¿HAY ALGUIEN AHÍ?

¿Hay alguien ahí?

Romance en prosa del prisionero del aula

2008-M Rosúa

¿Luz o tren al final?

¿Luz o tren al final?

Quizás debería comenzar por una aclaración dirigida, no a los virtuales y dudosos interlocutores, sino a la soledad de las esferas y a las ocasionales y fugaces fraternidades que enciende la rabia y extinguen con presteza la certidumbre de lo irremediable y la cotidianidad del miedo: Lejos de dedicar mis noches a un profundo examen de conciencia sobre mi desfase respecto a las continuas exigencias sociales de la docencia, relego a las pesadillas la idea del confinamiento en cursillos pedagógicos. Insensible a los remordimientos, bendigo cualquier circunstancia -festividad, excursión o aerolito- que acorte el horario y calendario lectivos. Es más: teniendo en cuenta las detestables condiciones en las que transcurre mi trabajo, el clima de creciente atropello laboral y el desfase entre el contrato que en su tiempo firmé con el Estado y lo que hoy ese patrón abusivo pretende exigir, estoy firmemente convencida de que la tercera parte de mi tiempo lectivo justifica ampliamente mi nada fastuoso sueldo. Iré más allá: en las altas polémicas sobre la finalidad, valor y transubstanciación de la Enseñanza, mi preocupación principal es sobrevivir, cosa nada garantizada desde que, con mi gremio de profesores de Enseñanza Media, me convertí en el más mísero y vulnerable reducto de profesionales de este país, sometido a un régimen entre clerical y castrense. Mis alumnos, por grandes que sean los perjuicios que en su formación cause el desastre de la LOGSE, tienen toda la vida por delante. Los profesores desde luego no, y lo que les ofrecen como único horizonte es estar cada año peor que el anterior y engordar con su cansancio y su esfuerzo a la turba de expertos, pedagogos, formadores, orientadores, inspectores, liberados sindicales y fiel clientela política de los que en los años ochenta, con la ESO, se diseñaron unas largas y oficiosas jubilaciones, el acceso fulgurante a puestos antes obtenidos por saber, oposición y méritos y la purga de los que previa y honestamente los ocupaban. Por cierto; como los stajanovistas de plantilla corean anatemas regularmente contra los periodos de vacaciones, conviene recordar que éstos se incluyen en ese marco profesional por razones nada gratuitas, puesto que son la contrapartida necesaria de rasgos mucho menos halagüeños. Precisamente esas condiciones laborales -concentrada tensión y fatiga y muy limitado techo de promoción socioeconómica a cambio de espacios de libertad- fueron determinantes en la elección de tal carrera. No estaría de más que cuantos, a falta de mejor recurso demagógico, se complacen en atizar la inquina popular contra el profesorado recordasen que, si el trabajo docente les parece tan envidiable, su ejercicio estaba abierto a todos los españoles siempre y cuando obtuvieran diplomas y superaran oposiciones para las cuales no existía discriminación de raza, religión ni sexo.

Quizás deberé añadir un detalle sorprendente: voy al instituto porque trabajo allí; en absoluto impulsada por una vocación excelsa, una inquietud de misionera social irrefrenable o un impulso maternal avasallador. El empleo para el que me contrataron consiste en enseñar a adolescentes la asignatura cuyo conocimiento garantizan los diplomas universitarios que poseo y la oposición que aprobé. No tengo la menor pretensión, ni titulación, de psicólogo, animador social, maestro polivalente, monitor de párvulos, confesor, transmisor de valores o agente de seguridad, y en momento alguno ha dejado de parecerme obvio que las presiones al respecto no pasan de ser un ejercicio de abuso prepotente y un deleznable timo social.

Curiosamente, y por increíble que parezca, he conseguido durante largo tiempo, como colegas en situación similar, enseñar decentemente la materia que me correspondía. Por supuesto, desde los años ochenta la eficacia ha estado condicionada según avanzaba el rodillo LOGSE a tratar ésta como lo que era: una catástrofe para alumnos y enseñantes, la negación de una reforma democrática y una fuente de arbitrariedad y promoción para la clientela política y sindical. En tales circunstancias sólo cabe acatar la imposición legal, defender en esa Edad Oscura algún resto de conocimientos y raciocinio y salvar lo que buenamente se pueda de la marea de consignas y de la avidez del nuevo comisariado por justificar sus cargos.

Esto ha venido al hilo de la observación fortuita y distanciada de uno de esos ritos de humillación periódica a los que la autoridad competente considera oportuno someter al profesorado. Poco importa que se trate, por ejemplo, de la proclama del demagogo de turno reclamando institutos en régimen de aparcamiento continuo, de disposiciones reduciendo a los profesores el tiempo de ir al lavabo entre clase y clase (ya apenas da para aguas menores) y mostrándolos a la opinión con la coroza de vagos y maleantes, o de la visita plenipotenciaria del inspector en su revisión de la tropa de infelices tutores, que reniegan sin excepción de un cargo que siempre habían desempeñado sin dificultad y la estrategia del abuso ha convertido en tarea odiosa. El formalismo y la imposición de presencia y tareas inútiles, el barrido del patio limpio de hojas, entran dentro de cierta disciplina militar a la que añade el comisariado LOGSE su desprecio, e ignorancia, por conocimientos, capacidad individual, formación personal, autonomía y libertad. El marco y los métodos rituales son siempre los mismos; como lo es la expresión mohína, amedrentada y huidiza de ésos que antes eran un colectivo digno y ahora son una tropa de delincuentes potenciales dispuestos a recibir el palmetazo mientras el representante de la Reforma invoca con acento mosaico la Ley, una ley de vaguedad sabiamente dispuesta para justificar las exigencias más disparatadas, cubrir todos los desafueros y proporcionar carne de cañón y burocracia al que la invoca, unas disposiciones de irracional maximalismo utópico y agotador e imposible cumplimiento que resultan, empero, extraordinariamente prácticas para asegurarse el silencio y la sumisión.

Entre una y otra sesión de examen de conciencia y cilicio suele haber pocos comentarios porque uno de los grandes logros de la política educativa instaurada por el PSOE, y por los sindicatos a él afines, ha sido la intimidación y desmovilización más completas que en el profesorado se recuerdan. Los que salían del aula con la satisfacción de haber dado una buena clase y el aliciente de disfrutar de libertad en la manera de organizar su trabajo, su formación y su tiempo confiesan ahora a veces, en la intimidad ocasional, su humillación, la obligatoriedad de soportar en clase al matón grosero que impone al resto de los alumnos la dictadura de los peores, el ridículo de haber sido transformado en celador de parvulario y don Tancredo de Administración y de padres. Las críticas se apagan cuando entra una tercera persona en la habitación, porque, en las condiciones actuales, la única opción es dejar el terreno, ventajas grandes y pequeñas, cargos, reducciones horarias, baremos y méritos a la clientela LOGSE y pasar desapercibido. Catedráticos y agregados, gente de sólida formación y a veces de notable excelencia han ido desapareciendo, quién ha hallado un trabajo no docente, quién espera con impaciencia en la grisura el fin de su vida laboral. La pérdida es enorme para los alumnos y la sociedad en su conjunto, pero es acogida con alborozo por cuantos no han encontrado otra manera de aumentar su talla que segar a los que les sobrepasaban. No en vano los vates de plantilla de la Reforma educativa recurren, en su limitado plantel de tópicos, a incitar a la jubilación y condenar a los basureros de la Historia a cuantos no se unen a la loa.

Es inimaginable en otros colectivos de profesionales -médicos, ingenieros, pilotos- trato semejante al del profesorado: Sus diplomas de Cirugía o Telecomunicación no tendrían validez por sí mismos, sino que doctores, expertos informáticos, controladores aéreos, serían continuamente supervisados por pedagogos de la Anatomía y el Transporte, estarían sometidos a la opinión de las mamás, padres y parientes de sus usuarios, no moverían nave sin consultar el mapa de vuelo al conjunto del pasaje ni extraerían tumor sin la aprobación de las señoras de la limpieza; anestesistas y calefactores, enfermeras y neurocirujanos intercambiarían alegremente tareas según las consignas de polivalencia e inmersión democrática. La Educación admite el absurdo porque es a largo plazo y ni inspira sublevaciones ni causa muertes. Constituye, por el contrario, el último reducto de las veleidades totalitarias, de las revoluciones culturales de saldo, el cheque sin fondos y la utopía gratis total. De ahí la desaparición de facto de la libertad de cátedra, ahogada como no lo había estado jamás (tiempos del trardofranquismo incluidos) en la cuadrícula de los valores enseñables y reprobables, en el catecismo de lo políticamente correcto, en la censura que, tras la purga de textos racistas, machistas, contrarios a la pluralidad cultural, desdeñosos del equilibrio ecológico, dañinos para la salud pública, proclives a la acción individual y poco entusiastas del dulce pacifismo, amenaza con dejar la literatura española reducida a una rima de Bécquer y dos de Campoamor leídas en grupo en un salón para no fumadores. El profesor es sujeto en cualquier momento denunciable, y con mayor razón si se recuerda que los alumnos gozan de todos los derechos e impunidades sin prácticamente obligaciones, apoyados de forma incondicional, y con frecuencia virulenta, por buena parte de sus padres. Es obvio, pues, que, junto con la libertad, el respeto a la individualidad y la confianza, se han tirado por la borda la calidad intelectual, la creatividad y la excelencia, porque aquéllas son el precio de éstas. A cambio la LOGSE ofrece un descafeinado para todos los públicos, un bonsai de dictadura del proletariado que éste, en cuanto tiene medios económicos, se apresura a rechazar cortésmente enviando a sus hijos a colegios de pago.

En busca de la puerta abierta

En busca de la puerta abierta

Llegados a este punto, surge, tras la reflexión sobre los niveles insólitos de humillación silenciosamente aceptada, retraimiento y miedo, la pregunta del principio: ¿Hay alguien ahí?.

 

  1. M. Rosúa