PASO POR LOS JUZGADOS

 

PASO POR LOS JUZGADOS

M. Rosúa

 

¡Que vienen los jueces!

¡Que vienen los jueces! Y nosotros sin justicia gratuita…(Museo.  Antiguo Egipto)

Plaza de Castilla. Al final de Capitán Haya los edificios de los Juzgados de Madrid. Se alzan en esta zona de futuro y desarrollo como gigantescos chips rectangulares rodeados por la nada y luego por una orla tecno e internacional. Los aíslan páramos sea de asfalto, sea de hierba rala.

La semejanza con el siglo XXI termina en su umbral. El siglo XIX lame la puerta misma en forma de un señor discapacitado que tiempo atrás habría hecho cola para las sobras del rancho del cuartel de María Cristina. Hoy alarga renqueando a los que entran papeles menudos con las señas de un abogado que, ése sí, resolverá sus penas. Baroja refunfuña, los rechaza y se propone, agobiado por el bloque de indignación y de ternura por los indefensos que esconde bajo su boina, sacarlo en una novela. Galdós le coge el papel y reflexiona. Cela ni lo ve porque está ocupado escandalizando con tacos a un insignificante funcionario, alabando el trasero de las señoras de la limpieza y halagando al presidente del tribunal que lleva su asunto. Valle-Inclán vive dentro.

En el hall un cartel carmesí enumera los derechos de los ciudadanos. A no esperar y a obtener la debida atención, entre otros. Desde la entrada en el edificio estamos en un espacio decimonónico rematado por toques cibernéticos y proclamas de igualdad. Las sillas desatornilladas de la improvisada sala de espera a lo largo del pasillo de Primera Instancia se escoran con el peso del visitante. A la hora de la cita la secretaria judicial no aparece y el solicitante se entera de que, impermeables a los cambios y los tiempos, los jurisconsultos se siguen dividiendo en galeotes sometidos a la puntualidad y el cumplimiento estricto y mandarines de presencia tardía, caprichos arbitrarios y conciencia de absoluta superioridad sobre el común de los mortales y sus reglas. El cartel de los derechos, exhibido en la planta baja, pasa, antes de desaparecer, del carmesí al rosa pálido. ¿Quién se arriesgaría a significarse con quejas frente a la majestad de aquéllos en quienes reposa su pleito?.

Llega, con más de media hora de retraso y las largas uñas símbolo del status mandarinal, la secretaria judicial, e introduce a los citados en el recinto. Otro acelerón en el proceso retrospectivo: Rimeros, mojones de carpetas, vallas de expedientes que no supera Max Estrella, que sirven a don Latino. Pilas de legajos a veces desplazados en carritos. El demandante constata las ínfimas posibilidades de que la justicia de su caso sobrenade la estratificación de páginas, sobreviva a la asfixia de las pastas aún de cartón.

En la pared, detrás del funcionario, y también en el muro opuesto, sendos calendarios de tamaño y color (rojo, blanco, negro) llamativos proclaman las excelencias de Detectives Carreño y de Detectives Visiopol [1], enviando al infeliz usuario, que creía en la eficacia policial y en la labor de la Justicia, el lasciate ogni speranza, voi ch’entrate, el inequívoco mensaje de la necesidad de pagar con su peculio detectives privados.

El usuario rechaza sentarse en una silla a la que falta la mitad del tapizado del respaldo, poniendo al descubierto el relleno amarillo, como si el mueble hubiera sido roído por la angustia de los condenados a la máquina de escribir penas en la piel imaginada por Kafka.

En consonancia con recinto y mobiliario, a ninguno de los representantes de la Ley le importa el defectuoso desarrollo del proceso, nadie cuestiona la falsedad palmaria de los motivos por los que el otro citado ha dado plantón al respetable, ni se molesta en hacer constar que el sobre devuelto con la citación había sido abierto y que la abogada estaba muy al corriente de la comparecencia, ni inquiere sobre el juego fraudulento que el demandado está llevando a cabo con su domiciliación.

La tardía secretaria dicta actas a la auxiliar. La sintaxis, quizás procedente de una víctima de la logse, es errática. El importante fruto de la justicia es un papel al que no faltan erratas y en el que se pone en paridad a la parte perjudicada y que ha acudido puntualmente a la cita y a la parte que lleva varios meses esquivando a la ley y que ha brillado por su ausencia.

Ha terminado, hasta el mes siguiente, uno de los episodios en los que se dirime algo muy importante para la parte convocada que reclama su derecho y ha sido objeto de coacciones y agresiones. Se efectúa la salida de esta sucursal clónica de La Oficina Siniestra a la que desgraciadamente falta el humor de su modelo.

Pero los Juzgados actuales son algo más que el siglo XIX. Son un híbrido de éste y de la era de las comunicaciones, la imagen y el mensaje tan repetido como falso; se trata de un conglomerado extraño de pasado y de pretensiones de modernidad de nuevos o reconvertidos caciques. Flota en la atmósfera la certidumbre de que en algún cubículo, fuera del amparo de la menesterosa Justicia, podría estar aún el preso Molina, aquel animalito triturado, violado, empalado e indefenso al que descubrió en la falsa enfermería de la Cárcel Modelo de Barcelona el juez Gómez de Liaño. Sin embargo ahora las principales víctimas son otras. Se ha formado una orla creciente de indefensión que aumenta como una mala marea y está compuesta por la masa de agraviados con la certeza de que su agravio quedará impune, por los que verán pasar junto a ellos o vivir en su vecindad al causante de sus males, por la multitud de los que son objeto de delitos de baja intensidad, pequeños robos, violencias, impagados, insultos, ataques, fraudes, abusos. Entre los indigentes de solemnidad y los, en todos los sentidos, afortunados, entre los criminales glamurosos, los acogidos a la dorada condición de oprimidas minorías marginales, los delincuentes hábiles y habituales, los estafadores y listillos y los que gozan de la perpetua amnistía que otorga el dinero, se sitúa el grueso actual de las víctimas, encerradas en un limbo de trámites, esperas, actas con faltas de ortografía, descuidos de sus señorías y temor ante la carencia de padrinos y de medios. Su hacienda, lo que se les sustrae, roba, escatima, no da la talla del delito apreciable, aunque en su muy limitado haber y en su vida de ridícula honestidad y decencia desfasada sea cuanto poseen.

Además los mandarines están de enhorabuena. Su gen se escindirá en interminables mitosis autonómicas jurídico-administrativas, en diecisiete clones judiciales que acatarán de maravilla, en lo que respecta a cargos, nombramientos y sueldos, el creced y multiplicáos bíblico. Ya se proyectan vericuetos multilingües y pluriculturales que aumentarán exponencialmente el recorrido del laberinto legal de ese ratón ciudadano cuyos derechos canta el letrero carmesí de la planta baja.

Detectives Visiopol. Detectives Carreño. Y el Cobrador del Frac.

 Rosúa

[1] Los nombres han sido cambiados.