El ciudadano de Piranesi

El ciudadano de Piranesi

G. B. Piranesi: Cárcel Oscura.

 

La sensación de omnipotencia discurre, actualmente, paralela al peculiar, difuso, continuo sabor a indefensión profunda. Tal cosa parece, en principio, imposible por lo contradictorio: No lo es. Ambas corrientes coexisten. Todo puede saberse, mucho está al alcance de la mano, más todavía espera, en cuestión sólo de tiempo, ser clasificado y puesto en su casillero. Cada día es el final de la Historia, universal y propia, incluso la del recorrido mental por un cosmos cartografiado (cap. 21 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)y datado en años luz. Se ha averiguado la edad del Universo, millones de espejos mágicos responden a cualquiera a cualquier pregunta. Dios está en la cola  del paro.

Jacques Dutronc, un cantante francés de los años sesenta, del siglo XX, venía a resumir la pregunta común agazapada en el fondo del alma, o, en el recoveco de neuronas: Sept cent millions de Chinois, et moi, et moi, et moi?(Setecientos millones de chinos, ¿Y yo?,¿Y yo? ¿Y yo?). Y continuaba pasando revista a las grandes cifras de la demografía de la Tierra e intentando afirmar, frente a ellas, su pequeño mundo. Actualizado: Miles de millones de años luz de edad del cosmos, cadenas genéticas modificables, paseos virtuales por la Luna ahora tan conocida como el parque de la urbanización, inventario de los tipos de estrellas, razones químicas de los comportamientos. ¿Y yo, y yo, y yo? Yo, a quien ya me pueden dar respuestas para todo, ¿dónde, por qué y para qué estoy donde creo, aunque no me siento muy seguro, estar? Mientras el universo se expande y multiplica el ciudadano de Piranesi vive su agorafobia con mayor intensidad cuanto mayores son las dimensiones del recinto en que se halla.

Pese a la omnipotencia y omnisciencia, en los pequeños lugares y países, en las pequeñas vidas, la conciencia de sentirse inerme, sin embargo, es cierta. Quizás porque ha sido muy largo el período sin exigencias de pagar un precio, esos precios sin los cuales carecen de raíces los logros. Hay un instintivo reflejo de huida hacia la célula familiar, más o menos ampliada, hacia lo inmediato, incluidas ficciones de pertenencias ancestrales que ofrecen una acogedora tibieza de refugio. Pero resulta que el enemigo está en casa, en la facilísima felicidad, ocurre que el mejor o menos malo de los mundos posibles con toda su oferta de deseos satisfechos podría ser una máquina de continuas falsificaciones, que lo pequeño no es necesariamente beautiful sino que, por el contrario, puede lanzar sobre las sociedades, aprovechándose de la superioridad del número, una red gris de cuyas múltiples celdas la escapatoria parece imposible. El Tiempo de Tribus prohíbe, arrincona, barre al Tiempo de Ideas. El camino recorrido puede ser, y es en grandes, peligrosas parcelas, el contrario al de la Ilustración; va de la persona a los casilleros de cada clan.

Con todo su progreso, con la mutación social inigualable que suponen la informática y el inmenso avance tecnológico, esto conlleva, sin embargo, un enorme volumen de indefensión. Es el precio. La Revolución industrial, la técnica, permitían todavía cierta influencia y control del usuario, una proximidad física, una imagen mental abarcable. Nada semejante puede decirse del ambiente que rodea a los humanos en el momento actual. Nunca han disfrutado, ni imaginado, una omnipotencia virtual semejante, un conocimiento potencial de tales calibre e instantaneidad. Simultáneamente, jamás han sido tan dependientes de un corte de suministro, de una caída de la red, de una avería del automóvil, tan ignorantes de aquello que es vital para su existencia y que no pueden controlar en absoluto. En la grande y nueva etapa que representa el mundo cibernético, los canales, constituyen por sí mismos el mensaje y además, dado el espacio temporal que su recepción ocupa, están inseparablemente acompañados por el hecho de que las correas de transmisión son el Líder. No el único porque no impera, ni ya es necesario, un régimen de completo y exclusivo dominio del poder, pero los clanes parásitos se han asegurado de buena parte del control de esos cauces por donde fluye la materia visual y verbal que les garantiza, por cesión en su favor de la sociedad, un flujo de prestigio, dinero y especial rango en la jerarquía moral y en cuantos elementos culturales conforman la percepción que los ciudadanos tienen de sí y de su medio.

Las fronteras y lenguas ondean y se difuminan porque en la aldea global es necesario que el mensaje vaya más allá. Sin embargo la necesidad de referencias cercanas, propias, comunitarias, el temor instintivo a los grandes espacios y las entidades anónimas e inalcanzables y la falta de distancia crítica producen a la vez miedo y euforia ante la infinita libertad, inacción ante lo que sobrepasa y brotes fugaces de excitación que tienen la fugaz duración propia del escaso conocimiento y juicio personal reflexivo en los que se asientan. La rapidez de la mutación ha impedido tomar aliento, calibrar, situarse, Ha dejado, además, en el limbo de aquéllos que son objeto de una especial explotación a legiones de jornaleros de pantalla y teclado que carecen de bagaje intelectual propio. Habitan un terreno dual, entre el olimpo de jefaturas que planean sobre sus cabezas mientras, por debajo, se sitúa la ignorante, contrita y sumisa masa ante la que pueden mostrar desdén y prepotencia. No en vano, según se comenta, ya hay escuelas alemanas donde no se permite a los alumnos llevar ordenadores a clase hasta los doce años y en las que se aprende a escribir a mano e incluso a pluma y con caligrafía. También se cuenta que existen grandes empresas que escogen para directivos a gente que ha cursado Filosofía porque la visión en profundidad y en altura se ha hecho un valor en alza. El envés sería países donde se pretende desde la infancia, en vez de transmitir conocimientos, “formar para la vida”, es decir, fabricar seres adaptados a la coyuntura y el mercado laboral, buenos para hostelería, servicios y exportación medianamente calificada.

La revolución cibernética que se impuso en pocas décadas de forma irreversible, inexcusable y perentoria, fue utilizada en España de forma particularmente espuria por los grupos parásitos. Vieron en ella la oportunidad de eliminar social y laboralmente a los poseedores de conocimientos y categoría intelectual de la que ellos carecían. Necesitaban acaparar en breve espacio de tiempo la imagen de modernidad, europeísmo y eficacia, y enviar a las tinieblas del rancio país retrógrado a los que les estorbaban. La informática reinó suprema, no con la necesaria y encomiable finalidad de incorporarla y universalizar su manejo, sino como instrumento calibrado para segregar, expulsar y apoderarse con rapidez de territorios de adquisición normalmente laboriosa. El último de la clase poseía de repente la varita mágica que le transformaba en príncipe del encanto instantáneo. Su Alteza disfrutaba de derecho de pernada sobre los horarios lectivos, desplazaba o eliminaba asignaturas fútiles como Literatura Universal, leía el Periódico-Insignia y acaparaba cargos que le rescataban de la molesta tarea de enseñar. Mientras un partido, el socialista, imponía y otro, el popular, consentía leyes educativas que consagraban la ignorancia, la idiocia y la pereza, llovían sobre los centros de enseñanza caros equipos informáticos en su mayor parte inútiles o apenas utilizados. Eran los juguetes caros que regalan los padres para así compensar su falta de atención debida a la progenie. La manada, no de los alfa sino de los arroba @, aprovechó ávidamente la coyuntura para llevar a cabo una especie de limpieza cronológica suave y descafeinada en la que no se eliminaba físicamente. Sólo se desplazaba a la cuneta de la sociedad a los individuos que no habían cogido con suficiente rapidez el tren de la única modernidad posible. Se creó una clase dominante (y a su vez dominada por quienes la dirigían) de llamativa prepotencia, un clero que poseía las claves del saber sin el cual no había salvación. Y la limpieza fue eficaz mediante una especialísima toma de poder que deja a la población en un estado obligatorio de dependencia profunda, cotidiana, irremisible y reduce al silencio, la incomunicación y la invisibilidad a ciudadanos que pasan a ser daños colaterales.

La indefensión ha fermentado en España poco a poco dentro de la sopa primordial de optimismo, confianza, solidaridad, nobles ideas y horizontes ilimitados. En los años ochenta y antes, aún en vida de Franco, había cuajado la energía de hacer futuros mejores y no había eclosionado el gratis total. La libertad desteñía naturalmente desde la esfera privada a la generalidad de las costumbres, y en nada fue el cambio tan presto y radical como en las mujeres, que ya desde los sesenta se emancipaban de la sumisión biológica gracias a los anticonceptivos. Se creía en la Transición y en sí mismos como sujetos de una mejora que parecía segura, progresiva e irreversible. Apenas se prestaba atención al peaje de los nuevos territorios. Hubo pocas o ninguna crítica cuando las cárceles se abrieron y dejaron en las calles un puñado de presos políticos y un torrente de criminales, muchos con delitos de sangre. Fueron Saturnales largas y ruidosas, que las gentes de orden sin otro delito ni franquismo que su apego a lo conocido, al puesto de trabajo y a las tradiciones miraron desde la orilla en la que se sentían marginadas, años donde la fiesta se prolongaba en los interminables brindis patrocinados por el Estado de Bienestar y en los que no había transgresión, reivindicación, localismo y fuero que no se viera aclamado, declamado y festejado con pólvora del Rey.

Al tiempo se producía la gran mutación de las comunicaciones adscrita al universal vértigo de la segunda mitad del siglo XX. De repente todo podía saberse, todo era posible, si no ahora y ya, desde luego sí en el futuro inmediato, en una lógica del instante incompatible con la reflexión y el espacio crítico. Se desvanecían la soledad, la individualidad y la creación estrictamente personal junto con las grandes figuras, que eran reemplazadas por sus iconos, su plasma figurativo, el lugar simultáneo que podían ocupar en un momento dado en la lluvia múltiple de formas y mensajes. Con las inocuas fugacidad y brevedad y el esfuerzo nulo de rozar una tecla. La falsa libertad y la ocupación del espacio cognitivo con falso conocimiento son peajes probablemente necesarios, de la era informática incluidos en el conjunto de las muchas ventajas que de ella se obtienen. Pueden digerirse convenientemente pasada la fase inicial, pero se trata de una mutación que se produce a una velocidad que sobrepasa a la de cualquiera de los cambios que han afectado a la especie humana. La lógica del instante, de la comunicación permanente y comunitaria, puede ser utilizada para invalidar formas de reflexión y de existencia por su naturaleza exclusivas del repetido y largo esfuerzo individual. Desparecerían o se minimizarían como anecdóticas a un paso de reprobables la soledad, responsabilidad y creación personales. Adiós a las grandes figuras y bienvenidas las leyes mordaza que tacharán de retrógrado, caduco, inadaptado y estúpido a quien disienta. La falsa libertad de la pantalla global se resolvería en la okupación del espacio y del tiempo cognitivos con placebos de conocimiento. Se estaría en la dictadura de lo moderno, en la aceptación preceptiva del cambio como óptimo, sean los hechos cuales fueren, una especie de neofascismo futurista al que no es ajena la insistencia en dar por muerta a la prensa, al papel, a la lectura, y, con ello, eliminar espacio crítico.

De forma coyuntural, esto puede ser utilizado, tal ha sido el caso, como el instrumento perfecto para promocionar nulidades, obviar la ignorancia, infundir prepotencia a aquéllos  cuyo único diploma es el del cursillo coyuntural. Muchos vieron en ello su oportunidad para expulsar, dominar, invadir espacios, cargarse de suficiencia inapelable en nombre de los vigorosos dioses telemáticos. En muchos rasgos la nueva dictadura recuerda a las vanguardias del Hombre Nuevo de principios del siglo XX, al culto de lo moderno, lo joven, lo actual y lo fuerte, y, como los seguidores de Marinetti, desprecia lo anterior como caduco y propugna un sometimiento devoto al cambio continuo que, en sí, es necesariamente para el individuo concreto fuente de sometimiento e indefensión, potenciados ambos por el miedo a ser tachado de retrógrado, incapaz, caduco y prescindible, Nada más fácil, por otra parte, para el neovanguardismo del siglo XXI que el ejercicio virtual, e indoloro, por pantalla interpuesta, delvivir peligrosamente de los seguidores de Nietzsche, que sí se arriesgaban y lo pagaban muy caro. En un país de democracia socialmente débil, como es el caso español, inmerso en la desorientación identitaria, esta situación es particularmente grave porque se deja al individuo a la merced de sucedáneos de referencias orientativas y trampas duales, que utilizan ávidamente, a fines de robo organizado, los clanes parásitos.

Llegados a este punto, bueno es rechazar la nueva trampa dual. Es cómodo caer en la facilidad del razonamiento maniqueo. Lejos de existir el Bien y el Mal en forma de Modernos y Retrógrados, jóvenes agresivos y viejos desfasados, hay en el siglo XXI una vibración prometedora que abre cada día al descubrimiento, a la admiración y a la curiosidad horizontes de una extensión y profundidad cuajadas de posibilidades. E, invariablemente, también ahí funciona la lógica de los precios. Con la pantalla, la genética y el átomo, como con el hacha de sílex, se puede sobrevivir y alzarse hacia un mejor destino o sacar el corazón al enemigo. Las opciones no son fáciles cuando se ha alcanzado, en tan poco tiempo, tanto poder.

El ciudadano vaga, voto futurible en mano, como un homúnculo de Piranesi, por espacios que no controla en absoluto e incluso le son desconocidos y ajenos. El suelo se mueve bajo sus pies, el mapa del país en el que creía estar se ha fraccionado en múltiples grietas que se empeñaba antes en ver como simples fisuras y en realidad se han ido ahondando, en el transcurso de las décadas, hasta hacerse espacios intransitables erizados de peajes, fronteras, listas de espera y coimas. Descubre con estupor que el erario no es inagotable y que cebar a las clientelas significaba desnudarle a él.

El españolito de Piranesi es una especie nueva que vagamente soñó tiempos mejores y que ahora, cogido en la pinza de partidos que aspiran a repartirse y a repartir en exclusiva los beneficios que el poder procura, sólo se esfuerza en capear malas rachas y arañarse un mediano pasar. Presencia, con entrada obligatoria al incómodo patio de butacas, una nueva, peligrosísima farsa, la variante de la simpática mascota que saca las uñas y los dientes. Es un espectáculo nuevo, la Democracia Esperpéntica, blindada incluso a la crítica por su coraza parlamentaria que, ejercida como arma dual, concede como única antítesis la Dictadura. Sin embargo el hombrecito hispánico, aunque todo se ha hecho para que siga comulgando con la propaganda bipolar izquierda/derecha, progresismo/reacción del franquismo post mortem, siente que flota entre grandes bloques de organismos subvencionados desde la cuna, jueces mercenarios del político de turno y chantajistas de un pelaje que va del pistolero montaraz al aliado tribal previo pago de su importe. Lo que se le presenta como única organización social aceptable hace imposible la democracia real porque se ha convertido en un sistema hecho para garantizar la impunidad de los peores y para atemorizar y explotar al ciudadano. Y en eso, en la indefensión garantizada, parece haberse resuelto la ejemplar Transición.

No hay trabajo, ni el dinero fácil que antes cubría la fragilidad del entramado y permitió, hasta el minuto antes de la crisis, el reparto de sobras y dádivas. El voto cuatrienal no consuela de la realidad precaria, la cultura escasa, confusa y fragmentaria, el desvanecimiento de valores establecidos. Hecho a la inercia de los dos grandes clanes gubernamentales, expoliado y traicionado por ambos, el ciudadano de una democracia aprendiz que parece estar repitiendo siempre curso se siente robado por todos los frentes, y no halla punto de referencia. Adiós herencia cultural, que se fue por el sumidero de una enseñanza copada por consignas y por huestes del nuevo régimen ansiosas de hacer méritos para que les confirmaran puestos y mando en plaza. Ya no tiene historia, ni  héroes, ni reyes, ni romanos, ni cristianismo, ni tradición, ni descubrimiento de América, ni aspiraciones, fracasos y victorias. Tiene una imitación, gris y fallida, de más hábiles vecinos del norte. Adiós a la libertad económica provechosa que prometían los unos porque, cuando entraron en escena los otros, se apresuraron  a sobreañadir a la clientela anterior la propia, a sangrar la Administración del Estado y a arrinconar y presentar como inútiles a los funcionarios de a pie. El procedimiento es sencillo: Se imponen por doquier equipos de contratas temporales para que hagan tareas que corresponden a los empleados en plaza pagados por ello y capaces de ello. Los himnos al liberalismo y la externalización, a veces entonados en sordina para camuflar el negocio que para un puñado de amigos del dinero ajeno representan, se acompañan de aparente celo por el aprovechamiento de recursos y la disminución del sector público. Los nuevos jornaleros de ordenador, escoba o escritorio reciben, por el mismo trabajo, la mitad de sueldo que los de nómina, son despedidos a los pocos meses y contratante y contratador extraen del proceso jugosas mordidas duplicando así los costes de un cada vez más denostado sector Se consigue por lo tanto pésima atmósfera laboral, ninguna profesionalidad ni interés por parte de los trabajadores, derroche institucionalizado y descrédito del funcionariado ante una ciudadanía a la que se hace creer que toda asignación del presupuesto a servicios generales es ruinosa, educación, medicina y transportes públicos una antigualla y los minutos del cafelito mañanero la causa final de la desastrosa situación de las finanzas del país.

El ciudadano, pequeño, ocupado en la supervivencia y sometido a la desmemoria del mensaje prescindible fugaz e inmediato, se esfuerza por esquivar uno y otro bloque, conserva la añoranza de situaciones que fueron mejores y no sólo porque el dinero corriese más libremente, convive con la neta conciencia del engaño. Y, como gracias a la eliminación del almacén de datos y de la cultura personales, se está volviendo a la memoria fugaz primitiva, propia de la aurora de nuestra especie, el homo privado de Google se encuentra inerme, carece de acervo de conocimientos propios, estructurados, universales, cronológicos, en los que hallar seguridad, defensa, alimento y referencias. Ha aprendido que vive, y vivirá durante más tiempo que generación pasada alguna, en el mejor de los mundos posibles. Si el sistema informático no se cae de repente, si los servicios que da por inmarcesibles están ahí, si la energía eléctrica no le abandona. Y no recuerda, como raíces, más que la tonadilla que acompañaba a los dibujos de su infancia en la tele. Quizás el peaje de haber aceptado una educación-placebo en la que se pasaba sin saber de un curso a otro, quizás el banderín de tribu diminuta, las tabletas de la ley adaptables según consumo no hayan sido tan buen negocio después de todo.

El habitante actual de ese vago territorio llamado Hispania tuvo un mito, y aun varios, que incluían la dictadura extinta y una Transición ejemplar. Los bloques parásitos nacieron, engordaron y se instalaron sin ser apercibidos, infinitamente más peligrosos que los clásicos espectáculos de corrupción, carecen de nombre, su materialización requiere visualizar un cliché de intereses satisfechos que no se refleja en los órganos de información-propaganda que fueron en un tiempo lejano bandera de esperanza y libertades. Se ha perdido la costumbre de juzgar por individuos y por hechos. Y quien no tiene poder económico, social, mediático está por completo inerme y con toda razón amedrentado. La Justicia, el Estado en sus ramificaciones diversas pueden empobrecerle, arruinarle, dejarle en el limbo de un proceso durante largos años, obligarle a convivir con asesinos, a sufrir innumerables robos, a temer abusos, agresiones e intimidaciones sin que su débil status de ciudadano de a pie le ofrezca amparo. El hombrecito de Piranesi se ha acostumbrado a la censura preventiva, y sin advertirlo la ha interiorizado de forma mucho más eficaz que la vieja y tosca del régimen franquista. La ilusión de los setenta, y aun de los ochenta, ha dejado paso a un hueco a la medida del pasado impulso. Va buscando, con su papeleta en la mano como gran logro democrático, y se tropieza con populismo que corea clichés caducos y se acalla con la distribución gratuita de algunos bienes. Él sigue la rutina, de supervivencia, de los días. Mira sobre las desdibujadas fronteras. Europa. Quizás hay ilusión. Pero, ¿y si al fin y al cabo es también allí lo mismo? Ah, no. Allá el hombrecito crece y tiene la estatura normal de los ciudadanos. Sabe de buena tinta, por compañeros que lo vivieron, que, por ejemplo, en Gran Bretaña hay un servicio de asistencia jurídica gratuito para los que son víctimas de pequeños abusos y robos, aquéllos ante los que en su país de origen él está particularmente indefenso. Esos abogados británicos le escuchan y defienden sus derechos. Allí la justicia independiente existe, no está al albur, como en España, del partido que la nombra y de la importancia, cargo y riqueza del que, gracias a ello, no pisará la cárcel y ni siquiera será acusado. Tal vez sería una opción esperanzadora que Inglaterra desbordase Gibraltar y ocupara más terreno de la Península. O que esa Francia donde en todos los colegios los niños pueden estudiar en francés y se tienen las mismas leyes tanto se habite en la Normandía como en Marsella se desperece hacia el sur.

Porque aquí, en este país que por no tener no tiene apenas ni nombre, le han quitado mucho y pueden quitarle cualquier día cualquier cosa, como si el atracador se cruzara a su acera desde la acera de la impunidad y, después de hacer lo que le viniera en gana respaldado por una ley que sólo protege a los criminales y a los fuertes, volviera a cruzar la calle con su botín, con las manchas de sangre en su chaqueta, que no tiene por qué esconder y que no esconde, mientras es recibido con aplausos por sus homólogos y la prensa local y foránea se hace lenguas de la extraordinaria protección y desvelos gubernamentales de la que gozan ladrones habituales, violadores, asesinos y terroristas (valga la redundancia) en la España de las transiciones maravillosas.

La Historia se la han quitado en bloque. Ni Descubrimiento de América ni navegaciones de increíble riesgo, valor y audacia por el Pacífico. Ni héroes –serlo está mal visto- ni figuras señeras de las que brillan en el cedazo de las épocas. Las conmemoraciones de 1492 las hace de rodillas, pidiendo excusas y trajinando por los caminos con una cerda. Las defensas en mar y en tierra, por su honor y sus principios, no merecen mención en los libros; si acaso algún análisis del psicoanalista. Incluso los monumentos se ignoran, a las no-personas del pasado las acompañan obras de perdida autoría, la ciudad y los recuerdos son despojados de cuanto les daba significado, tradición y grandeza, se cierran tiendas y cafés seculares que en otras capitales se preservan como oro en paño. La fina red grisácea ignora cuanto sobrepasa el tamaño minúsculo de sus celdas. El ciudadano de Piranesi flota en un vacío de referencias que le proporciona una engañosa sensación de libertad.

Puestos a robar, le han robado hasta el término nacionalismo, que ahora es una abominación vergonzosa en cada una de sus facetas excepto en la tribal. Él tenía ese cariño instintivo por su patria que, por mucho que renegara de ella, era un sabor recurrente en las ausencias, en los paisajes, en la masa de finas raíces mezcladas con la vida propia. Estaba tan lejos de transformarlo en instrumento de estupidez y odio como de declarar la guerra a todos los pueblos en los que él no había nacido. Lo de ciudadano del mundo le parecía muy bien, quedaba estupendamente, pero tenía un algo de irreal y sofisticado que no se compadecía con la parte más cálida y veraz de su persona. Adoptó, sin embargo, esa jaculatoria como el resto, puesto que el dios de la indefinición exigía de continuo sacrificios y adhesiones y convenía que todo fuese vago, difuso, postmoderno, relativo y transitorio, desde el sexo a la nacionalidad pasando por moral, religión, estado civil y preferencias en cuanto a países, usos y valores. Del intelectual sabio al último presentador televisivo o actor en boga, todos denuestan ese sentimiento nacional que el ciudadano tenía tranquilamente integrado a sus afectos. No puede tenerlo en España, es, por activa y por pasiva, abominable. Sólo resulta digno de mención, aprecio y loa en otros lugares, también si se refiere a épocas distintas, o en la proclama deportiva ocasional. Dado que le arrebataron, desde la escuela, su propia herencia cultural y los más elementales conocimientos de filosofía e historia, el ciudadano expoliado nada puede alegar en su defensa. De lo contrario, le sería posible decir que el nacionalismo no sólo fue el monstruo de los desfiles de antorchas nazis, los genocidios balcánicos y los ensueños racistas del terrorismo vasco, sino que también existe y ha existido otro generoso y noble, del que es fragmento el suyo y su pequeña bandera y que existe como una perla entre materia espuria. El nacionalismo, muy bien acompañado por la rebeldía ante la opresión, impulsó al pueblo de Madrid el 2 de Mayo, mantuvo en pie bajo los bombardeos alemanes a la democrática Inglaterra, caminó hombro con hombro con los guerreros de Maratón que invocaban y defendían, para ellos y para nosotros, la más noble palabra, ¡Eleuzería!, en griego clásico libertad.

No le han robado sólo cultura y conceptos filosóficos: Le han robado la cartera. Se le supone protegido por la más nutrida batería de derechos que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros, pero cada uno esconde innumerables cláusulas en implacable letra pequeña, que le hacen transgresor potencial de normas incontables, sobre las que se depositan cada día otras nuevas como las hojas del otoño. Le han vendido una ilusión tal de completa seguridad que nunca ha advertido que el precio consistía en todas sus libertades y en todo el dinero del que les plazca apropiarse a los señores del feudo. A día de hoy, la ley penaliza ya, no los actos, sino los juicios de valor, la expresión de opiniones, el crimental (crimen mental) que diría el llorado Orwell. En la práctica, cualquier línea, gesto o frase es susceptible de multa, denuncia, reproche, escarnio puesto que se camina por un pavimento cruzado por la apretada cuadrícula de la corrección y de la delimitación de los territorios microtribales. Imposible explicar a jóvenes desprovistos de información veraz retrospectiva y de espacio crítico que la libertad individual que viven como un vasto supermercado es mucho menor que antaño, aunque otrora fuese la existencia más precaria, incluso si había dictaduras, porque contra las dictaduras se lucha, el enemigo es limitado, ofrece agarre al oponente. Pero en la tibia sopa de indecisión e inconsistencia no hay enemigo posible. Puede inventarse un gran fantasma llamado Sistema, y hacerlo objeto de las iras, aunque el rostro espectral se componga de los de buena parte de los iracundos.

A falta de un París luminoso siempre quedará el consumo. Desdichadamente hay que pagarlo, y las tribus llevan roída hasta la última migaja de la caja. Son innecesarios el antiguo ejército de las asonadas decimonónicas y la moderna policía política. Los supera con creces, como instrumento de sumisión, el miedo difuso al robo aleatorio oficializado y la falta de alternativas a un sistema que, en nombre de la legítima representación popular, es omnipotente, omnipresente e inatacable. El sujeto se rige por la regla del menor de los males y el horizonte inmediato, él y lo suyo y los suyos, sobre los que se sitúa la esfera de los nuevos señores que se conformarán con ritos de ingeniería social y tributos siempre y cuando el vasallo no les resulte molesto. Porque, si esto último ocurriera y el ciudadano no gozara de respaldo alguno, carnet de algún club de víctimas oficioso ni de finanzas que paguen su defensa, entonces lo empobrecerán impunemente y amargarán su vida, mientras como el resto, presencia el espectáculo cotidiano de criminales libres, jueces a la orden de quien les nombra y fortunas amasadas al abrigo de cargo, título y rango.

El hombrecito se pasea con su inseparable buitre, que vuela en círculos cansinos sobre su cabeza y desciende de cuando en cuando para arrancar la libra de carne y depositarla en las arcas oficiales, de donde pasará al departamento de trinchado y reparto entre el ocioso enjambre tribal. La gente del común cuenta con un carroñero por persona y es fácil, si se aguza el oído, oír su planeo, aunque el ave se confunda con el aire de los días grises. Las buenas gentes se esfuerzan, sin embargo, en pasarlo bien, en sacar partido de lo que parece todavía coloreado, disponible, con luces, de aquello que tal vez mejore. Capean la larga mala racha envueltos parcialmente en los reflejos virtuales de sentimientos, experiencias, placeres vicarios; levemente embriagados por visiones y sonidos que aparecen y se disuelven sin consecuencias pero que llenan huecos y, sobre todo, abrigan y aíslan del frío de la cruda realidad. Saben que les han robado cosas, muchas cosas además de la extracción cotidiana de múltiples impuestos y la amenaza continua de diezmos, penas, castigos burocráticos inapelables que no  tendrán más rostro que la respuesta mecánica de una línea telefónica y el aviso que incluye un número de pago y cláusulas imposibles. Regularmente el buitre baja, hunde el pico y sube, con su porción de carne, la coloca en la mano enguantada del cetrero y reanuda el vuelo circular sobre la cabeza que le corresponde.

Esas gentes advierten, por ejemplo, que les han robado la Navidad, y no la foránea del trineo y los renos. Los cérvidos representantes de la esfera nórdica no hubieran sufrido, ni sufren, en el país vergonzante del sur, menoscabo alguno. El robo se concentra en la imaginería milenaria propia del cristianismo. Jadeantes por el afán de parecerse a la ideal Europa moderna, los señores que ordenan el diseño del Hombre Nuevo han implantado el Advenimiento Geométrico y desterrado previamente, en una limpia ejemplar, belenes, estrellas, angelitos, campanas, reyes magos, misterios y pastores. En espera de que se imponga universalmente la Fiesta del Solsticio con los ritos correspondientes (el neopaganismo hitleriano podría ser una fuente de inspiración), las escuadrillas del Bloque Parásito han hallado una meta provisional con la que justificar su sustento y su existencia. Por supuesto, se favorecen incondicionalmente las expresiones y festejos religiosos de cualesquiera otras confesiones, sean judías, budistas o musulmanas. Las lucecitas, de una palidez insulsa, lagrimean en los escasos árboles que las cobijan, las decoraciones festivas son un homenaje a Fermat y Pitágoras y los belenes se acogen al sagrado de recintos cuyas paredes impiden que la mirada del ateo y del agnóstico sufran con su roce. Hay una premura tan provinciana y patética en demostrar desapego de las propias raíces y obtener el beneplácito de un invisible juez supraeuropeo asistido por un comité progresista del buen gusto que la representación antinavideña rezuma la tristeza del espectáculo sin público. Apoyado en el tenaz sentido común, el viandante mira, y sabe que le han robado algo.

Ese algo puede ser tan vasto como la realidad misma, incluso la que transciende fronteras, porque le han privado de la fresca posibilidad de percibirla según su saber y entender. No puede juzgar; los juicios de valor están mal vistos fuera de los carriles de lo conveniente y adecuado. El ejercicio libre del pensamiento, las categorías de malo y bueno tienen que obtener, como requisito previo a la clasificación definitiva, el pase de la correcta percepción, según a quién, dónde, cuándo y para qué sirven. Nada será, pues, per se aberrante, nefasto, injusto, peligroso, falaz, idiota, bárbaro, absurdo. Para extender sobre cuanto acontece el manto acolchado del distanciamiento sonriente se ha creado una doctrina como la Alianza de Civilizaciones, que se vende en diferentes tallas y cuya estupidez sólo es superada por la específica maldad inherente a un peligroso tipo de estulticia que le es propio. Espontáneamente, un juicio sano rechaza prácticas opresoras y repulsivas, pero no si se halla sometido a la implacable lluvia de consignas como la igualdad de culturas y el relativismo universal. En su nombre, se pueden contemplar sin condenar ni siquiera de palabra -o incluso tampoco de pensamiento, tal es la autocensura actual- las mayores aberraciones. El velo obligatorio o la ablación de clítoris son únicamente algunos ejemplos; podría tratarse de la estrella amarilla de los judíos de haber triunfado los nazis. Nada más cómodo que fotografiar y hacer lo que vieres. En ayuda del oportunismo y de todas las alianzas se ha extendido el dogma implícito de la intemporalidad de las situaciones. ¿Cómo rechazar usos que, por culturales –y todo lo es- gozan de patente de corso y están establecidos y aceptados por las poblaciones desde el comienzo de la eternidad? La premisa es de una falsedad patente, pero funciona, apoyada en el general anatema contra los juicios de valor y la timidez inconsciente ante el riesgo de rechazo.

Junto a lo que no debe percibir le han robado también la cronología, los acontecimientos insertados en su tiempo real. Los pequeños seres de Piranesi ignoran que lo que les presentan como ancestral, inmutable, casi eterno, jamás lo fue. Basta con echar un vistazo a fotografías no tan antiguas para observar que ha habido regresiones, empeoramientos, avances súbitos, que la Historia no es un relato lineal y lento sino que, como el Tiempo en sí, no pasa de ser una abstracción y sólo consiste en lo que los hombres hacen, de manera que ese tejido de omisiones y actos a cada instante dibuja el mapa de la realidad, El cambio que no ocurre en siglos sucede en pocos meses y el salto a la barbarie o a formas mejores de ser puede darse en muy breve espacio o no producirse en absoluto.

Como la virtual omnisciencia de la era telemática produce el espejismo del poder sin límites y la garantía  informativa, el sujeto de a pie se sorprende cuando alguien le dice que en absoluto ha sido esclarecida la masacre del 11 de Marzo de 2004 y que los que la planearon y/o aplaudieron gozan de manera patente de sus frutos, se extraña de que en las calles de Irán o Afganistán parecieran  mucho más modernas que en la actualidad en fotografías de hace no tantas décadas, y que por ellas caminaran mujeres vestidas libremente y con la cabeza descubierta. Él creía que, en una geografía cultural de espacios temáticos tan intemporales como las reservas zoológicas, los cambios en usos y costumbres no se producían sino a un lentísimo ritmo geológico con el que no cabe interferir de modo alguno. Al individuo abrevado cotidianamente con los clichés de la corrección le sorprende saber que, de no prohibirlo los ingleses, la costumbre hindú de quemar a las viudas en la pira del marido hubiese continuado felizmente por tiempo indefinido, o que la ancestral práctica china de escupir sobre el pavimento a diestro y siniestro, que parecía inscrita en sus genes, haya desaparecido con sorprendente rapidez en Singapur tras la imposición de elevadas multas. Tales intromisiones en ajenas estructuras étnicas tienen un insoportable perfume de herejía. Cuando se ha perdido el hábito de mirar de frente a los hechos, llamar a las cosas por su nombre y dejar libres las neuronas, es inquietante encontrarse en un universo sin balizas ni folleto de modo de empleo, en el que se desvanecen las consoladoras certidumbres en un lento e ineluctable progreso por medio de la taumaturgia educativa.

Ya se tratara del futuro de mañanas cantarines, ya de la victoria final de la clase laboriosa, ya de la parusía del entendimiento global, todo confluía en crear un cómodo estar con muelles seguridades garantizadas por la abstracción situada en el porvenir. Gracias a ella, los amables gestores de entelequias de consenso pueden enriquecerse hoy por hoy. Futuro y Tiempo forman parte, junto con las Leyes de la Historia, del mito forjado por los estafadores del presente. La pequeña figura de los grabados de Piranesi se encuentra rodeada por un medio aún más temible que los altos muros y las imposibles escaleras: flota en un vacío semejante al que rodea a los astronautas y, de repente, se ve obligada a procurarse, a base de observaciones y deducciones personales, la ley de su propia gravedad.

Que se abra alguna puerta.

Que se abra cualquier puerta.

Tierra a tierra, el ciudadano mira en torno suyo. Reduce, sensatamente, su campo de visión al país que primero le nutrió y que le alberga. Y observa, una vez desvanecido el mito, que simplemente se está llamando Democracia a la Dictadura de los Peores. Ve pasar defraudadores de todo pelaje y jaez. Son el mascarón de proa de la nave capitana y de la flota que la sigue, forman un grupo escultórico de docenas de cuerpos en los que se quintaesencia y simboliza la tripulación a la que preceden. Como una estatua horizontal, constituyen el pináculo de una espesa base amalgamada de clientelas, menos vistosas, toscas y violentas que el bandolero tradicional pero, por acumulación y extensión temporal, mucho más dañinas. El tropel no pasa de ser la última secreción de la resaca larga, hay quienes luchan por librarse de su peso.

Y, vivo símbolo de su tiempo, el hombrecito se pasea por el país de la indefensión.