la explicación por venganza, término que implica causa-efecto justiciero, según el paralelo, lanzado a la opinión pública, de los bombardeos sobre Irak y la catástrofe de la estación de Atocha, y en horas setenta y dos se había producido un vuelco electoral de una claridad inconfundible para los autores del atentado y para cuantos los dirigieran, apoyaran o imitaran su métodos: Rendición ante el golpe terrorista, sumisión a sus condiciones, retirada inminente de las tropas. Las observaciones, datos, análisis que no se integraban en la lógica de este proceso simplemente fueron borradas del mapa comunicativo u ocuparon en él un espacio insignificante y voluntariamente anecdótico, que incluso se aprovechó como material de acarreo para abundar en la culpabilidad, no ya de los asesinos reales, sino de Aznar y Bush. La masacre no sólo fue impecable en el logro de sus fines electorales, sino que también funcionó como un reloj en el hallazgo de pruebas depositadas a las pocas horas prácticamente ante la policía y en los rápidos comunicados reivindicando la matanza, lo que dejaba el margen temporal perfecto para movilizar contra el Gobierno a la ciudadanía, de manera que depositase su indignación, aún caliente, en forma de voto.

Hubo que esperar al dieciséis de marzo para leer en un periódico, El Mundo, (y esto refugiado en la página veintinueve) un resumen de un documento del grupo saudita relacionado con Al Qaeda Voz de la Jihad (guerra santa) redactado y difundido a finales de 2003. En él se definía un frente terrorista en el que los sectores islámicos actuaban de brazo armado, mientras que otros, en los que se integraban grupos europeos terroristas entre los que figuraba ETA y círculos antiimperialistas y autodenominados de resistencia iraquí, se encargaban de política y agitación. Su estrategia y fines explícitos eran, ya en ese momento, provocar en España con atentados y propaganda un efecto dominó que obligara a las fuerzas occidentales a abandonar aquel país, lo que, en cualquier caso, se preveía que había de ocurrir con los españoles. Los fines se cumplieron escrupulosamente. La matanza de Madrid fue un completo éxito para sus organizadores.

Los jóvenes y muy jóvenes han tenido papel preponderante en el proceso. La facilidad de su manipulación a nadie escapa, y de ella habían dado abundantemente prueba las manifestaciones en pro de la logse y contra cualquier mecanismo de mejora. La masacre llevó a las urnas a un sector totalmente permeable al difuso mensaje pacifista, dispuesto a gritar consignas y culpabilidades, proclive a la acción inmediata y el ataque al enemigo próximo. Irak pasó a ser un icono útil para una bien definida clientela. Los proyectiles para el derribo político del oponente fueron seleccionados con extremo cuidado y cualquier material no susceptible de utilizarse como tal fue filtrado y rechazado antes de que llegase al público. Las observaciones ajenas al interés del bloque mediático dominante había que buscarlas, como los artículos contra la manipulación electoral de la matanza, muy en el interior de los diarios. Véase el soberbio Con plomo en las entrañas, de Antonio Muñoz Molina, publicado en El País, sí, pero en la página 53, por el aquél de la pluralidad.

El discurso y la legitimación bélicos han sido capitalizados por un magma confuso que halla en el antiamericanismo, por cuanto que Estados Unidos tiene fuerza y también intenciones de defender el sistema democrático liberal y sus principios, el adversario en el que concentrar una ofensiva en la que se alternan la agresión directa y el aislacionismo. Europa (al menos un núcleo importante de lo que por ella se entiende) carece de voluntad y de medios para defender de auténticos ataques y violencias el sistema y bienestar de los que disfruta. Ha podido permitirse tal lujo porque se apoyaba, cuando llegaban los conflictos, en el recurso a la ayuda estadounidense, que pagaba en cheques y en muertos las facturas del nivel de asistencia social y plácida convivencia de Occidente. Hay generaciones enteras de europeos a los que se ha enseñado la gratuidad de la subsistencia y los derechos, la relatividad de los valores, la compatibilidad, en un mundo idílico, de culturas a las que sólo la maldad del imperialismo impide desarrollarse en su pacífico esplendor, la benevolente indiferencia respecto a prácticas y sistemas impregnados de fanatismo, segregación y desprecio por la vida humana. Se ha extirpado, literalmente, de los libros de texto el conocimiento y estima de la propia historia, la lucha por la manumisión del pensamiento de sus oscuras cadenas de alienación e ignorancia, la gestación de la filosofía, de la división de poderes y de la igualdad ante la ley, la laboriosa obtención de los Derechos Humanos. En su lugar, lo que de forma más o menos marcada, según los intereses nacionalistas u otros en juego, se enseña es un curioso racismo de nuevo cuño que promete comprensiones y acomodos en nombre del respeto a la diferencia y garantiza impunidad a los que reivindican las pautas de su zoológico para ejercer la ley del más fuerte. De esta forma, por una parte nunca se han exaltado tanto la tolerancia y la paz, por otra nunca se habrán vestido con mejores argumentos inhibición, pasividad y cobardía. Queden tranquilos los dictadores con sus exterminios y amenazas, los fundamentalistas con sus cotos de barbarie y contrabando de armas, las mujeres del mundo musulmán con un grado de sometimiento e indignidad incomparablemente mayor que las peores prácticas del apartheid sudafricano. A todos ellos se guardarán de inquietarles multitudes ganadas por las razones de los menores riesgo y esfuerzo y dispuestas, en compensación, a vestir con regularidad las galas polícromas del relativismo de civilizaciones, que incluyen en el ropero los blancos hábitos del pacifismo a ultranza, mientras se reserva en exclusiva la actitud beligerante y la lucha para encarnizarse con las sociedades democráticas de Europa y  los Estados Unidos. A fin de cuentas, la defensa del paraíso multicultural se encuentra en el credo de sectas variadas, pero unidas por la irritación ante la autonomía y el libre ejercicio de la inteligencia. Por ejemplo, la diferenciación bíblica entre blancos y negros, con la consiguiente e impermeable diversidad de sus naturalezas, fue uno de los pilares del discurso del Ku Klux Klan. Tras lo que se presenta como bloque izquierdas hay un reaccionarismo profundo, una regresión hacia territorios míticos de seráfica bondad. Y, tras la adhesión apasionada a la mitología, existe un peligrosísimo abandono de valores universales, de responsabilidad personal, de conciencia del precio de las cosas y de la factura implacable de la realidad. El edén de las tres, o trescientas mil, culturas ofrece refugio y camuflaje a gentes caracterizadas por el oportunismo financiero y sociopolítico y por el cultivo y explotación de la inexperiencia generosa de la juventud. La utilización de los jóvenes como vivero doctrinal, reserva y fuerza de choque es un clásico recurrente de la metodología totalitaria. En los sucesos del marzo del 2004 la comparación de cifras, por edades, y la participación de nuevos votantes dejan pocas dudas sobre el diseño de la intensiva movilización electoral.

Detrás del decorado edénico, y sojuzgada por él, se extiende la vasta clase de las víctimas, un Tercer Mundo que no es, ni quiere ser, el de la postal rústica y el cromo sino que se ha compuesto de sectores con aspiraciones a la mejor vida y al progreso, a la modernización y las libertades, gentes traicionadas en Occidente por sectas tan fascinadas por la colorista defensa de las tribus como amigas de la sumisión precoz a los señores de la guerra. Ocurre que uno puede apuntarse al paraíso del león y del cordero siempre y cuando se asegure de que los leones son vegetarianos. La identificación en marzo de 2004 de paz igual a cambio de gobierno, criminales de guerra igual a Presidente Aznar era tenebrosa en la simplicidad angélica de su primer planteamiento y el descarnado ataque personal del segundo. Es tan automático cosechar adhesiones a la paz como a la desaparición del cáncer, pero presentar a los muertos de Madrid como resultado de la bárbara justicia de los resistentes árabes implicaba gran desprecio hacia los seres humanos muertos en Bagdad en grandísimo porcentaje a manos de correligionarios políticos de los terroristas de Madrid (y homólogos de los de ETA y similares). Los carteles de las manifestaciones previas a la cita electoral no aludían, ni de manera casual, a esos verdugos y esas víctimas; se concentraban en tildar de asesinos a las fuerzas estadounidenses y al gobierno español. No se oyeron protestas indignadas contra la presencia de los soldados norteamericanos en Haití, sin la cual hubiera habido un completo baño de sangre, ni se han visto manifestaciones airadas contra los autores allí del asesinato de un periodista español a cuyo cadáver la falta de agresores gringos ha privado de gloria póstuma. Tampoco se observan, por parte de grupos y/o individuos defensores de los diversos y sucesivos edenes (socialistas, multiculturales, indígenas, islámicos) iniciativas de voluntariado del tipo emigración y asentamiento en sentido contrario al de las pateras, o de las balsas de Cuba; ni se ven largas colas para obtener la nacionalidad iraní o afgana, ni empujones para atravesar la frontera y alcanzar Corea del Norte o, más simplemente, cambiar el pasaporte español por uno de los de tantos latinoamericanos que están deseando conseguir otra nacionalidad. La coherencia se halla en continuo cuarto menguante desde hace muy largo tiempo: No se recuerdan desbandadas que intentasen en Berlín, sentido oeste a este, saltar el Muro, ni adhesiones castristas más allá de Tropicana, el descanso vacacional y la piel de las mulatas. Porque se está bastante bien al abrigo, tardomodernista, de la revolución de play station. Además, el coste intelectual es desde luego mínimo. La terminología, el electoralismo de consumo inmediato y buena parte de la educación y de la cultura han allanado el camino para la firma de paces preventivas, rendiciones anticipadas, acuerdos con el terror por parcelas, en un lento proceso de desguace de certidumbres, evidencias, iniciativas, dignidad y valor. La ensordecedora brutalidad de los atentados de Madrid rompe la superficie de una materia largamente preparada para ello, trabajada para convertirse en porosa caja de resonancia y edificio sin más cohesión que los instintos de salvación y de ayuda y la necesidad, a cualquier precio, de refugio contra el pánico.

El profiláctico recurso al Cui prodest? actúa como instantáneo clarificador de la espumosa maraña de apariencias y el estruendo de los sucesos. Respecto a los acontecidos entre el 11 y el 14 de marzo del 2004, subyace una innegable radiografía de beneficiarios que no implica planificación consciente por parte de la totalidad de los sujetos, pero que desde luego presenta la indiscutible realidad del saldo beneficios-pérdidas. Apartar al Partido Popular del poder en tales circunstancias y con esos métodos equivalía a ingresar a corto plazo réditos abundantes en las cuentas de la clientela de las tribus y en el haber de cuantos viven del chantaje y del erario público. En términos de dinero y cargos, ofrece una multiplicación exponencial de cortes, cortesanos, subsecretariados, ministerios, consejerías, delegaciones, asociaciones subvencionadas y cuantas mitosis vayan produciendo (con el nombre de retoques constitucionales, cesiones y nuevas transferencias) las sucesivas sangrías, mordidas y repartos del presupuesto, con su corolario de nepotismos, cacicatos, aldeanismos, pretendientes, acompañantes y clientelas, los cuales segregarán himnos, identidades culturales y rasgos diferenciales a la misma velocidad que fueros, particularismos y agravios retrospectivos. En el debe quedarán nada menos que el bienestar, la igualdad ante la ley, la solidaridad, la amplitud intelectual, el mérito y los derechos individuales.

En primera línea del cui prodest? y listos para ingresar en cuenta se sitúan, por supuesto, los grupos terroristas más variados, porque en la dinámica de cesión al chantaje caben todos y necio sería renunciar a cosecha que se anuncia tan favorable. El cambio de bandera de los perejiles, ceutas y melillas servirá de simple aditamento a la imposición de que los escolares musulmanes queden por completo sometidos a los usos del islam, y muy en especial las hijas, hermanas y futuras esposas y madres de los creyentes del Profeta, e incluirá de forma consecuente la repoblación, dialogada y negociada, de las zonas del Al-Ándalus que corresponda. En cuanto a ETA, lo lógico es que se limpie su honor a efecto retrospectivo, se califiquen sus asesinatos de hechos de guerra y se apresure la firma del acuerdo que consagre el reconocimiento de sus derechos y aspiraciones por parte del gobierno de Madrid. Camino semejante, en buena lógica, debería seguirse en Cataluña, tanto con el general reconocimiento de su larga y heroica lucha contra la invasión del castellano como en el establecimiento de partidas monetarias que deberá abonarle, a título de compensaciones de guerra, lo que, tras estos procesos, todavía persista del Gobierno central. En ambos casos será de obligado cumplimiento, mientras queden en el fondo de la caja euros para ello, el establecimiento y subvención de entes y departamentos autonómicos y locales que dupliquen y tripliquen los ya existentes. La parte del PSOE que se ha erigido como faz política visible de un entramado de clientelas ávidas, inquietas con la premura de la nueva generación que exige y la anterior que se mantiene y convencidas de que ha sonado la hora del reparto de los resultados de la precedente buena gestión económica, se amalgama, amén de en las autonomías, en una masa de organismos, representantes y asociaciones cuya existencia y fidelidad están garantizadas mientras fluyan nómina y subvención. Toda una red en parte mediática por su acompañamiento inseparable de cajas de resonancia y en parte recubierta del indispensable decorado antifranquista, progresista y social. Los aspirantes vocacionales al club de víctimas y la reivindicación justiciera, mientras con ello aumente su patrimonio y se apresure su ascenso, la fiel infantería del cui prodest? son, en fin, de prole en extremo numerosa, pero, más que su número, les favorece el virtual monopolio comunicativo en el que se mueven, el miedo fruto de la presión fática cotidiana, de que se valen como telón de fondo y sobre cuya silenciosa, amorfa sustancia, pisan, deambulan y se elevan a placer, en un fenómeno, típicamente de la España de estas tres últimas décadas, de apropiación indebida del sujeto ético.

Con ser preocupante el panorama de cacicatos sociales y políticos que reclaman sus libras de carne, nada corre mayor peligro que Educación y Cultura. No es casual la presteza con la que nuevo gobierno y autonomías han apresurado la aprobación, en 2005, de una versión aumentada de la logse al tiempo que se lanzan en ofensiva en toda regla contra los medios de comunicación no afines. Economía, Obras Públicas, Asistencia Médica, Agricultura, Transportes se hallan protegidos por cierta inevitable sumisión al principio de realidad, que impide al nuevo Gobierno espectaculares destrozos. La bancarrota, en tales terrenos, es demasiado rápida y patente como para ir en ella mucho más allá que cierta demagogia inevitable. Los puentes rotos, los enfermos fallecidos, cosechas malogradas y empresas en quiebra son de difícil componenda e imposible disimulo. La Educación, el sencillo hecho de enseñar y aprender, las manifestaciones artísticas que, normalmente, deberían discurrir por cauces libres y variados, se yerguen ahora como el escogido trofeo de señores de la guerra administrativa, la pieza escogida como emblema y castillo por un ejército de numerosas fidelidades y hambrientas huestes. Son, como ningún otro terreno (véase la celeridad con que se reclaman y acaparan por los nuevos pseudogobiernos), carne de chalaneo y catástrofe, y se aferran, arrastran y reparten sin dedicar un instante de preocupación reflexiva a sus destinatarios. El fin justifica los medios sigue siendo, como en las páginas políticas más siniestras de la historia general, y de la privada, la corriente de fondo que avala y sostiene todo tipo de actitudes, que ignora efectos y desprecia daños y se sitúa, por el cómodo recurso a cierta genética superioridad moral, por encima de las personas y del juicio concreto que merecen las acciones puntuales.

Los ejemplos se concentran, de forma casi atropellada por la enormidad de la circunstancia, en la primavera de 2004, y se puede trazar un hilo conductor entre ese paradigmático terreno educativo y otros que le son aparentemente ajenos y pertenecen a los grandes acontecimientos y a las directivas oficiales. No es casual que el dirigente del partido socialista que se encargó el 13 de marzo, con generosas ayudas, asistencias y coordinación mediáticas, de montar, sobre la todavía caliente pila de los dos centenares de muertos, la violenta campaña callejera contra su adversario político, en plena víspera de elecciones, fuera la misma persona que se significó como uno de los pilares del propagandismo cultural y de la Reforma Educativa de 1990. La personalidad de políticos concretos no tiene en este montaje más que un valor anecdótico, pero alcanza, por la mediocre ejemplaridad de los representantes, rango de categoría. Es el caso del antes citado, con una trayectoria caracterizada hasta el extremo por la agitación demagógica, la creación de cortinas de humo populista y, sobre todo, por la más absoluta indiferencia hacia las víctimas. Convergen en idénticos actores el aprovechamiento electoral de una matanza terrorista y la responsabilidad del fraude logse, la extensión de la ignorancia juvenil y la adulteración del proceso electoral. Los ingredientes de la agiprop (agitación-propaganda) de marzo de 2004, eficaces en su momento como catalizador de los terrores e incertidumbres de la opinión pública para empujar a la red del partido el voto, son sin embargo de digestión trabajosa, la masa de metal y cuerpos de la estación de Atocha queda ahí, pedestal del éxito inesperado del nuevo Presidente, como fondo de una toma fija en cuyo primer plano el vencedor de abril tiene como sombra la del agitador de marzo.

El manipulador político de larga trayectoria ha adquirido, además, notable virtuosismo en el empleo de la técnica de la vileza asumida, la creación de amplias fraternidades que, por activa o por pasiva, apoyan sus actos. La certidumbre de lo que han vivido, visto y saben, empujada hasta el fondo de la conciencia de capas amplísimas de la población y amalgamada a su credulidad y su ira, forma en esa tácita alianza un sólido caparazón de defensores por cuanto, si no forzosamente receptores de los beneficios cosechados, sí les hace partícipes, dentro de un sistema democrático, de la paternidad del proceso y de sus consecuencias. Semejantes razones a las que han silenciado desde hace décadas a buena parte del temeroso gremio docente actuarán a partir de 2004 para proporcionar adhesión al poderoso grupo del fin justifica los medios. Sobre todo cuando el fin es uno mismo.

Tras los sucesos de marzo, Educación y Cultura fue, como cabía esperar, el primer objetivo de la política del cui prodest? y de la necesidad de preservación del buque insignia y vivero de futuras clientelas El fulminante anuncio, nada más producirse las elecciones del 14, de la derogación de la Ley de Calidad de la Enseñanza (a la que seguiría la aprobación de una nueva Ley educativa que era una versión no corregida y sí aumentada de la de 1990), la petición sindical, recién acabadas de contar las papeletas, de reposición de la logse, la premura con la que, ya antes de abril, se pasó aviso a los institutos de Madrid para que anunciaran que no se aplicaría la normativa todavía en vigor, nada tuvieron de diálogo ni de consenso. La actuación del nuevo Gobierno resultó en todo previsible; tras él la antigua y la nueva generación del partido socialista esperaban, con la impaciencia acumulada durante casi una década, el reparto. Es un hambre imperiosa, exacerbada por la abundancia de activo pero mediatizada por la aspiración a no matar completamente la gallina. En función de esos límites que el principio de realidad impone, la gran economía sigue, con escasos impedimentos, su curso, las empresas llegan, con cualquier patrón político, a un entendimiento, los dos sindicatos de clase protestan escasamente mientras se mantenga su situación oficial privilegiada, Francia y Alemania van pasando a un obediente gobierno español papeles a la firma, Norteamérica, mal que le pese, continuará pagando la defensa europea si peligra demasiado el equilibrio de fuerzas. Le basta al partido ya en el poder con concentrarse en la desmesurada inflación burocrática, los equilibrios del reparto entre vasallos y feudos, el desmigajamiento del Estado central y el completo dominio de comunicación y de cultura. La ley de Murphy ha hallado aquí un filón. Por difícil que parezca, la situación es empeorable porque la degradación logse es tal que su clientela no puede recurrir sino a la fuga hacia delante. Se va a presenciar, no ya la completa desigualdad de los españoles ante la ley según la región en la que habiten, sino también la formación de corrientes migratorias que, dentro de la Península, huyan del fundamentalismo lingüístico y el raquitismo cultural del mapa de las minorías quejosas y se refugien en territorios intelectual y socialmente más amplios.

Al vuelco electoral de 2004 siguió rápidamente en España el anuncio del partido socialista victorioso de la retirada de las tropas de Irak y la exultante aquiescencia a tan razonable actitud por parte de los terroristas y sus medios. La innecesaria premura de la disposición no admitía equívocos en el éxito del chantaje, el asesinato masivo y la amenaza, como a la perfección entendieron una ETA que se mantuvo en regocijada discreción y el vigoroso aplauso antiestadounidense. Pero sobre todo no los admite la simple estadística, la observación de los porcentajes de espacio mediático dedicados desde hacía más de un año a unos u otros temas y que pueden resumirse con la exhibición, reiterada, glosada y adaptada, de la foto de la reunión de las Azores de los tres presidentes, Blair, Bush y Aznar, con texto adjunto donde se les acusaba de ser los causantes de los doscientos muertos y se les presentaba explícitamente como mentirosos y belicistas. La unión de esos rostros y nombres al se busca ha llevado ocupando, durante muy largo tiempo, incomparablemente más imágenes y espacios temporales y sonoros que las organizaciones terroristas y los asesinos mismos y ha capitalizado, con diferencia, muchas más criminalizaciones que éstos. Como estrategia, a niveles muy primarios, tiene la ventaja de la inmediatez tranquilizadora, la exhibición de culpables con cuyo sacrificio expiatorio se puede conseguir desviar las agresiones de gentes cuya violencia se considera casi afín a las fatales catástrofes naturales e incluso imbuida de la justa lógica de los desposeídos. Y ello porque, de no legitimar de alguna forma a los autores del crimen, ¿cómo aceptar la rendición, ante ellos, de la propia dignidad?

En los españoles se produjo un cambio. Tras el atentado, habían dado un generalizado ejemplo de solidaridad y admirable eficacia, de altura humana y de conciencia cívica, caminaron como nunca silenciosos y tristes, pero sin amedrantamiento ni pánico. La manipulación preelectoral, la inmediata cesión ante el terrorismo, les robó su dolor para transformarlo en vergüenza, lo que fue valor y generosidad se volvió, en la imagen difundida hacia el exterior, inconfundible cobardía, rendición inmediata.. Una vez más se utilizó la técnica de la vileza asumida, se les hizo partícipes, y cómplices, y se les despojó, por los motivos  más turbios, de la nobleza de su actitud. Entre los que mantenían presencia en Irak, comenzando por Estados Unidos, se acuñó la expresión los  zapateros de Europa, con la que se definía a aquéllos que optaban por el abandono. El precedente, y no el número de soldados españoles, tenía enorme importancia. En contraste con el crudo mundo de las realidades se dibujaba la imagen ideal de una fuerza europea aureolada de independencia respecto al otro lado del Atlántico, pero incapaz en disposición, fondos y presupuestos de prescindir, con ejércitos y armamento propios, del amigo americano.

Esa guerra providencial sustituyó aún con más fuerza, en la estrategia de la oposición, al gastado mito de autoctonía antifranquista, tomaba el relevo de grandes luchas populares que nunca existieron contra un dictador encarnación del Mal, cobijaba oportunamente bajo su nueva bandera a los que sólo podían definirse por la negación, la gratuidad y la ausencia tanto de méritos como de escrúpulos, y les aseguraba abundancia de huestes, criadas en buena parte en los cálidos viveros de ignorancia, puerilidad forzosa y aparcamiento indefinido de la Enseñanza pública. Como otrora, la clientela sociológica se revestía de ropajes bordados con los propósitos más inocuos, beatíficos y difusos, la típica cobertura ya utilizada en la jerga logse y, en general, siempre que conviene oscurecer con el resplandor de la utopía la insobornable concreción de las realidades. Frente a la opinión se colocó en permanencia una foto fija de invasión y muerte injustas y de alianza con el causante del terror, desorden y crisis mundial, que no era otro que los Estados Unidos, con quien el partido en el poder hasta marzo de 2004 había cometido el error y el crimen de alinearse.

El rasgo sospechoso de argumentaciones y movilizaciones no era la comprensible actitud de numerosos opositores tanto respecto a la intervención en Irak como a la gestión posterior de la situación de aquel país. Lo llamativo fue, desde hacía meses y concentrado particularmente en las cuarenta y ocho horas preelectorales, la eliminación completa de otros datos y argumentos, el carácter automático, monocorde y agresivo de protestas masivas que no dejaban el menor lugar a la disidencia y que permitían cualquier insulto, ataque y exceso en la perfecta certidumbre, no ya de la más absoluta impunidad, sino de imposibilidad de respuesta alguna. Los actos de terrorismo, que despedazaban con bombas en mercados y sitios públicos por decenas y por cientos a hombres, niños y mujeres sin más delito que estar en la calle, comprar el pan o agruparse en la puerta de un hospital debían ser considerados muestras de resistencia contra el invasor. Los logros que hubieran podido producirse en la reconstrucción o las opiniones de sus habitantes pese a todo favorables al cambio apenas se citaban. Se animaba masivamente a los españoles para que exigiesen el inmediato abandono de los soldados de países democráticos, que constituían en aquel lugar la única empalizada entre civiles con ciertas aspiraciones a un sistema mejor y la barbarie de quienes demostraban el nulo valor que para ellos tenían las vidas de sus conciudadanos. No se hablaba prácticamente del papel de reconstrucción y seguridad que había sido el de las fuerzas españolas, ni de los proyectos emprendidos que habría que abandonar con el saldo de pérdidas en inversión, esfuerzo y confianza, y se dejaba suponer que el envío de un soldado a una zona de conflicto era en sí una reprobable muestra de belicismo. En lugar de plantear, mostrando al menos en ello cierta valentía, la abolición total del Ejército, se colocaba a éste en un limbo a medio camino entre Hermanas de la Caridad y asistentes sociales. En el mismo limbo acolchado y estanco se situaba a España; recuperaba ésta su identidad, que nunca debió abandonar: parque temático de afable, mediterráneo y universal entendimiento. apacible territorio turístico con aspiraciones a extensa Andorra al que seguirían viniendo tanto los europeos del norte como los jeques que bendecían el sur con sus dispendios, apéndice europeo ajeno a un mundo que sí se preocupaba por la geopolítica y el futuro y que sabía los precios del presente.

La historia anterior española, ni asumida ni afrontada, recibió en marzo de 2004, en su tumba artificial y mal cubierta, las visitas de la historia contemporánea, de un gran dolor transformado en cobardía, escondido apresuradamente con paletadas que, en la abundancia e inusitada rapidez de la cosecha de culpables de la matanza de Madrid, no hicieron sino colocar, voluntariamente ignorado, el montículo de lo ocurrido en el centro de las conciencias y de las calles. Se bordeaba al andar, se bordeaba al hablar de ello, eran tan llamativos el reguero de pistas, las detenciones de los culpables, la eliminación por suicidio colectivo de su último núcleo, la precisión con la que se fue filtrando por los propios organismos de seguridad al entonces Gobierno los datos seleccionados para hacerle pasar por mentiroso y proporcionar combustible a la campaña de la oposición. El terrorismo vasco, que había puesto bombas en supermercados y estaciones, brindaba. Había vencido, de la manera más cómoda, por fanático y delincuente común interpuesto, gracias a las bajas de una guerra lejana, que seguirían cayendo más abundantes cuantos más soldados se retirasen; y podría gozar del reparto, si no de un paraíso islámico, sí de jugosos privilegios económicos. Más allá, otros vencedores de aquellas poco gloriosas jornadas irían pasando facturas, acordando con los aparceros provisionales el importe en gastos de representación y en cada vez más escasa libertad.

La dimensión de lo ocurrido sobrepasaba, con mucho, la política nacional y concernía a decisiones de muy mayor envergadura, a planes que configuran el futuro. La posesión puntual de peligrosas armas por parte de Sadam Hussein no era factor crucial, tampoco su petróleo. De tratarse simplemente de la apropiación de riquezas por la fuerza, el oro negro podría haber seguido siendo disfrutado de manera mucho más barata y cómoda por la potencia interesada simplemente por medio de las tradicionales alianzas y sobornos al sátrapa local. Pero esas estrategias  que, desde la creación artificial y reciente de las fronteras de Oriente Medio, resultaron pragmáticamente aconsejables, a las que recurrieron Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, ya no son de recibo en el planteamiento de la aldea global en la que dictadores crecidos, asentados en puntos clave no por su laborioso esfuerzo sino por el azar de la riqueza fósil, juegan, en Irán, Irak, Pakistán, Libia o Corea del Norte, a intercambiar juguetes nucleares. Tan rentable demanda ha resultado providencial para los mercaderes y los científicos en paro del ex-bloque comunista, y antes que ellos para empresas del mundo capitalista. En las democracias de más peso, como Estados Unidos, la doctrina de es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta que permitió a Washington armar a Sadam Hussein como triaca contra el fundamentalismo iraní ya no es viable en un planeta de vulnerabilidad generalizada y ambiciosos frankensteins. Durante décadas Occidente dejó, en esos territorios, campo libre a sus tiranos, abandonó a las capas de población que empezaban tímidos y difíciles procesos de laicización y de entrada en la modernidad y la sociedad libre, coreó, como exorcismo contra ataques extramuros y mala conciencia, la compulsiva alabanza a una diversidad cultural especializada en machacar los derechos humanos a su antojo. Se hicieron reportajes étnicos y se llenó el depósito del coche. La componenda no da más de sí, ni tampoco la esquizofrenia utilitaria que consiste en alabar aquello que no se desea mientras lo sufran otros y estén lejos. Las facturas llegan irremisiblemente a la mesa y es muy probable que los go home se transformen en angustiados come back.

La calma, entre atentado terrorista y suceso bélico, es la fina capa que se forma tras la erupción, porque es muy probable que la Organización Internacional de Energía Atómica no exagere cuando califica la situación presente de la de mayor riesgo nuclear desde la Crisis de los Misiles de Cuba, en 1962, y las mismas muchedumbres occidentales del ¡No a la sangre por petróleo! se manifestarán, despavoridas e indignadas, contra sus gobiernos en cuanto el sabotaje del megalómano fundamentalista de turno les deje vacío el depósito tres días seguidos. El magma inestable no va a apaciguarse con sonrisas y requiere la construcción de estados laicos, institucionales y nutridos por un tejido de clases medias e individuos protegidos por la igualdad ante la Ley. La torpeza de Goliat no quita un ápice a la urgencia y la pertinencia de un proyecto cuya responsabilidad sólo puede ser global y cuyo fracaso reducirá drásticamente las fronteras de la libertad y de la prosperidad. Se han encendido, con el nuevo milenio, las luces rojas

El bombardeo programado de la opinión ha probado su eficacia. España es zona particularmente endeble por el interesado mantenimiento de la inseguridad nacional, que la hacen solidaria en lo inmediato pero pasiva y acobardada si se trata de miras más amplias. El secuestro de la libre expresión bajo amenaza de ser tratado de fascista está aún vigente aunque tiene fecha de caducidad. La dualidad entre los clichés sociopolíticos de obligado asentimiento y la realidad de las vivencias y aspiraciones cotidianas alcanza aquí las más altas cotas de incongruencia, que no es tal, sino que corresponde a la explotación maniquea de la sustancia socialmente perceptible por parte de la clase, abrigada bajo el vocablo socialista, que se quiere dominante. En este sentido, el caso español tiene interesantes aportaciones que hacer al análisis histórico contemporáneo. La experiencia viene demostrando que el manejo selectivo, de las cadenas de televisión oficiales, del que han hecho uso, una vez en el poder, todos los partidos, importa mucho menos que la extensa constelación de medios de obediencia sectaria. La  epidermis social es muy permeable a un mecanismo censor fuera de cuyos automatismos, que ofrecen identidad y seguridad, no hay salvación. En tal estrategia, la oposición a la guerra de Irak tiene, como banderín de enganche, un valor de reemplazo respecto a dictaduras pretéritas altamente apreciable. Y resulta incompatible con el precio material de las opciones, las acciones y los hechos. La clase del cui prodest? no puede justificarse eternamente por vaguedades demagógicas en el plano interno y en el externo, pero sí blindar aún durante largo tiempo sus cotos; puede mantener incólume una fachada cultural tan monocorde como previsible en la repetición de tópicos supuestamente inconformistas. Dentro de tal dinámica, y copiando a Orwell sin saberlo, es presumible que se creen Ministerios de Convivencia, en vez de Interior, de Fraternidad en vez de Exteriores, de Pacificación y Amor en lugar de Defensa, y que se sustituyan las clases de arte, lengua, historia y filosofía por Igualdad de Sexos, Hablas Segregadas, Erradicación de la Violencia y Multiculturalidad Positiva (recibidas sin duda con gran alborozo por parte de los sectores de pocos méritos académicos y grandes apetitos de promoción profesional, por los editores amigos y por los maquilladores de las cifras de creación de empleo). Toda estupidez es posible mientras se pague, y, de hecho, parte de estas medidas han sido anunciadas o incluso llevan, bajo distinto epígrafe, lustros puestas en práctica. Pero los límites existen, y se encuentran en la finita resistencia de la realidad misma, en las contrapartidas y en el inapelable juicio de los hechos consumados.  El juego a correr riesgos bajo protección ajena (que ha sido el de Europa desde la Segunda Guerra Mundial) y a embolsar beneficios en cuya creación no se ha tenido parte tiene fecha de caducidad. Las facturas propias del recurso final a la defensa por la fuerza ante la agresión brutal del contrario, la proyección geopolítica de un siglo XXI que ya no puede moverse con parámetros decimonónicos porque las venas de energía combustible y el alcance de las armas y de las comunicaciones carecen de fronteras significa decisiones y costes que no pueden abordarse más que en el campo del sí y no, de la aceptación y del rechazo. No se sitúan en el etéreo espacio de la digresión estética y el ámbito plural del pensamiento; su reino es la acción y la materia, el crimen o la inocencia, el objeto que se toma o se deja, la decisión que se anula o se mantiene. No en vano una de las mejores herencias de Roma, plasmada tan impecablemente en sus obras de ingeniería, es el escueto reducto del Derecho.

La abrupta retirada de un enfrentamiento en el que cada puesto abandonado significaba pasar a otros el inmediato peligro multiplicó en la prensa occidental los adjetivos sobre la actitud española, con mayor y previsible virulencia en aquéllos que asumían mayores gastos y riesgos en el conflicto iraquí. Epítetos y metáforas iban de ejercicio de castración colectiva y rendición incondicional. a caricaturas de toreros temblorosos escondidos del negro toro terrorista. Correspondía a España el dudoso honor de inaugurar un movimiento inverso al del Descubrimiento, una huida en toda regla de los conflictos presentes y futuros para refugiarse en los decadentes reductos de la Europa pretenciosa, oportunista e insolidaria cuyos jerarcas negociaban bajo cuerda las comisiones del petróleo de Sadam Hussein, lo que dibujaba una nueva geografía unilateral de naciones emergentes y democracias anglosajonas eficaces y comprometidas que debían asumir la soledad de opciones de largo alcance y envergadura cuyos costes nadie sino ellas estaban dispuestas a sufragar. Cualesquiera que fuesen los errores de la invasión iraquí, ésta iba a quedar, a la hora de la presencia y de las cifras, como punto de referencia crítico para calibrar la existencia de amigos, aliados o, por el contrario, inestables sufridores de ajenas circunstancias. Europa aparecía de repente como particularmente poco fiable, un territorio horadado por las células terroristas creadas y alimentadas por los líderes religiosos de las numerosas comunidades islámicas, un próspero y esponjoso vivero de combatientes de la yihad gracias a los fondos y órdenes recibidos del exterior y a la permisividad y temor, vestidos de comprensión y tolerancia, de las democracias en las cuales se habían asentado.

La prensa árabe recogió, como un sonriente espejo, el cambio español, hizo suyos los argumentos e improperios que siguieron en las calles de Madrid a la matanza de marzo, alabó, con unanimidad que resultaba inquietante, la radical oposición que del nuevo gobierno se esperaba respecto al alineamiento estadounidense del partido derrotado, dibujó un horizonte en el que ETA no existía, los poderosos occidentales mentían y conspiraban indefectiblemente y los terrorismos surgían, por oscuros pero ciertos caminos, como respuestas a una opresión y mal en cuyas fuentes se encontraban siempre Israel y el presidente Bush. Con leves diferencias de matiz, la versión distaba muy poco de la que gritada, televisada, escrita y radiada había producido en la opinión española el vuelco electoral. De un extremo a otro y de una a otra página de, por ejemplo, los diarios egipcios resultaba espectacular la homogeneidad de fondo en el tratamiento de los problemas de Irak y de Oriente Medio. Con ser muy distintos los articulistas, ni uno de ellos osaba otorgar alguna porción definida de culpa a los rasgos del Islam en sí, a las formas, actos, usos, situaciones y decisiones adoptadas por esos países que arrastran un común denominador de fracaso ante la modernidad. Habían creado grandes perversos externos causantes de sus males, vivían de los réditos de la imitación y la denuncia, de la intensa esquizofrenia entre la evidencia y deseo de vidas mejores y la contemplación de las raíces que les ataban a una identidad única y mítica, la Umma (la madre espiritual, la comunidad de los creyentes) sin la cual se encontraban desprovistos de toda justificación histórica. Sus eternos enemigos les servían de aval. Los países islámicos se guardaban del menor asomo de análisis crítico reflexivo y se prodigaban en el éxtasis satisfecho de hallar en movimientos occidentales de oposición a los norteamericanos el eco de sus propias voces, el calco de los mismos tópicos que validaban, sin una brizna de análisis objetivo y sereno, la complaciente y gregaria visión que, en forma de Mundo Árabe, se superponía a sus individuales existencias, pensamientos y actos.

En su larga carta a los odiados reyes magos de Occidente, uno de los articulistas egipcios, ex-embajador en Washington, les pedía, con la amargura de quien precisa creer sus propias palabras y desde luego no puede decir otras, mejor futuro, justicia, cooperación, pero mantenía echado el piadoso velo de la imprecisión sobre las muy concretas responsabilidades, autocracias y formas de actuar en los países de Oriente Medio. Ni uno sólo de los periodistas planteaba una posición crítica responsable. Todos se agrupaban en la autocomplacencia, la ortodoxia temerosa de excitar el religioso celo, la velada mendicidad de fondos, ayudas, protección, soluciones y subvenciones. Quedaba descartada en la expresión verbal la responsabilidad de cada agente terrorista en sus actos, de cada régimen notoriamente fundamentalista y retrógrado en las ayudas a los integrismos. Las líneas de los escritos bordeaban, sin rozarla, la radical incompatibilidad de los usos islámicos con los asomos más elementales de estado de derecho, con la servidumbre oficializada de la mitad femenina de su población. Los países de la Umma eran incapaces de prescindir del precioso recurso al enemigo externo, y habían encontrado en su querencia un aliado tan confuso como entusiasta, encarnado en sectores occidentales nutridos de la seguridad social, los adelantos científicos y las libertades burguesas en dosis suficientes como para permitirse festines de exaltación tercermundista y ejercicios periódicos de guerrilla antisistema. Con escasos cambios de topónimos, nombres y citas y mayor derroche de prosa, los artículos de la prensa árabe reproducían fielmente textos extraordinariamente similares a aquéllos en los que, en España, se había acusado de asesinos, en vez de a los terroristas, a los miembros de un gobierno legítimo. En unos y otros se dibujaba un trasfondo de clientela ávida de ocupar el mayor horizonte posible de espacio mediático, presionar sobre los sectores más vulnerables, recoger ventajas y desentenderse de cualquier asomo de riesgo, implicación de largo alcance y análisis racional.

Es fácil distinguir, en la gran escala de los países musulmanes, los recursos de la secta occidental políticamente a la moda, empleados allí en las cantidades ingentes necesarias para una masa de tal calibre: Anulación del individuo, suplantación de la persona como sujeto histórico por el Miembro de la Umma, reducción reiterativa del lenguaje, dogmatismo incansable y omnipresente reino de la consigna, presión y censura generalizadas de tal manera y a tales niveles que pasan a integrarse en los mecanismos cotidianos y en las estructuras inconscientes. El cui prodest se viste en el Islam de muy exclusivos clubs militares y civiles, de sultanatos, de tiranías domésticas con derecho de vida y muerte sobre el gineceo de la casa, de parodias nacionales fabricadas por la utilidad del momento, mantenidas como mal menor en un espacio feroz, tribal y difuso e hinchadas luego hasta extremos monstruosos con la prepotente arbitrariedad de quien nunca ha tenido que rendir cuentas de sus actos.

En el caso árabe, la maldición del petróleo ha hecho de ellos, en especial de sus regímenes y jerarcas, ricos sin mérito, mimados retoños de súbita abundancia a los que halagan y sirven desde la banca mundial hasta sus correligionarios sin riqueza fósil que emigran, entre proclama y proclama antiimperialista, a la nueva variante de los ríos de leche y miel. Egipto no ignora que el salto demográfico de seis y medio, en 1882 a setenta millones de habitantes en el siglo XXI no es ajeno a la presencia del colonialismo británico y la influencia europea, a los que, lejos de aplicar los improperios de rigor, habría que condecorar con la cruz del mérito vistos los resultados. La identificación panislámica se revela, como el petróleo, un fardo, una pariente a la que hay que sentar por fuerza a la mesa, darle el lugar preferente y escuchar sus bendiciones. Llena en Oriente el espacio que en otros lugares del oeste se ha aderezado, a efectos de clientela, con legados míticos, fronteras utópicas y fantásticas epopeyas. Y se levanta, como una barrera infinitamente más eficaz que los muros físicos, entre esos países y sus posibilidades de responsabilizarse de sus propias condiciones de vida.

 

EL EFECTO ALEPH

En panorama tan amplio como el ancho mundo, no deja de parecer desmesurada, con ribetes megalómanos, la comparación de la situación educativa en un país al oeste de Europa con las corrientes geopolíticas que atraviesan el planeta. Y sin embargo hay un componente aleph, un efecto mariposa, en unos y otros sucesos. Como sabían Borges y los clásicos, en uno se resume todo, la diminuta faceta del invisible y brillante poliedro refleja en el aleph el completo, general e individualizado periplo de la Humanidad, la red de dependencias que hace vibrar, al tocar uno, el conjunto de sus hilos.

Con llamativas virulencia y premura, al partido llegado al poder tres días después de la masacre del 11 de marzo en Madrid le faltó tiempo para descalificar en bloque la muy tímida ley, llamada de Calidad de la Enseñanza, con la que el gobierno saliente había procurado, a última hora y tras ocho años en el mando, enmendar las deficiencias más notorias de la reforma educativa que implantó el anterior. El diario oficioso se apresuró a publicar una sorprendente encuesta en la que, nueve días después de las elecciones, se descubría que las modificaciones a la Ley del 90 eran negativas e insatisfactorias, todas ellas. Desde el mismo instante de su victoria en las urnas y antes de su nombramiento oficial el Gobierno, que anunciaba incansable como motto el advenimiento de consenso y diálogo, tomó decisiones tajantes anunciadas como hechos consumados. Esos anuncios llovieron en mínimo espacio temporal, con el común denominador de borrar, excepto en la rentable política económica, cuanto hubiesen hecho sus predecesores. Si éstos últimos y su presidente, al que se calificó hasta la saciedad de altivo, inflexible y arrogante, hubieran osado obrar de forma tan unilateral, fulminante e inapelable el conjunto de la prensa no hubiese dado abasto para denunciar el talante soberbio y antidemocrático. Con procedimientos mucho más expeditivos, el nuevo líder gozaba sin embargo de una ausencia de críticas y superávit de alabanzas unificados por la finalidad de hacer frente común contra el adversario reducido a los bancos de la oposición, puesto que, en el revuelto río de compraventas parlamentarias, cada cual aspiraba a apoderarse del mayor bocado posible.

La impaciencia por acudir en socorro del vencedor y figurar entre las adhesiones tempranas alcanzó en Enseñanza niveles de exhibicionismo obsceno, y se manifestó con tan orquestada rapidez que era difícil no experimentar, en su contemplación, el aleteo próximo del efecto mariposa, sensaciones afines a las provocadas por el atentado, una sincronía, acuerdo, disposición de medios que surgían, prestos para su uso, de una atroz caja de sorpresas. No había llegado abril cuando ya, por ejemplo, en reuniones de claustro de institutos (convertidos en centros integrados) se anunciaba la vuelta a la ley anterior y se comunicaba basándose como referencia, no en aviso oficial alguno, sino en lo publicado por el diario El País. Como una obra para cuya representación sólo se esperaba la señal, reapareció en pleno el coro logse simultáneamente en la prensa, radio, comunicaciones sindicales y claustros de los centros, mientras se exigía a los dirigentes, del Partido Popular, de la Comunidad de Madrid que se sometieran y suspendiesen las aplicaciones de la aún vigente normativa, todo ello en nombre de las palabras-fetiche diálogo y consenso, antagónicas de la ofensiva real de hechos consumados y demolición forzosa.

Esto se inscribe en el marco de tácticas más amplias dirigidas a capas de población particularmente vulnerables, forma parte de la estrategia de utilización de menores y jóvenes en tomas de la calle y manifestaciones, en una mezcla en la que se unen epígonos del maná antibelicista y la guerra de Irak a los gritos contra exámenes, pruebas de conocimientos, control de estudios y reválidas. Se integra en la dinámica con la que los grupos de presión les incitan a evitar materias de solvencia intelectual y a escoger optativas folklóricas de nulo esfuerzo y pase automático y les condicionan para ver en el supuesto bloque de derechas innecesario rigor, ordenancismo y el elitismo causante de las injusticias sociales.

El diminuto efecto mariposa ordena que esos alumnos, cuya ignorancia a ninguno de los señores de la nueva clase dominante importa, se agrupen con otras víctimas, silenciosos compañeros de cama cuya existencia no sospechan. Contra lo que podría parecer, los jóvenes españoles, sus coetáneos europeos y la considerable masa de adultos adscritos a la cómoda esquizofrenia que permite separar conductas públicas de intereses personales, evidencias de adhesión verbal, consignas de actos, tienen más en común de lo que creen con otras zonas del planeta, con lejanas y variadas dictaduras. La deriva irracional es de regazo ancho. También en los países árabes unas clases tan parásitas como populistas viven, y esperan vivir eternamente, de una Historia inventada e impuesta, de un mito de autoctonía ficticio y de unas batallas y enemigos cultivados y preservados para su exhibición periódica. A ellas corresponde el dudoso honor de haber inventado el reclutamiento de adolescentes suicidas. El conflicto israelo-palestino ni es el origen de la crisis de Oriente Medio ni la clave de su futuro, pero sí ha resultado providencial para su uso, disfrute, exhibición y capitalización por parte de un entramado de caciques y de una dorada cúpula de la desdichada diáspora palestina hecha a la generosa recepción de fondos. No existían en la zona a finales del siglo XIX los estados árabes comenzados a crear por los británicos en las primeras décadas del XX, pero sí existe una eclosión repentina de multimillonarios que, al tiempo que reciben comisiones en dólares, precisan legitimarse y mantener su parroquia cercana, dependiente, fiel y segura. Las místicas religiosas y raciales no pasan de ser cortinas de humo, grandes, pesadas, sangrientas, pero cortinas de humo al fin que disuelven con sorprendente rapidez la evidencia del mejor vivir y el sabor de los primeros bocados a la libertad.

El edén posible-más bien modesto, pero francamente aconsejable-está guardado por clientelas, turbas de arrendadores y expertos en dosificación de la utopía, representantes orientales y occidentales de la tribu frente al Estado, del agravio frente la causalidad responsable, del Enemigo frente al yo y el espejo. De la misma forma que, tras la manifestación antiimperialista, los universitarios se van a hacer el máster a Montana o California, las encuestas de las Naciones Unidas revelan que más de la mitad de los jóvenes árabes de clase media que denuncian la política estadounidense desean emigrar a ese país para desarrollar allí sus estudios y actividad profesional. Sus padres y abuelos vivieron una traición que no figura en las páginas de sus coranes y obras de consulta, la que sacralizó su reclusión como individuos en el aprisco de la Umma, la que permite identificar una plaga fundamentalista que no tiene más de tres décadas como existente desde toda la eternidad. Irán, Malasia, Afganistán, Sudán, e incluso Egipto, Argelia, Turquía y Túnez han experimentado una regresión al fanatismo sombrío al lado de cuyas teocracias los intentos modernizadores autoritarios de shahs y presidentes son islas de progreso. Su violencia, inflamada por la juventud de su demografía, brota de la frustración colectiva y de la impotencia de construir la deseable modernidad, de la mezcla de envidia y complejo respecto a Occidente, mal disfrazada de jihad y devociones, del vasallaje que sobre ellos ejercen dictaduras tradicionales, reyezuelos, califas y patriarcas que, por supuesto, se ceban en los sectores más desprotegidos y que gozan del apoyo y ditirambo de amplísimas esferas de la ciudadanía europea. Los estudiantes occidentales, ayunos de conocimiento histórico pero adoctrinados, en su lugar, en el dogma de que la problemática presente es fruto exclusivo del colonialismo, el imperialismo y la arrogancia USA (una especie de mito de las dos Españas extendido al resto del planeta) ignoran que hoy se han multiplicado los mantos negros, los velos y la aplicación de la sharia en las comunidades musulmanas, y desconocen que el panorama era mucho más esperanzador y liberal hace muy pocas décadas. La determinada y nuclear teocracia iraní ha sido providencial para que cortijos familiares como Marruecos vendan caro su papel de barreras a la expansión de los ayatollahs. Para salvar el orgullo y, en el caso de las élites, eternizarse en el trono, los árabes buscan alternativas en la fabricación de enemigos, y crean poderosos, menos humillantes que los autóctonos, allende fronteras. Los satanes deben estar lejos y ser el otro, son iconos de manifestación, bandera quemada y pancarta, bajo la benevolente mirada del imán, el príncipe y el líder de la tribu, cuya contrapartida no falta en los países calificados como desarrollados. La esquizofrenia es de la misma cepa que en Occidente, pero la falta de libertad de las sociedades árabes, la peculiar violencia que segrega la impureza de la población femenina, genera dos niveles de expresión estancos: por una parte el censurado y autocensurado; por otra el anónimo, que se desliza actualmente en buena parte por las dúctiles vías de Internet. Los guetos en los que se han enquistado, en Europa, no pocos musulmanes reproducen el mismo esquema de complejo, tribalismo, envidia y rabia y han sido durante décadas generosamente amurallados, en nombre del respeto al pluralismo, por el recurso a la facilidad, en las sociedades de acogida. En el punto extremo de una exaltación victimista que puede producir la embriaguez de una droga se encuentra la aniquilación de adversarios al precio, en el terrorismo suicida, del fogonazo de gloria y de la propia destrucción.

La fascinación por los bárbaros, por la acción pura sin trabas de explicación ni pensamiento, es en Occidente, y en particular entre la gente joven, la contrapartida del fundamentalismo oriental. Llena espacios que en otro tiempo ocuparon el fascismo, el viva la muerte y las utopías comunistas. Tiene el atractivo de los videojuegos que irrumpen y se hacen carne en un universo gris y previsible de aburridas sociedades democráticas, especialmente tediosas cuando se las ve como un gigantesco sistema de asistencia social, sin otra dimensión histórica, filosófica ni política que las tajadas que puedan obtenerse por transacciones concretas. Atila, Osama, Hitler no necesitan dar explicaciones; imponen, actúan, invaden, devoran, reparten y matan con la tranquilidad del botín conquistado y  el orgullo y la codicia satisfechos. Proporcionan, por encima de todo, excitación vicaria a unos habitantes del hastío desprovistos del menor trato con la desprestigiada sabiduría y el esfuerzo racional. Los gurús del peyote y del ácido, los mesías antiburgueses de la dorada California, los brujos del sesenta y ocho, las brigadas de la metralleta, el secuestro de aviones y la venganza de clase en forma de acción directa, suben a escena tras un oportuno cambio de camisetas y túnicas y un notable progreso en la estrategia destructiva y publicitaria.

Los muchachos han sido apacentados por enseñanza y padres en la posibilidad de la adolescencia indefinida, la ausencia de precios y compromisos (en los que se incluye la molesta prolongación de la especie), las solidaridades consanguíneas o amistosas y el desdén por el edificio institucional, nacional, legal, político, económico que les permite tal tipo de vida. La idea, el vago proyecto, es la acampada sine die y la subsistencia a base de recolección, caza y pesca en los territorios de la gratuidad. Inútil decir que si, hoy por hoy, países asiáticos con un índice aceptable de laboriosidad, eficacia, formación juvenil y esfuerzo se molestaran en una invasión de Europa que no les apetece lo harían sin apenas mover un dedo. La pirámide se va asentando en capas frágiles y movedizas y cualquier empellón de un grupo humano dotado de conocimientos, claridad de ideas y empuje podrá dar con ella al traste y aprovecharla para materiales de construcción. Los jóvenes, aparcados en aulas de inadecuado corte infantil, halagados por la aparente igualdad de actitudes y de intelectos, instalados en la persistencia vegetativa de la niñez, son periódicamente empujados con facilidad extrema a los ritos tribales contra la autoridad injusta de supuestos poderosos, llevan lustros recibiendo, por diversas vías, la foto-robot del derechista-imperialista malo y del izquierdista-socialista bueno y pegando en el álbum de una historia seleccionada al efecto los rostros que hoy todavía se supone que esconden bajo su careta la eterna imagen de un Enemigo que triunfó en la Guerra Civil, que sojuzgó a todo el país durante una larga dictadura, que fue derrocado y que surge, en reencarnaciones multiformes, a lo largo y ancho del planeta, siempre ávido de conquista, sangre y guerra. Es un mundo de videojuego realmente apetecible, una red de puntos rabiosamente coloreados y de enormes espacios de ignorancia. El manejo de jóvenes está garantizado, cuando de concentrar el sentimiento se trata, con la exhibición de proclamas tan incuestionables como lo serían No al cáncer, Todos felices o Basta de lunes. La guerra de Irak ha proporcionado, como otrora la ya irremediablemente desgastada Guerra Civil española, un providencial banderín de enganche, un soma distribuido unívocamente por los medios de comunicación; tiene todas las ventajas de la confusión y de la lejanía y permite interpretar, a coro y por millones, el papel victorioso de David contra un Goliat que no se cansa de recibir pedradas.

El ideal se traduce, en manos de la gran secta benéfica, en una plétora de asalariados estatales que reproduzcan, de la base al ápice de la pirámide, el catecismo dictado por los grupos de presión, lo identifiquen con sector público y defiendan, a través de él, su propia pervivencia y la superioridad moral del clan. Se trata de infinitos comisarios políticos provistos de servidumbre coral y de altas finalidades. Por ello el ideal se complementa con la doble labor de censura y sustitución del vacío así creado. Ante ellos se abren nuevos ministerios, subsecretarías, entes y despachos dedicados a la tarea ingente de purgar de machismo, racismo, xenofobia, españolismo, clericalismo, cristianismo, centralismo, imperialismo, derechismo y demás taras nada menos que al conjunto de la Cultura y de la Educación. Ante esta mutación del Santo Oficio desde luego palidecen todas las inquisiciones, tribunales puritanos y jueces de Salem. Ni qué decir tiene que, por ejemplo, la censura franquista no era, en comparación, sino un banal divertimento. El programa de este paraíso incluye ríos inagotables de subvenciones y barra libre de presupuestos. Que van a proporcionar nóminas, categoría y audiencia cautiva a la parroquia sumisa y prolífica de la clientela en el poder. Es de esperar que, siguiendo los preclaros ejemplos de las revoluciones culturales maoísta china y la khmer rojo camboyana, la depuración, que ya habrá eliminado, junto con catedrales y estatuas, a Cervantes, Quevedo y Shakespeare, se extienda a las salas del Museo del Prado y al conjunto de artes plásticas, música y arquitectura.

Lejos de utópico, tal porvenir es ya en no pocos aspectos un presente, por la simple razón del acomodo laboral y coyuntural que representa para considerables masas de votantes y por el atractivo irresistible para el líder del evangelio social de la oferta de panaceas que arreglen en veinte sesiones los conflictos económicos, los índices de delincuencia y las inquietantes tensiones en el panorama mundial. Lástima que no se incluyan en el plan bolsas de estudio y trabajos prácticos en el extranjero, con lo ilustrativos que podrían ser el ejercicio del diálogo y el pacifismo en una sesión islámica de lapidación y amputación de miembros, la prédica contra la violencia de género entre los forofos de la ablación de clítoris en el Cuerno de África, las encuestas en la ex-Europa del Este sobre los beneficios de la economía socialista y los talleres para hutus y tutsis sobre la apacible resolución de conflictos.

La incongruencia de las acciones, la levedad del pensamiento más que débil paupérrimo se ven favorecidas por la frágil, fugaz digitalidad de las percepciones. Son éstos tiempos de sujeto indeterminado y memoria rápida, de sucesos que no duran en la mente mucho más que la portada de los periódicos. La dimensión mundial, la multitud de los mensajes, la potencial abundancia inacabable de medios de información son inversamente proporcionales al análisis y persistencia de esta última. La matanza del 11 de marzo goza, por ejemplo, de la impunidad derivada de la atrocidad misma, reforzada por el mecanismo de censura incrustado desde hace treinta años en el inconsciente colectivo de los españoles: Se puede expresar lo que se quiera pero no se puede pensar lo que se quiera. La investigación de la masacre y de su corolario de manipulaciones electorales goza de un blindaje doble, externo en cuanto a la eficacia en el secreto de la trama e interno por la repugnancia ante la simple consideración de implicaciones cercanas en el suceso, recubierto el conjunto por la inasequible entidad de un enemigo, el fundamentalismo terrorista islámico, que escapa a todo raciocinio. Es tan exótico al pensamiento civilizado, se halla tan lejos de causalidad y lógica que no parece poder manejarse con instrumento intelectual alguno. Su mecánica es la brutal e impredecible de las catástrofes naturales, sus autores una plétora de ejecutores sin rango. Pero la imagen puede tener doble filo. No todo pasa. Una de las fotografías más terroríficas de la masacre de Madrid, reproducía el interior de un vagón de tren destripado entre cuyo amasijo de hierros afloraba vertical el rostro de una mujer muerta, abierta la boca y cerrados los ojos. Pasados los meses, que ya se arraciman en años, continúa sintiéndose la impresión de que cuando esos ojos se abran lo que verán no será sólo fundamentalistas islámicos.

Adaptado a los tiempos, el mito de la perdida Edad Dorada, de la derrota final de los villanos y la recuperación de estados utópicos de felicidad y justicia, se exhibe como banderín de enganche. El chantaje de forzosa sumisión so pena de ser asimilado a los enemigos antiguos ha experimentado un revival y entrado en una dinámica vertiginosa. Es fenómeno intensamente regresivo, que reproduce la iconografía de los años sesenta amalgamada de adhesión visceral al antiamericanismo, melancolía contestataria y apoyo a nacionalismos, tribus, guerrilleros y clanes que reemplazan a la recurrente y siempre platónica adhesión de antaño a socialismos, populismos y dictadores convenientemente lejanos. El ritual, último lujo de  los hijos del estado de derecho y de bienestar, consiste en lanzar improperios a cuantos tienen poder, aunque éste sea legítimo y la garantía contra el atropello y la fuerza bruta. La Red de Tribus está de moda, vende, como mito destinado a reinar sobre las disueltas fidelidades del pacto ciudadano que, con sus constituciones y parlamentos, forjó los estados modernos.

La calle se hace a veces ilustración de libro de texto, molde plástico de la intencionalidad en el manejo de iconos. En la boda, el 22 de mayo de 2004, del heredero de la Corona las de Madrid fueron muestra de un hecho insólito: La capital estaba cuidadosamente decorada en tonos neutros sin asociación simbólica al país, matices intermedios, rosas desvaídos y plateados grises que se querían elegantes pero que, empleados para tal fin y en tales dimensiones, pregonaban de maravilla el empeño del regidor de la Villa por no significarse, la norma de descafeinado total, la ambigüedad preceptiva de quien se asegura butaca preferente en todos los teatros a la vez. Con afán tan conmovedor que los leones de la fuente de la Cibeles, la diosa misma y, en la siguiente plaza, el viril Neptuno y sus caballos fueron gratificados con guirnaldas de corolas blancas, amarillas y rosadas que, rodeando sus cuellos, más parecían festejar el Día del Orgullo Gay que el evento nupcial. Las fauces surgían de un marco seráfico, la diosa renunciaba a conducirlos, abrumada ella misma bajo el peso de su tocado entre querubín y botánico, y el cuerpo del dios del Mar lucía de arriba abajo, como guerrero del amor, una pasmina floreada entre cuyo verdor asomaban pétalos cándidos, acaramelados y ruborosos. La capital ya no lo era de nada, el suceso podía ocurrir en cualquier sitio, brillante página decorativa de las muy internacionales revistas del corazón. Las autoridades municipales no juzgaron conveniente engalanar con los colores nacionales, como en cualquier país se hubiera hecho, los edificios, ni repartir a los espectadores las pequeñas banderas que no faltan en tales fiestas ni en las más modestas ciudades del planeta. Nunca se plasmó de forma más patente la peculiar inseguridad española, el rapto de sus signos de identidad y la persistente capitalización, por los partidarios de exprimirlo hasta las últimas gotas, del mito de la Otra Mala España. La retransmisión de la ceremonia, que tenía en sí una dimensión histórica, era la primera de tal rango desde principios del siglo XX y cuyo precedente en Europa, con un heredero de la Corona, se remontaba más de veinte años atrás a la boda del príncipe Carlos de Inglaterra, fue por parte de televisión española-que enviaba la señal al mundo-significativa. El acto quedó cuidadosamente reducido a crónica de elegancia aristocrática y prensa del corazón acompañado de vistas aéreas de Madrid, se le despojó, con una minuciosidad que excluye la improvisación y los errores, de cuanto podía significar valores nacionales, signos históricos identitarios y discursos de relevancia. Llegada la comunión de novios e invitados, la cámara se apresuró a volar y mantenerse en los techos y la orquesta de forma que no se viera participar del sacramento católico ni a una sola persona, en un puro fenómeno de amputación de la realidad. La imagen de Madrid se atuvo a la exhibición de una desvaída y anónima ciudad. No carece de elementos propios para la reflexión el empeño en una semántica de tejados y distancia que, ciertamente, reducía seres e historia a la asepsia de un mapa fortuito y al igualitarismo plano ofrecido por la altura. No había riesgo de hallar un Nazca de símbolos, una voluntaria huella de épocas y civilizaciones; sólo cuadriláteros. El mismo empeño molecular, instantáneo e inconexo presidía tomas hieráticas o de movimiento vertical en las que se hubiera dicho que los cámaras estaban subidos a un columpio. La muy gubernamental televisión española plasmó a la perfección la discontinuidad, la identidad leve y el peso mínimo de un país sin seguridad en sí ni referencias. Más allá de la coyuntura y la anécdota, existía un empeño patético de no significarse como miembro del espectro calificado como nefasto, y que incluye cualquier rasgo de pertenencia y querencia nacional. Los autores de ese abandono de símbolos y territorios son conscientes de que los dejan a merced de agresivos grupos marginales, que les son muy útiles a la hora de capitalizar el victimismo e invocar a la lucha contra la extrema derecha.

Es también inapreciable, por lo ilustrativa, la plástica de la decoración navideña que sufrió Madrid en diciembre de 2004. El empeño del Regidor de la Villa por mostrar su distanciamiento de motivos tradicionales de vulgaridad tan secular como campanas, angelitos, reyes magos, estrellas y villancicos se plasmó en inventos verbales y geométricos cuya asociación navideña es pura coincidencia, pero que quizás merecieran la aprobación del comisariado de anonimato cultural y eclecticismo religioso. Fuera pastores y portales, reminiscencias bíblicas y mensajeros celestes. Era tiempo de cuadrados, triángulos, rombos, sábanas de blancas bombillitas que no ofenden a nadie porque a nadie recuerdan nada. Cúbranse en lugares estratégicos las calles de un muestreo léxico sin mayor coherencia que los experimentos dadaístas y sean eliminados cuantos elementos de venerada antigüedad y cálida imaginería pudieran, por su relación cristiana, ofender la pupila y los gustos de los apóstoles de la alianza de civilizaciones y el laicismo compulsivo. Expulsadas tempranamente hacia Egipto, por primera vez en muchos años, ya no fueron instaladas bajo la Puerta de Alcalá las bellas figuras del gran belén cuyo emplazamiento marcaban rayos láser, y en la Cabalgata los Reyes Magos tuvieron que batirse el cobre para defender su presencia, diluida entre una mayoría de motivos foráneos ajenos al motivo de las fiestas. Hay un patético empeño, entre provinciano y nuevo rico, del responsable decidido a parecer internacional, a erguirse sobre un pedestal fabricado con los más modernos, costosos e innovadores materiales que se llevan por Europa, y a recibir, una vez instalado en él, la nube de aplausos de nominales adversarios políticos que se confiesan rendidos de admiración ante su rumbosa actitud. Nadie le aventaja en audacia vanguardista y espíritu de progreso. Es una apoteosis, con los presupuestos del Ayuntamiento, de la filosofía vital del cuarto de baño con grifos de oro y alicatado de piedras preciosas sin gusto pero hasta el techo. Para que, una vez desplegada la declaración de intenciones de sustituir la Navidad por un rito anual de consenso, el Regidor y los suyos reciban del desdeñoso clan de los adversarios la merced de la aprobación acompañada de una fugaz sonrisa.

El Advenimiento de la Navidad Geométrica es significativo y probablemente marca una era. No ya la de la regresión de la religión cristiana y de los símbolos católicos, sino algo más importante: la eliminación y vaciado de lo que esos signos encerraban, la desaparición de un contenido que tendía, aunque sólo fuese muy transitoriamente, a hacer sentirse a los humanos más humanos, cercanos al prójimo y a los suyos, más solidarios y proclives a dirigir la vista a lejanos pasados en los que por un instante se impuso a la violencia el amor y hacia futuros regidos por algo más que la rapacidad burocratizada de los repartos y el frío disfrute de la ciencia. Aquella utopía habrá sido, como el resto de los seres, perecedera, algo más larga que las gestas, gobiernos y batallas pero insignificante al fin entre los milenios que marcan el devenir de la especie sobre la Tierra. Y su erradicación habrá servido para diluir el hilván, leve pero profundo, que mantenía un concepto de Europa bajo la superficie de las diferencias.

La tercera ilustración lo sería por la plástica de la carencia: Manifestaciones que llenan las calles de individuos, pero que transcurren en la inexistencia mediática, sin apenas signo alguno de instalaciones de televisión o radio que cubran, como es habitual, el trayecto. No se advierte la habitual floración de pancartas, pegatinas y gorritas fabricadas con previsión y en serie, las exclamaciones están muy poco orquestadas y adolecen de falta de ensayo, las protestas se exhiben en rústicas fotocopias que alzan aquí y allá sus portadores. Por arterias principales de la capital fluye, como una película sin sonido, un río de personas que discurre en silencio entre fachadas desde las que las observan algunos curiosos. Presenta un curioso contraste respecto a las manifestaciones anteriores, apoyadas por el bloque de los Buenos, perfectamente preparadas, transmitidas y difundidas, ruidosas y corales, homogéneas en coreografía e infraestructura. Y plasman fielmente el deseo, y la estrategia, de anular la realidad.

Sobre la gran pantalla de plasma en la que parece haberse convertido el mundo, se suceden decorados e imágenes, unas de escasa transcendencia, otras que se dirían sabiamente programadas, tan oportuna y cuidada es la puesta en escena, imágenes que se adueñan de la atención y el espacio, de la retención y la memoria, en las que la última es la primera y principal, siempre. Los muertos del 11 de marzo, los iraquíes torturados por norteamericanos maquillados y sonrientes para la pose tienen la eficacia de las nuevas armas, cambian gobiernos, desvían fondos, hacen desaparecer completamente de la escena y de las conciencias muertes mucho más numerosas, más repetidas, con mucho, más crueles. Y no faltan, en este panorama, defensores de una suiza española salvada como islote de buen vivir e indiferencia, empeñados en elevar ésta última a rasgo definitorio de la naturalmente inexistente conciencia nacional. Es un curioso empeño en un país que aún no ha olvidado los centenares de miles de muertos en una guerra con fuerte componente ideológico, ni los bien documentados siglos de lucha y recuperación contra invasiones africanas, y que pone todo su afán en ignorar que el mundo de libertades, bienestar y derechos del que los vates de la arcadia ecléctica gozan duraría muy poco de derrumbarse las bases que lo defienden y sustentan. El pan y cebolla casan tan poco con la acracia como con el amor.

El escapismo como sistema y la oportuna dosificación de la amnesia son normas de obligado cumplimiento para los interesados en capitalizar los dividendos o para el intelectual prisionero de su propia pose. Existe una generalizada dinámica de destrucción de coordenadas espacio-temporales y erradicación inquisitorial de logros. Las consecuencias van alcanzando niveles trágicos. Ya se trate de la solitaria superpotencia mundial, con una aguda impresión de asedio, ingratitud y aislamiento que la hace más agresiva de lo que debiera y mucho más débil de lo que parece, ya se abunde diariamente en titulares que parecen deleitarse en la descomposición geopolítica sin ofrecer análisis, aportaciones y planificaciones meditadas, lo cierto es que, bajo banderas ilusorias de taumaturgia verbal, gran parte de la opinión coquetea con el cumplimiento del dicho de que los dioses cumplen los deseos de los hombres que quieren perder, y, mucho antes de que la totalidad de la población se haya sumado al alegre club del bienestar gratuito y los compartimentos estancos, ya estará todo perdido.

Se deambula por un espacio cambiante y mudable en el que el individuo que se reivindica tal destaca desagradablemente como insolidario del rebaño que le corresponde. Es el reino de mafias benevolentes y de sectas cuyo papismo supera ampliamente al de Roma. Se acompaña de grandes dosis de victimismo que pueda ser cosechado en su momento por un peronismo new age cortado a la medida de las tribus y circunstancias. Hay tras esto una filosofía peculiar y fragmentaria, de la que quizás no son conscientes sus autores, respecto al espacio y el tiempo, una historiografía en la que la libertad y la persona quedan reducidas a entes de razón social, el Derecho a usos y a fueros, el sujeto político a grey y masa (cuyo coro dirigirá, de forma natural, el aceitado engranaje de la comunicación populista). Es un mundo de inexistente reflexión e imposible albedrío, que oscila entre el rito y el instinto, el miedo y la confianza ilusoria en el bienestar indefinido; es el territorio que tiene como horizonte una sonrisa fija tensada sobre las contradicciones que atraviesan el espacio del planeta. Carece de historia; ésta pasa a ser una discontinua serie de interpretaciones subjetivas, una oferta de actos sin más rango ni criterio que las apetencias de quien mejor se haga oír. Se trata del grado cero de la palabra civilización.

 

 

 

HORIZONTE

Las consideraciones, más o menos etéreas, sobre filosofía y teoría política no deberían hacer perder de vista un tierra a tierra marcado por la necesidad, el aprovechamiento y la urgencia que rigen el mecanismo de explotación de las utopías. El ápice es dinero, a libre disposición, obtenido sin fruto social ni méritos y mantenido con protección legal. Las mafias se extienden como apéndice indispensable, orla, y a veces también parte del cuerpo, de las altas clientelas, y se caracterizan, antes y ahora, por el miedo que inspiran, los recursos que manejan y el silencio que imponen. Su rasgo peculiar en la actualidad es la feliz simbiosis democrática en la que prosperan y esperan fagocitar a su huésped.

El movimiento financiero es inseparable de estos procesos, y se ofrece, por ejemplo, con una claridad meridiana en casos como el vasco, donde se amalgaman el pistolerismo y explosivos de ETA, el “impuesto revolucionario” (léase extorsión, coacción y recurso al asesinato puro y simple), el entramado burocrático, testaferros y servicios, las relaciones con bancos o cajas de ahorros, la capitalización de los fondos obtenidos, el empresariado, la fachada sociopolítica, las exenciones fiscales y las oportunas reformas legislativas. La inversión de los dividendos del producto embolsado según las variadas formas del expolio y el chantaje es similar, en su organigrama, al rentable submundo que se aglutina en torno a otros iconos externos e internos. Pueden variar atrezzo, vestuario y decorado, pero la hoja de pago de la clientela no engaña. La tosquedad del ejemplo del terrorismo puede, en su claridad, resultar equívoca por cuanto vela la percepción de procesos semejantes de menor brutalidad y mayor calado. El recurso a la sangre es perfectamente prescindible, como demuestra, en otros ámbitos y regiones, la existencia de entramados igualmente coactivos. La sumisión y el silencio se obtienen por simple acumulación de poder mediático, inhibición del Gobierno central en la defensa de la igualdad ante la ley e indefensión de los individuos respecto a las clientelas constituidas, hacia cuyas arcas fluye el dinero por vía perfectamente legal.

El atentado del 11 de marzo de 2004 ha dado los frutos idóneos y puede calificarse de éxito. Pasado el tiempo adecuado para que se enfríe el clamor y se cierren, aunque en falso, las heridas, todo apunta al advenimiento de una Era de Clientelas, tanto a nivel nacional como en la zona geopolítica de parte de Europa. Al cabo de pocos años, la bajamar del apaciguamiento descubrirá en España lo que fue un país transformado en una federación cortada según las apetencias de los diversos caciques. El actual maximalismo alfombrará las concesiones futuras, los pactos con la oposición amordazarán y atarán las manos a los de por sí medrosos militantes de ésta, las clientelas liberales se sentarán a la mesa de Rebelión en la granja para reclamar, con cierta premura, lo que aún quede de botín y habrán de aplaudir la corona de paz ceñida por el terrorismo de turno a las sienes del maniquí sonriente que, en el parlamento español, garantice la amnistía y ascenso legal de los expresidiarios. La fila de víctimas abandonará mientras el comedor por la puerta de servicio. Una caricatura de Camelot en cuya Mesa Redonda se va a situar a codazos lo más granado del aldeanismo del privilegio y la aristocracia de los agentes sociales.

Esto se adereza con el nuevo discurso del chantaje, una derivación del guerracivilismo que agita iconos negativos de reemplazo; de ahí la insistencia nominal en la demonización post mortem política del ex presidente Aznar, el exorcismo recurrente de la guerra iraquí y el empeño en sustituir los hechos y personas concretos por colectivos y abstractos. Es tiempo de Pueblos, esencias, Islam, Civilizaciones, de palabras que no significan, fuera del estudio humanístico, en la práctica absolutamente nada pero que sirven de comodines para todo, y, muy en especial, para esconder el continuo ataque a los derechos generales, la igualdad ante la ley y ante el ministerio de Hacienda,  la primacía de los individuos y la libertad. La última moda en iconos es la cromática: la España Negra, remozada para asustar a la opinión con Inquisición, oscurantismo, sotanas e integristas, sustituye en el discurso oficial a la Fascista o Cainita para los mismos fines prácticos de crear, como la copla, La Otra, que a nada tiene derecho (desde luego no a espacios televisivos, ni presencia en radio o prensa). Pero el supuesto sombrío bloque clerical está repleto de legos, de ateos y de agnósticos y se ha formado como reacción ante las aspiraciones autocráticas del clan dominante. Detrás de esas fachadas verbales de antiguos y remozados tópicos siempre hay un cliente, un comisario político y un oportunista que esperan vivir de ellas mientras duren. Se recluye, como de costumbre, a la oposición en el infierno de la derecha reaccionaria, enemiga de la democracia, la paz y el mundo árabe, y se vende como diálogo y entendimiento el apoyo a dictadores tan vistosos como impresentables y la adopción del perfil acomodaticio y mínimo, del pensamiento débil bautizado como tolerancia. Se trata de sustituir los valores de dimensión universal, que han forjado Europa y constituido su fuerza y la médula de su desarrollo por la inhibición y el servilismo como normas, sin más horizonte que el ventajismo coyuntural ni otra estrategia que la distribución a corto plazo, la continuidad del vital suministro de gas y petróleo y la componenda entre satrapías según su envergadura. El vuelco electoral de marzo se dirigía exactamente ahí.

En estructuras así producidas, la simetría entre la cima y la base produce un necesario, y nuevo, Cuerpo Dirigente. Ya no se trata del Presidente como Hombre de Estado, cabeza visible de un equipo que tiene planes, analiza situaciones, defiende proyectos y toma decisiones. Lo que existe es una sociedad voluntariamente anónima que promociona, gestiona e invierte en función de rentabilidades de carácter tribal, sin otra afinidad con lo que se ha tradicionalmente entendido por Gobierno que la aspiración al monopolio legal del mando y de la fuerza. Su afirmación en él dependerá del populismo que sea capaz de verter sobre una sociedad neta y decididamente partidaria de la propiedad privada, el mercado, las clases medias y liberales y el consumo, pero muy vulnerable a los ritos que se presentan periódicamente como sentimental adhesión a la utopía del bienestar igualitario y gratuito y la paz mundial.

La visión internacional, las grandes opciones en política exterior, no son, en este marco, sino una proyección amplificada del muy limitado catecismo de las clientelas. Pero más allá existe un peligroso trasfondo, el que denunciaba en los años cincuenta Camus, el prodigioso complot contra el espíritu y el albedrío por parte de pensadores de izquierdas que tomaban en esta tarea el relevo de la derecha colaboradora con el nazismo. En 2004 nadie, prácticamente, sabe ni dentro ni fuera de las aulas que podrían contabilizarse en unos cincuenta millones las víctimas de Stalin, por no hablar de otros países que se diluyen en exotismo oriental o caribeño, ni asocia el comunismo con ausencia de libertad y de partidos; las referencias a la dictadura franquista evocan un periodo homogéneo de opresión homologable a la de Hitler, la Unión Soviética o Corea del Norte; el conocimiento de Estados Unidos sirve a la manifestación y la caricatura y el término liberalismo se archiva, en el mejor de los casos, con los duelos y el polisón. Es improbable que en la prensa española de gran tirada aparezca un artículo de título tan provocador como El imperialismo ayuda al mundo, publicado en septiembre de 2005 en el Corriere della Sera, donde Robert D. Kaplan enumera misiones de ayuda de las fuerzas especiales estadounidenses en Colombia (lucha contra el narcotráfico), Filipinas (marginación de los extremistas islámicos e iniciativas rurales humanitarias), Nepal (intervenciones logísticas y médicas rápidas en caso de terremotos), Argelia y otros puntos del norte y del oeste de África (adiestramiento de tropas contra grupos fundamentalistas). Tampoco gozará por estos lares de publicación la experiencia de los estudiantes iraquíes que cursan en la Universidad de Bagdad asignaturas como Democracia Básica e Introducción a los Derechos Humanos, dentro de un programa educativo promovido por los norteamericanos para cimentar la futura sociedad civil. Es poco previsible que las ONG y los escudos humanos se presenten en las aulas iraquíes para defender plantas tan frágiles como la libertad académica, la igualdad ante la ley y la tolerancia de creencias y opiniones, que son de fugacidad garantizada si no hay fuerza legal que las defienda contra los grupos que recorren el campus obligando a velarse a las mujeres, asesinando profesores y aterrorizando a potenciales cooperantes extranjeros. La extensa brigada verbal que en Occidente loa las bellezas del diálogo y la mansedumbre se suele guardar con un cuidado exquisito de ir a practicarlos en la kale borroka de Bilbao o en los púlpitos de las apacibles mezquitas de Teherán. Cualquier referencia positiva a Estados Unidos es, por principio, censurable, y censurada; todo lo más puede aparecer de forma casual e irrelevante, ahogada por el caudal de vituperios. La denuncia del principio del Mal externo sirve a la clientela interna de confortable seña de identidad. Y significa ingreso fijo.

Respecto a ese tema, la divina Providencia (la cual, según las sagradas leyes de Murphy, demuestra que existe por la oportuna abundancia de infortunios) exhibe, a modo de epifanía, en las páginas de la prensa ejemplos de alto valor pedagógico. Raramente podrá encontrarse alguno más ilustrativo de la Izquierda como economato y monopolio que el aparecido en el diario El Mundo el 16 de noviembre de 2004 bajo el título-tomado de un cantautor-Más de cien mentiras. Y lo es por su veracidad, debida probablemente en parte a la escasa voluntad de hondura intelectual de la autora, a su instalación perdurable en la sinecura de los Buenos, con el marchamo de superioridad ética que esto supone, y al tufo de clientela satisfecha que transpira y que le permite, incluso, periódicas invocaciones sentimentales a las barricadas en una prosa esmaltada de metáforas. Ahí tenemos a esa parte de la izquierda cultural (que) ocupa, ocupamos, si no todos, muchos de los espacios del discurso público (…).Hemos ido llenándonos de cosas: columnas, secciones, contratos, tribunas, trabajos con productoras, con editoriales, programas en los medios, amigos que no imaginamos, aliados que tampoco imaginamos (…) .¿Por qué cuando tenemos casi todas las columnas, casi todas las tribunas, los libros, la música, no es éste un país en donde se esté debatiendo el núcleo duro de lo social? (sic). La verdad es que es difícil refutar, argumentar siquiera una desvergüenza tan adánica. Ese monopolio confeso, esa maraña de intereses que deja chiquita, en su fortaleza blindada, la voracidad del capitalista más feroz, alza su queja porque habían estado en la trinchera (…) Dueño de un alma en oferta que nunca vendimos (…).La izquierda de los cien motivos pensaba que, más allá de los hermosos gestos en donde no resulta difícil coincidir con la derecha, era posible trabajar sobre el núcleo duro de lo social(…). Olvidó que los derechos humanos, en los que tan sencillo era coincidir con la derecha, fueron y son fruto de una legitimidad revolucionaria (…).Olvidó que había una isla (Cuba) a la que tan falso y tranquilizador resultaba arrumbar llamándola “dictadura de izquierdas”, una isla en donde se luchaba precisamente porque los derechos humanos fueran en verdad derechos y no privilegios. Además de la continua invocación al enemigo, tan metafísico como útil, materializado en la derecha, el resto de la argumentación se apoya en invocaciones tribales, por una parte perfectamente ajenas a la vida real y a los proyectos y beneficios de esta secta de comisarios de la cultura, por otra causantes de la eliminación o de la desdicha de innumerables personas en países en los que, desgraciadamente, sí se han puesto en práctica esas experiencias desde un poder llamado socialista, comunista, anticapitalista e incluso libertario y encarnado oportunamente en un partido con todos los rasgos que la autora añora ver imprimidos en el núcleo duro de lo social.

El artículo es impagable por lo amoral, por la completa ausencia de percepción de un lobby dictatorial sin embargo tan explícito, por el supino y benévolo desdén hacia el mundo extramuros, una miopía que ni siquiera alcanzan a excusar los tímidos, y anémicos, intentos de aportar argumentos o datos. La expansión sentimental se justifica por sí misma, como melancólica, y estética, llamada para añadir a los muy materiales bienes de que la secta disfruta la excitante guinda del mayor valer en la eterna lucha opresores/oprimidos. Lo que en otros sería simple desfachatez y exhibición de oportunismo es aquí candidez genuina, en el peor de los sentidos posibles, en el de ceguera voluntaria, sincera y perfectamente autista que tapiza el rentable y tibio reducto de la tribu. Las víctimas-es un axioma-no hay ni que verlas. Por eso la autora no sólo las ignora olímpicamente (¿qué tal, entre Cuba y Venezuela, un circuito por Corea del Norte y su hambruna sólo paliada por la ayuda alimenticia de Estados Unidos?) en los países que sí instalaron en la práctica los sistemas que ella añora en el núcleo duro, sino que también le son ajenos desposeídos que le pillan mucho más cerca, los palestinos castizos, de Burgos, Chamberí o Cuenca, paisanos suyos a los que ha robado sus legítimas oportunidades y ha dejado sin tierra su clan. Porque tal vez, en el dolido y fugaz sobresalto ético que le provoca la hartura, no haya reparado en el pequeño detalle de que su feudo mediático se alza desde hace décadas sobre la pila de excluidos, aquéllos que, con iguales o mayores méritos que los dorados nuevos ricos, han sido sistemáticamente privados de esos contratos, columnas, sueldos, espacios, pantallas, subvenciones, publicaciones de sus libros, estrenos de sus obras y demás bienes culturales cuya abundancia a ella la abruma. ¿Se le ha pasado por la imaginación que hay gente, que, por propia iniciativa, sin invitación ni estipendio alguno y simplemente para ver y escribirlo, ha dado la vuelta a Cuba pagando con dinero local, alojándose en donde la iban acogiendo, que en España, por supuesto, nunca pudo publicar el libro en que narraba sus experiencias, que se horrorizó de hasta qué punto puede ser empobrecido un país, esquilmado por un partido que en alguna parte habrá depositado el botín, por un régimen que no ha debido su subsistencia sino a la interesada ayuda soviética, gente que ha leído en los textos escolares cubanos de historia cómo Fidel Castro exhortaba en el sesenta y dos a la URSS, durante la crisis de los misiles, a que entrase en guerra nuclear con Estados Unidos? ¿No le llama la atención que tan pocas-y tan fugaces-películas hayan tomado en treinta años como sujeto a las víctimas del terrorismo vasco y que haya habido que esperar a documentales recientes, en algunos casos de imposible visualización dado su efímero paso por las pantallas? ¿No encontrará curioso que, por el contrario, los productos-con harta frecuencia incomibles-de los coros y danzas de tópico y consigna sean objeto de publicidad innumerable, ni le extrañará que ni una de las novecientas víctimas de la banda vasca tenga cantor que alegrarle la muerte? ¿Saben los representantes de nómina de la revolución futura y el progreso por qué no se han visto prácticamente denuncias en los medios de comunicación sobre el desastre educativo de la reforma socialista española de 1990, que ha arrasado la enseñanza? ¿Les han llegado noticias de que en los institutos no se ha oído ni palabra en público contra ello por puro miedo al-ése sí-núcleo duro de las mafias sindical y política logse y que los rarísimos en abierta disidencia no pudieron publicar apenas artículo alguno y que lo han pagado muy caro en acoso, imposición de pésimas condiciones laborales y ostracismo? ¿Se le ha ocurrido alguna vez a la autora de Más de cien…que al derecho de pernada literario y artístico que tan inocentemente expone corresponde desde hace décadas en España una censura que, en purga y sectarismo, deja tamañita a los rústicos tachones de la tosca derecha? ¿Puede concebir la repugnancia hacia el club de El fin justifica los medios por simple instinto de honestidad personal, vergüenza ajena y apego a la terca verdad de los hechos?.

En cambio, con la valentía propia de alancear moro muerto, se ataca el fantasma de las sotanas y la represión cristiana con la seguridad de la ausencia de riesgos y el aplauso fácil, pero todo miramiento multicultural y subvención son pocos para alabar chilabas y engrasar imanes que enseñarán el desprecio hacia la mujer y la persecución del laicismo, que actuarán como inquisidores, confidentes y vasallos del rey, el ayatollah y el jeque que los sostienen y que mantendrán bajo espionaje y servidumbre a los inmigrados. La valiente prensa se guardará, como hasta ahora, muy bien de criticar a los que tienen  por el mango la sartén del cuchillo y del petróleo. ¿Cuántas solidaridades explícitas ha habido con el amenazado Salman Rushdie, el asesinado Theo Van Gogh o con Oriana Fallaci, también amenazada de muerte pero a la que incluso el muy liberal Economist (21 de julio de 2005) se complace en tratar de racista llena de odio por los árabes?.Nadie se burla mejor de estos tópicos con los que se pretende encasillarla que la misma Oriana. Exentos de temor y de autocensura, sus escritos sirven para que otros se resguarden de potenciales violencias y atentados afirmando ante la galería que, a diferencia de esa racista visceral e impresentable, ellos están llenos de respeto por el mundo islámico.

La beatificación occidental del guerrillero palestino ha dejado per saecula a las muy reales víctimas de este conflicto prisioneras del tópico. Masacradas por sus hermanos árabes en muy mayor proporción que por los israelíes, esquilmadas de las inmensas cantidades de dinero que sobre sus organismos militares y políticos vierten unos reinos petroleros y un Occidente que compra así su buena conciencia, despreciados soberanamente por los ortodoxos judíos y por los gentiles de In God we trust, los refugiados son la vaca lechera de los donativos que en buena parte reposan en las cuentas en Suiza de las familias de los líderes. Son también carne de cañón excelente para el antiamericanismo primario, la negación de Israel y la exhibición de la kefia. Pero se habla muy escasamente de que esos palestinos se han distinguido por su profesionalidad, tolerancia y laicismo, quizás por el ingenio propio de los pueblos de diáspora, e importa muy poco que resulten más interesantes para la clientela que vive de ellos como eternos mártires y proveedores de muchachos con bombas que como vulgares ciudadanos. Una vez más, el conocimiento podría destruir el icono y, por ende, a sus sacerdotes. Sin necesidad de desplazarse a Oriente Medio, aquí también disponen la autora de Más de cien mentiras, el vate, el guitarrista, la orquesta y los incondicionales del público de una Palestina cultural pobladísima. La forman pequeños y heroicos editores reducidos al samizdat, periodistas y escritores que no hallan hueco en las columnas, cineastas y dramaturgos sin derecho a estreno, autores a los que, desde luego, no publicarán sus novelas y ensayos o éstos pasarán inadvertidos faltos del mínimo soporte publicitario, gentes esquilmadas en sus actividades y en sus vidas a las que no acompañarán cantautores ni mecheros encendidos, ni disfrutarán de apariciones televisivas, tertulias, conferencias, invitaciones ni simples empleos. Les han quitado el trabajo, la juventud y las ilusiones, pero, parafraseando a Muñoz Seca, no les podrán quitar el miedo que a la familia (en el sentido siciliano e hispánico del término) de la divina gauche tienen. No puede menos de felicitarse a los escritores, dramaturgos, poetas, ensayistas y columnistas de la trinchera a los que cita el artículo de El Mundo, dueños, como ahí se indica, de un alma que nunca vendimos. Respecto al cuerpo, les va francamente bien. Por aquí abajo, lo del alma ni se plantea: van de rebajas, los demonios ya no son lo que eran y Fausto está en paro. Pero, al menos, en el reino de la disidencia no hay recitar las mantras de rigor, callar la evidencia y alabar los discursos de cinco horas de Fidel Castro.

La bondadosa aureola es un capote de distracción coyuntural bordado con toda la imaginería de la marginación. La estrategia de las clientelas tras él ocultas se distingue del idealismo genuino en quién paga la factura, que, en estos casos es cargada a cuenta de terceros (extracción de los contribuyentes, presupuestos, disposiciones del dinero público) que no han dado su consentimiento para ello y a los que el Gobierno obliga, para sus propios fines propagandísticos y electorales, a hacerse cargo de ella. Las acciones propias del individuo comprometido y solidario son una apuesta arriesgada y noble, una donación generosa de energía, recursos y tiempo. Las clientelas incorporan a su decorado entidades de diversos tipos que, como algunas ONG, ejercen actividades encomiables pero se ven implicadas en la utilización política. Es curioso, por ejemplo, observar que una de ellas[3], que realiza una gran labor de asistencia médica en las zonas más desfavorecidas del planeta, incluyese en sus publicaciones de forma reiterada denuncias que sobrepasaban claramente la abominación de la guerra para convertirse, en 2003, en transparentes diatribas contra el entonces Gobierno español Éstas se hicieron más virulentas con la cercanía de las elecciones generales y la ofensiva mediática aferrada al ariete de la intervención en Irak. Tras el vuelco electoral del 11 de marzo, los textos pasaron a identificar explícitamente su discurso y finalidades benéficas con los del gobierno socialista (partido al que pertenece la fundadora de la entidad). En su resumen económico de 2004 esta organización no gubernamental informó de que la concesión de financiación pública había experimentado ese año en su caso un aumento del 76,2 por ciento (y la Tesorería un 73) respecto a 2003 debido principalmente a los mayores importes concedidos por la Administración estatal, con más de siete millones de euros (sic, Resumen de Memoria de 2004). La cifra es por sí sola significativa. Es fácil imaginar, ante estos datos y la anterior lectura de las cuñas sociopolíticas, los sentimientos de particulares a los que no ha guiado en sus donativos sino el deseo de colaborar en una buena obra. Son igualmente imaginables las reacciones de otras organizaciones benéficas que valoran la independencia y la ética, trabajan con lo que la libre colaboración de individuos solidarios les aporta y son conscientes del flaco servicio que a quien vale de por sí le acaban haciendo las larguezas de quien maneja el poder.

Es posible que el horizonte, al menos el inmediato, adquiera la poco halagüeña conformación de una tela de araña, una retícula de fragmentaciones que, por una parte, ofrezca en sus diminutos espacios generosas raciones de pan y autonomía pero contra cuyas fronteras, como en los universos virtuales de Mátrix, se choque a la menor aspiración a justicia, libertad real y merecidas remuneraciones, que no partes del botín. El aspersor del Estado de Propaganda se aplica a regar este tejido con promesas de indefinido bienestar y remendarlo con donativos que actúan de  parachoques y garantía de impunidad y persistencia para la nueva, y opulenta, clase dominante. Este microcosmos tiene como reverso la proyección periódica de grandes iconos, sesiones de cine de verano ideológico que duran lo que la movilización electoral y la embriaguez.

Las utopías en sí mismas han pasado a reducirse al icono, de manera semejante a la asimilación del mensaje con el medio transmisor. El logotipo cargado de energía movilizadora y dotado de atractivo plástico ha usurpado el espacio del referente, el contenido del signo. Con la generosa ayuda de la ignorancia generalizada de conocimientos y de la impropiedad lingüística. De ahí la facilidad y ligereza en el empleo de términos de cuyo real sentido histórico o conceptual se  ha perdido conciencia; o ésta no se ha tenido, gracias al desastre de la educación, jamás. En su acepción más al uso, la palabra utopía es una vaga aspiración a la extensión del bienestar, le ha ocurrido algo semejante a filosofía cuando se habla de Nuestra filosofía en la venta de platos congelados… El icono es manejable, mudable, perfectamente apto para el consumo de la juventud; funciona con el binomio impacto visual más efecto emotivo, la estética sustituye a la ética no sólo desplazando a ésta sino ocupando todo su lugar. Quedan sin embargo, para individuos inquietos y para el común de la gente cuando llega el momento de la reflexión, un hueco insustituible, una carencia necesaria afín a la angustia, ante las afirmaciones del fin de la Historia. La utopía también habría finalizado. Lo que suele perderse de vista es que su fin se debe a la labor de carroñeros que han ocupado con fines especulativos su territorio.

Hay orfandad de iconos, amenaza de camisetas blancas en las que no se sabe qué ponerse porque los motivos impresos en las actuales proceden en buena parte de tiempos pretéritos y reproducen rostros y signos ya desprestigiados por los hechos, aunque la plástica conserve su garra. La estrella roja, el Ché, la svástica se pasean sin gran convencimiento o han sido definitivamente reemplazadas por la moda heavy y la necrofilia versión agresiva. Camisetas, insignias y viejas guerras no bastan a personas, sobre todo jóvenes, que no se resignan a la extinción de los ideales y que acarrean como un peso las exigencias de unas inteligencia y generosidad faltas de cauces. Para ellos vale la pena, todavía, rescatar del secuestro en el que clientelas y secta los mantienen a Antonio Machado y a Miguel Hernández, para que aprendan a identificar a los que aquí y ahora van apestando la tierra. La utopía siempre ha tenido sus seguidores. Afortunadamente, porque sin ella es posible que nada hubiera levantado el vuelo, en la condición humana, más allá de la gris subsistencia. El monstruo que la acompaña le es quizás tan inseparable como la línea sutil que delimita la genialidad y la locura. La idea, por la que vale la pena morir, por la que vale la pena luchar y soñar, es al tiempo, por su misma naturaleza, inexistente y necesaria, como el horizonte, la matemática, la música, la justicia, la belleza, el ser de las cosas. Existe luego la utilización de la utopía, y los ropajes que ésta presta a quienes la colocan en sus arsenales y capitalizan en sus haberes, existe el envoltorio que procura a voluminosos paquetes de cadáveres, al pálido igualitarismo de la envidia, a las formas, diversas y tan semejantes, de la mediocridad.

La cronología de paraísos utópicos paseados bajo palio por la parroquia occidental tiene, en el siglo XX y este comienzo del XXI, claras etapas, vividas todas ellas con fases de deslumbramiento, devoción, persecución de disidencia y desencanto pronto reemplazado por el amor siguiente. Las cimas más perceptibles de estos, siempre platónicos y lejanos, edenes revolucionarios han sido, sucesivamente, la URSS, la China de Mao, el Irán de Jomeini desde la revolución de 1979 (seguida éste muy de cerca por el estallido del Líbano en 1982) y, por fin, el Islam de Osama Ben Laden, en el que se llega, con el terrorismo omnipresente y difuso, a la mayor cercanía de una abstracción ideal basada, desde el comienzo, en la negación de los valores y civilización occidentales. En Osama no hay país, argumentos, economía ni estado; es el perfecto icono, despojado de las adherencias de la realidad excepto en demostraciones de simple fuerza. Y tiene mucho dinero, que compra esa apetecible tecnología del mundo moderno (una cosa es el suicidio y otra vivir con modestos medios los años de la vida). La religión del no, de la destrucción y de la queja necesita, a la vez, de avances científicos y de ignorancia, de enemigos virtuales y de inagotables reservas de víctimas a las que hay que vengar. El fedayin y el guerrillero resultan positivos, no por sus finalidades, hechos y proyectos, sino como iconos de lucha, acción en estado puro como la que sedujo a las Vanguardias a principios del siglo XX. La vasta fábrica de victimismo ha funcionado durante décadas a pleno rendimiento dentro de Europa, entre los hijos de las poblaciones inmigradas, gracias a los favores, complicidades e impunidades de los países de asentamiento, que no han tenido la menor pretensión de enseñar y de defender las bases de su prosperidad material y moral. La periferia de las grandes ciudades alberga desde los años setenta, en Berlín, París o Londres, un tercer mundo adolescente al que asisten todos los derechos y al que dedica sus alabanzas lo más granado de la intelectualidad. Ésta, y el político que presume de solidario y calcula los votos futuribles, califican de manera invariable a esas bandas de muchachos forzados a cometer actos violentos por imperativo social. En esas revoluciones de fin de semana pueden militar gozosos, de manera vicaria, los cruzados contra el Occidente (y Estados Unidos) fuente de todos los males, sumisos y reverentes ante esos jóvenes rebeldes especializados en la destrucción de mobiliario urbano y otras muestras de decadencia y propiedad privada. La insultante sugerencia de que estos luchadores contra el sistema tienen en él todas las posibilidades de estudiar y de después buscarse un trabajo según su esfuerzo y merecimientos, y ello en medida infinitamente superior a sus padres y incomparablemente mejor a las opciones en sus países de origen, resulta de abominable cariz conservador.

Un nuevo síndrome sobrepasa ampliamente en funcionalidad y afiliados al de Estocolmo: El de David. Cada vez más la defensa utópica de los grandes ideales libertarios vertidos en moldes de parroquias voraces, se resuelve precisamente en lo opuesto: formas de servidumbre, irracionalismo y regresión. Se da por sentada la admiración hacia el más débil y la necesidad de la conciencia vigilante, que, automáticamente, es de izquierdas por simple ubicación espacial respecto al régimen de control de poderes existente. Se trata del síndrome de David, la transposición, desde el plano puramente moral, de las bienaventuranzas a un territorio que desde luego sí es de este mundo y pretende sacar durante su estancia terrenal ventajas desmesuradas de la exhibición, elevada a mérito prioritario, de la inferioridad comparativa. Goliat es cualquiera de más talla, sea mayoría de votantes, individuo aventajado o país próspero; eso le constituye en enemigo contra el que toda lucha es admirable y debe ser aplaudida por una sociedad que se considerará a sí misma vil si, además, no provee las armas y mantiene con el adecuado lujo y respeto a la nueva y prolífica casa de David. La muletilla, utilizada con profusión en estos casos, es la palabra poderosos, que se complace en mezclar cierta religión laica de la marginalidad y la carencia con una estrategia, bastante organizada, de su manejo como instrumento de extorsión. Naturalmente, de tal proceso quedan fuera la solidaridad, anhelo de justicia, la caridad y la honestidad genuinas; se ignora, del mismo modo, la atención concreta a necesidades precisas excepto si éstas gozan del beneficio del escándalo callejero. Sólo hay en estas bienaventuranzas unos dioses: los inmediatamente rentables, y, por muchas utopías que se invoquen, de lo que se trata es de que David no crezca y de poder acusar y derribar indefinidamente a Goliat.

Es, en realidad, esta afirmación por la negación de valores una faceta más de la característica huida de la racionalidad que ha marcado el pasado siglo y busca continuarse en el actual. Los años sesenta y setenta vieron el rápido florecer de generaciones en el mejor de los casos ávidas de cambios y experimentación de nuevas formas de vida cotidiana. En el peor, y más perdurable y extenso, caracterizadas por el entusiasta apoyo a la irracionalidad y la marginación por el simple hecho de serlo. Fueron, por ejemplo, los tiempos de enseñanzas del ilustre brujo don Juan, cuyos libros se constituyeron en biblia de hippies, días de exaltación de espíritus, tribus, vibraciones y poderes. Por supuesto, hasta el más fervoroso de los iniciados buscaba la ciencia tradicional cuando le dolían las muelas o su hijo se rompía el brazo, incorporaba a su paisaje electrodomésticos y acababa circulando en todo terreno por los campos adyacentes a su casa rural. El ecologismo recogió en su verde regazo los flecos de las sectas. Ahora se trataba de abominar de la energía nuclear, las autopistas o el cambio de cultivos con la misma energía con la que en otra época se produjeron manifestaciones contra la energía a vapor, el ferrocarril, el automóvil y la vacunación de los niños. Un examen más atento, y prolongado, de la situación revelaba límites claros a la negación del principio de realidad. Los hijos eran finalmente vacunados y sus padres, lejos de criarlos en comunas selváticas, los educaban en la creencia de su derecho a recibir gratuitamente de por vida alimentación y cobijo, como no podía ser menos en un mundo compuesto de víctimas y poderosos. El régimen de clientela es hereditario, y así la prole ha sido desde la infancia adoctrinada para rechazar la explotación (que incluye cualquier trabajo en cualquier entidad o empresa), lo que la aboca a vagos estudios indefinidos y pervivencia agarrada a las ubres del paro y las formas de asistencia social aunque se trate de mozos en la plenitud de la vida y con dos manos capaces de ganársela. Las jaculatorias de corte reivindicativo e idílico sustituyeron, con ventaja, al antiguo catecismo, los partidos hallaron en aldeanismos de corte romántico una mitología adaptable a las ambiciones de la oligarquía local. De estas carreras fulminantes hacia la irracionalidad ninguna quizás tan pedagógica e ilustrativa como, extramuros, la mal disimulada admiración por el terrorista que hace saltar autobuses junto con su humano contenido (¡Cómo estará el pobre para tener que hacer eso! exclama el izquierdista de pro). Es una actualización del guerrillero de póster y camiseta. Su versión doméstica intramuros sería el etarra al que su recurso cotidiano al asesinato hace paradigma y breviario de otros que no han pasado la frontera de la sangre,  que coquetean parcialmente con ella y sus actores con la timidez admirativa de quien aporta su grano de arena al David que desafía a Goliat con la honda.

Magias, etnias, conjuros, regresión y usos ancestrales, viscosidad de las prácticas de los don Juan de Castaneda, de sus poderes, vibraciones y pócimas; chamanes, imanes, animales sagrados, plantas, fluidos, Naturaleza, grey, fe, tradiciones, veneración, exaltaciones, asentimiento, dualidad, adhesión, grito e imagen. Y enemigos, necesidad imperiosa de enemigos, y de lejano Edén guardado por un ángel que extiende cheques en blanco a los que son sus herederos y defensores por derecho. La época se caracteriza por la irregularidad de su tejido, por la coexistencia de oscurantismos, primitivismos y barbaries que no logran apagar del todo la percepción antigua de generales valores, de los universales que fueron alumbrados por siglos de esfuerzo, la sed de orden pacífico arrancado al Caos. Hay mucho de vuelta a las Edades Oscuras en la negativa a afrontar los hechos y su precio, en el retroceso a la tribu. Como en el paso de la Edad Media a la Moderna, el Estado central y pasablemente lejano y la Ley común para todos representan el espacio propio del ser humano que repugna las imposiciones, ritos, cargas y servidumbres del pueblo vasallo y que apela al monarca contra la opresión del aristócrata del vecino castillo. Finalmente, y más allá de la calidad o abundancia del pienso recibido, se trata de albedrío y de horizonte, del espacio intelectual propio del ser empeñado en la defensa de su razón contra la asfixia de preceptos culturales, relatividad obligada, determinismos étnicos y utopías convertidas en soma, euforizante, excusa y mordaza. Es el tiempo de sectas, que amagan rediles férreos y bucólicos, que la emprenden a golpes o a silencios contra el individuo solo y reflexivo, contra el sentido del humor, la memoria, la observación, la independencia y el trabajoso cambio, contra la clara luz del pensamiento, contra la risa y la conciencia irremediable de la tristeza. En vez del reino de la libertad, el de la servidumbre.

El secuestro de la Razón en nombre de la Buena Intención produce, en el mejor de los casos, anulaciones parciales del sentido crítico, amputaciones de la percepción de la realidad concretadas en el ejercicio intermitente de la censura, reducción a mínimos del juicio y opciones personales sustituidos por la inmersión en una vaga moralidad colectiva que diluye hasta la inexistencia responsabilidades y riesgos y proporciona un generalizado sentimiento de seguridad, protección y aceptación social. En el peor de los casos, cuando se dispone de extensas cotas de poder, el proceso lleva a la transformación en enemigos y la eliminación por millones, física o social, del adversario. La identificación de lo que hay con lo que debería haber conforma una cárcel virtual entre cuyas rejas se mantienen actualidad y pasado, enseñanza y comunicaciones, ciencia y cultura. Significa desconocer los resultados de estadísticas, las vivencias de los sucesos cotidianos, las páginas de la historia y las fundadas previsiones, los testimonios directos y el vocabulario preciso.

La utilización de la acronía es en tal proceso esencial porque permite invertir la causa-efecto. En 2005 son muchos los que en Europa (España a la cabeza) están firmemente convencidos de que la guerra de Irak precedió al 11 de septiembre de 2001, y no pasará mucho tiempo sin que se afirme que las Cruzadas motivaron como justa respuesta la invasión árabe el 711. El manejo de la historia digital, fragmentada como las piezas de un puzzle cuyos elementos se escogen, alinean y exhiben según las necesidades movilizadotas del momento, es en esta dinámica de gran importancia y se lleva a cabo regularmente en las grandes fuentes de formación de opiniones: Prensa, radio, televisión y libros de estudio. El ejercicio, en fin, de la experiencia, la observación y la razón debe, según esto, ser ignorado para ajustar el pensamiento y sus expresiones externas al puñado de preceptos imprescindibles. Así, hay que defender la coexistencia fraternal de las Tres Culturas de cuya amigable vecindad hicieron en la península ibérica alarde cristianos, moros y judíos. Obviamente esto choca de plano con los siglos de lucha, las crónicas y la palabra misma de Reconquista, pero se ajusta a la profesión de fe requerida. Cuando de pueblos, comunidades, religiones y etnias se hable, habrá que emplear epítetos exclusivamente positivos, en forma alguna sus contrarios; los sujetos podrán ser “hospitalarios”, “alegres” y “leales”, jamás violentos, fanáticos, perezosos y hostiles. De las tribus hispanas, la dedicada al pillaje como forma de vida no era agresiva, sino que tal rasgo denotaba simple adaptación al medio ambiente, otra norteña no permaneció anclada en el primitivismo ni se caracterizó por la brutalidad en sus ritos y hábitos, sino que fue descrita inadecuadamente por un historiador al que cegaban los prejuicios de su civilización grecorromana. A la sociología se le permite comentar el respeto hacia los ancianos entre los maoríes o la notable aptitud matemática de los hindúes, que les ha convertido en objeto de gran demanda en el mundo desarrollado, pero le está prohibida la publicación de estadísticas sobre el índice de criminalidad, la discriminación femenina y el rendimiento escolar y universitario de los distintos grupos. El temor a incurrir en delito de racismo, machismo, fascismo, imperialismo o colonialismo configura un enrejado de tabúes externos y favorece la proliferación de actitudes de gran indigencia ética y mental. Es el sustrato que, en el mundo desarrollado, nutre a las nuevas sectas y nuevos ricos y que distribuye entre los que comparten de manera vicaria sus ventajas grandes porciones de relativismo acomodaticio y de confortable sentimiento de seguridad. El terror al pecado de blasfemia política y al ostracismo mediático, la interiorización de la censura, la generalización de códigos binarios simples en expresiones y actitudes, el automatismo de la normativa de prejuicios imperante repugna al pensamiento y al impulso individual del ejercicio del albedrío. Continua y diariamente hay que asentir a clichés que superponen a la nitidez de los datos la interpretación correcta y el juicio de valor aceptable. Con la doble consecuencia de anquilosar las capacidades reales, intelectuales y éticas, del individuo y proyectar un universo ficticio en donde la democracia se vacía de sentido y cuyos habitantes serán incapaces, llegado el caso del inevitable enfrentamiento con el principio de realidad, de defender materialmente los principios y valores en los que se basa el sistema de derechos en el que viven y la civilización y progreso de los que disfrutan.

En el orden temporal, los primeros perjudicados son precisamente los elementos más inermes y vulnerables, también los más valientes, reflexivos, e independientes de entre esos grupos cuya defensa cultural se pretende. Sumergidos en el animalizado sujeto histórico de la cofradía, el clan y la etnia, traicionados por los países que fundaron sus propias sociedades en la libertad, la igualdad de oportunidades y la universalidad de los derechos humanos, estos individuos han visto en Londres cómo desfilaban en una manifestación permitida por el gobierno británico miles de musulmanes que pedían a gritos el asesinato de un escritor condenado por un ayatollah y que jaleaban a los que se ganaran el paraíso cortando su cabeza; han seguido en Francia el intento, ejemplificado con la muy tardía prohibición del velo, de restablecer las garantías de la Constitución, y llevan décadas siendo testigos de la cómoda ceguera occidental ante prácticas de discriminación vergonzosas cometidas en la más perfecta impunidad en nombre de la tolerancia por gentes que no conocen el ejercicio de tal término. Los que esperaban de Europa, además de pan y trabajo, un mejor sistema de vida han presenciado el muelle acomodo de los países de acogida a ritos y costumbres que, en las comunidades emigradas, niegan de plano la igualdad que la ley garantiza, y esto en nombre del respeto a religión y tradiciones que han servido de hoja de parra al interés económico y la falta de valor de políticos, jueces, teóricos y defensores de la identidad originaria, las raíces telúricas y los felices mosaicos pluriculturales, Siempre hicieron el gasto los más débiles, mujeres obligadas a la sumisión y a los golpes del sistema patriarcal, niños forjados en los hornos donde se cuece el fanatismo, jóvenes reticentes a la tradición impuesta, individuos en fin que pretendían serlo y emprender la ruta que su albedrío les marcara. Cuando se maneja, según el catecismo en vigor, el discurso de los usos y costumbres simétricos y respetables se está ejerciendo, de hecho, un racismo oportunista de nuevo cuño, que salvaguarda la violencia, el oscurantismo y la barbarie en reductos barnizados de indiferencia mientras tales rasgos no interfieran en los intereses esenciales de los que intercambian abalorios con el salvaje incapaz de cambio ni progreso.

La Ley es el refugio contra la grey, y se observa una rebelión contra ese horizonte vecinal y opresivo. El relativismo que empapa el discurso de la pasarela ideológica vende el feudalismo acogedor de las ventajas, y de la sumisión, con trasfondo de un planeta ocupado por sistemas homogéneos y seres bondadosos que sólo esperan para suspender su programa atómico, entregar la pistola o renunciar a lapidar mujeres al diálogo comprensivo y la seguridad del respeto a la diferencia.

Sade y Masoch no pueden vivir el uno sin el otro. La utopía sórdida, de oportunismo acomodaticio, manipulación mediática, réditos cercanos y proclamas vaporosas, vive en extraño maridaje, con una utopía sádica cristalizada en el fundamentalismo islamista, que, en tres décadas de silencio cómplice de los medios occidentales, ha ido alumbrando por una parte clientelas más exigentes respecto al producto del maná petrolífero; por otra, acompañadas por millones de figurantes, dictaduras teológicas que son un paradigma del oscurantismo y la servidumbre. El culto a la muerte es una de las señas de identidad totalitarias y ejerce sobre el público occidental la fascinación del terror puro, de la cruda existencia de una ávida barbarie que se hubiese querido reducida a espacios lejanos en la geografía o en el tiempo. Los borbotones de sangre indiscriminada tienen el don, desde las pantallas, de sacudir estómagos estragados en la habitual competición por enviar al espectador los excitantes más intensos. Fritz Lang hizo en el cine expresar al doctor Mabuse el ideal, incluido modo de empleo, del terrorismo que alcanza su apogeo por el terror en sí, la quiebra de la razón ante el crimen arbitrario y sin objeto, la disolución de los parámetros del mundo conocido ante la bancarrota de los servicios que aseguran el bienestar y la seguridad cotidianos, el estupor aleatorio de las muertes y atentados. Era, en plena eclosión del nazismo, la Alemania de 1932. Sigue manifestándose hoy. El perfil del Superhombre se define de nuevo, en sus atributos, en Alien, el 8º pasajero, cuando la cabeza del androide, a punto de ser destruido, justifica su admiración por el monstruo extraterrestre, que ha acabado con la tripulación de la nave, porque es una criatura de perfecta pureza, un superviviente sin conciencia, remordimientos ni sentido moral. Es el perfecto terrorista, logrado en cuanto especie y prescindible en sus miembros. En etapas actuales, mucho más rústicas, se impone la nueva y económica arma letal del suicida, tan imprevisible, utilitaria y rentable como la transformación en misiles de los aviones de pasajeros. Toda una antítesis de los valores de tradición occidental sobre el individuo, la felicidad y la vida, cuya humanidad coloca a quien los adopta en inicial y flagrante desventaja. Con ella contaron regímenes de tanta pureza fascista como el japonés de la Segunda Guerra Mundial, al que le parecía increíble que los soldados norteamericanos y británicos igualaran en devoción y resistencia a los de un emperador que, cuando la guerra estaba manifiestamente perdida, había anunciado preferir cien millones de muertos con honor a la rendición, pero que finalmente hubo de declarar, en 1945, (bajo presión norteamericana) a sus contritos súbditos que en realidad él no era Hijo del Cielo. Es dudoso que la educación histórica de los jóvenes europeos incluya, entre las descripciones pormenorizadas de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, algunas líneas sobre el terror extendido en el Pacífico por el imperialismo japonés, cuyo componente racista ideológico nada tuvo que envidiar a la mitología aria. El ¡Viva la muerte! luce hoy los atributos de un suicidio aplazado, de una dulce rendición que permita alargar indefinidamente la tregua de la grata existencia.

Por eso todas las armas se dirigen contra la guerra, aunque sea justa y el único recurso ante la agresión, la aniquilación o el sometimiento. No se apunta contra la Muerte, contra el suicidio, la autodestrucción programada, los crímenes impunes, la paz silenciosa de los cementerios. Se apunta contra cuanto pueda implicar esfuerzo, actuación, toma de postura. Y se trillan severamente los hechos hasta dejar únicamente a la luz pública las más negras ramas de los grandes árboles.

El icono iraquí se perfilará  todavía largo tiempo en el horizonte, pero tiene más facetas de las que se cree. Posee un valor añadido que no interesa a los que se sirven de sus desgracias como veta de dividendos electorales porque se presta a incómodas reflexiones sobre el momento presente y mucho más sobre el futuro. También ofrece curiosas coincidencias: Justo a raíz de la matanza de Madrid, la ofensiva en Irak contra las tropas norteamericanas, y el número de bajas, evolucionó, en espacio de semanas, con la fulgurante rapidez de una operación largamente planificada. La curva estadística mostró una subida en flecha de veinte a ciento veinte muertos y de doscientos a mil doscientos heridos entre los soldados estadounidenses, y esa variación ocurría en marzo de 2004, donde alcanzó su clímax para luego descender algo.[4] Hace tiempo que las casualidades han pasado a ser norma.

La torpeza de Washington con una estrategia sin sutileza ni previsión, la grandilocuencia de un lenguaje oficial apocalíptico y la agresividad defensiva ante la incertidumbre y la soledad postbélica han favorecido el aprovechamiento de la caricatura estadounidense, en especial por parte de las clientelas del todo a cien en términos geopolíticos. Éstas ofrecen sustituir rápidamente el petróleo, dar un rodeo en los sitios peligrosos y aportar espiritualidad cuando de fondos, riesgos y presencia se trata. La charanga antiimperialista no deja oír otros análisis ni consideraciones. Por ejemplo: que se impone la implantación de una nación populosa, con aspiraciones a la modernidad y al laicismo en el centro mismo de una región neurálgica en la que las ambiciones de sus plutocracias y la interesada fanatización totalitaria de amplios sectores han desencadenado una dinámica incompatible con las libertades y logros civilizados. El oro fácil y los palacios babilónicos por docenas no bastan indefinidamente a los dictadores. Esa etapa deja paso al deseo de lujos de superior calado: la extensión del poder, la humillación de los vecinos y los iguales, la constatación deleitosa del temblor de los grandes de este mundo. En este sentido el caso Sadam era insostenible, independientemente de su armamento real, por el efecto dominó de su megalomanía, alianzas y aspiraciones. Si de simple rapiña petrolífera se hubiese tratado, era por demás evidente que resultan mucho más baratas y cómodas las alianzas con los tiranos locales respecto a la comercialización de los recursos que la puesta en marcha de una aparatosa guerra de ruinoso coste en dinero, prestigio y vidas.

Naturalmente el efecto dominó del contagio del terror como metodología es llamativo y constatable en modas como la de los secuestros aéreos o la imitación de los asesinos en serie. La fabricación y uso sistemático de hombres-bomba es fruto de la época, puesto que para matar a contingentes apreciables es necesaria la tecnología, que permite superar el atentado artesanal de bajo rendimiento. Pero bombas y suicidas no pasan de ser la espuma trágica de un mar de fondo. Hay en su utilización una estrategia, y el económico armamento kamikaze sirve a la perfección a otra clientela sin méritos: la de los ricos del petróleo que, a diferencia de los países que han salido adelante por su esfuerzo, no han puesto en pie sino dictaduras, no se han modernizado sino en los fines de semana en el Occidente pecador ni han aportado al Guinness otra cosa que el número de limusinas y yates. Ahora los millonarios de tercera generación, estragados de caviar, champaña y chicas top model, quieren pagarse el lujo de más poder, el juego a la coronación imperial y al temor de los envidiados infieles, sin molestas intervenciones democráticas y con el benevolente apoyo de sus socios comerciales europeos. La aspiración al nuevo botín de los creyentes, tras el gratuito rearme fruto de los yacimientos, ha entrado en su natural etapa expansiva, y para legalizarla existe el armazón irracional que tan buenos resultados ha dado con la doctrina de la paridad multicultural, puesto que sitúa sus actos más allá del bien y del mal, a cómoda distancia de cualquier intervención que modifique la carencia de derechos y libertades en sus países y que pudiere dar lugar a una indeseable clarificación en sus mercados y actividades contables, la cual revelaría una cartera de clientes occidentales que coincide con los más ardientes defensores de las no intervenciones.

El botín de la coacción con ropajes ideológicos no repara en fronteras y corre por las venas de los oleoductos conformando un paisaje político perteneciente al puro reino de la fuerza y la carencia de trabas morales, se perfila en terrenos tan próximos como invisibles para la amable ceguera rousseauniana de multitudes que ignoran el valor del sistema de vida del que gozan y prefieren creer en la fraternidad edénica del lobo y el cordero, y está sembrando la embriaguez de la fuga ante el peligro insoslayable e incitando al planeo libre sobre problemas de extraordinaria envergadura que se pretende soslayar con el simple espejismo del tópico y de la relativización distante. A las agradables perspectivas de un indefinido disfrute de los bienes y servicios mediante, llegado el caso, un intercambio de buenas palabras con quienes practican la violencia en estado puro se apuntan en Europa gobernantes y gobernados, con tanto mayor facilidad cuanto que se han sembrado juventudes enteras con la sal del desconocimiento. Éstas ignoran, por supuesto, la geografía e historia más elementales del mundo árabe, la frágil formación de sus estados, y, sobre todo, el dato clave de la relativamente reciente aparición del fundamentalismo islámico, de su estrecha relación con el abandono, por parte de Occidente, de capas amplísimas de población de esos países que pretendían incorporarse al mundo moderno, laico y civilizado al ritmo esforzado de la formación de sus clases medias, de la extensión del comercio, de sus movimientos cívicos y de sus intelectuales. Nada han aprendido en esta orilla del Mediterráneo acerca de la venta de esas gentes a los más oscuros regímenes clericales y los déspotas más impresentables a cambio de octanos, contratos, fuerza de trabajo y ausencia de problemas. Por supuesto, los estudiantes de Europa, y mayormente de España, no tienen la menor idea sobre países como el Yemen, que nada deben al petróleo y mucho a su esfuerzo, y en las colecciones de cromos aleatorios en las que se han convertido las páginas de historia de los libros de texto no figura el tratamiento paralelo del que han sido objeto los disidentes comunistas en Europa y los laicos progresistas que se alzaron en el mundo árabe contra la ubicua y asfixiante presencia del Islam en cada recoveco de la sociedad civil. Mientras, el terrorismo proporciona subsistencia vital a la constelación de dictaduras musulmanas feudales que, desde Marruecos a Arabia Saudita, venden al exterior su papel de moderados y de muros de contención de una barbarie islámica que es su alter ego providencial.

Occidente, por su parte, no da para dictadores porque los monstruos ya no son lo que eran, aunque el progresismo de nómina está haciendo grandes esfuerzos para propiciar la resurrección de grupos de extrema derecha y de izquierda extremísima. El Enemigo es por lo pronto legión ratonil cuyo programa se resume, en la práctica, a engullir graneros fruto del esfuerzo ajeno, o es el club de fans del Osama purificador que colme, en su destructora y vindicativa Parusía, las expectativas, entre masoquistas y amantes de las sensaciones fuertes, de una tribu que literalmente babea ante el robusto vengador islámico y se apresura a rendirle honores. En este sentido, España se invistió desde marzo del 2004 con la dudosa distinción de abanderado de claudicaciones y rendiciones  preventivas; el Gobierno se ha desvivido por adelantarse a las peticiones del terrorismo con una constante exhibición de pirotecnia filoárabe en la que al patetismo sólo le supera el ridículo. Las clientelas del botín inmediato y el pacto con quien se tercie esperan de hecho, con impaciencia mal o nada disimulada y extrañeza por el retraso, los estallidos y los montones de cuerpos norteamericanos o ingleses. El fundamentalismo islámico-el cual no está ni mucho menos formado en su núcleo rector por suicidas ni por parias de la Tierra- sabe que el caso español ha sido, sin lugar a dudas, su mayor victoria estratégica, hasta el punto de favorecer la disgregación, y quizás desaparición de ese lugar como país y de dar el pistoletazo de salida para la aplicación de un mapa en el que la libertad, la razón y los estados de derecho no tendrán cabida.

El archipiélago Orwell es prolífico: el nuevo tratamiento de la Historia dará libros escolares aún más fragmentarios y diluidos, en los que los miles de víctimas de Mahattan se unirán a la matanza de Madrid en atroz pero lógica represalia de los pobres que levantan contra el Imperialismo, Occidente y el Mal su voz largo tiempo oprimida; las minorías y grupos sin gran afición al desarrollo por sus propios méritos desplegarán, en las lecciones de Ciencias Sociales y de Ámbito, de Lengua y de Literatura, de Arte y de Geografía, inacabables memoriales de agravios y chantajes permanentes, variantes polimorfas e inagotables del impuesto revolucionario, mientras la razón, el saber, la civilización duramente adquirida y la larga cosecha de milenios desaparecen devorados por burocracias prolíficas que eliminan cuanto no sirve para su engorde. Las sectas pactarán gustosas con sus bárbaros, les ofrecerán vasallaje, derechos y leyes a medida, cantidades ingentes de multiculturalismo por pantalla, página, aula y metro cuadrado, les rendirán la pleitesía del dinero y de la blanda aquiescencia a todas las concesiones, les harán entrega, como a los nazis los colaboradores de antaño, de los hombres y mujeres libres, tanto de Occidente como de gentes del Tercer Mundo que soñaron con sociedades civilizadas e iguales en derechos, los cubrirán de lisonjas y tributos que serán presentados a la mohína grey de contribuyentes como compensaciones debidas, les ofrecerán sobre todo la fascinada, medrosa admiración del cobarde hacia el primitivismo y la fuerza expeditiva del tosco adversario.

Siglo XXI, precedido de la mitología de los milenios, enmarcado, como una puerta, por las Torres Gemelas de Nueva York y el avión como un cuchillo; un edén florecido con nuevas plantas de metralla y fuego que tachonan, al albur, un paisaje que se creía conocido o previsible y que adquiere, de forma repentina, la topografía angustiosa del volcanismo inesperado. Con la perspectiva del primer lustro, puede aventurarse la apariencia de la Bestia apocalíptica: Será discreta, equidistante de la sonrisa inocua y del colectivo retrato de blandos gestores intercambiables. No vendrán los anticristos ni rameras babilónicas que, junto con el pecado de Eva, abren y cierran el profundo machismo bíblico. Será cosa de dulces corderos, de tranquilos defensores de la indefensión y de la nada, de varones beatíficos y matronas satisfechas del advenimiento de la igualdad aritmética. Porque hay algo infinitamente inquietante en la propagación, fuera de contexto, de la imagen del león junto a la oveja, en la utilización mundana del lenguaje evangélico, en la usurpación electoral de la colina de las Bienaventuranzas. Las albas túnicas, la representación del péplum esmaltado de impecable religiosidad laica, la exhibición de indefensas bondades, de parusías al alcance de la mano y planes urbanísticos de Jerusalén Celeste resultan tanto más inquietantes cuanto que, inevitablemente, el envés de la blanca toga es forzosamente el rudo (pero sincero) mundo material de intereses encontrados, de quién paga qué, de honestidad o ausencia de escrúpulos, de violencia o sometimiento a la ley, de conciencia clara, percibida y transmitida del precio en riesgos y en trabajo de cuanto se goza, de la monstruosidad, y nobleza, apatía o esfuerzo, bajeza o altura de miras que de cada individuo cabe esperarse. La flamante guía para el siglo XXI es un texto más para usos escolares que se distribuye, con regularidad parlamentaria a una población ciudadana que ha votado la solución indolora de sus problemas, el refugio en el tono menor, el perfil desvaído que sea ignorado por los violentos de la Tierra. Una lección más de prácticas incompatibles en coexistencia fraterna, costumbres que gozan de franquicia para desmenuzar al débil siempre y cuando lo hagan en relativo silencio, dictaduras minoritarias, censuras tan impregnadas y asumidas que ya no precisan de censores, tramoyas esponjosas, bienpensantes, que hasta el último minuto no dejan ver los infiernos implacables de la fuerza, el hierro, la sumisión. En el palimpsesto puede leerse con facilidad la larga serie de argumentos que vienen en apoyo del crudo hecho de apropiarse de los bienes ajenos. Es una lista, repartida para su aprendizaje, de nombres gregarios y educación en valores (que no en leyes) y en ciudadanía, de individuos invalidados por la existencia de pueblo, multitud, masa, etnia, autonomía, los cuales son los únicos sujetos en una historia vaga, desprovista de significado, simple añadido, sucesivo y momentáneo, de fragmentos ocasionales que los intereses y corrientes del momento crean y retiran luego de escena como si jamás hubiesen existido.

La inquietud se torna en alarma cuando el discurso vaga por espacios éticos de imposible cuestionamiento y se habla de paz, amor, justicia y atención a los humildes mientras, junto a Jekyll, se sienta, en dualidad permanente, Hyde, cuando el agitador propagandista y el dueño de las palabras y las pantallas son la inseparable sombra y la sustancia del presidente electo. El último reducto de unas trincheras de desazón y rutinaria fatiga está en ese recodo de la conciencia donde, pese a todo, late con percepción oscura la certeza del engaño, está en el alejamiento, con repugnancia instintiva, del cultivado encanto de las sectas y en la simple certidumbre de que el tierra a tierra está hecho de durezas y firmezas, de oposición y claros pactos. En el reino de este mundo tras la sonrisa beatífica, la suavidad de la lana y la pureza de miradas que se quieren nuevas existen, siempre, individuos entregados a los dientes del territorio inmisericorde de las realidades. El peligroso Ángel de la Humildad forma dúo inseparable con el de la Soberbia, y, en un medio no de arte, literatura o filosofía, sino de actos y de intereses enfrentados, la llamada a la Gran Paz se adscribe en la más vidriosa de las estrategias. La figura angélica y la tenebrosa son un tándem necesario, necesidades del guión, como ocurriera otrora en España, en los ochenta, cuando fue preciso construir a la imagen y semejanza de las aspiraciones de cambio, juventud y modernidad de un país que salía del franquismo un líder que representara a los dioses (socialismo, obrerismo) a los que no se quería servir pero que era hermoso invocar. Dorian Gray, que arrastró en otros tiempos, fundidas, la simpática juventud del ideal y las fangosas huestes de clientes, se materializó veinte años más tarde en un desdoblamiento distinto, codo a codo el retrato impecable y la degradación profunda del original.

Es hora de los señores de la pequeña guerra, de los nuevos ricos y de los nuevos brujos que, a diferencia de los antiguos, nada invierten sino la codicia y que pastorean una grey ansiosa de vivir como viven aquéllos de los que a grandes voces abomina. Su utopía es la imposición de una retícula de recaudadores e inquisidores que les aseguren la gratuidad ilimitada del buen pasar y la sumisión al totalitarismo light plasmado en leyes por gobiernos amorfos y populistas en nombre de la defensa de las minorías, la discriminación positiva y la relatividad de los principios. Sobre esta utopía de subsuelo, y en paralelismo no por antagónico menos consecuente, se extiende un fanatismo musulmán de amplio espectro y largo alcance que proporciona a su nueva parroquia europea la indispensable droga del enfrentamiento (virtual) respecto a Estados Unidos y la civilización occidental. Se trata, en cierto modo, de una antiutopía, caracterizada por la perfecta ausencia de libertad, a la que los adeptos del exotismo árabe a distancia se guardarían muy bien-como ya ocurrió con el comunismo-de enviar a sus hijas pero que ofrece el atractivo contestatario del desafío a los poderosos y la aureola de lo irracional.

Es tiempo generalizado de horror vacui, y con él de corrientes oscuras que aspiran a ocupar las cavidades dejadas por el poderoso mar de las creencias, a instalarse en el lugar de esfuerzos, hazañas, religiones, fidelidades, ideales, transcendencias, metas. El vacío lo es tanto más cuanto que, en buena ley, nada permite creer en finalidades que avalen una ética. En un universo donde todo ser vivo se nutre de otro y con frecuencia muere para garantizar la supervivencia del grupo y de los genes, la pretensión humana de superioridad existencial basada en la moral y la conciencia reflexiva resulta, si se despoja de compromiso personal, fe y metafísica, empeño vano. Bondad y justicia, mandamientos y leyes no serían sino una simple maniobra de preservación de la especie, para la que, llegada a un punto de desarrollo en el que se valora más el cerebro y su banco de datos que la fuerza física, es rentable conservar a los viejos y a los débiles. La pasión inútil de la compasión dejaría, al evaporarse, al descubierto una fría y desguarnecida fortaleza en la cual se apresuran a instalarse los vendedores del botín rápido y el pensamiento corto. Los brujos, que siempre han vivido de abominar de penicilina y vacunas y denigrar universalidades y razonamientos para explotar así a sus anchas el baratillo de pócimas y sortilegios, proliferan y prosperan, en ideas como en política, en fueros como en doblones que llegan a su bolsa. Se trata de un todo barato, e incluso por nada, de gobiernos compuestos de sociedades anónimas de demagogos a los que su misma insignificancia procura las simpatías de un público adiestrado para rehuir cualquier forma de rigor, carácter, riesgo y excelencia.

España es particularmente vulnerable. Ha hecho falta que se llegue a la zona oscura de la democracia, que se alcancen en el reparto, el soborno y el trueque insospechadas cotas de indignidad, para que comiencen a parpadear en el inconsciente colectivo las lucecitas rojas de las alarmas y se advierta la tan eludida desnudez del emperador. Y el tiempo de chantaje pasa a ser tiempo de peligro. Sin embargo el horizonte podría ser otro, alzarse entre los rotos iconos, con parecidas extensión y fuerza a las que impulsaron en los años setenta el cambio, una voluntad firme y generalizada de renovación y mejor futuro, en movimiento semejante a la gran ola de fondo a la que, mucho más que a los que luego la han reivindicado y capitalizado, se debió la transición democrática. Por encima de la medrosa oposición y del permanente secuestro del lenguaje. Un rechazo definitivo a la impostura y al hastío. Paralelo al reconocimiento, en éstas y en otras latitudes, de páginas de historia oscurecidas y de inquietudes silenciadas.

Sobre todas las víctimas se extiende el hermoso cuerpo desnudo de la utopía, abominable en su uso, en la sordidez de sus mercaderes y de sus simulacros, y sin embargo tan necesario. Yace como debe, a una distancia preceptiva, bastante para que sea imposible tocarlo, pero suficiente para distinguir el color de sus ojos. Se cerrarán todas las puertas si éstos definitivamente se cierran, quedará un parcelado universo de descubrimientos mecánicos y hazañas reducidas a las sesiones de pasión virtual. No restarán de los gigantes sino los ogros, el temeroso recuerdo de pasados monstruos, pero desparecerán con la utopía la generosidad gratuita y exaltada, el inalcanzable listón de mejores horizontes, la admirable locura del Quijote, el salto sobre el riesgo y en el vacío que impulsó a los individuos y a la especie a una grandeza cuya existencia ellos mismos ignoraban.

 

 

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ÍNDICE

 

 

Introducción

 

Cui prodest?

 

¡Bienvenido, Mr. Mao!

 

Acuerdo en la granja

 

La cárcel verbal

 

11 de Marzo

 

El efecto Aleph

 

Horizonte

 

[1] Mercedes Ruiz Paz: La secta pedagógica.

[2] La autora expuso en parte cui prodest? en Papeles Salmantinos de Educación-Universidad Pontificia de Salamanca.

[3] La autora no considera conveniente decir el nombre de la entidad, cuyas actividades benefician a numerosas personas necesitadas, pero responde de la exactitud de los datos sobre esta ONG española.

[4] The Economist. 11 a 17 de Septiembre de 2004.

04/1/17

CUI PRODEST?

CUI PRODEST?

M. Rosúa

(Este artículo se publicó en Papeles Salmantinos de Educación, nº 2. Ed. J. L. Hernández Huerta. Salamanca. 2003)

Madrid, 2002

 

La libertad, Cervantes y El Quijote. Y que no falten.

La libertad, Cervantes y El Quijote. Y que no falten.

Si se dijera que toda esa Reforma Educativa que desde los ochenta hasta ayer ha copado los medios y el discurso oficial y oficioso con las loas a su ideario, la oratoria social grandilocuente y las llamadas bélicas a su defensa no es una gran medida progresista sino la acotación de parcelas de poder sociopolítico, la promoción y afianzamiento de una clientela de votantes y la planificación de un reparto, la apreciación sería desdeñada por su banalidad y cortedad de miras. Y sin embargo es cierta. Naturalmente, existía también la necesidad del Gobierno de crear una cortina de humo populista con nulo coste económico. Pero tras la recién enterrada-aunque muy viva-logse hay y hubo votos y puestos, medios de difusión y de control, atribuciones y nombramientos, ascensos y dividendos que no son su consecuencia posterior sino su finalidad primordial. Han regido la iniciativa desde su origen, presidido su trazado, dispuesto su urgencia. Otra cosa es que la red de clanes se cubra, cara al exterior y a sí mismos, con galas de devoción misionera, paternalismo estajanovista y lealtad militante. Continue reading

03/15/17

Hay vida ahí fuera

Hay vida ahí fuera

Luna y Júpiter. De los tiempos en que el cielo era pequeño.

 En un vertiginoso descenso tierra a tierra, se descubre que la  indefensión y sus variantes, el Clan Parásito, el Gran Hermano Dual, el Chantaje Zurdo, en el que se atribuye el monopolio metafísico del Bien a un ente llamado Izquierda, la especial negatividad centrífuga que, como una maldición genética, parece cebarse con España no son sino fenómenos coyunturales y perecederos cuya dimensión agiganta la ausencia de competidores explícitos, la reiteración de los tópicos y el aparente fatalismo del pensamiento fácil. Las técnicas para su erradicación son simples. (cap. 23 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)

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