El Viaje

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EL VIAJE

 

Mercedes Rosúa

 

Ed. Libertarias/ Prodhufi

Esta edición ha merecido

una ayuda económica de la

Dirección General del Libro y Bibliotecas

del Ministerio de Cultura correspondiente a 1989.

Todos los derechos reservados

Primera edición: Noviembre de 1991 Ilustración de portada: «La evasión», de Magritte

Mercedes Rosúa Libertarias/Prodhufi, S.A. C. Lérida, 80-82 28020 Madrid Telf.: 571 85 83 I.S.B.N.: 84-7954-024-9 Depósito Legal: M-41274-1991 Impreso en España/ Printed in Spain

 

INTRODUCCIÓN

El Viaje es interior y exterior, a través del espacio físico y de los seres que se va encontrando, con sus conductas, experiencias, palabras. Es el tránsito fugaz y sucesivo por otras vidas y por la propia; una doble espiral hundida en sí y horadando territorios que, en este caso, son la neblinosa Lima y las rasas alturas de Perú. Es el viaje por el amor ¿o por la necesidad de él?y por el sexo, por sus puentes frágiles, ansiosos, ficticios.

Buscar, observar, impulsada todavía entonces sin saberlopor el precioso combustible de un remanente de futuro. Sentir la quemadura de la luz, el silencio, la Historia, la tibieza de las solidaridades, de los viajeros que aplaudían o se indignaban y esbozaban en la noche un nuevo mapa de la Tierra. Y el fuego de un amor que lo borra todo, que hace un diamante de cuanto toca. Antes de desaparecer. Ningún desplazamiento con tan pocos gloriosos aniversarios, tan continuo y, simultáneamente, tan alejado por distancias estelares.

Viajar. Viajar. Tal vez huir. Huir del reencuentro inevitable con el único verdadero infierno: el de lo cotidiano, al lado de cuya imagen gris y suburbana palidecen los círculos de Dante.

Rosúa 12-X-91

 

 

 

ÍNDICE

Pág.

  1. Y esta dulce mentira…………………………….. 7
  2. Y las pasiones……………………………………. 61

III. Sucede que me canso de ser hombre………. 111

 

 

 

I

Y esta dulce mentira de mudar los paisajes que son siempre los mismos; inviernos, primaveras…

Atahualpa Yupanqui

 

Medianoche de julio

Las dificultades del viaje le habían casi hecho olvidar el viaje mismo. Perú y Ecuador se esfumaban tras una cresta de vuelos, precios y enlaces. Queda lo que es su substancia: un acto de voluntad pura, de soledad. Se va a Latinoamérica. Compra mapas, se hace enviar libros, traza itinerarios, se pone vacunas. Escucha comentarios temerosos y envidiosos de personas que ganan lo que ella, que ganan la mayoría más que ella. Pero no se irían solos con su mochila, su forzada inmersión y su cansancio.

Nada valdrá aquel despegar hacia China (1973: Mao vive. China es el último enorme reducto del mundo nuevo) en la gloria del fuselaje rojo de atardecer. Nada le espera en septiembre sino la incertidumbre. Pero hay ese acto de pura voluntad, a pulso de su cabeza y sus manos.

Han navegado entre las húmedas estrellas atlánticas y un adolescente brasileño que le contaba, con un acento musical de guitarra, los asesinatos y las desapariciones que son recurso habitual de la dictadura de su tierra, las paradojas de los multirricos endeudados, circundados de pobres, que son tantos países de América del Sur. El muchacho se interesaba por lo que había visto en España de movimientos feministas, por la ecología.

Se siente fresca pese a la noche sin sueño, con capas de ilusión y una brizna de despegue, de alejamiento. Su mundo no es el que ha dejado en España, no es el de ellos. Ciertamente, probablemente, tampoco es éste.

Viaja.

¿Dónde está aquel temblor, dónde aquel brillo en los ojos, aquella locuacidad y aquel silencio, aquella ur-

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gencia de trasladar al papel cuanto vivía? Está en ella, continúa existiendo, pero junto a su onda vibra otra onda de distancia que le dice que no viaja. Ha escogido como libro para traerse La náusea, el Sartre de 1938 y su yo de 1967. Extraño efecto, el libro tan distinto del de entonces, tan cambiadas las circunstancias, y sin embargo no ha cambiado algo esencial. De ahí esta sensación: una piel efímera sobre otra piel, una piel de nuevos días sobre su trabajado cuero.

Al Paraguay yo no voy

Infinitos problemas con las Líneas Aéreas Paraguayas y avión tomado in extremis. Asunción fue una escala significativa. El Paraguay es un latifundio con fronteras, país de poco más de dos millones y medio de habitantes. En él, un sedimento de indios analfabetos, un dictador – Stroessner- y su familia, alemanes que viven en colonias impermeables y se visten estilo Far West, y norteamericanos. En la madeja de corrupción y estancamiento se juegan las reglas de otros siglos, la ley del macho, el estanciero y el leguleyo. Una mezcla de neolítico viciado y de esperpento de Valle-Inclán.

En el viaje coincidió el avión con la regla. Las escalas, el peso de la mochila, hicieron el resto: al ponerse en pie para salir sintió correrle la sangre por las piernas y tuvo justo el tiempo de buscar un pañuelo y limpiarla. No eran las nobles heridas de Cortés ni de Pizarro; más bien el viejo diezmo impresentable con su tic-tac sin continentes y ajeno a la luz. Únicamente sometido al cansancio de los órganos y al tiempo.

A la llegada al nuevo y flamante aeropuerto Stroessner, presidido por un óleo del general salpicado de medallas y florones, un agente del gobierno -abrigo azul oscuro y permanente sonrisa de individuo del partido en el poder- les recibe para acompañarlos al hotel en el

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que estarán hasta que se vuelva al aeropuerto, por la tarde, para continuar viaje. Según el autocar va entrando en la ciudad por el barrio residencial, el agente hace una ordenada presentación de los monumentos que no admite desperdicio:

-A mi izquierda, la fábrica de embotellado de Pepsi-Cola. A continuación, la embajada de Estados Unidos. A mi derecha, la embajada de África del Sur. A mi izquierda, las embajadas de Corea del Sur y Alemania Federal. A mi derecha, las embajadas del Vaticano y de la Cruz de Malta.

Las simpatías políticas del gobierno de Paraguay no dejan lugar a dudas.

Asunción es un pueblo desagradablemente informe, sin carácter ni local ni extranjero. En el marasmo y el aislamiento reinantes parecen haberse disuelto hasta las tradiciones y la artesanía.

-No estoy muy seguro de que despeguemos.

Al francés, alto y mal afeitada la barba rubia, le tiemblan las manos mientras enciende un cigarrillo tras otro.

-Mi equivocación fue pasar del estatuto de turista al de residente; como tal pueden disponer de ti. En estos seis meses me han hecho todas las extorsiones, chantajes, amenazas; me metieron en la cárcel por una excusa de falta al código de circulación en un país en el que nadie lo conoce. Paraguay es el peor agujero de la tierra. Los indios y las mujeres no cuentan. La incultura es atroz. Además de ser analfabetos, la mayoría no habla castellano; sólo guaraní.

El aliento cargado del hombre vierte una negra historia de cárceles como cloacas, funcionarios y policías que se mantienen a fuerza de chantajes con los que alargan a placer las penas de los inculpados y redondean sus sueldos.

-Es inimaginable. Quiero… Quiero ir lejos, a un país

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donde no haya funcionarios, ni abogados, ni policías.

El hombre repite y repite su frase. Bebe los zumos sin probar apenas la comida. Monologa.

-No es un país. Es un coto cerrado con llave. La gente no sabe una palabra del exterior y la emborrachan de nacionalismo, de Patria y bandera. Por supuesto mientras, los norteamericanos y los alemanes disponen y dan órdenes al Presidente. La gente ni reacciona ni se concibe que pueda defenderse o agruparse. Tal vez ni se lo plantea. Es la mierda pura y simple en medio de un hermoso paisaje. ¿Cómo pude caer allí?

Las manos, grandes y finas, de uñas roídas, voltean el cigarrillo.

El avión se sumerge en el azul de la noche trans­atlántica, y entonces se calma, pero no duerme. Las horas le atraviesan mirando las estrellas y en sus ojos secos se refleja el primer amanecer.

El hombre tiembla al pasar la policía y la aduana del nuevo aeropuerto, y luego corre a alquilar un coche.

Paraguay. Un país escasamente poblado. -6,7 habitantes por kilómetro cuadrado-, de extensión muy poco menor que España. Su sistema de gobierno es la dicta­dura de Stroessner. De Paraguay se conocen el arpa y las cataratas del Iguazú. Ni siquiera tiene un número de prisioneros políticos suficiente para ocupar rango en los informes de Amnistía Internacional.

Lima es una ciudad irreal, de cierto mágico encanto en sus balconadas majestuosas de madera tallada, pendientes de fachadas de estilo colonial. Su Plaza de Armas y su Plaza de San Martín, su Sheraton y su barrio de Miraflores, sus innumerables cinturones concéntricos de chabolas. Los ocho millones de habitantes se sumergen en el perpetuo banco de niebla como leche tibia que la cubre nueve meses del año. Hasta los robos, las huelgas, la miseria y los carteles de protesta parecen

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dulces por el acento lento y distinto y por el ritmo.

Por azares corrientes en los viajes largos, se vio emparejada -avión, gestiones, comentarios- a un profesor francés con destino Bolivia, un hombre alto, con barba, que -aparentaba mucho más de sus ventialgo. Tras horas de búsqueda por Lima cargados de bultos, entre los que figuraba una inmensa maleta del cooperante con su ajuar de un año, han aterrizado ambos, unidos por ese lazo asexual de la necesidad, la economía, el viaje, como aterrizó ella tantas veces con desconocidos, en un hotel.

Han dormido como piedras. Abre los ojos y navega durante largo tiempo de una pared a otra sin saber dónde está. Frente a ella duerme un desconocido que abre los ojos a su vez y la mira con un segundo estupor dilatado en sus pupilas claras. Aseo. Desayuno. Cada cual a sus asuntos. El tiene que estar mañana irremplazable-mente en La Paz. Ella tiene un encargo para una señora peruana que, por teléfono, se encuentra dispuesta a acogerla.

Rene (para ella Descartes, porque es un razonador de las ventajas del razonamiento cartesiano) aprendió a tocar la quena y a hablar quechua el curso anterior. Se reencuentran para comer. Ya tiene pasaje él para el sábado por la mañana. Ya lo tiene ella para el lunes, y cita con la viuda peruana el sábado. Libres. Pero también ya el animalito débil y quejumbroso que lleva ella dentro está esperando, contabilizando rasgos de ternura, de apego, de cuando han procurado sentarse juntos en el avión Asunción-Lima. Y ya, tácitamente, ha desechado irse a dormir esa noche a otro lugar.

El tiene unas reacciones en las que se encuentran. Es un occidental avergonzado de su status. Un niño cubierto de mugre, modelado por la basura de quien rueda por ella durante días, le pide cigarrillos o soles Al tiempo que para, ella rocía con colonia sus pequeñas manos. Por la noche, en el restaurante en el que cenan, este niño tan niño viene a ganarse la vida vendiéndoles cigarri-

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líos en paquetes estrujados y, con una sonrisa, pide más colonia. Eso es todo cuanto pueden hacer: verter unas gotas de agua de olor sobre una costra inalterable y cotidiana de suciedad y tizne. Terminan, Rene, una pareja española y ella, sus platos de cerdo con papas, y los niños piden al patrón del restaurante las sobras para roer­las y mascan sus huesos.

Antes, en una taberna donde los hombres se emborrachan solos el viernes por la noche, las dos parejas han visto azuzar un subnormal contra una vieja negra ebria, provocativa y burlona, la única mujer -junto con las dos extranjeras- en el establecimiento. En las caras de los hombres, esa expresión, que puede llegar a algo espantoso, de avidez insatisfecha de sexo y desprecio por la mujer. Ella se va quedando fría y empiezan a castañetearle los dientes. Hay algo de corrida de toros en los envites del subnormal y de la negra jaleados por un público empapado en ocio y en vino. Se le llenan los ojos de lágrimas. Rene le pregunta si se siente mal.

-No estoy bien. Vámonos.

Afuera, respira a fondo.

-¿Qué tal?

-Bien.

-¿No te gustaba el ambiente?

-Es como una corrida de toros.

En el restaurante, cada cual enrojece a su modo mientras los niños apuran sus huesos. La pareja española habla de la metafísica del viaje, del análisis sociopolítico del Tercer Mundo, y prueban con precaución un pisco-sour. Apura ella el suyo de un golpe.

-Cuando me pasan cosas como lo de ese niño, ¿qué me queda? El impulso sentimental, el recuerdo del niño, y nada más. ¿Y a ti? -pregunta Rene.

-A mí me queda el niño.

-Ya comprendo. Era ésa la diferencia.

Hablan, sentados los dos en la cama de él.

Sabía que había madurado ese fruto rápido de la afi-

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nidad y de la presencia y que en ella estaba creciendo la voraz y humillante plaga de la ternura. Un año ya sin sentir otra piel. Y su piel fue espiando miradas y manos, almacenando palabras, recordando un gesto de llevarla hacia un lado, y ella de apartarse porque en ese instante el viernes macho de Lima le azuzaba incomprensibles lágrimas de rabia.

Mientras me ducho, él se acuesta y se duerme. Seguro que está frito cuando entre. Y mañana, justo para decir adiós, adiós.

-Quería hablar un poco.

Está esperando.

Hablaron. El, de su sentimiento de inutilidad, de una novela que había escrito tomando como plataforma comercial lo exótico del campo boliviano, de su regusto de culpabilidad por ello, de su incapacidad para viajar solo, de esas noches en las que invitaba a cenar a un conocido poco grato con tal de no comer sin compañía.

Lo mismo que ahora prefieres hablarme de tu vida a mí, mejor que no poder hacerlo con nadie.

Puso a los pies de la cama los bultos que los separaban, hasta que no quedó sino la fina tela de tres centímetros de orgullo.

Había visto el anillo. Durante la comida, Rene sacó una cajita envuelta en papel y le había mostrado un anillo de plata y turquesas que pidió se probara para ver la talla, y luego guardó explicando que era para una amiga de La Paz. La misma medida que su dedo.

Hablaron de Latinoamérica, de Alemania, en la cual él había vivido, y de su atmósfera irrespirable. Hablaron de ambientes. Ella le contó un cuento de Ray Bradbury.

-Es tarde, lo cual quiere decir que tengo sueño -dice él.

Asiente y se va a su cama. Desde la suya él le tira un beso y ella le tira otro.

-Buenas noches.

Se cruzan comentarios que navegan perezosa-

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mente por una oscuridad de algodón de cama a cama.

-No tengo sueño después de lo que hemos hablado -dice-, y además tuve frío desde que estuvimos en ese bar.

-Yo tampoco puedo dormir -contesta él.

-Los diálogos van espaciándose y finalmente se pierden de vista en la oscuridad.

Se acabó. Tengo que conformarme, no hacer ruido, cortar esas vueltas en la cama y esos gemidos de duermevela que parecen un SOS. Se acabó la posibilidad de ternura de la noche. He esperado un milagro, que una voz llegara diciéndome :»¿Por qué no vienes simplemente para apretarnos, para darnos un poco de afecto, de calor?» Se acabó. No lleves la humillación más lejos. No hagas teatro y duérmete. No habrá milagro, no los hay.

En el duermevela, la mujer tiene una visión, mezcla de sueño prendido a la realidad del momento: Rene se levanta de su cama para venir a la suya, pero es un Rene niño, con la misma edad del que royó los huesos de los desperdicios anoche.

-¿Duermes? -dice él.

Tras este espacio, es la materialización inesperada de la espera.

-Mal.

-Parecía que estabas llorando.

-¿Llorar? No. ¡Qué imaginación! Tuve una especie de sueño. Me pareció ver a ese niño en el cuarto.

Algún comentario más, y él le dice exactamente, de pronto, la frase que ella ha estado pensando, repitiendo en la mente bajo tantos tonos y formas, palabra por palabra.

-Si tienes frío, ¿quieres venir a mi cama?

-Hombre, gracias. Muy amable.

En los segundos de respiro que deja la ironía, ese burladero, articula ella otra frase que le brota de lo más hondo, de lo más deseado, que lleva horas haciéndole daño en el corazón.

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-Escucha, yo no quiero hacer el amor contigo; de verdad, no quiero. Pero hay una necesidad de calor, de calor humano, de ternura. ¿Entiendes?

-Pero yo tampoco quiero hacer el amor.

-Podríamos probar.

-¿Por qué, en lugar de ir yo a tu cama, no vienes tú a la mía?

Oscuridad. Segundos. Las piernas largas, blancas. Alza la ropa de su cama se mete en ella, le rodea la espalda y la cintura. Reposa ella la mano sobre el pecho, y apoya la mejilla en el hueco del hombro con un inmenso suspiro de alivio. El le acaricia la cabeza a veces, a veces los hombros. La mujer se empina para besarle en el cuello, y le pide a su vez con humildad que le dé un beso. Cruzan los dedos.

-Voy a ser posesivo. Así cogía yo a mi osito y a mi bolsa de agua caliente cuando era pequeño.

Y la estrecha con piernas y brazos. Todo es ternura. No hay violencia alguna. Están durmiendo juntos. El, ya en el borde del sueño, le pasa la palma de la mano por la espalda, por la cabeza. Y mientras él duerme, ella, que sabe que no va a dormir en toda la noche, paladea estos minutos de calor, lo único que es dado, minutos.

Llega un momento en que el dolor de huesos puede más que el romanticismo de la situación y ella, que se ha mantenido en una posición forzada durante horas, retira su pierna, machacada por el muy superior peso de la de él, y se desliza hasta mantenerse en un equilibrio de funámbulo sobre el borde de la cama. Así ve amanecer.

Ahora se despertará y se irá. Tiene una cita a las nueve y el embarque a las once. Ahora se me acabará lodo.

Siempre este escuálido lote de minutos, de separación.

Ha estado quieta, compañera modelo de sueño. Al entreabrir las cortinas ve que él tiene los ojos abiertos.

-Buenos días.

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El le da un beso. Ella le da un beso. Y se miran con ojos alegres.

-He dormido como un ángel. Te voy a hacer una pregunta… metafísica: ¿Has dormido antes con un hombre sin hacer el amor?

-No -miente sin querer, porque no le ha dado tiempo de pensar.

-Es difícil; hay que controlarse.

-¿Así que sirvo para ejercicios de autocontrol?

-Pero no… ¡Qué poco narcisista eres! Se te quiere, sí, se te quiere, ¿sabes?

Y la abraza para quitarle ese lamentable aspecto de inseguridad vagabunda que arrastra.

Se besan, cada vez más cerca de su barba.

-¿Te puedo besar en la boca? -pregunta él.

-Si quieres… Beso muy mal.

-Haces las cosas muy mal. Besas muy mal, apuesto a que piensas que haces el amor muy mal y cocinas muy mal.

-No. Cocinar, cocino bien. Y también escribo bastante bien.

-Vaya, hay algo que haces bien. ¡Qué poco te aprecias!

-Me cuesta besar a alguien.

Van besándose un poquito más cerca de los labios, y la llave de la suavidad los abre, como siempre ha ocurrido. El va entrando, explorando las encías, los dientes. Y la lengua de ella, con un agradecimiento tímido, se mete entre los suyos. Pasan al otro lado de la barrera entre afecto y sexo como se pasan sus piernas una sobre la otra. La piel despierta, las caricias recuperan la vieja sabiduría instintiva. Se detienen un momento. El mira el reloj. Ella le observa. Duda. Se lo quita y lo arroja, sin puntería, a su cama vacía de enfrente. Se enlazan.

-¿Por qué no hiciste esto anoche? -pregunta él.

-No, no podía. No soporto que me cojan como a una cosa.

-Es curiosa esa barrera entre lo sexual y una relación.

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La piel, la piel. Los besos hondos de ansia reprimida y encuentro. Los dedos en la nuca, en la cintura. El juego de las telas.

-¡Qué bien se está contigo! -dice él-. Tanto buscar el paraíso y resulta que estaba aquí, en Lima.

Se da la vuelta y se tiende sobre ella. Los movimientos se concuerdan con el deseo.

-¿Te gusto?

Se sonríe ella.

-Sí… Escucha, hacer el amor y luego irte a coger el avión sería muy horrible.

-Cierto. Yo también querría hacer el amor, pero… tú dirás.

-Bueno… Tú ¿tienes que irte?

-Tengo compromisos, cosas que te he dicho y cosas que no te he dicho. Supongo que podría no irme, pero sé que no tendré valor para hacerlo. Cogeré el avión.

¿Cómo he podido dudarlo?

Se abrazan. Le acaricia los senos y el pezón se levanta como una fresa. Apoya la cabeza en la ingle y en el vientre. Ella está ardiendo, con el deseo bajo la piel. Pecho pegado a pecho, las manos en las cinturas, le reposa la pelvis en la pelvis y en el sexo de ella se suceden tres latidos como ramalazos. Gime.

-Vamos a pararnos aquí, a no continuar el juego -dice él.

Separa su pecho del otro y la mira, mira sus ojos re­pletos de asombro ante la palabra juego.

-No debemos hacer el amor; para ti es más importan­te que para mí. Entiéndeme, no es despectivo, pero me conozco. Para mí sería feo, muy feo, pero pasa. Para ti quedaría, para ti es importante.

Siempre, siempre el desprecio. Pequeños mendigos, compañeros de oficio.

Prudente, la cubre con la sábana.

-Me estás enterrando -le sonríe amargamente.

Se levante ella.

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-¿Por qué te tapas?

-Porque ahora tengo vergüenza de ti.

Se viste rápida y hurtándose a su mirada.

-Eres realmente muy bonita.

Bajan a desayunar. Ofrece él la dirección en La Paz, pagar la mayor parte de la cuenta, ofrece cuanto puede para quedar bien, y le reprocha iracundo la prudente acidez de sus respuestas.

-Te escribiré a lista de correos en cuanto llegue a Bolivia.

Advierten que son las once menos diez. El debía estar en el aeropuerto a las once; ella antes de las once tomando un billete de tren.

-Adiós.

Dice ella para marcharse. El viene, la besa torpe y rápidamente en la boca.

-Si necesitas lo que sea… ¡Oh mierda!

El se va, indignado contra la situación.

Ella se va, sola.

El tren más alto del mundo

A cuatro mil ochocientos metros de altitud. ¡Tres veces su pacífico Navacerrada! Hay, en el cómodo vagón de primera en el que ha conseguido plaza con mayor facilidad de lo previsto, un montón de mochilas, sus propietarios y algunos indios, ellas con su sorprendente sombrero de oficinista años veinte, una manta rayada en la que de repente el bulto de la espalda se anima. Es un bebé.

Se acaba de comer el muslo de pollo más alto de su existencia: cerca de cinco mil metros. El tren Lima-Huancayo es uno de los prodigios de la ingeniería. El largo dios de metal ha tragado en tributo tantas vidas como rieles. Los dueños de los numerosos restaurantes chinos del Perú, los «chifas» (de «chi fan», en chino

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«comer») son los supervivientes de los chinos importados por los británicos y muertos masivamente en la construcción de este ferrocarril con vocación de funicular. Se emerge de la niebla de Lima para atravesar montañas de mineral, pueblos de adobe, laderas rocosas sin vegetación alguna excepto pitas. Los Andes tienen un color increíble de película filtrada, rojo burdeos esmaltado de blanco, montañas como pasta horadada por grandes dedos que contrastan bermejas con un cielo añil de nubes imperiales. Un médico recorre el tren con oxígeno como quien ofrece caramelos. Llamas pastando. Poblaciones mineras. Una pareja de recién casados, mareada ella y apoyada en el marido, ocupan el asiento de enfrente. El hombre tiene la expresión, entre atónita y asustada, del acabado de embarcar.

Y comienza el encuentro con los viajeros.

VIAJEROS: KAREN

—Los indios dijeron a mi padre, cuando acampaba para cazar tigres, que no durmiera en esa gruta, que había malos espíritus. Por supuesto, no hizo caso y atrapó un virus andino que por entonces en Europa no estaba apenas estudiado. Fue duro ver cómo se destruía un hombre como él, de su energía, en ocho años el sistema nervioso.

Karen entra en el terreno de las confidencias, sentada en un banco en las afueras de Ayacucho. Un borracho pasa delante sin ver nada y cae al suelo. Su perro primero husmea, y luego se tiende a su lado.

-Soy franco-boliviana. Mi papá era francés y mi mamá de Bolivia -ha repetido mil veces durante el viaje, con su clara voz de soprano, en un español diluido en acento francés.

-Es una buena moza. Tiene un cutis que parece porcelana -han exclamado en el tren sus vecinos de asiento

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cuando Karen ha cruzado el vagón. Ella tiene un cuerpo grande y blanco, con trasero poderoso, piernas anchas y senos abundantes. Un cuerpo algo grueso de adulta. Es netamente guapa de cara; en los ojos, que van burlando y observando, acumula la energía de sus diecisiete años.

-Todos me decían «estás loca» cuando conté que me iba sola a Sudamérica, pero mamá no podía impedírmelo porque también ella en su tiempo, hizo lo mismo. Ca­da año he ido de vacaciones con mi familia boliviana, pero esta vez quería viajar por Bolivia por mi cuenta. Me estaba preparando a la gran crisis de soledad, me­terme en el hotel a las siete de la tarde, la depresión… y resulta que cuando viaja una nunca está sola.

Karen alza sus grandes ojos de ángel bajo los que campea, impreso en frases negras sobre fondo azul, en su camiseta comprada en Nueva York, un texto que produce efectos fulminantes en la gente de habla inglesa: «Insúltame. Escúpeme. Pégame. Trátame como el sucio cerdito que soy. Entrame por el trasero. Eyacúlame en las tetas…Y luego dime que me amas, y dame un beso en la palma de la mano.»

Karen sabe viajar, desplazarse con un respeto enternecido entre las indias con sus bebés a la espalda, alimentarse con la pitanza cotidiana del país. En su gran cuerpo de diecisiete años habita otro ser anterior, de vieja sabiduría y tranquilo conocimiento, que se retira a sus dominios profundos cuando llega la hora del rock duro, de los innumerables muchachitos que ensayan en torno a ella un vuelo nupcial, de las golosinas.

De la casa, ricamente burguesa y colonial, de unos parientes de Cuzco que creían hacer su felicidad llevándola en rápidos circuitos de restaurante de lujo a club chic maravilloso, Karen ha huido echando chispas a La Paz, a una Bolivia en la cual aún no se han secado las manchas rojas del golpe militar del diecisiete de julio; de ahí a un Río de Janeiro que ha desplegado en vano su bahía de pavo real ante sus ojos fatigados.

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-No tengo nada que hacer. Me espero para acompañarte.

Y el tipo de mediana edad, con el que Karen sólo ha cruzado un «buenas tardes”, se instala en una silla de Correos, mientras ella pone una conferencia. En la espera, el peruano aprovecha para desenrollar una imagen que supone deslumbrante de sí mismo.

-¿Viajar? Conozco ya unos ciento cincuenta países. Siempre estoy viajando. Con lo que gano, no necesito estar atado a un lugar. Aparezco un poco en televisión, doy unas charlas, hago unas demostraciones, y con eso gano más que en un trabajo normal seis meses. ¿Carrera? Soy doctor. Yo hice Medicina. Lo que pasa es que no la ejerzo porque saco mucho más dinero dando clases de kárate en televisión. Hice una especialidad de medicina en Francia, en Montreal.

-¿En Montreal?

-Sí, en Montreal, en el norte de Francia.

-¿Y en Toronto, en el sur de Francia?

-Ahí no.

Karen se ríe en silencio de este raído lobo cazador sin aspecto de haber cursado más allá de las primeras letras.

El manual del perfecto ligador de extranjeras produ­ce en cada país patrones culturales de homogeneidad singular. En Perú comprende la presunción de carrera universitaria, vida cosmopolita, grandes ingresos fáciles y apariciones en la televisión haciendo llaves de Kung-Fu. El maestro de kárate es el último ídolo de la mitología inca actual.

-¡Me dan tanta risa…! No sólo son tontos, sino que siempre se creen que una es más tonta, que pueden soltar lo primero que se les ocurra.

Con sus medias de rayas y sus suéteres de cuadros, con una sonrisa imperturbable y profundamente burlona, Karen salta en sus recuerdos, del Líbano que la vio nacer, a los países del norte de Europa, del Nueva York

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en donde tuvo un amor al Extremo Oriente que la seduce. Habla, con la brevedad de estaciones de paso, de Madrid, Lisboa, Ginebra.

-Ahora quiero esta sola.

Y le cuesta, porque su sonrisa constante ha arrastrado una pesca multivaria, y los peces desechados tras la trilla no se dejan volver al agua y reclaman horas de cita para ir a la discoteca.

-Recuerdo en La Paz, cuando estuve en una de las fiestas principales que duran días y todo el mundo se emborracha. Es duro soportarlo. Llega la noche, y es un desfile rítmico, tambaleándose, de cientos de indios con la mirada fija, con la cara ausente, caminando como autómatas llenos de alcohol, con sus canciones y su música que quiere ser fiesta, que quiere ser alegre, y es tan triste… Apenas se puede resistir. En Bolivia es peor que en Perú. A los indios les enseñan a odiar al gringo y a insultarle, a celebrar fiestas patrias. Los ricos los manejan como cosas, les mandan trabajos, llevar una carga, y luego no les pagan. Y el indio se calla, no protesta, de convencido que está de que así es.

Ya no sonríe. El adorado sabor típico de La Paz, de los encantamientos y de las cuestas no le nubla una crí­tica visión de las cosas. En el mercado, se compra un tintero, porque hay que escribir con pluma y tinta, unas gafas de sol horrendas que añadir a su colección, un embrujo de semillas y cabellos encerrados en una botellita de penicilina. De ahí va a la plaza, a encontrarse con un amigo peruano que no acude a la cita. Se va a visitar un pueblo, y allí, junto a las ruinas, se tiende al sol.

De Huancayo a Ayacucho

Trece horas en la trasera de un camión, por pistas, en el frío glacial de más de cuatro mil metros de altura, atravesando los Andes, sus masas heladas sin hielo. Han

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llegado, Karen y ella, cubiertas de polvo, metidas en los sacos de dormir para defenderse del frío, con cierta sensación de victoria.

La ruta se pierde, se esconde en atajos que algunos conocen, parece precipitarse por desmontes o zigzaguear entre las estrellas, con la reducida superficie del cono de polvo alumbrado por los faros como única referencia. En una de éstas, el camión se encabrita y se lanza de repente a una loca carrera de frenos y riendas rotos, mientras intenta dominarlo el hombre y un cine de sombras se sucede a gran velocidad en una recta que, si la carretera tuerce, sólo conduce necesariamente al precipicio. Luego el caballo se cansa, se domina. Las viajeras habían pisado, inadvertidamente, el acelerador. Todo vuelve a su cauce. Descansan unos instantes en el centro de uno de los silencios más vastos del mundo. El perfil de uno de los camioneros, sombrero negro, camisa negra, es indio casi puro y este hombre tiene una cortés gentileza callada extraordinaria y una paz de movimientos que concuerda perfectamente con el entorno.

De un camión al otro, los conductores han sido pulidos caballeros que se comportan impecablemente y les buscan de madrugada un hotel.

Paseos, experiencias, la compañía ocasional de esta muchachita de diecisiete años que se encuentra bien conmigo, y… ESTE GUSTO A MUERTE, A TIEMPO QUE PASA, a día decapitado. Algo se ha roto entre la naturaleza y yo, entre el mundo y yo. Me lleva la inercia de mi propia energía, pero hay un fondo helado.

Ir por los Andes es como planear América, rozar con un largo pensamiento sus coordenadas. América Latina… En Asia, la occidentalización técnica, plantada en un sólido fondo autóctono, se integró a las formas orientales con aprovechada inteligencia. En este tercer mundo americano se está llevando a cabo por caminos

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corrosivos. Hay una amalgama de indios y criollismo, una brutal despersonalización para imitar ansiosamente el ideal modo de vida de los países pudientes. No existe conciencia de la cultura indígena. A los indios atomizados y a la férrea pero nutritiva armazón inca sucedió un conquistador que, antes de la bandera y de la cruz, acarreaba la firme intención de no trabajar con su esfuerzo jamás, que, en lugar de colonizar, trasplantó las cepas de un feudalismo decrépito. Creció la servidumbre, y creció el mimetismo con los ricos, hoy norteamericanos, ayer ingleses y franceses, antaño españoles. Las cosechas fueron de galones y entorchados, de patrones y generales. El campo se cubrió de manos cortadas y manos vacías.

Ayacucho

Los vendedores ambulantes velan en Ayacucho para defender los mejores puestos. Una mujer india ruega al policía que intervenga en su pleito contra un borracho que le ha quebrado los vasos. Se devanan las calles blanqueadas en búsqueda de una pensión.

«La Colmena» es una inmensa casa de patio cuadrado lleno de plantas y flores, muros de un metro de espesor, ventanas altas y estrechas, entrada cochera, portalón de madera y clavos. Trayendo consigo toda la arena y la fatiga de las pistas, la agorafobia vertiginosa de las despobladas montañas, el viajero se recoge con unción en los espaciosos cubículos del albergue, en su recinto de casa andaluza y oasis extremeño.

La ciudad está limitada por un cantil montañoso, largo y recto, que la aísla como un biombo. La Plaza de Armas, eterno ombligo de los pueblos de Perú, es casi voluptuosa con sus palmeras, bancos, fuentes, anocheceres cálidos y la vista de las hermosas construcciones antiguas color crema.

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Ayacucho está tachonada de iglesias, iglesias con todos los oros de que el miserable carece, para que se identifique con los asfixiantes bordados de los retablos, con las inmensas custodias de plata labrada. Es una hiedra de rococó floral, de imaginería y pelucas, colocada sobre el estilo español. Los cristos están vestidos de cien maneras, túnicas, faldas, bordados; vestidos como una niña viste a su muñeca. La Magdalena, rubia con tirabuzones, mira a una Dolorosa de ondulado endrino. San Juan prepara su actuación con una corona dorada clava­da en múltiples trenzas, y del Cristo descienden largas madejas de cabello humano hasta un delantal estilo lagarterana recamado en oro.

La procesión. Incienso, mujeres (por primera vez en primer lugar), niños, viejos, fuerzas vivas, una inmensa muñeca enguirlandada. Detrás, la banda militar, cada uno con las partituras cogidas con una pinza al cuello de la guerrera por atrás para que se guíe el que sigue. Un hombre que pasa en coche frente a la iglesia se santigua sin frenar. La Virgen entra marcha atrás en la catedral hiperdorada. Recuerda a una de las mejores escenas del cine, la de «Padre padrone», de los hermanos Taviani, en la que los que llevan las andas discuten amargamente sobre su suerte debajo de las faldas del paso mientras sus patrones -padres, alcaldes, militares, curas- siguen a la procesión.

Quince minutos después, otra procesión surge por el extremo opuesto de la plaza de Ayacucho. Es una mani­festación. Un pequeño grupo de mujeres y algunos hom­bres. Llevan en cabeza un cartel rojo donde denuncian con letras blancas la subida del impuesto municipal del agua y piden se abran las fuentes del barrio. Son gente pobre, indias ancianas que sostienen carteles en los que han trazado un: «¡Abajo el gobierno fascista!»

Pasan los manifestantes en medio de una indiferencia a veces burlona de sus propios paisanos y de las fotos de los turistas. Al llegar a la esquina, las mujeres

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gritan: «¡El pueblo unido no será vencido!»

Todavía flota en el aire la humareda de los petardos de la procesión anterior.

Con verdadero esfuerzo, tirando de las riendas a mi razón, a mi memoria espacial, cronológica, pienso que estoy en Perú. De no forzarme a recordarlo, estaría en ninguna y en alguna parte, dentro de mí, tras esa corteza espesa en la que me encierro y resido. Para ser consecuente, lo que debería hacer es tomar la mochila, ir directamente a La Paz, presentarme ante un tipo que es la indiferencia misma, y decirle: «Heme aquí. Si te queda un poco de calor, dámelo.» Porque está claro que ya no hay sino las relaciones humanas que me interesan.

¿Las relaciones humanas? ¿Los demás? No. Mi pro­pio yo desconocido, del que desconfío, al que rehúyo, del que solamente esos otros extraños me pueden dar fragmentos.

La Plataforma

La llanura de Ayacucho, a la salida del pueblecito ceramista de Quinua, podría ser uno de los vértices solares, un embudo de energía abrazado por el arco azul de los Andes. En todo caso, tumbarse allí es estar echado sobre el ombligo del mundo, cara a la increíble pureza de este cielo de cuatro mil metros, azul metálico, cielo vivo de nubes cinceladas e incrustadas en él.

Rodean la colina un bosque de eucaliptos, luego una llanura. Abajo, el manso ruido del agua, y rectángulos de sembrados y de casas de barro, idénticas en tamaño natural a las que reproducen los alfareros, con las menudas figuritas dedicadas a sus labores. El agua “con un manso ruido…». En estos valles los españoles, cegados por el oro y el azul del cielo, colocaron el Paraíso.

Al descender de la colina, con ese monumento a la independencia recuerdo de una batalla que, la verdad,

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los maestros del pueblo no están muy seguros de que tuviera lugar, los escalones ofrecen a los que, tumbados en la cuneta, esperan cualquier medio de transporte, el espectáculo de sus entrenamientos para el desfile de la fiesta nacional: las Fiestas Patrias. De chavalitos minúsculos a adolescentes, ellos y ellas se esfuerzan cómicamente en guardar filas, levantar piernas y brazos. El profesorado, obligado a convertirse en caporal, grita el uno-dos, marca el paso con una vara. Bajo la gracia torpe de los niños, llega el relente de militarismo macabro. La casta social más estéril, ese refugio de psicópatas necesitados de obediencia, jerarquías y despersonalización, el Ejército, reclama el halago anual de niños que ya conozcan el gesto del soldado, la huera normativa, el culto al grito, a la fuerza, a la delegación de la libertad.

17 de julio

Golpe de Estado, militar y fascista, en Bolivia. Están matando en las minas. Se han cerrado las comunicaciones.

La arcilla

La plaza, cotidiano lugar de encuentro de Ayacucho, repleta de niños semimendigos, que arrastran sus andrajos, su pelo encostrado fuerte y negro, y pesadas cajas de limpiabotas, cajones de caramelos o cigarros. Ninguna racionalización es válida ante la miseria, la tristeza de la miseria, la vergüenza frente al niño limpiabotas ametrallado de piojos y, a veces, de fotografías. Los más pequeños conservan inalterable su alegría de limpias burbujas de barro.

Las indias, que llaman mamita a toda mujer, pasan con sus faldas plisadas, de picos que asoman bordados de flores y mantas rayadas en fresa, amarillo, menta, azul.

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Todo es arcilla en ellos, permanencia, lentitud, silencio de tierra. Un grupo familiar (padre, abuelo, hijos) toca instrumentos. El conjunto es una composición agrandada de barro: marrones los ponchos, marrón el arpa, la flauta y el charango, marrón la piel.

Pasan las escolares, repletas de enérgica y efímera alegría que en breves años no será sino una cadena de bebés y de silencio. Las muchachas llevan pantalones ajustados y tacones altos, sostenes de armazón puntiagudo bajo camisetas llamativas. Ellos deambulan y sopesan, acarician en el fondo más seguro de sus bolsillos esa prenda codiciada del matrimonio que no darán sino tras largo tiempo, a cambio de una virginidad prometedoramente laboriosa, o bajo la coacción de un avanzado embarazo. El matrimonio es la fruta obsesiva que las muchachas deben alcanzar durante su breve época de floración.

Norteamericanos mormones -generalmente señalados como agentes de la CÍA- pasean corbatas e impecable camisa blanca. El gringo despierta esa mezcla de desprecio y envidia ante el de arriba, el fuerte, la imagen prototipo del conquistador rubio medio metro más alto que ellos. Reproduciendo a niveles de alturas las capas sociales, hay un estrato de indios, el humus, diminutos, cabezas ancianas de chupadas mejillas y ávidos ojos de pájaro. Luego viene la modesta burguesía local, más alta, más ancha, mejor comida. Muy por encima, sobrevuela el pueblo de los gringos, de dignidad tan impecable como sus ropas, rezumando leche, programas de visitas, decidido desdén.

Hoy es sábado. Una mitad de luna blanquea, en vertical sobre el centro de la plaza. Uno a uno, los borrachos, los cientos de borrachos, se irán desplomando sobre las aceras, y dormirán con la mejilla pegada al asfalto, con su perro al lado, o irán, guiados a trompicones por alguna de sus hijas, hasta su casa. El sábado, la fiesta siguiente, gastarán de nuevo cuanto tienen, porque su único viaje es al país del alcohol.

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VIAJEROS: PATRIK

-Acabo de leer en un periódico norteamericano que Chile es un lugar magnífico para invertir. Como Paraguay y Argentina, y supongo que, finalmente, Bolivia. Qué…

Patrik se sonroja hasta los ojos vergonzosamente azules. No es fácil ser norteamericano. Golpea las noticias del periódico sobre los mineros bolivianos.

Atraviesan la plaza dos mormones. Camisas blancas y corbatas oscuras.

-Esto es… Es…

Su indignación paciente le tuerce la boca con frecuencia en una sonrisa nerviosa.

-Cuando vine a Perú y Colombia, con la beca de arqueología de mi fundación universitaria, creo que no sabía bien lo que iba a encontrar. Ya he tenido mis más y mis menos con los de la fundación, y con el grupo de arqueólogos que trabaja en la zona de Huari.

Patrik cuenta anécdotas agridulces. Habla poco. Escucha, puede escuchar mucho tiempo. Traga pacientemente las invectivas contra los norteamericanos. Luego descarga su propio rechazo hacia la agresión y el desprecio. Sabe que jamás se encontrará con otros miembros de la misión estadounidense en la taberna en la que cena o en la tasca donde bebe una copa. El se esfuerza en comprender y se sabe capaz de ayudar.

Es bajo. Lo parece más por ese aire abrumado, resistente y tímido.

No es fácil ser norteamericano en Latinoamérica.

El jardín de los cuentos

«… el régimen inkaico… aseguraba la subsistencia y el crecimiento de una población que, cuando los con­quistadores arribaron a Perú, ascendía a diez millones y

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que, en tres siglos de dominio español, descendió a un millón.»

José Carlos Mariátegui: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.

Realmente la destrucción del Partenón fue un vago reflejo del arrasamiento del imperio inca, de la prodigiosa urbanización que era Cuzco, por los españoles. Aquí se elevaba la capital más alta del mundo, más cerca que ninguna del sol, de nítidas piedras y oro. De oro la estatua del dios, de oro el templo, de oro macizo el disco solar. Junto al Templo del Sol, el jardín del dios, un jardín de oro en tamaño natural con sus árboles, llamas, flores, lagartijas e insectos.

Sin rueda, metales, arado ni escritura, los incas se alzan empero como los romanos de Latinoamérica. Ellos llegan en el siglo XIII, someten civilizaciones ricas y refinadas, las asimilan, y ordenan, con obras públicas de sorprendente eficacia, la maquinaria del Estado. Nada simboliza tanto a esta raza de ingenieros y agrónomos como sus piedras, de tallado exacto, incrustadas a la perfección por la sola virtud de un corte impecable, como la piedra de los doce ángulos del callejón Hatun Rumyoc o los muros ciclópeos de Sacsahuamán, en cuyas junturas es imposible deslizar una aguja.

Exactamente en el solar de cada templo arrasado la voluntad imperial española colocó una iglesia.

La pluma del historiador de Indias don Pedro de Cieza de León se aplica en la descripción de los motivos y experiencias de la conquista del Perú. Se lee su crónica, no sólo por el contenido, sino por la glotonería de la lengua, por la pura magnificencia de este español del dieciséis soberbiamente construido, por la nobleza del estilo y lo galano de las palabras, y por asistir a esa lucha que a través de sus páginas lleva Cieza de León entre su honesto empeño de veracidad y el rigor y la nece-

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saria adecuación a su destinatario, el rey Felipe II, y al espíritu de su tiempo.

«Los indios, por defenderse, se ponían en armas y mataron a muchos cristianos y algunos capitanes. Lo cual fué causa que estos indios padecieron crueles tormentos, quemándolos y dándoles otras recias muertes. No dejo yo de tener que, como los juicios de Dios sean muy justos, permitió que estas gentes, estando tan apartadas de España, padeciesen de los españoles tantos males; pudo ser que su dicha justicia lo permitiese por sus pecados, y de sus pasados, que debían ser muchos, como aquellos que carecían de fe. Ni tampoco afirmo que estos males que en los indios se hacían eran por todos los cristianos;… Pues sabiendo su majestad de los daños que los indios recebían, siendo informado dello y de lo que convenía al servicio de Dios y suyo y a la buena gobernación de aquestas partes, ha tenido por bien de poner visorreyes y audiencias, con presidentes y oidores; con lo cual los indios parece han resucitado y cesado sus males. De manera que ningún español, por muy alto que sea, les osa hacer agravio.»

Insiste Cieza en lo común del canibalismo y lo frecuente de la sodomía:

«Son tan amigos de comer carne humana estos indios que se ha visto haber tomado indias tan preñadas que querían parir, y con ser de sus mismos vecinos, arremeter a ellas y con gran presteza abrirles el vientre… y sacar la criatura; y habiendo hecho gran fuego en un pedazo de olla tostarlo y comerlo luego, y acabar de matar la madre, y con las inmundicias comérsela con tanta priesa, que era cosa de espanto. Por los cuales pecados y otros que estos indios cometen ha permitido la divina Providencia… castigarlos por nuestra mano.

«…grandes son los tesoros que en estas partes están perdidos; y lo que se ha habido, si los españoles no lo hubieran habido, ciertamente todo ello o lo más estuviera ofrecido al diablo y a sus templos y sepulturas… por-

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que estos indios no lo quieren ni buscan para otra cosa… aunque me parece a mí que con todas estas cosas éramos obligados a los amonestar que viniesen a conocimiento de nuestra santa fe católica, sin pretender solamente henchir las bolsas.»

Con su tono mesurado, no falta Cieza de describir, por un lado la crudeza de la conquista, por otro sus trabajos:

«Y no me paresce que debo pasar de aquí sin decir alguna parte de los males y trabajos que estos españoles y todos los demás padecieron en el descubrimiento des-tas Indias, porque yo tengo por muy cierto que ninguna nación ni gente que en el mundo haya sido tantos ha pasado. Cosa es muy digna de notar que en menos tiempo de sesenta años se haya descubierto una navegación tan larga y una tierra tan grande y llena de tantas gentes, y descubriéndola por montañas muy ásperas y fragosas y por desiertos sin camino, y haberlas conquistado y ganado, y en ellas poblado de nuevo más de doscientas ciudades.»

Exento de triunfalismo, Cieza anota que Francisco Pizarro conquistó la capital de los emperadores incas con no más de ciento ochenta soldados, entre los de a pie y a caballo; cuenta sus vicisitudes personales y diecisiete años gastados en las Indias; se admira ante el Cuzco y rinde tributo a la civilización vencida:

«…el Cuzco tuvo gran manera y calidad; debió ser fundada por gente de gran ser… verdaderamente pocas naciones hubo, a mi ver, que tuvieron mejor gobierno que los incas. Salido del gobierno, yo no apruebo cosa alguna, antes lloro las extorsiones y malos tratamientos y violentas muertes que los españoles han hecho en estos indios, obradas por su crueldad, sin mirar su nobleza y la virtud tan grande de su nación, pues todos los más destos valles están ya casi desiertos, habiendo sido en lo pasado tan poblados como muchos saben… Porque algunas personas dicen de los indios grandes males, compa-

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rándolos con las bestias, diciendo que sus costumbres y manera de vivir son más de brutos que de hombres, y que son tan malos que no solamente usan del pecado nefando, mas que se comen unos a otros, y puesto que en esta mi historia yo haya escrito algo desto y de algunas otras fealdades y abusos dellos, quiero que se sepa que no es mi intención decir que esto se entienda por todos.»

El Cuzco, Machu Picchu. Aventados por la Historia, sobre las lluvias y el flujo de los años, reiteran el pacto solar.

El oro turístico

Cuzco, prostituido y torpe, es una desagradable sala de espera para ver los monumentos, sus incontestables bellezas, para escalar Machu Picchu. La noble arquitectura y el cielo se inhiben del raterismo generalizado, la ineficacia, esa putrefacción del pronto y abundante dinero del turismo Las huelgas repentinas de servicios públicos dejan un gusto escasamente solidario de imprevisión y corporativismo. El viajero pasa desoladoras mañanas de su tiempo, cara y difícilmente obtenido, de vacaciones en la infernal barahúnda de la sala de un banco. Tres, cuatro horas para cambiar un cheque de viaje. Porcentajes descontados muy por encima de los que constituirían en cualquier código delito de usura. El Banco de la Nación se pone en huelga, influido sin duda por la de Correos y ejemplo para la de transportes. Militares y policías se hacen atender al momento, despreciando la fila de espera y exhibiendo uniforme. El burócrata encorbatado maneja amorosamente la misma pila de papeles, que ni se crea ni se destruye, como fichas de dominó, sin dignarse alzar la vista hacia el suplicante que espera. El burócrata tercermundista domina la in-

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dispensable técnica del desprecio. Nadie es persona, nadie existe si no le anima una relevancia social y monetaria. El respeto abstracto del otro es una creación foránea de exigua implantación en Latinoamérica. El burgués peruano, indio de rasgos pero con el corazón norteamericano tras las solapas del traje gris, se define por elemento negativo, por la distancia que le separa de esa plebe abigarrada y rota, por esa armadura criolla del traje impecable, peinado meticuloso, zapatos lustrados diariamente por los limpiabotas de la Plaza de Armas.

La repugnancia que se siente en estos países es la que se experimenta ante algo putrefacto cubierto de una fachada barroca y estruendosamente llamativa, algo como la carne podrida con una vistosa guarnición. Más los países son pobres, desculturizados, ignorantes, más se emborrachan con clamores patrióticos, himnos, con un uso tan trompeteante de la palabra patria que llegan a creer los infelices que esa patria es suya. Ningún partido, orador, líder osaría hacer al hombre de la calle volver el rostro hacia la fuente de sus padecimientos, hacia sus propios hábitos de corrupción, desidia, inhibición, doblez, hacia la profunda falta de respeto por el bien y el servicio -y los servicios- públicos, por el abstracto ciudadano, por la persona, a la que es incapaz de considerar sino en función de su poder, cargo y dinero. Pero los líderes hacen a un público gustoso volver la cabeza siempre hacia afuera, hacia los enemigos exteriores, extranjeros, invasores, que ocupan, odiosos e invisibles, lo que podría ser su paraíso. Lenguaje de oropel, jirón de glorias. Un gran pastel de podredumbre cubierto de rosas de crema, boleros tangosos, inacabables melodías sobre un corazón que no es sino glorificados testículos.

Machu Picchu

Vuelta de Machu Picchu con la alegría del deber

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cumplido. Para verlo había que despegarse de la retina la multitud de pósters, fotografías, reproducciones; su verde gráfico se superpone a este verde, su majestuosidad a ésta.

La fortaleza de los incas, la no descubierta, la murmurada por indígenas confidentes de los españoles y que pasó a la Historia como Viracocha la Vieja, es una recóndita ciudad solar. ¿Cómo no adorar al Sol en estas alturas en las que el frío invade a mordiscos el terreno tomado por la sombra? El Templo del Sol. Más alto, en la cima del Huayna Picchu, el de la Luna. La losa de los sacrificios en forma de cóndor. La losa calendario del Inti Huata. Y un lenguaje de piedra que ha dormitado silencioso en el vertiginoso sueño de las alturas.

VIAJEROS: JULES Y MARIANNE

Jules y Marianne han venido a ver a los indios con una brava idea de sí mismos y los peligros que afrontan. La joven pareja se comenta uno al otro con entusiasmo en el tren, en el restaurante, en la calle:

-Tus padres no hubieran viajado así, Marianne.

-Tu familia no se metería nunca en un lugar semejante.

En el tren, se arrancan la cámara de las manos para fotografiar por el lado derecho, por el lado izquierdo, por el frente y por la cola. Fotografían apeadero, vendedora, vías, revisor. Excitados, intercambian múltiples direcciones con los compañeros de compartimento, maduran hacer en camión los tres días de trayecto por pista de tierra que separan Ayacucho de Cuzco.

-Queremos bajarnos en un verdadero poblado indio y quedarnos unos días.

Al final de la jornada, Marianne anota cuidadosamente en su diario que en las estaciones niños muy sucios vendían pasteles y frutas de aspecto más que dudoso.

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Veinticuatro horas más tarde, el grado de euforia ha descendido notablemente. A los azares del camión se prefiere esperar dos días más a que haya un autobús. En un pulcro restaurante, el camarero les propone cuy como especialidad de la región y, cuando explica que se trata de un animalito del tipo del ratón de indias, del hámster, la pareja palidece y encarga el décimo filete con patatas fritas del viaje.

Jules y Marianne continúan enviando a sus familias amplias crónicas de Indias, pero comienzan a evitar el encuentro con los viajeros a los que otrora hacían confidentes de audaces proyectos. Ya no tienen claro en absoluto lo de la estancia en un remoto poblado de indios auténticos. Finalmente, en Cuzco, reciben con manifiesta violencia los relatos de las alegres aventuras ajenas, improvisados medios de transporte, sabrosos menús.

La salud de Marianne se hallaba quebrantada por el soroche, el mal de altura, y el estilo suicida de los conductores de autobús. Jules esbozó un nuevo plan de viaje con empleo masivo del avión y reservas de hotel. Respiraron.

Los niños pasan y repasan, un enjambre gris y polvoriento, por los bares y restaurantes de Cuzco, vendiendo unos pocos cigarrillos y cerillas. Cuando se les ofrece, se abalanzan sobre los restos y vacían con avidez los platos. Un niño muy pequeño devora junto a la viajera con una mano los spaghetti; con la otra aprieta todo su caudal: dos plásticos, una cajetilla arrugada, cerillas y treinta céntimos.

-Dámelo mientras comes. Nadie te lo va a quitar.

Lo recoge de su puño y se le llenan los ojos de lágrimas ante su pobre haber. El niño cesa de comer y guarda, mezclados, en una bolsa de plástico los restos que quedan.

-Para mi hermano.

Otro más engulle un segundo plato que ella ya no ha

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podido tragar en absoluto, que se le atraviesa en la garganta mientras suma y se refleja en la calma y burlona mirada etílica del inglés de enfrente.

Y ante la miseria, su inmensidad y la absoluta impotencia, hay una reacción canalla, lúcidamente canalla, de supervivencia, de espumosa animación.

VIAJEROS: KEN

-Tengo treinta y dos años. Soy inglés, pero he vivido mucho en Estados Unidos. Otro pisco, por favor. ¿Poco peruano este ambiente? Para mí está bien. Me gustan los turistas. Llevo tres meses aquí y pienso quedarme hasta… ¿quién sabe? Con lo que gasto en una semana en Nueva York o Londres se vive en Perú un mes. Trabajo un poco, me vengo y me instalo. Por favor, ¿me trae otro pisco? Esta taberna es acogedora, del estilo de lo que se puede encontrar en un barrio londinense. No resulta muy peruana. Aquí me es fácil flotar, comer, dormir, sentarme o andar al sol. El caso es que el sistema está allí, allí de donde vengo, con la máquina preparada para engullirte en cuanto entres en sus dientes. Todavía no me han cogido. Ayer me dijeron que me defino por negativo y he sustituido el concepto cristiano del Mal por el concepto del Sistema, el perverso Sistema y nosotros inocentes ángeles sorteándolo, o picoteándolo. Otro pisco. El ambiente me gusta. Mira, aquél es un gigoló conocido. ¡Bueno! Ya empezó el número. Se pone a saludar en cuanto nota que le miran; le encanta la notoriedad. Como a ella, con su lunar pintado y su sombrero, pidiendo una tarta de frutas caliente todas las noches. Le encantaría comerse un pastel de plumas en público y adornar el pan con una cinta de raso morado. Chiquito, véndeme cerillas. No, no necesito cigarrillos, Quiero otro pisco sour, por favor. ¿Por qué no puede ser? Si se ha terminado el azúcar, me lo trae puro. Se está bien aquí; fácil vivir, fácil comer, diez veces más fá-

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cil que en Nueva York, con sol por las mañanas. Los hippies que venden cosas también se instalan a veces durante años. Me gusta el establecimiento; es una pecera de gentes de todo el mundo nadando en la música fuerte, vestidos de chalecos y ponchos fastuosos de bordados vivos, como reyes destronados. ¿Me quiere traer otro pisco? Estoy perfectamente bien. Hace una semana hicimos una excursión al valle de Ollantaytambo. Dentro de unos meses quizá pase a Brasil. ¿Vamos a otro sitio?

A la luz de la cara oculta de la Luna

«Hubo aquella generación de los sesenta, la de On the roads, los brotes de Kerouac, los colonizadores de nuevos territorios de dulzura. Llevan aún la melodía de Yesterday detrás de las solapas, un flequillo revoltoso bajo las sienes pronto grises, o marcharon con John Lennon por ilimitados y eternos campos de fresas.

«Después, vinimos nosotros. El mundo se había hecho pequeño y reconocible. Los Pink Floyd tocan La cara oculta de la Luna y toda nuestra alma está ahí. Es el otro lado, encima de este mundo. Nuestro viaje ya no se mide en la distancia. Estamos encerrados y sólo intentan numerarnos. Entonces únicamente queda el viaje interior, el viaje tántrico. La otra cara de la Luna es nuestro dominio, la siempre oculta, bañada ciertamente en extraños colores. Somos esa generación tránsfuga que riela en las callecitas de Madrid, Portobello, Cuzco; que deja un rastro de hermosuras perecederas, de metal barato y gasa india. Tras los hijos de las flores puedes pensar que vinieron los hijos de las mariposas.

«Ahora vente a Marcahuasi. Es el punto de encuentro, como ese mostrador central de los aeropuertos. En Marcahuasi están las cavernas-refugio donde se salvarán, muy pronto, los supervivientes del quinto ciclo humano actual, los abrigos que construyeron seres previ-

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sores de otros planetas. Entre tanto, allá esperan el champiñón y el peyote, la dulzura del ácido y un galope desenfrenado en el caballo. Nadie va a ningún lugar en Marcahuasi: todos se encuentran.

«La pulsera que trenzo es para ella, con un dibujo que es como su nombre porque no tiene conmigo un nombre exacto, y lo que se llamaría su nombre tampoco es suyo sino el que le colgaron en algún tiempo gentes lejanas. Mi pulsera tiene hebra y nudos, como la escritura de los indios, por las noches de amor y por las riñas, y las cuentas nacaradas de cierta constelación, y las rojas de una hoguera.

«Ella tiene veintiún años y hace tres que se abrió de algún sitio del norte. Es maravillosa cuando viajamos juntos. Tenemos todo el tiempo porque dentro de un día, de tres días, me despertaré y no estará a mi lado.»

«Somos los que saben que ya no queda ningún rincón posible, ninguno sino los otros lados de esa manzana enorme que llaman realidad. Hemos vuelto de Katmandú y de Ketama, nos hemos apeado del mundo antes de que se nos cayera encima. Y nos tendemos a la luz sin exigencias de la cara oculta de la Luna.”

De los paisajes, invariable y finalmente el definitivo es el del cielo, ese cielo que en la parte de abajo de las fotos aparece a veces cresteado por ramas de árbol, por el difuso colorido de una flor, por la sombra de una mano, por la línea de la baranda y los picos de una hoja de palmera. El cielo personal, cambiante, de cada sitio, sus nubes de la estación y su desarrollo de las horas. Hacia él se va, como hacia el mar, el espíritu del ser libre, en él se acomoda, no sometido a las limitaciones y a las formas, al martirio de las edades, las apariencias y los sexos. Por altos peldaños, de Lima a Huancayo, de Huancayo a Cuzco, de Cuzco a Puno, hasta la cercanía con ese tembloroso azul eléctrico cuya gran soledad ofrece toda la compañía del mundo.

No existo, no valgo sino cuando estoy delante y ape-

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ñas. Fui a correos y barajé un mazo de cartas de nombres extranjeros en la llamativa provocación de la soledad. Yo no estoy viajando. La mochila me lleva a través de kilómetros. Hay un espacio circular en el cual me muevo, instantáneas zonas de bienestar que atravieso, las frías noches consteladas en las que vuelvo sola y cargada. Hay momentos, sólo instantes, de ternura, en que me materializo bajo una mirada y una mano, para desaparecer después, porque yo no existo para nadie más de veinticuatro horas.

Indios, viajeros, ladrones, propietarios de tiendas de ultramarinos, militares que sueñan con tanques, hidalgos que soñaron con oro y con gloria, visitantes que sueñan con vídeos, intelectuales que sueñan con ellos mismos, mujeres de grava y temperamento sin rostro y sin historia. Todos presentes. Todos reales.

Las mujeres solas de Perú

El tren la lleva, a medias sumergida en un dolor de oídos y garganta que ya la tiene dos noches sucesivas con poco y mal sueño.

En las numerosas paradas, las indias trotan a ras de los vagones con un correr de burritos, haciendo saltar en la espalda inclinada el bulto con el bebé y los fardos sujetos a los hombros por la manta rayada. En perspectiva, el Perú parece un enjambre de mujercitas afanosas, vivas, matriarcales, duramente trabajadas, correteando entre hombres extáticos y corroídos por el alcohol; las faldas a la altura de la rodilla descubriendo unas flacas piernas, el sombrero oficinista sobre las trenzas ásperas, el lomo curvado. Un disfraz nacional.

En hoteles perdidos de las innumerables Macondo y Santa María de provincia, regentan el local triadas femeninas; abuela, hija, nieta, biznieta, primas, bebés. A veces van vestidas con los colores vivos de las indias, a

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veces con silenciosos trajes negros y una vieja permanente renovada cada año. De la trastienda surge una matrona nervuda con la blusa arremangada. Detrás de ella dos figuras de moño atildado cosen alrededor de una camilla.

En un hotel de Barranca, tan discreto que se diría prefiere no tener clientes, flota, con su hermana, una vieja angelical, de pelo blanco y espalda recta, que ha ido cubriendo las paredes de salón y corredores de pinturas naif en los más tiernos colores del mundo, murales de palomas rosas y terrazas blancas contra cielos verdes. Alguna fotografía de boda o de entierro revela el paso de un varón por la casa, y se le imagina solícitamente conservado en alcanfor bajo una campana de cristal, en aceite, o metido en una capillita, como las sagradas imágenes.

Su reino es una dura, refregada casa de muñecas. Su dominio no llega más allá del umbral de la finca y del patio. Y es un virreinato tan oscuro y trabajoso que resulta difícilmente disputable. En torno a esas pequeñas islas matriarcales se extiende el dominio del patriarca: la calle, la taberna, la alcaldía, el cuartel, los caminos, el burdel, los periódicos. Ellas salen de caza menor y recolección: la paga a la salida de la fábrica, cada sábado, antes de que se funda en vino, el cambalache del mercado, el regateo con los santos en la iglesia, empeñadas en reproducir y conservar la vida en un medio que probablemente la considera un fútil don de la inercia.

El Valle Sagrado de los Incas

El Valle del Urubamba, contemplado desde las ruinas incas de Ollantaytambo, es una pintura china, de socialismo ingenuo, una completa lección de geografía humana: al fondo, la nieve en los picos de más de cinco mil metros, las montañas con su perfil nuevo y fresco, el va-

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lie en una fina lámina lisa y cuadriculada de amarillo, blanco, verde. Las paredes abruptas de la montaña están horadadas de grutas como grandes palomares abandonados.

Las parejas del tren. Una sonrisa, un brazo por los hombros. Me siento vieja -en este país me han preguntado ya más veces la edad en quince días que en España en quince años.

El viaje continúa su paso interior, cíclico e inmóvil. La ciudad -en esta ocasión Puno, la fría población del norte, acodada al lago Titicaca- se va sumergiendo en el delirio alcohólico de los tres días feriados, días de color y olor de cerveza.

Perú, el tradicional mendigo sentado en un montón de oro, el pariente pobre e indio del cono sur. Acaba de transferirse el poder, después de largos años de mando militar, al presidente Belaúnde Terry con ocasión de las bulliciosas fiestas patrias. Belaúnde ya ha estado en la presidencia hace años, es conocido, pertenece a esa alta burguesía que, sin ser ultraderechista, tampoco emprenderá jamás un cambio social, una medida revolucionaria. Su partido es Acción Popular, un equivalente a Coalición Democrática. En Puno, el día de la investidura, hemos visto un espectáculo que vale por diez libros de política: suena música en la calle. Precedido de inestables y amistosos borrachos, un grupo agita, saltando y bailando, una bandera del Perú. Señoras de peluquería, tacones y traje endomingado; señores con corbata y acicalado perfume de empleados de banco. Tras ellos, algunos tocando quenas y charangas. Pasan dando saltitos, con su bandera y su inconfundible aire de derechas, de lo que sería Alianza Popular en España. Y sabemos sin lugar a dudas quién ha ganado estas elecciones en Perú, 1980.

Taquile, una gran isla desde hace pocos años visitada por los viajeros, que llegan en barca y se alojan por

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una o varias noches. A tres mil ochocientos setenta metros de altura en el Titicaca, todo es igual y todo es distinto, los perfiles de piedras y hojas tienen un relieve especial, el aire átomos diferentes.

Los indígenas de Taquile se lo hacen extremadamente bien; en su buena forma física y agradable ambiente sin miseria se refleja el comunismo peculiar de esta isla: de cada uno según su trabajo; a cada familia según sus necesidades. La tierra se elabora en común. Un comité acoge a los turistas que desembarcan y los distribuye en chozas limpias. Los hombres tejen continuamente gorros de lana fina con dibujos que cuentan la historia y la situación de su propietario, si es soltero o casado, dónde vive. Un alfabeto de hilos de colores.

Sobre la puna, la llanura plana y alta a ras del cielo, descienden fantásticas noches estrelladas. Adaptándose a estas latitudes, el indio del Titicaca ha desarrollado un volumen de caja torácica mayor y más glóbulos rojos.

En el puerto de Puno, el turista es seducido por barqueros que ofrecen un paseo por las islas de los uros. La tribu uro, que vivía desde siglos en las islas flotantes, fue diezmándose y el último representante murió hace años. Los falsos uros actuales son indios aymara que llegan probablemente a la isla media hora antes que el turista para fichar y ponerse la ropa salvaje de trabajo.

La ciudad misma, sin ninguna belleza particular, tiene la naturalidad que falta a Cuzco, y su vistoso mercado de tejidos de lana supera al de aquél en variedad y buenos precios.

Fui a correos. La respuesta es obvia.

Me muevo entre gente de diez años menos que yo. Advierto que ya he pasado sutilmente sobre la línea más allá de la cual los hombres jóvenes no me advierten. Miro a ellos, ellos que no tienen edad y se pasean sin asomo de complejo.

«Mi nombre es Nadie», dijo Ulises.

Soy nadie, como Ulises. Vivo de momentos prestados,

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de imágenes furtivas ,de amistades ajenas. En este viaje, no creo haber estado ni un día sola y, sin embargo, qué soledad al reflejarse en ella los enamorados y los verdaderos amigos.

Calibro mi lejanía por la caliente proximidad que los otros se guardan. Su soledad jugosa es la de la compañía que se percibe, invisible y presente.

Perú. Ni diarios de viaje, ni fotografías ni apenas recuerdos. No busco ya sino salir, en vano, de una profunda espiral de humillación y sed.

Tal vez volvería, si hubiera dónde volver. Estoy cerca del ecuador de mi viaje y lo siento como acabado. Me llena la fatiga de pagar tantos precios, de siempre pagar precios, y además de hacerme una filosofía consoladora.

Gente… El factor humano… Desolador. Las impresiones, las expresiones sobre la obtusa mente y escasas luces que se observan en los habitantes del país sólo se ven, en el viajero, contenidas por una mole de autocensura que le llama racista. En este sentido, consuela leer la ecuánime crítica con que Mariátegui reprocha a los suyos la pasividad, desidia e ineficacia. La cruda realidad es que se ve evolucionar a gentes de un subdesarrollo indudable, de una agilidad mental nula, de una pasividad temerosa y espesa. Lo que en España juzgamos como derecha claramente reaccionaria y cacicuna, aquí, por lo de en tierra de ciegos, pasa por burguesía ilustrada. Los aires más patrioteros, militares, de indudable sabor decimonónico y dictatorial, son la salsa cotidiana que esconde la pobreza del guiso. Las preguntas más simples, más clarificadas, tropiezan con unos ojos y una boca absortos, con unas dilatadas fosas nasales que parecen sorber y expulsar sin digerir la pregunta. Esquemas, queridos esquemas de los sesenta, mullido patio de butacas para la lucha entre oprimidos y villanos, mazdeísmo acogedor entre el Imperialismo abocado a término y Un Mundo Nuevo, mazdeísmo sin Historia y

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menos Geografía aun, barrido por las noticias, por la experiencia y por los viajes, hasta dejar desnudas las vetas de la realidad, que, como las rocas, no sabe nada de morales, y las vetas de la mala conciencia.

La vieja impresión conocida: estar -justo estar- con un grupo ocasional al que en realidad percibes que no les caes bien, que les pareces torpe e inoportuna, que tus zonas, opacas, tu cansancio, no son borrados por la simpatía sino subrayados por las diferencias. Y te sabes infinitamente más vieja que tus años, realmente vieja, mientras que te sentías confortablemente igual con Karen, una adolescente (pero ¡qué cultura y real madurez!) de diecisiete.

Veo en estos catalanes, gallegos, en este navarro casi caníbal de puro voraz, egoístamente vital, las mareas de ese plástico que segrega la juventud, egocéntrico, ávido, inocente y temperadamente cruel, que sí abomino. Román llega directamente de los sanfermines, con la siempre sorprendente impermeabilidad de sus esquemas ibéricos de cultura de campanario y remanente desfasado de caza de suecas. Román se siente algo defraudado ante la facilidad reidora de Gabrielle, la austríaca lista y encantadora que sube a su habitación con la mayor alegría del mundo. Le gusta este chico moreno. Con un deje hastiado. Román añora el juego bursátil de la sexualidad española, y se declara incluso ahíto de Gabrielle, que está muy lejos de pasar sus horas pendiente de él.

Siempre he sabido con una gran claridad que hay esa gente a la que se ofrecen rosas y anillos de plata y turquesas, y que hay los que no tendremos sino el anillo que nos compramos y el instante barato y fugaz de ternura cedida como quien pasa la mano por el lomo de un perro. Solamente hubiera querido sentirme menos humillada. Tanto luchar para ser persona, y ni siquiera lograr esto.

Ahora es el regreso a la Nada, a esa incierta región, a esa partida sin origen.

Al

 

En el tren oscuro el revisor pide que hagan sitio para una muchacha que no se encuentra bien y lleva un bebé. Su mal es una crisis de llanto convulso. Con la cabeza inclinada sobre el niño y un hato, llora durante ho­ras con sollozos que se hacen menos estruendosos por el calmante que alguien le ha dado, pero que no cesan.

-¿Qué te pasó? -pregunta la vecina-. ¿Reñiste con tu marido?

-Sí. Me pegó y me echó de la casa así, con la niña y sin dinero ni ropa.

-¿Qué vas a hacer?

-Empalmar en Juliaca con otro tren para casa de mis padres.

-Mujer, ellos te ayudarán

-Ni saben que tengo niño. Sólo hace dos años que estoy con este hombre.

-¿Estabais casados?

-No.

-Entonces es peor. ¿Qué vas a hacer para vivir?

-Qué se. Yo tenía un buen trabajo en la maternidad de un hospital. El me obligó a dejarlo por celos. Si pudiera volver a mi trabajo…

-Anímese -tercia otro-. Le queda toda la vida por delante. ¿Qué años tiene usted?

-Diecisiete.

El revisor le pide su billete. Por toda respuesta la muchacha alza los ojos enrojecidos. Ante esta Pietá, el empleado inclina varias veces la cabeza, musitando:

-No se puede. No se puede.

Pero la deja y pasa a otro compartimento. Rueda el tren despacio, inacabable, deteniéndose en las estaciones, deteniéndose en pleno campo. El bebé se mantiene tranquilo. La madre llora sin sollozos y sin descanso.

-¡Qué bueno es su niño! ¿Qué edad tiene?

-Un año.

-No habrá más, claro.

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-Estoy embarazada de tres meses.

-Pero puede abortar.

-Sí querría, pero ¿dónde voy yo? Los médicos cuestan.

-¿No dice que trabajó en un hospital? Sin duda hay forma de que la atiendan. No puede cargar ahora con otro hijo.

El pequeño rostro aniñado, con la barbilla hincada en el pecho, los hombros hundidos, es la imagen, misma de la culpabilidad, culpable de que la hayan echado a golpes de su casa, de llevar un niño y un fardo en lugar de dinero, de que el hombre no la haya guardado y mantenido; culpable de estar embarazada de nuevo. Por eso no se atreve a alzar la vista.

Con las provisiones que algunos le han dado y un billete de cien soles deslizado en su mano por la vecina, se va a buscar el siguiente tren.

Arequipa

El convento de San Francisco es una de las llaves de esta blanca ciudad de terrazas y domos tallados en piedra volcánica. Al fondo, la cúpula señera del volcán Misti, ligeramente sazonada de nieve. Al pie, estos extraños, cubistas, conventos-fortaleza, tan escapados del tiempo y de la ciudad rufián, estrepitosa y mezclada que vive en su entorno. Aquí es la flor de Pascua y la chumbera, el ruido franciscano de una escoba barriendo el patio y el cielo levemente brumoso y cegador. Aquí son las sombras de los pájaros y la de los brazos abiertos de par en par de la estatua de San Francisco de Asis, diciendo: «¡Señor, que no pida ser amado sino amar!»

Aquí está el fantástico monasterio de Santa Catalina, con sus volúmenes de Mondrián, su luz y sus patios añil, amarillo, naranja. De este lujoso convento no salían las nobles sino fingiéndose, como sor Dominga, la

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tía de Flora Tristán, muertas.

El lugar de «Sí, quedaos», que al parecer significa Arequipa en quechua, podría ser un remanso para el viajero si no existiese la enorme delincuencia ratera de Perú, la continua y obligada vigilancia de las pertenencias, el inevitable escapulario, que todo turista lleva sobre el pecho o apretado contra el estómago, de pasaporte, dinero, billete de avión.

En la plaza de San Francisco llueven de los árboles flores azules, se da cita una pareja de enamorados, discuten en voz muy alta dos viejos sobre alquileres, medias suelas, remiendos de chaquetas, calzoncillos. Los viajeros escriben al sol. Dos niños semejantes a esos miles de niños grises de polvo, avispados y obtusos, encanallados y con grandes sonrisas de ángeles, se revuelcan por el césped. Una india descansa con su guagua a la espalda envuelta en una manta roja y azul. Un inválido sonríe estúpida y continuamente al grupo de turistas.

VIAJEROS: DANNY

-Estoy de copas desde las once de la mañana. No hay para menos. Me vuelvo a Irlanda. Por un tiempo, claro. Es lo práctico de tener un oficio. Trabajo de carpintero seis meses y despego otra vez. Lo hice en Estado Unidos y en Alemania. Mi dirección, aquí tenéis todos mi dirección. ¿Frío esta noche? No. Si hubierais estado como yo dos meses en Alaska, viviendo con los esquimales… Muy interesante. El gran problema es la rabia, por los perros. Tienen que estar continuamente con la ampolla de antirrábica lista. He ido bajando. ¡Ah, California! Aquello es algo. El próximo salto será en la otra dirección: Extremo Oriente.

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El divino repuesto

Por la mañana, corrió sofocada cinco agencias intentando obtener un billete para ir a Nazca al día siguiente, sin resultado. Observó que había diferencias en la forma de atender según eran hembras o varones los clientes. Pidió por la tarde que la acompañara un catalán de los del grupo. Se quedó escondida en la puerta de la agencia. A él le dijeron que sí. De esta manera obtuvo su pasaje y una considerable acidez en la boca.

El autobús que tomó en Arequipa -buena compañía, confortable aspecto- se ha escacharrado, como es de regla en todos los medios de transporte peruanos, al filo de la medianoche. El vehículo es un conjunto histórico-artístico de latas ensambladas en un fino trabajo de zurcido. Se supone sin embargo que ha tomado la mejor compañía, con aerodinámica imagen publicitaria. Evita la empresa «Morales Moralitos», a la que el número de vehículos caídos en la cuneta y los fallos han deformado el nombre en «Mortales Moralitos».

El conductor se mueve en una capilla ambulante: candilejas, Corazón de Jesús, Vírgenes. El número de imágenes es proporcional a la falta de piezas de repuesto. Filosóficamente alegres, conductor y auxiliar descienden.

-¿Es grande la avería?

-Pchss… Hay que tener fe y esperanza en Dios.

Magnífica escena: el freno de las ruedas traseras del lado izquierdo aparece en pedazos, el metal como una cáscara de huevo machacada, señal de que no había sido revisado jamás. Junto a tres ruedas y una pila de piezas desmontadas, uno de los mecánicos, tan sonriente y optimista como sumido en la más completa ignorancia, va mendigando un clavo. Otro pide, seriamente, una lima de uñas y un hilito para cierta misteriosa reparación con más visos de conjuro que de mecánica. Más allá dos se preguntan, iniciando la colocación de las ruedas

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sin frenos, para qué lado se ajustan los tornillos.

Cuando, finalmente, deciden arreglarlo a base de extirpar piezas a las demás ruedas y hasta utilizar los clavos de la carrocería, les preguntan:

-Y ¿creen que así llegaremos?

-Mire, con la ayuda del cielo…

Un norteamericano toca la quena. Cuando ella está con los ojos cerrados en el interior se da cuenta de que algo ocurre. ¡Abajo los de Nazca! En la oscuridad, siguiendo a los demás, saca su mochila de un autobús para ponerla en el que acaba de llegar. Y en ese modelo, confortable pero con un espantoso olor a orines rezumando de los asientos, llega a Nazca y toma la avioneta de seis plazas que es uno de los motivos de su viaje.

VIAJEROS: JIM

-Hay una enorme carga de energía aquí.

Jim alza los ojos a la ventanilla del autocar por la que desfilan las estrellas.

-Me interesan muy especialmente los lugares magnéticos, como, en India, Nepal, Cachemira. Esta vez llevo sólo año y medio viajando. Anteriormente cuatro años, y la próxima todavía no lo sé. Ahora vuelvo a mi casa de Florida.

Alguien aprende a tocar la quena en el fondo del autobús.

-He encontrado viajeros increíbles: un griego que recorría México a pie, un oficinista que decidió encerrarse en un monasterio de lamas en el Tíbet… Cada país tiene algo especial, una sorpresa en el pueblo más inesperado. Luego hay sus mujeres. Las de Filipinas son exquisitas, las de Tailandia os miman como a un niño. Pero las mejores son las de Santo Domingo. Hay para todos los gustos, amarillas, blancas, mulatas, mestizas de chino e india… No hay mujeres como ellas. El primer

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día te cobran cincuenta dólares, el segundo veinticinco, el tercero diez y el cuarto nada.

Con unas manos pequeñas y perfectas, locuaces como él mismo, Jim pela y ofrece frutas.

-Conozco España de pasada. Estuve dos meses en Mallorca. Fuimos a un retiro con el Gurú Maharashi. No vi sino la piscina y el restaurante del hotel, un magnífico hotel por cierto del cual no salimos. Ya no sigo con el Gurú. Maharashi mismo nos dijo que no debíamos tener guía alguno. ¡Qué estrellas! ¿Un aguacate?

-Llegaremos temprano. En cuanto deje las cosas en un hostal, me iré al mercado, los adoro y no hay sitio en que se coma mejor. En México viví un tiempo con una muchacha de allí. Ella salía a comprar y preparaba comidas maravillosas. ¡Hay tantas cosas que probar, tantas que ver…!

¿Quién hubiera adivinado en este hombre magro, pequeño, de pelo y barba oscuros, los cincuenta y tantos años que tenía? Tal vez estaban allí, en el fondo de sus ojos alerta. Por lo demás, viajaba con un cuerpo de treinta y algo. A Jim se le perdonaban sus vetas de ingenuidad misticista, su degustación golosa de la fruta del mundo, por la vitalidad y la curiosidad que derrochaba. Era además uno de los pocos norteamericanos que se alimentaba cómo y dónde la gente del país.

-Mi madre era judía. Mi padre italiano. Yo hace tiempo que soy de todas partes.

Estamos llegando. A unos veinte kilómetros de aquí hay un lugar que quiero visitar, unos grabados que reproducen países de otro planeta. ¿Un trozo de palta?

Nazca

El amanecer revela, en efecto, otro planeta, un lugar en el que los marcianos debieron de sentirse como en casa: el cielo azul con su luna pálida y un desierto rojizo

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surcado de canales. Con la rapidez de la evidencia, se comienza a creer la versión de la zona de aterrizaje extraterrestre. Porque el lugar está tan lejos de nuestra Tierra…

La avioneta planea mansamente en el aire cálido. La carretera panamericana corta con su asfalto la pampa y su red de pistas, secciona algunos dibujos. En el desierto de Nazca hay dos tipos de geoglifos bien diferenciados grabados profunda y anchamente en la tierra: animales estilizados gigantescos y simétricamente dibujados de un trazo (el colibrí, el perro, el salmón, el pulpo, una ballena con aspecto poco serio, un cóndor inmenso, sobre las rocas una extraña figura de ojos globulosos bautizada «El Extraterrestre»), y una serie de redes superpuestas de claras pistas de aterrizaje, especie de paralelos y meridianos perfectamente rectilíneos, absolutamente nítidos, que se pierden en el horizonte. No se trata sólo de líneas; los trazos se ensanchan en bandas rectangulares, romboidales, perfectas plataformas.

Protegido por la ausencia de lluvias y el blando colchón de aire caliente, el trazado ha conservado su distinta blancura. Desde el aire, nada enmascara la geométrica ingeniería del trabajo.

Hay algo, indudablemente, de frontera, en la zona de Perú, y una de las puertas de esa frontera estuvo en Nazca.

«Dicen, sin esto, otra cosa estos indios: que oyeron a sus pasados que un tiempo remanescieron mucha multitud de demonios por aquella parte, los cuales hicieron mucho daño en los naturales, espantándolos con sus vistas; y que estando así, parecieron en el cielo cinco soles, los cuales con su resplandor y vista tumbaron tanto a los demonios, que desaparecieron dando grandes aullidos y gemidos; y el demonio Guaribilca, que estaba en este lugar de suso dicho, nunca más fué visto, y que todo el sitio donde él estaba fué quemado y abrasado; y como los ingas reinaron en esta tierra y señorearon este valle,

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aunque por ellos fué mandado edificar en él templo del sol…».

(Pedro de Cieza de León: La Crónica del Perú.)

Desde la Plaza de Armas

Los hombres son machistas, es cierto. Ella compara con España. La mujer se encuentra aquí todavía sumergida en el esquema patriarcal que estuvo allá en vigor en los cincuenta. Pasan de la dependencia del padre a la del marido, no viajan solas sino por desplazamiento obligado, la virginidad se cotiza y se invierte. Pero, con todo, es un machismo mucho más caballeroso que la imposición de presencia y la insistencia estúpida de los latinos europeos. Los peruanos no molestan. Dicen un piropo, pagan una consumición sin que la invitada lo advierta y sin exigirle que converse.

Han viajado, la muchacha francesa y ella, en dos camiones sucesivos, en plena noche, por el despoblado de los Andes, y han sido objeto de un trato de educación exquisita. El machismo, sin embargo, está ahí, la avidez ahí está, pero hay unas reglas del juego funcionando, y parece como si la mujer fuera rigurosamente tratada según ella se comporta y tuviera una parcela de respeto asegurado siempre y cuando no traspase los límites -estrechos- de su doméstico territorio.

Esto piensa viendo evolucionar sin fundirse, en la plaza de Armas, grupos de hombres y de mujeres, herencia de la tradicional división social española de los sexos y del sumiso estatus femenino de las sociedades precolombinas. Unos muchachos de quince años -bicicletas relucientes, jeans a la moda, camiseta americana-se hacen lustrar las botas, sin apearse, por un chavalito al que regatean luego diez céntimos. Los parámetros sociales, europeos, de amplias clases medias y poderosos islotes burgueses de profesiones liberales, se descoyun-

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tan en Latinoamérica. Esto es un Estado de patrones rodeados de gente temerosa, desesperada en ocasiones pasiva y reconcentrada con frecuencia. Perú parece haber acumulado los defectos de países socialistas y países capitalistas, sin alcanzar por ello los logros ni de unos ni de otros. Huelgas corporativistas, desordenadas, egoís-tamente torpes; una policía omnipresente que abruma de trámites, controles y fórmulas; un sistema teatralmente parlamentario, de caciques castelarinos que sueltan de cuando en cuando la espita de una verborrea campanuda, arcaica e incomprensible. Largas colas a todos los niveles, lentitud burocrática digna competidora de los países del este. Burocratización sin mejoras socia­les. Capitalismos sin creación de trabajo ni provecho. Una tasa de delincuencia tan alta como la de ineficacia. Insolidaridad y apatía.

Como los huesos de estas momias paracas coronadas de una espesa madeja de cabello humano, la miseria aflora agujereando la piel cetrina del país. El viajero lo ve y sueña con revoluciones. Ellos mismos no se sabe si sueñan. Unos pocos acumulan grasa, en la panza, en la papada, en los flancos. Otros se endurecen, crían fibra vegetal, estólida carne de cactus aislada y dura.

Las civilizaciones americanas siguieron un movimiento cíclico de noria. Desconocedoras de la escritura y de la rueda, surgieron y se hundieron confundiéndose de nuevo con la tierra, sin pasado ni futuro. Chavines, paracas, nazqueños, tiahuanacos, huaris, chimús, incas, hasta que doscientos españoles quebraron la rueda.

Físicamente, salvo excepciones, no son bellos y recuerdan a cerámicas mal confeccionadas; cuerpos espesos, rectangulares, sin cintura; hombros y mandíbulas anchos, cuello y ojos estrechos, boca y orejas grandes, gruesos orificios nasales. Mejora a otros el predominante perfil inca, con altivez de pájaro.

Atardece en la plaza de Armas, esta vez de un pueblo de la costa. Hay criaturas que parecen reproducirse

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ante nuestra vista, desprenderse de los vientres de las embarazadas, que se abren para dejarles caer y en los que inmediatamente germina un niño nuevo. Se multiplican los pájaros y su estruendo, las tiendas abiertas hasta plena noche. Los fotógrafos cambian de sitio una máquina prehistórica y un enjaezado y brillante caballo de cartón. Los autocares de la tarde van pintados con colores de dragón chino. Las muchachas, vestidas con un esmerado intento de elegancia provinciana, salen al paseo.

Cotidianamente se ve a la mujer, a la hija, conducir al marido y al padre, completamente borracho, hacia la casa. El viernes es la noche de los hombres; el sábado y el domingo la liquidación de los restos de la paga. Con los céntimos que milagrosamente resten en el fondo del pantalón se comerá durante la semana arroz y papas. De cuando en cuando habrá la gran fiesta de varios días y hombres y mujeres desfilarán al son de una música repetitiva, golpeando el suelo con los pies. Desfilarán con ojos muertos y repetirán el trotecillo y el zapateo, el baile del pañuelo y el salto, hasta caer empapados de alcohol de caña. Al día siguiente, las cunetas estarán tapizadas de cientos de cuerpos que van resucitando a lo largo del día y se arrastran, o son llevados, a sus chozas. Nada tan triste como la fiesta del alcohol, este intento de alegría colectiva, de caída a pico en la embriaguez y en el olvido.

Hay al menos aquí, a esta distancia, en otro hemisferio por tantas olas separado, algo perfectamente reconocible: ese algo que marca a las clases sociales, a los rapaces y a los esquilmados, esa mirada paciente, sufrida pero no ignorante, esos hombres inclinados hacia el suelo, esas manos como raíces. Hay esa imposibilidad de expresar su propia miseria. Surge el brillante hijo de familia, luna reflejada del sol estadounidense. Se teme al depredador urbano y al fornido coleóptero que amasa sobre una pendiente de curvadas espaldas su fortuna, se

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huye del lumpen y de los mormones testigos de un Jehová repleto de divisas, puras camisas blancas y ese corte de pelo dos centímetros que hace erizar el propio. La política de Estados Unidos ha envenenado de odio racista contra el blanco á los pueblos latinoamericanos. Es además muy fácil a muchos de sus gobiernos ser en lo privad, esperar su señal -como se dice del caso de Paraguay- para tocar las reservas petrolíferas y, en la fachada, inflar los excitantes nacionalistas, emborrachar de palabrería y enseñar el desprecio al gringo.

La palabra «gringo» en Perú no es, como en otros lugares, insultante, sino un simple y usual apelativo que equivale a extranjero. Es difícil escapar al ser gringo porque el tipo racial es sumamente definido. Las vasijas preincaicas del museo, de esos exquisitos museos de Lima, nos devuelven las imágenes que hemos visto al pasar por la calle, el rostro del vecino de asiento en el autobús. Preservadas por su concha andina, estas poblaciones que fluyeron desde hace unos cuarenta mil años, provenientes de Asia, a través del estrecho de Bering, y alcanzaron quizás hacia el diez mil antes de Cristo el cono sur, mantienen una virginidad étnica sorprendente. La costa es otro mundo. Allí se han mezclado los emigrantes chinos, japoneses, negros, probablemente también antiguas emigraciones polinesias.

Si se aparta la hojarasca de los Padres de la Patria y la brillante conversación amanerada de sus, digamos, ejecutivos, si se deja a un lado a ellos y a su desprecio por el indio -que, por cierto, también físicamente son-, uno se mete en el humor lento y agradable de la gente sencilla, descubre, en este país de robos, la honradez de una vendedora de buñuelos que nos llama para devolver unos céntimos, la hospitalidad afín a la que puede encontrarse en un pueblo de España. Es sumamente fácil ver en «el serranito», el campesino de la montaña, el ser embrutecido por la soledad, la dureza y el alcohol. La

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endeble y escasa clase media los mira como a un enemigo natural. Con la violencia de la miseria, la ley de la selva es rápidamente digerida. Su fruto sería la expresión de esa viuda limeña de clase media-baja, cuando dice: «Los peruanos lo que necesitan son tanques, tanques.»

Ha sido magnífico venir a Perú y encontrarse aquí, en la televisión, a nuestro bien trajeado presidente, con ese aire suyo de tahúr venido a más, de muchachito de familia decidido a medrar, tan en casa con Belaúnde Terry, con los grandes y los medianos de la Tierra. Nuestro presidente ha declarado sus simpatías hacia el gobierno saliente; unas declaraciones que complacerían ciertamente a un ministro del Movimiento.

El Pacífico

Llegó al otro lado. Las grandes playas del Pacífico eran espesas de marisco, pescado y algas, azotaban el rostro con su olor y con la blancura de sus olas frías, y estaban cubiertas de millones de conchas, rosas y circulares como pezones.

Entonces supo de nuevo, como en los altos caminos de Burgos, que se había roto el pacto, que el puente entre ella y las cosas estaba cortado o destruido, quién sabe.

Faltan sólo veinte años. Hay un yo mío esperándome al final de las últimas playas, donde no existe la competencia y nada viene a juzgarme, y a nada deseo y ya a nadie inspiro apetito ni curiosidad; un yo íntimamente mezclado con el agua, que escribe sin angustia con limpia tinta en páginas blancas. Mi letra tirante, por la que se ha ido descolgando mi vida, se desanuda, pierde su tensión.

Faltan sólo veinte años. Nadie mirará ya de soslayo mi rezagado andar, quizás ni yo misma. Probablemente el color será como este nácar carcomido que reluce a pinceladas en las conchas.

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Las Galápagos de los pobres

La costa de Pisco -península de Paracas, Chincha, San Andrés- está llena de islas, cubierta de animales: focas, lobos de mar, albatros, patos, pingüinos, gaviotas. En una barca cuyo piloto se pasa buena parte del viaje tirado en el fondo, tras confiar el timón a un viajero, digiriendo la resaca de la noche anterior, se llega a las islas Ballesta y Chincha, reserva de animales marinos a la que está prohibido acostar. Una tortuga enorme nada majestuosamente en mar abierto. Pandillas de focas se ponen junto a la embarcación, cotillean a los tripulantes con una casi risa, la cabeza enhiesta y los bigotes hirsutos. Las rocas están tapizadas de guano y especies que juegan, duermen, se pelean y se zambullen.

La costa sur es un lugar en el que alternan páramos de desolada belleza, focos históricos y centros medulares económicos, porque Perú figura en cabeza de la industria pesquera y sus derivados gracias a la fría corriente de Humboldt. El desierto costeño está tachonado de oasis de arroz, algodón y maíz, zonas fértiles roídas por un proceso secular de desertización. Antes de Cristo, floreció en la península de Paracas una cultura exquisita que envolvía a sus momias en metros de tejidos de motivos perfectos en la forma y deslumbrantes en el color y era experta en todas las tramas del encaje. En torno al fardo del muerto, su ajuar de cerámica, conchas engarzadas en oro, bronce y hueso. Los cráneos muestran la caja deformada, alargada y estrechada por presión como signo de jerarquía social, agujereada en ocasiones por una trepanación.

Pisco ciudad no ofrece al visitante monumento alguno pero sí el atractivo de un pueblo peruano grande y vivo, económicamente activo y al que, a fin de cuentas, no falta el modesto haber de su plaza de armas, siempre acogedora, un museo diminuto, un delicioso chifa -el restaurante chino- y el pulpo, la tortuga, la corvina y los mariscos que alegran la mesa de los quioscos de la playa.

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II

Y las pasiones… Se encuentran, se viven… ¡Qué daño, qué daño hacen!

Giséle, una viajera francesa

 

 

 

Hay algo pendular en la manera de repetirse mi vida. No estoy avanzando, apenas me muevo; me atraviesan situaciones similares en las que reacciono igual. ¿He amado a alguien alguna vez? ¿Puedo distinguir el rostro de este alemán, de Daniel, con el que llevo seis días viviendo esas pasiones rojas de luna de miel, lo puedo distinguir del de René? ¿Son ambos, fueron y serán todos, simplemente el reflejo de mi propia necesidad?

Fue un conocido norteamericano común, un saludo alegre de ojos azules como un verano, una barba rubia hirsuta. Vino el fácil lenguaje de dos personas que se van llenando de energías contrarias, la salida en grupo, los restaurantes.

Por la tarde se encontraron solos, camino de la playa. De una observación sobre el racismo antisemita, antiindio, antialemán, de una conversación sobre política, vino el abrazo.

-También tú me hablas de Alemania como de un lugar ordenancista y horrible, un país que no quieres ni pisar. ¿Sabes que en algunos sitios me han saludado levantando la mano, diciéndome «Heil Hitler»?

-¡Pero eso es un horror!

-Claro que es un horror.

Y luego:

-Perdóname si parezco brusco. En tanto tiempo de vagar solo por Sudamérica, he perdido la costumbre de la ternura.

Ella pensó que la abrazaba porque hacía seis meses que no había salido con una mujer.

El Pacífico está vivo, es musculoso y enorme, masca conchas y recibe al sol, que muere rojizo en su brisa fría. En la playa se cubrieron de saliva y de arena.

A él le faltaban trece días para regresar. Ella subía

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hacia el norte. Ya no se separaron. Aterrizaron en un pueblecito de la costa sur de Lima. Cerro Azul es un grupo de casas algunas de las cuales se transforman por la noche en tiendas de ultramarinos y utensilios de pesca. Tiene un hotel lindo pero cerrado, con los misteriosos signos de vida de cuatro luces. Al lado se instalaron en una inmensa casa semiderruida, hotel a su forma. Compraron velas para alumbrar la habitación, y una botella de vino, colocaron sobre el jergón raso y la sábana los sacos de dormir, llenaron la jofaina con agua del pozo, comieron pescado, arroz y judías un día tras otro. E hicieron el amor, hicieron la ternura recreándola, como si jamás hubiera existido, como si nunca un hombre se hubiera retardado suavemente sobre el cuerpo de una mujer. La primera noche la ha empleado toda en acariciarla, deshacer su timidez, su extraño miedo. Ella se acostó con el suéter de lana de vicuña marrón y los vaqueros, y le abrazó con cierta desesperación de huida. Poco a poco la fue desnudando y se sorprendió de un cuerpo menos delgado de lo que pensara, de pequeños pechos redondos y la curva bien trazada de las nalgas y las caderas. Con los dedos y los labios entibió su crispación, como se ablanda cera dura. La besó el pubis, subió a la boca, que se abría todavía con recelo, todavía tirante.

-Perdona que no haga el amor bien.

-Perdona tú que esté tan desacostumbrado a la ternura, con estos meses solo.

-Por favor, procura gozar tú. Siempre estoy crispada al principio. Me es muy difícil.

-Y a mí. No te preocupes. Tenemos todo el tiempo.

Sólo al clarear la penetró, muy lentamente, con gran cuidado.

-Pero tú, tú – insistía ella.

-Yo estoy bien.

Los ruidos de la mañana. Estruendo de niños. Una madre regañándolos. Alguien conversando junto al mar.

-¿Por qué eres tan tierno, tan cuidadoso?

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-Porque quiero ser así contigo.

Y luego él:

-¿Te gusto?

-Hace un año que no haces el amor, por eso estabas tan asustada la primera noche. Veníamos cada cual con su pasado. Tú con tus temores y yo con los míos.

-Fuiste muy bueno conmigo, muy suave.

-También tú te preocupas mucho de mí. Olvídate un poco para pensar en ti misma. ¿No concibes que yo pueda gozar más dando que recibiendo?

-Eso me pasa a mí como a ti.

-¿Cómo es posible que te haya encontrado yo, que estuvieras sin ninguna relación un año, tan atractiva como eres?

-No soy atractiva. Lo parezco a veces.

-En mi país, no hay muchos ojos como los tuyos.

-En España los hay a montones.

-Me iré de vacaciones allí la próxima vez. No comprendo cómo te he encontrado sola.

-Bueno, no es tan mecánico estar con alguien.

-No quiero decir eso.

-Espero que las píldoras no fallen. Hemos hecho ya mil hijos.

-No, no fallan. Ya tengo cierta experiencia en eso de estar seguro. ¿No las tomabas antes del viaje?

-Este año no. Pero, hombre, si me estoy acostando contigo, no voy a estar acostándome al mismo tiempo con otro en España.

-¡Eso es una respuesta!

-Sólo mi manera de ser, ¿para qué Voy a forzarme? Sé bastante claro lo que me gusta, lo que quiero y lo que no.

-Las experiencias sexuales educativas son una estupidez.

-En mi país pasa no poco esto, sobre todo en los intelectuales. Las españolas se liberaron -creen ellas- en la cama, pero no pagando solas el recibo del gas, el de la

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luz o marchándose sin compañía de viaje. ¿Has tenido tú experiencias en grupo o con otro hombre?

-No. Sólo me acuerdo de que, cuando tenía doce años, me besaba con otro compañero de clase para ver cómo debía de ser eso de besar a una mujer. ¿Y tú con mujeres?

-No. Realmente no me apetecía. Hubiera sido algo intelectual, por seguir la moda. He estado en movimientos feministas porque tienen toda la razón. Pero lo de las lesbianas no me va, me echa para atrás, es instintivo, por muy bien que me parezca.

-Tienes un temperamento enorme haciendo el amor. Me encanta que seas tan dinámica.

-Pues tú, con todas tus mujeres aquí y allí…

-Qué va. En esos seis meses en Sudamérica, sólo me he acostado con una alemana, y aquello duró tres días. Ella se reveló muy dependiente. Aquí besar, hacer el amor, es algo muy complicado. Las mujeres sudamericanas tienen montones de problemas, se quieren casar.

-Seis meses es mucho. ¿Por qué no pagaste una?

-¿Pagar una mujer? No he ido con una prostituta en mi vida. Ya has visto que soy como tú: no puedo hacer el amor bien sino cuando hay una comunicación, un sentimiento.

Ella tiene un odio desmesurado a las palabras «relationship» y «feeling», un odio que envenena cada día esos «te quiero» materiales de puro instintivos, formas de aire, desahogo inevitable, que hay que contener cuando chocan con los dientes, volver a tragar.

Daniel hace tiempo que acabó su propio paquete de cigarrillos y ahora termina el de ella y enciende una segunda vela con el cabo de la anterior. Le separa el pelo de la cara para ver el resplandor de la llama en los ojos, el cabello rojizo sobre los hombros delgados de un bruñido metálico que el fuego viste de cobre.

-¡Qué piel tan suave tienes…! Así que hace un año que estás sola…

 

-No. Hace mucho más.

-Pero me dijiste que llevabas un año sin hacer el amor.

-¿Y qué tiene que ver? Estuve igual de sola entonces.

-¿Tiene celos?

-No me gusta que me repitas cada vez que estoy en segundo o cuarto lugar.

-No es eso. Tú eres distinta.

-En teoría, todo queda intelectualmente muy bien y podríamos escribir miles de páginas sobre la realidad del amor de un día. Pero en la práctica cada día tiene veinticuatro horas, y si de ellas empleas ocho con una, no las empleas con otra. Quiere decir que si escoges, escoges una mujer u otra mujer para emplear tu vida. La teoría admite todas las posibilidades, pero la práctica sólo marcha con el sí y el no, con hacer o no. Por eso sólo creo en los actos.

-Bien. Yo estoy seguro de que te volveré a ver en España. Tengo, después de seis meses de ausencia, el panorama muy confuso en mi casa. Será mejor que sea yo quien vaya a verte.

-Entonces veremos los actos.

Se levanta ella. Hay un ruido de mar a pocos metros, como si estuvieran navegando en la vieja casa medio desguazada, el pobre hostal de la costa llevado por tres mujeres solas.

-Estuve tres años con una chica. ¿Has vivido tú mucho tiempo seguido con alguien?

-Si. Cuatro años.

-¿Cómo era él?

-Te he dicho que no me gusta hablar de mí.

-¡Quiero conocerte y no me crees, no crees que me interese realmente tu vida!

-Crees que te interesa, pero es un condimento más de esta relación. Yo volveré, y estaré sola, como siempre, frente a mis problemas. A la hora de buscar apoyo, cuando todo sea mucho menos agradable que en este

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ambiente de vacaciones, este paréntesis, entonces estaré sola, sin ti, sin nadie.

-¿Acaso no tengo yo problemas que resolver?

-Lo que pasa contigo es muy distinto. Hay dos clases de gente: gente que nace para que le den, que recibe sin más. Otra está hecha para no recibir nunca nada y para intentar dar.

-Y tú perteneces a la segunda.

-Sí.

Se ha vuelto ella sobre el costado, de espaldas a él. De una forma inconsciente, pura excreción física, le va saliendo de los ojos un hilillo que gotea en la sábana en la oscuridad y el silencio, mientras da vueltas al brazalete en su brazo.

Apaga y enciende él otro cigarrillo. Con un acento ligero, de discusión de sobremesa, añade:

-Es como en política y economía, ¿ves? Siempre hay una clase nacida para estar debajo y otra para pisarlos arriba. Lo mismo en los sentimientos. Es la oferta y la demanda, la capitalización de eso que se llama felicidad.

Boca arriba, siguiendo el huno del cigarrillo, él cuenta sus experiencias con las mujeres, aquellas con las que vivió, aquellas que le quisieron más de lo que él hubiera deseado.

-…y tengo miedo, porque ya me ha pasado. En cierta ocasión, una francesa con la que estuve tres días muy agradables en París se me presentó en mi casa, estaba allí, llegó antes que yo, me esperaba. Hubo una escena. Yo estaba viviendo con una amiga. Otra, cuando rompimos, me dijo que quería matarse, se golpeó la cabeza contra una pared.

-¡Qué atractivo tienes!

-No, qué va. Pero me ha pasado. Y no quiero sentirme cogido, meter en casa a una mujer.

-Ya. Se nota.

-Quiero empezar a hacer cosas, viajar, enseñar quizás en Latinoamérica, aprender alfarería…

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(«Tu quoque»-dice ella in mente.)

-… meterme en mi habitación a leer. Comprende que no tengo el panorama claro.

-¡Por favor, me cansa que tengas miedo! No estoy pidiéndote un anillo, ni promesas. Pero tampoco soy un animalito mudo.

-Contigo sé que eres una persona libre, la única mujer libre realmente que he encontrado.

-La gente realmente libre no gusta. Te irás con esa chica a la que temes porque depende de ti. Te irás con ella porque depende de ti.

-Tú has sabido ser libre.

-No soy muy libre. Soy vulnerable y estoy cansada, pero no tengo miedo de perder mi libertad. Nadie puede quitármela, siempre lo supe. Es mía. Supongo que por eso casarse o no casarse no me parece algo tan importante. Todo pasa.

-¡Siempre he tenido tantos problemas con las mujeres!

Se abrazan con una comprensión que tiene algo de aparente, de base de cristal, cada cual muy firme en su terreno separado por una fisura.

-Me gusta no sentirme ligado.

-Ya. Porque soy muy cómoda, muy barata.

-¡Otra vez! Siempre esa forma de poner detrás de las palabras la significación que para mí no tienen. No es culpa mía el que hayas tenido malas experiencias, ni es razón para que me interpretes siempre en función de ellas.

-Es que siempre será igual. Como estoy contigo no lo he estado nunca con un hombre, pero…

Ahora tienen los brazos anudados alrededor del cuello, la boca muy cerca, tan cerca que durante horas se corta toda conversación.

No hay días. Hay un espacio variable en el que a veces está oscuro, a veces luce el sol, cortado por breves

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salidas al restaurante, siempre el mismo, al mar, a las tiendas de ultramarinos; una incursión a por dos cubos de agua al pozo, a las letrinas, a decir a la dueña del hotel que se quedan dos días más, y vuelta a la gran habitación de luz verde, al barco desmantelado provisto de una botella de detestable vino peruano, chocolate y velas.

-¿Te sientes bien conmigo?, dime.

-Quedamos en que nada de palabras, Daniel.

-No dije tanto.

-Sí. No hace falta repetirlo dos veces. Ya sé que no tengo que pedir ninguna palabra, estáte tranquilo.

-Así que ¿estás decidida a no tener hijos?

-No he dicho eso. No me veto nada, ¿quién sabe?, pero nunca fue momento de tenerlos.

-Yo me planteo el problema. Me gustan los niños, pero ¡hay tantas cosas en mi vida que quiero cambiar! Es complicado con ataduras.

-A mi me parece que, si me decidiese a tenerlos, quisiera hacerme cargo de él, educarlo sola, sentirme capaz de llevar el niño sola adelante.

-Ah, no. Ahí no estoy de acuerdo. Supongo que influye el traumatismo del divorcio de mis padres. Un niño precisa de los dos.

-Eso es una convención social. Necesita alguien que le quiera en exclusiva.

-No. Los dos. Bueno, por ahora no hay peligro. Me estoy acordando de algo gracioso. ¿Sabes que una vez le pregunté a una chica inglesa con la que iba a costarme si había tomado todas las precauciones, y me contestó secamente que eso no era asunto mío?

-Ya se sabe: los ingleses, nada de preguntas personales.

Quiero recordar, despegar las hacinadas palabras, envolverme en las paredes verdes, el techo de tablas, los cristales rotos de la ventana tapados por una sábana. Quiero recordar aquella ternura de quien está acostumbrado a tratar con niños, las manos tostadas y la boca

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afanosa, y aquel empeño en demostrar que no estaba usándome, que el sentimiento existía. Y el acíbar de una foto de su amiga que me había mostrado, y del regalo para ella que llevaba en el fondo de la mochila.

En el bar, solos entre un grupo ruidoso de peruanos que festejan:

-¿Estás decidida a no casarte jamás?

-Lo que pasa es que para mí no es muy importante. Nada me haría permanecer con alguien si no quiero.

-¿Así que te casarías?

-Tal vez, pero de lo que estoy segura es de que nunca por la Iglesia, ni en España; nunca por las leyes españolas. Me repugna el casamiento español, siempre me dio asco; es algo inmoral. En un país con leyes decentes, divorcio, igualdad, no me importaría gran cosa casarme.

-Estuve un tiempo con una mujer, con la única que he querido casarme.

-Vaya, los grados. Hay un escalafón para vosotros, los hombres: arriba, la mujer con que os casaríais. En el segundo, tercero, décimo puesto, las demás.

-Siempre interpretas por detrás de lo que digo, en función de tu experiencia, de lo que tú sientes, de lo que te ha pasado. Me refiero a que en ese momento quise casarme con ella.

Eran la típica pareja de la luna de miel, los que pasan dieciséis horas sin salir de la habitación, acariciándose; los que salen más que mediado el día a pedir juntos la comida y el desayuno, y van de la mano, van apoyados, se besan en medio de la calle. El dueño del restaurante palmeaba con solidaridad masculina los hombros de Daniel, y le traía, entre carcajadas, huevos fritos y cerveza para reponer fuerzas. Desapareció la crispación de esa primera noche, en la que ella se había bañado, antes de meterse en la cama, pensando y cantando, mientras él la esperaba sobre el jergón, con el cigarrillo y la vela encendidos. Desapareció la barrera, se pene

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traron varias veces al día, ella le vio con orgullo gritar, gritar y sollozar de placer.

Eran tan libres que prácticamente les estaba prohibido hablar de todo. Planeaba sobre ellos una censura inmensa de la más mínima expresión que sonara a compromiso, que requiriese futuro. La diosa Libertad ejercía una dictadura despiadada. Y había que triturar las frases de amor y las preguntas, había que maniatar el instinto.

-Cariño, bonito mío, lindo mío.

Escapaban las palabras, como agua que se intentara taponar con la mano. Arrastraban la súplica, finalmente.

-Hombre, dime algo. Una palabrita pequeña.

-¿Qué quieres que te diga, «te quiero» y cosas así? Yo no digo eso.

-No te pido ninguna promesa; sólo una palabra, pequeña, para sentir que estás conmigo.

-No quiero que me estés exigiendo palabras siempre.

-Ah… Bien. Te aseguro que no volveré a decirte absolutamente nada. Te lo aseguro.

Palabras como rescoldos, que también había que sacrificar a la diosa Libertad, a la moderna diosa Independencia… En ocasiones sucesivas, cuando él le preguntaba sobre sus sentimientos, le recordaba la promesa y se negaba a contestar. Ambos utilizaban un lenguaje extranjero, y ella odió sus estereotipos, odió palabras como «like» y «feeling», vocablos neutros, adocenados, ambiguos, palabras mecánicas y funcionales que la helaban. Ella peregrinaba sola por su pecho, cubierta únicamente por su brazalete de plata que no se quitó jamás.

-¿Ves este brazalete? Nadie me lo regaló. Yo lo compré, es antiguo, y lo llevo siempre para no olvidar nunca, nunca que estoy sola.

Haciendo el amor, descansando en su brazo, llevaba ella la mano hacia el brazalete y acariciaba en él la conciencia de su soledad.

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-¿Eres celosa?

-Sí.

-Sabes que no eres la única en mi vida. No quiero cerrarme a nada.

-¿Me das fuego? Gracias. No te pido absolutamente nada, pero no me gusta mentir para quedar bien.

-Nadie te pide que mientas.

-Sí. Se supone que tengo que aceptar tranquila y alegremente que te acuestas con otra, que hagas con ella lo que haces conmigo y que le digas, lo que me dices a mí.

-Sabes que tengo treinta años y no soy tabla rasa.

-Sé que tienes tu vida y tu gente. No te voy a molestar. Lo único que te pido es que no me hables de otra precisamente cuando estás conmigo.

-Intento explicarte cómo es mi vida.

-Y yo no te he pedido que me la expliques. Figúrate que acabamos de hacer el amor y me dices: «¡Fue estupendo esta vez, querida! ¡En cuanto vuelva, ensayaré esta posición con mi amiga!» Bueno, pues me matas. Si eso es ser celosa, soy celosa.

-No se trata de esto. Todos somos algo celosos cuando estamos con alguien. A mí no me heriría que te acostaras con otro. Podría dolerme sentimentalmente, pero no me heriría porque no sería una acción dirigida contra mí.

-En cualquier caso, mis celos son discretos. Soy una mujer que resulta muy cómoda. Cuando veo que a la persona le gusta otra no digo nada. Simplemente me voy.

Daniel cuenta su infancia, su traumatismo por el divorcio de sus padres, que le ha marcado tanto en la forma de ver las relaciones de la pareja. Cuenta su juventud y sus amores. Y se queja porque ella no despega los labios.

-¡No dices nada! ¡No sé nada de ti!

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-No puedo. Es como para hacer el amor, como para besar. Necesito tiempo. Todavía me es imposible hablarte; de mí.

-Yo te he contado mucho de mi vida. No puedo concebir una relación sin intercambio.

-Tú das todo al principio; luego te retiras, y te queda todo. Yo sé que me despojarás aun de lo poco que tengo, y quiero salvar al menos lo único que poseo: mi vida.

-Ya sé algo de ti.

-Más de lo que yo quisiera. Era difícil callar completamente. Pero me gustaría que no supieras nada. Ni siquiera mi nombre, ni mi trabajo.

-Yo te he dicho…

-Ya. Te gusta contar tu historia, como a Leonard Cohen. Porque no te hace daño supongo, porque no te humilla.

-Hay muchas cosas desagradables.

-Menos tu vida en sí.

Marcharon por las playas desiertas y rojizas de Cerro Azul, pobladas de aves marinas, cubiertas de piedras añil. Todo a lo largo de la costa se extendían las ruinas de una ciudad todavía no excavada. Bajo los muros y la arena puede haber esqueletos, vasijas, paja trenzada, collares de piedra y concha. Las olas azotan la rada y son cabalgadas por muchachos sobre planchas.

-Voy a enseñarte las cosas que compré.

Daniel va sacando de la mochila tres suéteres y una serie de telas plegadas. Están en la habitación. Atardece. Hay el mar a unos metros, las cortinas rayadas blan­cas y verdes, y al otro lado ellos dos.

-Mira; son tejidos antiguos. Dentro de cinco años ya no se encontrarán.

-¿Qué harás con ellos?

-Regalar algunos y poner otros en mi casa, en las paredes. Te gustaría mi habitación. Es en cal y piedra con madera.

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-¿Para quién es este chaleco?

-Para mi amiga. La bufanda la compré para mí en Ecuador por un dólar.

-Es muy bonita. Las telas son realmente muy bellas.

Daniel despliega una vieja y hermosa, realizada en ocres.

-¿Cuánto crees que pagué por ésta?

-No tengo ni idea.

De repente él comprende, en la total falta de entusiasmo de la voz vacía de esa persona que no acierta a sonreír y le mira, sentada, desplegar telas. Daniel arrincona las compras de un manotazo. Se sienta en la cama, le coge la cabeza y la mira a los ojos.

-¿Qué pasa? ¿Crees que estoy consumiendo como todos los turistas?

Niega con la cabeza. No puede decir nada. El exhibiendo ante ella la casa, la novia que le espera.

Yo no tengo nada ni nadie. Regreso a un espacio sin flores.

-¿Qué pasa?

Daniel le aprieta la cabeza entre las manos.

-Te han hecho daño dos cosas: una, el chaleco para mi amiga. Otra, la impresión de que yo tengo, acumulo, ¿eh?

Con los labios apretados y los ojos muy abiertos, no hay nada que ella pueda decir. Sólo hunde la frente en el hueco de su axila, y no quiere que la mire. El le pone rápidamente delante lo que posee, y cada cosa es simultáneamente una negación, como afirmarle: «Tú no lo tienes.» Y aquélla tendrá un regalo, y aquélla tiene flores.

Daniel le acaricia la espalda. Lo que él no puede darle son palabras porque no puede darle futuro.

¿De quién te defiendes, recelosa, desafiante, intimidada? No somos dos enemigos; debiera conseguir hacértelo entender. No estamos echando un pulso sobre la cama. No me retiro a rumiar mi victoria con el producto de tu

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despojo. No somos enemigos. Yo no te ataco, yo no te robo. Estoy, como tú, inerme, y manejo en mis manos lo que tú manejas. ¿Qué me puedes decir que ya no sepa, que no haya adivinado en tus brazos que se protegen, en la tristeza de tus silencios? Ah, nunca he visto unos ojos como los tuyos. Ellos me recuerdan a esos emigrados italianos, portugueses, a los que nuestro grupo socialista, en Alemania, trataba de ayudar. Nosotros nos vestíamos mucho peor que ellos, pero era inútil; siempre parecíamos estar arriba, que nos miraban desde un abajo fatalmente impregnado en sus buenas ropas, en su apariencia cuidada. Ellos eran «la víctima». Algo así me aparece ver en tus ojos, en tus gestos de avidez y de resignación, en tus rachas como la de ayer: las cervezas se tambalearon en la mesa del bar cuando volviste la cabeza, airada, para decirme que estabas harta de que yo tuviera miedo de ti, que me daría con un canto en los dientes si hubiera hecho, solo y a pulso, la cuarta parte de lo que has hecho tú. Que no merecías que pensara que pretendías poseerme. No te estoy retando, y, además, voy camino de hacer muchas cosas. No, no estamos en guerra. Mira qué tranquilo es el mundo en torno nuestro. Soy sensible como tú, quizás más incluso. Carezco de esa determinación enjuta con la que tú resistes. Pero no me pidas palabras. Yo termino en los márgenes de esta playa. No puedo decirte más.

Dejaron atrás Cerro Azul. Han tomado el autobús alegremente exhaustos, con algunos kilos menos. Todo eran complicidades. La madre de familia, los niños, se están riendo de estos gestos de jóvenes recién casados.

¿Qué nueva cuenta pendiente estoy saldando, la siempre insatisfecha de mis veinte años?

El hostal es un largo pasillo de un patio abierto con habitaciones a los lados, en una casa situada en ninguna parte, en un pueblo del que sólo recorrieron la distancia que separa el portal del restaurante, el restaurante de la

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oficina de transportes; del que no conocieron la luz de la mañana sino por el reflejo en el cuadrado de cristal, sobre la puerta. Jamás entró el tiempo en este albergue. Hay dos ancianas coetáneas de las culturas preincaicas y que verán ciertamente un día blanquear nuestros huesos con la misma maternal sonrisa. Existe un patio lleno de tinas y cubas de agua en la que se refleja la luz de la noche, y una terraza de ropa agitada a toda vela. Las pinturas pastel de los muros son sin duda puertas, que no franquearán, hacia otros espacios. Y sobrevivir cada día del desconcierto de sábanas y mantas.

-Eres muy bonita. Me gustas, me gustas.

-Como la buena cerveza y la playa.

Simultánea a la respuesta que acaba de pronunciar, la mujer nota la decepción física, la onda de retirada en el cuerpo de él, en el miembro de él.

-¿Qué pasa?

-Nada.

-Vamos, ¿no te gustó lo que dije? Si lo siento así, es mejor decirlo, ¿no?

Intenta acariciarle. El se aparta.

-Tengo sueño. Quiero dormir. Buenas noches.

Y se da la vuelta hacia el lado contrario. A los intentos de acercamiento no hay respuesta, y finalmente ella decide irse al otro extremo de la cama y dormir.

Al amanecer, él yace boca arriba. Ella alarga el brazo para estirar la ropa y taparle. Está despierto y la deja acomodarse junto a él, en su pecho y en el hombro. Hablan muy bajo, fumando.

-¿Por qué te enfadaste?

-Has sido injusta conmigo. No lo soporto. Estuve en cierta ocasión dos años sin hablar con mi padre también porque me trató mal.

-Eres bastante rencoroso.

-Me hiciste daño. Yo iba hacia ti con mis mejores sentimientos.

-Desde luego eres más fuerte que yo. Hubiera sido

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incapaz, por una frase, de rechazarte toda la noche como tú has hecho conmigo.

-Lo que me dijiste me rechazó.

-Yo intentaba cada vez acariciarte, Daniel, y cada vez me echabas como a un perro.

-No he podido dormir en toda la noche, ¿sabes?

Le da un beso en la frente. Ella se levanta para acariciarle el cuello y besarle en los ojos.

En el cristal de la puerta se refleja el comienzo de la mañana.

-No sé nada de ti. Ni siquiera qué edad tienes. Debes de ser más joven que yo. En cualquier caso, pareces una mujer de no más de treinta. No me importa tu edad, pero es curioso no saber tus años, ni tu pasado.

-Me es imposible hablar. Quizás más adelante, si tengo confianza, si aún te intereso.

-¡Cómo han cambiado las cosas desde que te conocí! Yo no esperaba ya nada de los quince días que me quedaban, tras mis seis meses en América. Me preparaba para volver. Sólo había estado con aquella alemana tres días, y no tuvo importancia.

-Conmigo tampoco has estado mucho.

-No hay punto de comparación. Cada día me gustas un poco más, especialmente estas charlas que tenemos. Todo es tan espontáneo, tan sencillo contigo..’. Con mi amiga de Alemania, es una relación de confianza, hace seis años, pero existe muy poca sensualidad entre no­sotros.

-Por favor, no me hables de otra mujer cuando estamos juntos.

Pasarás, Daniel, pasaré para ti. Conozco mi materia efímera. Lo que para las otras pueden ser líneas, para mí no son sino puntos. El pasado, esa vida, mi vida, es lo único que tengo, lo único que puedo defender para que, al menos, cuando me hayas olvidado, me reste algo mío.

Por la noche, en el hotel de Lima, ella le habló, cos-

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teando su yo incierto, de ese anillo para otra que el francés le había dado a probar.

-…a ring… -explica en inglés.

-My God, dear…!

Le miró. Estaba pálido.

-Dear…

Se había quedado frío y silencioso. Acariciaba su brazo como un autómata mientras ella continuaba explicando. Los segundos se hicieron algo deshilachado e inmenso.

Un caso de sensibilidad exagerada -se dijo ella, y buscó los cigarrillos. Al inclinarse hacia la mesilla vio un brillo líquido en los ojos de él.

No puede estar llorando.

-Pero, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes?

-Es terrible tu historia, con la heroína!

-¿Heroína?

-Me acabas de decir que eres adicta, que necesitas cada vez más dinero para permitírtelo… Que desde que te indujeron a probarla…

-Pero no, ¡no, no! No hablo de heroína. Hablé de «a ring», un anillo.

-¡Oh, querida…!

Y ahora llora él francamente.

-¡Nunca, nunca he tomado drogas duras, nunca me he puesto nada en la sangre!

Le enseña el brazo con la piel limpia.

-Te veía sin salvación. He conocido otros casos. No hay nada que hacer en un ochenta por ciento. Te veía prostituyéndote para comprarla cada día.

Sigue pálido, conmocionado. Le mira, incrédula. Está llorando por ella, porque comprendió -el clásico malentendido lingüístico- que era toxicómana.

El le toma la cabeza entre las palmas. Le explica:

-Todo casaba, ¿comprendes? Tu no querer hablar de ti y pretender vivir sólo el momento presente, tu fondo de «pesimismo y de tristeza, tu no tener futuro,

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tus malas experiencias anteriores.

-¡Querido!

Le coge las manos ella y aprieta los puños y la cara contra su pecho.

-Después de verme llorar por ti, no creo que te haga falta pedirme palabras sobre mis sentimientos.

Daniel ha llorado por ella, porque consideró su vida perdida, físicamente desmigajada, condenada a muerte en dos años. Daniel recordó sus experiencias amargas con toxicómanos en un hogar de jóvenes, en Alemania. A alguien le interesa, a alguien no le es indiferente su vida.

-Daniel, Daniel…

Hablaron de ellos mismos, hablaron de política y de racismo mientras fumaban el último cigarrillo de la cajetilla a la luz de la vela que proyecta en las paredes su sombra común. Ni uno ni otra habían nunca antes soportado dormir con alguien en una cama estrecha. Ahora ninguno tiene mejor cama que la piel vecina y el sueño de uno se recuesta en el sueño del otro. Durmieron en Supe, durmieron en Barranca, y desde las diez de la noche hasta las tres y las cuatro de la tarde siguiente las sábanas los tenían presos, un descubrimiento sucedía a otro, y bajo cada piel era ese latido del placer de la proximidad que no admite distancias, que no permite excusas. Los mozos llamaban a la puerta para arreglar la habitación, la luz cambiaba de ángulo, la gente iba hablando primero de desayunos, después de comidas. Ellos devanaban ese brazo fino y moreno que cruza el pecho, vestido sólo con una ajorca de plata y una sortija azul, ese vello rubio y espeso que le cubre a él las tetillas y los muslos. Sin palabras, sin esas pequeñas dulzuras verbales que atraviesan, como manos tendidas, la soledad vertiginosa del coito.

Hacer el amor es uno de los términos más pobres de esos parientes pobres de las ideas que son los idiomas. La penetración es una varilla más del abanico de las ca-

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ricias, de la infinita ternura. Desde la vieja y deliciosa solicitud, hasta el masaje en la vértebra o en la rodilla dolorida y el beso en la cicatriz, todo era amor. La cabeza apresada entre los muslos en un espasmo de goce, las manos engarfiadas, los besos en las palmas y las muñecas, la boca, que en el primer tiempo se negaba a abrirse y ahora busca la saliva. Y era la gloria de ese cuerpo rubio de dios rubio, de una barba de quilla en un mar claro, de una marea de gemidos que dejaba sobre las piernas, al retirarse, un brillo húmedo de tibio semen.

-Nos quedan dos días.

-Dos noches.

-Tenemos todo el tiempo -aseguro él.

-Mira, si vamos a hablar del poco tiempo que nos queda, yo necesito hacerlo a la manera española.

Ella pide un coñac. El brandy peruano es tan detestable como el vino. Todavía, al calor de la mesa de madera, entre las pupilas de docenas de botellas, hay palabras, hay relatos de dudosa impersonalidad en los que emergen trozos de vida propia. Pero el bar, sillas y mesas, se van desvaneciendo dulcemente, se pliegan a la horizontal del lecho en el que febril, dolorosamente, se juegan ansiedades.

-No quiero hablar de mí.

Ha repetido ella, y eso ha dado origen a largas discusiones y reproches.

-No me pidas que diga palabras.

Le ha dicho él, y ella no volvió a hablarle de nada aunque lo pidiera.

Físicas son las palabras. Ellas golpean en el interior de sus membranas. En la etapa estática, suspendida, que viven, son absolutos, llenos de sentimiento profundo y perdurable. Pero hay una realidad, y en ella la ausencia de esa preferencia que se llama amor.

Estaré por debajo de las otras. No valdré una porción de esas veinticuatro horas del día. No valdré una llama-

Si

 

da, ni una carta, ni un esfuerzo. En la realidad «te quiero» y «no te quiero» son netos, implican futuro. No existo. Jamás existí para nadie. Una vez nos separemos, no existiré para él. La humillación va viniendo, preparada a taparme la boca. Se pueden confesar los más horribles vicios, que se vive del robo o se martirizan niños en los ratos libres, pero de lo que no se puede hablar es de lo que humilla. La humillación del desprecio viene a amordazarme. La siento ahora como una larva ávida, esperando su turno, aposentada en la garganta.

El círculo es perfecto, y con él se cierra la posibilidad de una hipotética liberación. No le quiero poseer, no le quiero encadenar ni encadenarnos, pero ese emparejamiento, ese enamoramiento que sólo ocurre dos o tres veces en la vida, ese deseo de hijos, es el baremo máximo que el hombre puede sentir por mí. Si no lo alcanzo, quedo a la intemperie objetiva del menos valer. Llevo, me rebele como me rebele, la cerviz doblada por la mano de la humillación. Como mis congéneres, doy vueltas al círculo. Tal vez el amor, el real amor, soto pueda empezar donde termina la ansiedad.

Mientras tanto, estoy sentada a sus pies, la manos en cuenco, a la espera del hilo avaro de la ternura. A mí el escarbar con las uñas la veta de un día. Lejos la eternidad repetida de la madre que acaricia al sol a su hijo.

-Lo único que te pido es que no me mates antes de tiempo, Daniel.

-¿Por qué dices eso? Nadie te mata.

-Sí. Yo no te pido nada, pero, al menos, dame estos días, estas horas. Cuando tú hablas de mí, hablas ya en pasado, me matas ya.

-¡Cómo lo interpretas todo!

Se nace sola y se muere sola, pero también se hace el amor sola, con los pies engarfiados y esa distancia entre dos cuerpos pegados por el sudor.

Cuerpo mil veces cosificado, muy pronto cosificado de nuevo, negativamente, por la ausencia: cabellos que

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ya nadie acaricie, ropas que no se ven, gestos destinados al vacío, piel de suavidad inútil, vías muertas de las piernas, del canal de la espalda, de los brazos.

Al acabar, cuando se tensó y se destensó, fui a recogerla a través de esa gran distancia de centímetros. Se había retirado un poco. Estaba hecha un ovillo, los párpados soldados por el sudor y esa sequedad, ese temblor en los labios que quedan después de que se llora. Era mía, la había creado yo. La había hecho cambiar de la cabeza a los pies, gritar, empurpurarse. Le pasé la mano por la cara, en la que la palidez alternaba con restos de rosa en la piel de la garganta, en las sienes, como esa disposición irregular del color en los amaneceres.

Me subían hacia la boca las frases típicas de siempre, las viejas palabras de hombre y mujer. Ahora, que ella no pedía ninguna palabra, eran para mí una necesidad. Le tomé los puños, que tenía cerrados y apretados contra el pecho. Se los abrí y coloqué sus brazos en torno mío. Así la dejé descansar, sosegándole la espalda, y espié, sonriente, seguro, que abriera los ojos.

La última noche se ha inclinado sobre ella para decirle:

-Buenas noches, mi amor.

Es la primera vez que, tras mucho luchar consigo mismo, deja escapar la palabra que para él es un compromiso. Ella se vuelve de costado, le abraza riéndose. El ve el pelo oscuro, los dientes y el reflejo burlón de los ojos.

-¡Estás perdido! ¡Hablaste! Iré a pedir tu mano a tu madre. Por supuesto, quiero casarme, no por una Iglesia, sino por dos, la católica y la protestante, ¡Qué maravilla, bien agarrado!

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Lenta, difícil para el orgasmo, más afín del placer difuso, las ondas y las contracciones, que del tirón máximo, vaginal, violento, cuando Daniel comenzó a gozar, el placer de ella era todo el suyo. Primero había sido el placer de ella todo el de él. Dilatando su consumación, la veía abrirse, respirar, humedecerse la piel. Le besaba los ojos y la garganta y enviaba al gran espacio suplicante de sus ojos un mensaje continuo de ternura. Luego vino la urgencia masculina. Con el rostro contraído y los ojos cerrados, él dejó escapar un estertor, un jadeo. Finalmente tres gemidos roncos y una sacudida tan violenta de la cabeza que hace tambalearse la vela y el cenicero sobre la sábana. En el llanto y la contorsión final, ella le sujeta la cabeza, y luego la atrae hacia sí y le besa los ojos, sopla en sus sienes para aventar el sudor. La mujer resplandece de orgullo. Ese gozo era ella, con sus muslos, con el centro de su carne, quien se lo ofrecía.

Fue aquella noche última, en la costa, cuando, después de haber hecho ya el amor una vez, comenzaron de nuevo y la hizo gozar y se quedó como muerta, cuando la quiso más que nunca, como nunca, teniéndola así, desnuda y fatigada, con la frente cubierta de sudor y los ojos cerrados, entre los brazos, después del último quejido.

-Buenas noches, mi amor.

Viene luego un juego: dibujarle a ella en la piel lo que no puede decir. Es una declaración epidérmica. Ella va descifrando: «I love you», «My sweet heart», «Darling».

-Daniel, te quiero, te quiero, te quiero…

Y ahora, a viajar por él, a recorrer en círculos concéntricos su sexo con la punta de la lengua, con el resplandor juguetón y brutal de los dientes. A hundir la frente en su ingle.

Voy levantando una a una las gasas sobre heridas suyas mal curadas. Ocurrió a los quince años. Ocurrió a

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los veintidós. Ocurrió el año pasado. Ocurrió a los once años. Ocurrirá cuando vuelva.

Walter, Alfonso, Daniel, amor, amores, repetición que no lo es porque en cada instante erais la materialización distinta de algo inalterable: mi necesidad, que cristaliza tenaz e inevitablemente en esas pantallas, esos seres. Y son las mismas frases «Querido, nunca antes… «, y cierto. Nunca ningún hombre fue él.

Me hundo silenciosamente en ese hueco de tiempo y espacio atraída por su gravedad. Voy cabeza abajo hacia sus ingles, antes de resurgir a la luz seca de lo que llaman realidad, al otro lado; antes de caminar un nuevo tramo.

Antes de separarse, la mañana en que arreglan sus respectivas mochilas, él le pregunta:

-¿Hace frío en Madrid en invierno?

-Sí. Es seco. Hiela -responde, sin mirar, mientras ajusta las correas.

-Para el frío de Madrid.

Daniel le anuda al cuello la bufanda granate de Ecuador.

-¿Por qué?

-Te la doy porque es algo que me gusta para mí.

Y se separan, uno hacia el norte, otro hacia el sur.

La bufanda es roja y granate, con un tejido muy espeso y color irregular, como si la hubieran tenido largo tiempo empapándose en sangre. Ella, el frasco de tabletas contra el mal de altura, el folleto de la zona de Paracas, van a durar más que su relación.

¿No estoy usando todavía el tarro de crema de miel que compré con Walter en una granja de Gales, cerca de esa iglesia pequeñita de la que él pidió las llaves para tocar el órgano?

Los objetos van a durar mucho más que Daniel. No escribirá. Pasarán los días. Se cumplirá el acostumbrado rito de tirar la bufanda junto con su dirección; habrá

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que hacerlo a finales de septiembre, como lo hizo en un octubre simétrico, hace un año, con las cartas, la música y las fotografías de Walter.

Continuará existiendo el papel, el carrete de hilo, el cabo de vela. Todos durarán más que el amor.

El se vuelve a su mundo, a su casa, a su habitación de vigas y cal, a sus amigos y a su amiga. Yo me quedo, con la bufanda de Otavalo roja y granate que me regaló, y con todos los recuerdos, y estoy tan exhausta que ni siquiera me molesto en imaginar el final.

El turista espécimen

Laguna de Querococha. La turista exige que el sol salga ahora, ahora mismo, para tomar la indispensable diapositiva, y dice cosas como «C’est chouette¡» hablando del patriarca Huascarán, «C’est marrant!» señalando los picos incrustados en el cielo. ¡Ah, no entender sino el quechua! El turista espécimen ha asimilado perfectamente que debe capitalizar el máximo de exotismo y de placer en el mínimo de tiempo, con el mínimo de dinero y esfuerzo. El turista es un ser de plástico impermeable, de labios fuertemente sellados al agua y al alimento del país, que sólo se abren para recibir el suero fisiológico del agua mineral y el bistek con patatas fritas. Invisibles pero indudables, no olvida que por el tomate, el mantel, por la mano del indígena, deambulan especiales y terribles microbios, microbios felinos, microbios como pumas, sierpes señeras del vaso de agua, aunque venga ese líquido del nevero y se arremanse en el más puro glaciar.

El turista voracea los picos más altos, los mares más cálidos, los indígenas más típicos, las custodias con más pedrería y los monumentos con más oro, la piedra más

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vieja y la mujer más ardientemente tropical. Colecciona recórds y nombres que vienen en negrilla en los prospectos, ametralla la inocencia del paisaje y de la sonrisa con una perfecta cámara fotográfica. La montaña no existe; existe una magnífica fotografía de la montaña. La puesta de sol no es sino una excelente diapositiva de la puesta de sol. Las cosas pierden su profunda, instantánea, eterna existencia para transformarse en objetos flexibles y coleccionables.

El turista sabe empequeñecer la profundidad y la grandeza porque él tiene derecho a todo y todo debe verterlo en su dimensión. Hermético en su esfera de vida superior, de placer y urgencia, discurre junto a la miseria y la saliva, junto al hueso deformado y la tierra avara, y fotografía la flor azul junto a la lepra, regatea al céntimo con el alegre placer del deportista y la clara superioridad del blanco alto. Dentro de quince días será uno más, un sumiso entre los de su especie. Hoy representa al de arriba, representa al modelo que en cierto lugar lejano degusta el mundo en tajadas.

El turista espécimen es la antítesis del lento viajero, del que modestamente escucha y baja la cabeza entre las cosas, del que reposa a la simple altura de la hierba.

VIAJEROS: MARGARET

«Alegre a un pobre.»

Con esta consigna, Margaret se ha traído de Amsterdam un bolso repleto de chucherías de cristal y plástico: cochecitos, sopladores de pompas de jabón, pajaritos mecánicos, bolígrafos, caleidoscopios. Cuando la ocasión se presenta, Margaret hunde la mano en el bolso y hace regalos a los niños.

-¿Cómo? ¿Bebe usted el agua del grifo? Claro, si es usted española… Cuando estuve yo en España tampoco la bebía. Ustedes están inmunizados para muchas cosas;

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la costumbre. Vi bastantes monumentos. Desde luego, no las corridas de toros. ¡Qué espanto! ¡Lástima que no mate el toro al torero cada vez! Ah, voy a dar algo a esa mujer.

Por la ventana del restaurante una mendiga hace señas. Es una india desdentada, sonriente y en harapos, con un niño igualmente harapiento. Margaret rebusca y sale a hacerle un regalo. Ha escogido una pieza multicolor de tela encerrada en un estuche de plástico, de las que se usan para ir sacando hilos para coser en los viajes. Enseña a la india, que la mira desde sus jirones, se ríe y le da las gracias sin comprender cómo se sacan las hebras.

-Es muy práctico.

Huascarán

Las grandes extensiones. Los llanos rodeados de montañas de seis mil metros que recogen, como un cuenco, la sombra de las nubes. El cielo, de un azul ardiente. El Huascarán, la blanca frente de los Andes, se levanta como una nube cúbica más, absolutamente blanco. Aquí es el señorío de la altura. Hemos dejado estos valles tropicales injertados, con sus palmeras, bestias, casas, en las venas de la cordillera, y subimos por pendientes de amarillo alimonado y regatos. Seguimos a la inversa el mismo camino que la muerte, por donde una avalancha megalítica de trozos del Huascarán, desprendida por el temblor de tierra, bajó en 1970, recorrió ochenta kilómetros sepultando todo a su paso y exterminó en cuarenta segundos a cincuenta y dos mil personas. Lo que era Yungay no es sino una llanura; el pueblo yace para siempre bajo toneladas de tierra. Casma y Haraz son totalmente arrasadas, caen las casas de Chimbote y Trujillo. Sobre los muertos, entre la Cordillera Blanca y la Cordillera negra, la vida: el Callejón de Huaylas.

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Hubo un tiempo en el que hombres, que huían y no esperaban encontrar entre los puertos inhóspitos y las nieves sino pobreza pastoral, decubrieron valles resguardados, praderas dulces y fértiles. La «Suiza peruana», probablemente por su reputado verdor, no tiene el magnetismo de granito y desierto de Cuzco y de Puno, pero habla de poblaciones venidas de lugares extraños, quizás allende los mares; pueblos como el del rey Naym-lap, de cuya maravillosa emigración habla una leyenda chimú.Thor Heyerdahl evoca la saga de los navegantes polinesios que encontraron su Shangri-La, y los relaciona con la más antigua y misteriosa cultura del Perú, la Chavín.

«Cuentan los naturales, por relación que oyeron de sus padres, la cual ellos tuvieron y tenían de muy atrás, que vinieron por la mar en unas balsas de juncos a manera de grandes barcas unos hombres tan grandes que tenían tanto uno de ellos de la rodilla abajo como un hombre de los comunes en todo el cuerpo… Afirman que no tenían barbas, y que venían vestidos algunos de ellos con pieles de animales y otros con la ropa que les dio natura.»

(Pedro de Cieza de León: La crónica del Perú.)

El demonio

Chavín de Huantar.

«Junto a este pueblo de Chavín hay un gran edificio de piedras muy labradas de notable grandeza: era guaca y santuario de los más famosos de los gentiles, como entre nosotros Roma o Jerusalén, adonde venían los indios a ofrecer sus sacrificios, porque el demonio en este lugar les declaraba muchos oráculos, y así acudían de todo el reyno; hay debajo de tierra grandes salas y aposentos…»

(Antonio Vázquez de Espinosa, en 1616.)

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Realmente la cruzada española no pudo encontrar más exacto culto al demonio que esos paganos que adoraban horrendos dioses felinos, diablos orejudos alimentados con sangre humana y guardianes de la tierra.

Mil años antes de Cristo, desde los subterráneos de la fortaleza de Chavín de Huantar, los sacerdotes dominaban una sociedad que acudía a ellos para pedir augurios y clamar a los dioses. La sangre de los sacrificios resbalaba por el Lanzón, un monolito en el que está grabada la divinidad felina. A cada revuelta de los laberintos esperan redondas cabezas de piedra con colmillos que ocupan casi un tercio de la superficie, quizás recuerdos totémicos de un dios jaguar.

Pasaron dieciséis siglos. Los españoles supieron del nido de antiguos ídolos, del culto a Lucifer. A ellos correspondía llevar la luz a las tinieblas. Revuelta como aceite y grano con el panteón local, se instaló esta religión católica más incongruente que nunca, de Cristos rizados, tiernos, bañados en sangre y vestidos de encajes, como si en ellos se plasmara morbosamente el sufrimiento de la india cargada de hijos, el paciente calvario del cultivador de altura, la espalda rota del siervo. El abigarrado panteísmo cristiano es una fiesta de velas y exvotos; al Niño Jesús se le ofrecen cochecitos y tanques de plástico, la Virgen se consume en cera y bucles de oro y plata. Los dos ejes de la Iglesia Católica, lujo y morbosidad, resplandecen sin máscara alguna.

Hoy mandé una carta, una carta que esta vez va realmente de uno a otro mundo. Yo sé que no hay sino la pasión que puede unirnos y separarnos, porque sólo ella tiene el poder de quebrantar los esquemas humanos, los proyectos de vida. Pero sólo ella deshace lo que podía haber sido amor, y lo quema con su aliento.

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Trujillo

Por primera vez un milagroso hotel con agua caliente a discreción, limpieza y hasta teléfono; un hotel real. Compartió la habitación con una pareja francesa, degustando su facilidad para hacerse aceptar en las vidas, semejante a la de omitirla de ellas. Y así descansó en Trujillo, sin estar sola ni acompañada, con un tranquilo sentimiento amalgamado de ducha caliente abundante, sábanas limpias, rica comida, costa y ruinas.

Esta Trujillo, recuerdo de Extremadura, es comercial y agradable, blanca, cuadriculada al estilo español, con balconadas, patios y rejas. Es rica. La gente anda bien trajeada. Apenas se oye hablar quechua ni se ven indios con su traje típico. La atmósfera de la ciudad es tibia, sonriente.

Los mochicas, que en otro tiempo la poblaron, supieron dar palabra al barro. La Huaca del Dragón, el Templo del Arco Iris, el del Sol y de la Luna, tienen la configuración de un zigurat. Las cerámicas de la colección privada del museo Cassinelli, miserablemente hacinado bajo un garaje, hablan de finos seres mitad pájaros, mitad peces, de un lenguaje de pallares, la gruesa judía peruana blanca y redonda. En los cuencos, las figuras parecen volar sobre puntiagudas extremidades de bailarina. De los chavín, en el mil doscientos antes de Cristo, hasta los incas, conquistadores y rudimentarios, en un estrecho espacio, se alinean joyas de la aventura humana: huacos eróticos púdicamente metidos en un armario, vasijas negras tratadas con el polvo de carbón, torniquetes, taladros, muestras de una prodigiosa y paradójica ingeniería que conoció el cilindro pero no la rueda de tracción con eje. Tres vasijas representan personajes de bigote, barga y vestidura chinas que llevan inmediatamente a recordar el origen asiático de los americanos.

Y por la tarde se disuelve la niebla, luce el sol sobre

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la afortunada estatua a la Libertad de la plaza de armas. En el Hotel Premier es posible trasponerse en el vapor del baño, dormir como nunca en sábanas rosa impecables, sobre un almohadón violeta. Las tiendas ofrecen una gama infinita de zumos, tartas, platos. Los caserones señoriales de Inturriaga, del Mayorazgo, de Braca-monte, exhiben sus repechos de madera oscura y los patios columnados. Trujillo se deja vivir.

Con una extensión cuatro veces mayor que el Trujillo actual, se extiende frente al océano Chan-Chan,’ ‘barro-barro» en quechua, la población de la cultura mochica, de tierra firmemente amasada con el pegajoso jugo de tuna. Los frisos supervivientes del palacio Tachudi y la Huaca del Dragón muestran esquemas de ardillas, pájaros, peces, del arco iris, que reproducen, al parecer, en sus orlas las corrientes del Pacífico. En otra zona se ve el grabado de un hombre con pinzas de crustáceo, otro con cabeza de colibrí. Continuamente estas mezclas zoomorfas, un riquísimo lenguaje de bordados, tejidos, pinturas, barro, que suplía al alfabeto. Los mochicas dejaron una herencia considerable: las espléndidas joyas halladas en las tumbas de Chan-Chan, tras el palacio Tachudi, que hoy adornan el Museo del Oro, en Lima. Los habitantes de las chacras, las granjas cercanas a la necrópolis, mantienen viva la antorcha del tradicional huaquero, el saqueador de tumbas. De día trabajan la tierra. De noche la criban y retiran las vasijas, cuentas de collar y telas, que venden a los turistas en las mismas narices de la policía. Aunque, según dicen los huaqueros, la venta para la exportación de objetos antiguos está prohibida hace -¡sólo!- año y medio, el país está tan repleto en cualquier caso de capas de criaturas muertas, tan poblado de momias, que siempre pueden encontrarse filones. Por lo pronto el turista de divisa fuerte deja Trujillo llevándose camufladas en las maletas cerámicas y máscaras funerarias auténticas por cuanto resulta más

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barato desenterrarlas que imitarlas. El de divisa débil y el sentimental ceden ante la chaquira, el collar de piedras de color que sintieron el calor de otra garganta de hace más de mil años.

Las montañas del norte

Los lagos se incrustan en los Andes como las gemas de un largo brazalete. El lago Parón es un círculo encajado perfectamente entre montañas, rodeadas a su vez de picos cubiertos de espumosa nieve brillante: Las Pirámides. Las ondas, de un verde-azul, golpean las piedras de la orilla. Hay pequeñas playas de esta arena arcillosa perla. Las rocas son blancas, de opaca luminosidad. Crecen flores azules y amarillas, arbustos, hay un coloreado tipo de halcón, pájaros menudos y, sobre la magnificencia de la laguna, el cielo azul-verde.

Abajo, el fértil callejón de Huaylas, con sus campos de rica tierra abundantes en agua y el sepultado pueblo de Yungay. Bajo la llanura-cementerio, a muchos metros de profundidad, donde un Cristo abre sus brazos y se han plantado rosas blancas, reposa una población completa, con sus casas, sus plantas, sus animales y sus miles de muertos.

Frente a la costa de Chimbote hay una fosa submarina de más de seis mil metros. El Huascarán mide seis mil setecientos. Un equilibrio precario que ayudó a romper, en opinión de los peruanos, las explosiones atómicas francesas en las Muroroa en 1970 y produjo el terremoto y la avalancha.

El indio masca hora tras hora hojas de coca mezcladas con un poco de ceniza para temperar su amargor. El jugo aleja el cansancio, el hambre y el sueño, aviva la percepción y difumina la angustia. También el que conduce de noche y el viajero recurren a ella, y compran en la tienda de ultramarinos un gran paquete de hojas y un puñado de ceniza color plomo. La coca es inofensiva,

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comenta un grupo de médicos peruanos venidos a dar un cursillo en Huaraz. El peligro es lo que se está haciendo con ella. La comercialización de la droga se ha desarrollado en Perú a partir del movimiento norteamericano de los sesenta. Del normal consumo de la hoja de coca mascada, se pasó a la productiva industria de cocaína y a la introducción de otras drogas duras. La sangrienta mafia colombiana tomó sus cartas en la organización de la red de distribución. Últimamente la vigilancia gubernamental y el hincapié en la caza de la droga ha tenido como consecuencia la puesta en marcha de la transformación local de la hoja en pasta con un procedimiento rudimentario. La pasta es un puré de coca macerada en ácido clorhídrico y queroseno. El resultado es fuertemente tóxico.

Mientras en Europa se utilizaba el cosmopolita y pasablemente aséptico término de «golpe de Estado» para referirse a lo ocurrido en Bolivia el 17 de julio de 1980, los bolivianos por su parte, con mucha más propiedad, hablaban de «putsch de la coca». No es un secreto para nadie que el victorioso ataque contra un gobierno civil y de aspiraciones democráticas ha sido llevado a cabo por un grupo de delincuentes comunes -cuya cabeza visible y ruidosa es el general García Meza- a los que las investigaciones del gobierno depuesto sobre el tráfico masivo de cocaína que dirigen habían llegado a perturbar. A esta mafia militar y fascista a la que, entre otros muchos, pertenecen los actuales ministros de Gobernación y Educación, Luis Arce y Ariel Coca (valga la tautología), incumbe la exportación anual, en datos de la OEA, de más de setenta toneladas de pasta hacia Colombia, país desde el que, una vez transformada la pasta en sales, es enviada a Panamá o a Miami.

Todo a lo largo de la cuenca del Río Grande, los inmensos campos de coca alternan con los de aterrizaje de los aparatos que la transportan. La capital de la provincia, Santa Cruz, es el centro de la droga, del contrabando

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do y de la Falange Socialista Boliviana, el FSB, netamente fascista. Aquí, entre los grandes propietarios, se han decidido todos los golpes de Estado derechistas, aquí se recibió y apoyó al dictador paraguayo, general Banzer, y aquí se organizó el golpe de Estado contra el presidente progresista Juan José Torres. Las grandes familias de la cocaína mantienen lazos estrechos de amistad y asesoramiento con los numerosos nazis alemanes que, exiliados durante la segunda guerra mundial, pululan en Bolivia y Paraguay.

Con el esqueje de democracia boliviana, han sido quemados, al día siguiente del golpe, los archivos sobre el tráfico de cocaína que se habían elaborado en Santa Cruz por orden de los presidentes Walter Guevara y Lidia Gueiler, asesinado Marcelo Quiroga, un dirigente socialista que había denunciado la protección militar al tráfico de droga. Las pruebas sobran en este secreto a voces; desde los aviones obligados a un aterrizaje forzoso, en los que se han descubierto cientos de kilos de pasta, hasta el arresto en Estado Unidos de algunos miembros de esta mafia (dejados muy pronto en libertad bajo fianzas de millones de dólares). Tanto es así que Estados Unidos se ha visto obligado a suprimir al nuevo gobierno boliviano la ayuda bilateral para la lucha contra el comercio de estupefacientes.

Un viajero se acostumbra a la monotonía tranquilizante de la bola de hojas, a pasarla, según discurren las horas, de uno a otro lado de la boca, a chupar el zumo cada vez más diluido y de sabor más familiar. Otro via­jero no soporta el gusto acre, el tacto gelatinoso, y la es­cupe al cuarto de hora. Para los indios, está integrada a su vida.

«En el Perú en todo él se usó y usa traer esta coca en la boca, y desde la mañana hasta que se van a dormir la traen, sin la echar della. Preguntando a algunos indios por qué causa traen siempre ocupada la boca con aques-

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ta hierba… dicen que sienten poco la hambre y que se hallan en gran vigor y fuerza.»

(Pedro de Cieza de León: La Conquista del Perú.)

El ayllú permanente

Desde cierto ángulo, Perú no ha perdido su antigua distribución inca en ayllús o clanes comarcales de producción. Actualmente ocurre que esos ayllús se imbrican, se superponen. El espíritu corporativo tiene una inmensa fuerza. Sindicatos, gremios, colegios profesionales, flotan ariscamente en un lago de insolidaridad civil. Es el viejo y constante nepotismo y amiguismo remozado, una canalización suplementaria de la corrupción vertebral, porque este corporativismo se siente como lo opuesto a la unidad y a la cooperación. Mariátegui analiza sin complacencia las causas del subdesarrollo de Perú y, lejos de limitarse cómodamente a achacarlo al imperialismo extranjero y a la explotación terrateniente, acusa la falta de iniciativa, la incapacidad, la apatía, la pereza de los peruanos.

En efecto, existen en los países, junto con los índices materiales de producción y de consumo, otros índices del comportamiento que revelan sin equívocos el subdesarrollo. La ineficacia es uno de ellos. La labor más mínima requiere cuatro veces más tiempo del normal, el empleado escribe a máquina con dos dedos, se interrumpe de continuo, es incapaz de guardar un orden en el despacho de los asuntos. La ineficacia es completa del nivel más alto hasta el más elemental. No se trata ya de la lentitud de un ritmo distinto y válido, sino de una torpeza mezcla de desinterés y de impotencia. Se les ha quemado la central de teléfonos porque los extintores no funcionaban y, cuando los bomberos llegaron, el agua no tenía presión. Inútil añadir que tampoco había

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escaleras de socorro. No hay transporte de larga -ni corta- distancia que pueda tomarse sin abrumadoras posibilidades de que se estropee en el camino. No existen horas de llegada. El autobús «Roggero» a Lima, que el viajero toma con ciertas esperanzas de seriedad de la firma, es un superviviente de la Armada Invencible, que se queda sin gasolina, tras recoger por cierto a los pasajeros de otro autobús, estropeado en ruta, de la misma compañía. Al tren se le rompe la máquina en pleno campo y el repuesto tarda seis horas. Los peruanos no son ni mecánicos ni empresarios, pero se persignan al pasar frente a las iglesias, se han educado en las mejores discotecas y saben estropear con la radio a todo volumen cualquier confort. Perú es como un mal bolero. Los boleros tienen, como el pecado, maldad intrínseca, y su estupidez melosa posee la insistencia del disminuido y del borracho, la inoportunidad del que no da para más, del aljofarado de sentimentalismo. Probablemente en el último círculo infernal se nos hará escuchar boleros, o peor, canciones mexicanas.

Resulta difícil reflexionar sobre en qué medida estos lodos vienen de los imperiales polvos de Pizarro. Los conquistadores implantaron en Perú un régimen de despoblación, subestimando totalmente el capital humano. Esa raza, además de ser muerta, se ha dejado morir. El régimen español aparece como un fenómeno de pura ineficacia. Pero es difícil hablar de genocidio porque, mal que bien, al abrir en el siglo XX los ojos, los indios están aquí, con todos los grados de mestizaje, y hablando castellano.

En Perú los asuntos públicos no son de nadie. Los objetos participan de este desconcierto. Una ciudad como Puno, frente al inmenso lago Titicaca, carece de agua durante buena pare del día. Los hoteles tienen cuartos de baño con bellos grifos simbólicos de los que no sale una gota, o la dan de siete a ocho de la mañana, o desconocen los calentadores. En el habla y la conduc-

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ta existen esos parches, a veces con gracia, a veces vistosos, que los argentinos llaman viveza criolla, esas listezas que son caricaturas picaras de la inteligencia.

Otro de los rasgos de comportamiento que caracterizan inapelablemente al subdesarrollo es la falta de respeto por los demás. Se existe en función del nivel social y económico, pero el respeto al otro en cuanto ser humano se desconoce. Se maltrata al indio y hasta hace poco se le contrataba para trabajos de fuerza rehusando luego pagarle. En este sentido, se ha cambiado algo en Perú; no, por ejemplo, en Bolivia. En cualquier caso, el asalariado de un patrón peruano es un ser temeroso del dueño e incapaz de la más mínima iniciativa. El empleado del Estado medra vegetalmente, se hace un arte de relacionarse con su medio para arriba, de intercambiar saludos. Según sube, es cada vez más un remedo triste y encorbatado del señorito feudal. En una cafetería cara de Arequipa cuya dueña se adornaba con la escarapela del partido en el Gobierno, se sientan cuatro caballeros salidos directamente de la pluma de Valle-Inclán: acicalados, ancianos, engominados, con peluquín y corbata de pajarita. Toman su café a sorbitos, dicen cortesías a la dueña, desnudan a las mujeres con la vista e intercambian las direcciones de los mejores restaurantes. Un limpiabotas descalzo lucha porque le dejen entrar para proponer sus servicios, para añadir brillo a los botines nuevos. Esto es América Latina y esto es también el subdesarrollo, la masa parda y el esperpento. Se construye un Estado, y no sirve sino para que se establezcan nuevas clientelas parásitas.

América Latina es un país de militarocracias, de esa capa de avispas improductivas, ruidosas, charangueantes y uniformadas, que acaparan las buenas posiciones y los buenos sueldos. Costa Rica, que suprimió el Ejército y lleva unos treinta años de democracia parlamentaria, es una deslumbrante excepción a la regla. La de Perú, sin dejar de ser militarocracia, no tiene la violencia ul-

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tramontana de los generales de Paraguay y de Bolivia, no se observan esas horteradas sangrientas que son los grandes retratos de Stroessner cargados de condecoraciones.

La miseria desarrolla una avidez insolidaria. De la mañana a la noche, el desprecio al tiempo, la actividad, las preferencias o la vida de los otros es tan general que, sumergidos en él, los peruanos de la ciudad ni lo advierten. Sólo adquiere identidad, y, por ende, respeto, el que, por una u otra razón, se destaca y se sitúa a un nivel igual o superior. El resto es indios, niños que se disputan lustrarle las botas o lavar el coche, desconocidos, y así verá el peruano con indiferencia cómo se les roba o se les atropella.

¿Procedería de aquí Alí Baba? Porque decir que el Perú es un país de ladrones no constituye insulto alguno sino una constatación, al mismo nivel de que Machu Picchu está en Cuzco y que la cocina es buena. En los menús de algunos restaurantes se añade una hoja en varios idiomas advirtiendo: «Cuidado, aquí se roba.» Los hoteles, los guías de turismo, los conocidos, previenen hasta la saciedad de que Perú es lugar de ladrones. Nada más real, y no de atracadores como Colombia, sino de rateros que rajan bolsos y mochilas, arrancan el reloj de la muñeca, salen corriendo con el bolso, huyen con las maletas. La abundancia del raterismo y la indolente colusión de la policía van a la par. Anchos son los márgenes entre el robo sistemático y las chapuzas; en ellos caben hordas desocupadas de mirada ávida y manos prontas, como la de ese niño de diez años que rasga la mochila del turista que va delante con una hoja de afeitar, mientras que con la otra mano toma la de su madre, que observa satisfecha el trabajo del retoño. En este hervidero de golfos apandadores, el viajero acaba sintiendo cierta repugnancia lamentablemente local hacia ese ratero múltiple que le rodea viscosamente, del que en todo momento debe defenderse, y que puede tener el rostro de cualquier peruano.

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Los decapitados de Yungay

En Yungay, cerca de Huaraz, la zona montañosa y muy frecuentada por alpinistas, mataron y decapitaron hace quince días a tres alemanes. El cuarto, herido, escapó con vida. Los asesinos, de entre diecinueve y veintidós años, fueron capturados, con su poco rentable botín de algunos dólares y tres cámaras de fotos, a las cuarenta y ocho horas. Habían cortado la cabeza a sus víctimas para, según la superstición, evitar ser capturados. No lo lograron.

Como en Perú se abolió hace poco la pena de muerte, existe un conflicto al respecto. Se dice que el Gobierno colocaría este delito en los de traición a la patria, valiéndose del atentado que supone contra el turismo, y así le estaría permitido aplicar a los asesinos la pena capital.

La gente cuenta la historia del crimen con expresión contrita, hablan de la maldad de los «serranitos», recalcan que estas cosas no son propias de Perú, y defienden con fervor la pena de muerte para los cuatro muchachos, el castigo rápido, definitivo, que sirva de ejemplo a futuros delincuentes. No reflexionan en lo que representa poner de nuevo la pena capital en vigor, juzgar por terrorismo y traición al Estado a los que no son a todas luces sino cuatro criminales de derecho común. Aún reflexionan menos sobre la delincuencia cotidiana sobreabundante que, sin llegar al crimen, pudre esta sociedad, sobre las razones flagrantes, como es la complicidad de la policía y el miserable nivel económico y cívico maquillado de enfáticos llamamientos a la Patria, desfiles, prohombres, machismo, represión.

Pero acerquémonos a uno de estos niños que todavía no cumplieron los doce años: la energía, los ojos alegres, la inteligencia rápida y las ganas de vivir de cualquier chavalito en cualquier latitud. Van a bastar unos pocos años para que, con el paso a la edad adulta, todo

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se transforme en este rostro, desaparezca la sonrisa y la movilidad, los ojos se vuelvan opacos, la mirada se insensibilice. Las condiciones de vida van a hacer de esta criatura, tan despierta y tan bella como cualquiera, un adulto embrutecido, un avispado ladrón.

El Indio de Piedra

El indio se desplaza kilómetros, monte arriba, monte abajo, para sembrar parcelas en terraza, empinadas como sábanas puestas a secar en el filo de la cordillera. El indio se instala en la carretera o en el primer pueblito para vender o cambiar su mercancía. Sale el sol y quema, araña tempranamente de arrugas la piel de las mujeres. A la sombra, hiela. Donde los animales dudan en vivir se cultivan papas, se cría algún ganado. No hay electricidad en amplias zonas de la sierra, ni más distracción que el alcohol y la mujer; en ella reposa la pirámide. Con su último bebé, con la guagua atada a la espalda en una manta de colores, embarazada, con un crío de la mano, sube y baja por las laderas, acarrea agua, siembra, reconduce al marido borracho. Despierta, viva, regatea en el mercado, comercia, produce objetos de artesanía, camina hilando, adereza guisos apetitosos con materiales pobres.

Coagulado por el frío de la altura, por condiciones de vida que harían retroceder a las alimañas, el indio tiene esa dura pasividad, esa economía energética con la que obtiene la superviviencia. Las borracheras semanales y las fiestas rompen la corteza. Los bailes son una galopada intermitente. La música un rito de oficiantes ebrios y adormecidos. Es una tristísima alegría de un fa­talismo desesperado, bailes que hablan de un ritmo circular como los eslabones de una cadena.

Me encontré echándole de menos casi desesperada-

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mente. Primero había recordado, desmenuzándolos, partiendo la cáscara y dejándolos fundir hasta el núcleo, los momentos agudos, el tirón hasta el hueso del placer, aquel sentir correr en uno las vísceras del otro, la ternura, inmensa y violenta en su extensión, y aquellas escapadas hacia el humor que rompían esquemas con exceso sublimes.

Pero después me faltó en la calle y ante los árboles de la plaza, me faltó entre los puestos del mercado, no en­contré su mirada sobre las pilas de manzanas ni al final de las turquesas. Hallé aire a mi alrededor en los restaurantes, en los cafés, en los que habíamos flotado en ese mundo aparte que los demás observan con cierta sonrisa, con ciertos celos.

Le recuerdo mirándonos a los ojos, sin hablar, durante un rato tan largo que he bajado la vista y me he echado a reír diciéndole:

«-¡Que no tenemos quince años!»

Y también le he visto dando vueltas en torno a mi vida, en torno a mi edad, mi pasado y mi presente. El es de los que primero dan lo que en apariencia es todo, para luego, sin embargo, ser capaces del mayor alejamiento. Yo soy de los que deben resguardar su pasado y su presente porque es su única, frágil posesión. Pese a ello se me escapan. Es imposible no darlo, rehusar por completo de continuo. Y me quedo sola y despojada.

»-¡Te ruborizas!» -le he dicho.

‘ ‘-¿Sí? ¿Me pasa mucho?»

‘ ‘-Bastantes veces.»

Si Daniel desaparece, si ya no existe hoy, en el momento en que escribo esto, quiero recordarle la noche en que malentendió que yo dependía de la heroína, cuando me sintió virtualmente prostituida y muerta, y lloró por mí. Quiero recordarle de esta forma. He visto esa palidez, esos ojos desolados, en otra ocasión. Quiero recordarme en Daniel en aquel momento en que formé parte de él. He sido bella, me veo bella porque él así me veía.

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Nunca mis ojos fueron tan grandes como cuando él me los ensanchaba con su vista, las manos se me afinaron en la cercanía de su piel.

Y ahora esa noria cargada de caliente sangre da vueltas de nuevo, hasta ser lastimosamente desbaratada una vez más, al fin del viaje.

De Caraz a Chimbote, la carretera es un fatigoso desierto que sigue el río Santa. Polvo, piedras ocres sin una hoja, viento de arena, y una corriente lodosa pasando como un cuchillo por el fondo del Cañón del Pato. Adiós a los Andes.

Lima, la dulce tugurización

Lima tiene un difícil encanto que puede llegar a imponerse al viajero a través de las eternas nubes bajas, la suciedad gris arremansada en todos los rincones, la circulación desordenada, estrepitosa y mefítica, las costras de miseria. Cuando la tarde comienza a declinar, Lima se baña en una vaga luz rosa opalescente. Vuelan golondrinas por los artesonados de los grandes patios corridos, los antiguos portales muestran su esplendor de madera trabajada. Una de las glorias de Lima es, en efecto, esa madera magnífica y abundante que, venida de la selva, se encarama a las balconadas, atraviesa los techos, salpica las fachadas y sella los pórticos.

Hubo un tiempo en que las autoridades dispusieron que Lima se pintara en ocre, y fue una ciudad rosa. Después se pasó al crema, y fue amarilla como la tez de sus chinitas coquetas. Extensa, enormemente extensa, desperezada hacia el mar, indistinto de la niebla, Lima tiene simplemente encanto, una poesía manchada por la falta de higiene. El Rimac, el río hablador, discurre turbio en un cauce de papeles y plásticos, sin duda lanzando obscenidades. La plaza de toros es de las más anti-

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guas de Latinoamérica. El Puente de los Suspiros da entrada al melancólico barrio de Barranco. El Puente de los Desamparados separa el antiguo barrio pobre, plebeyo y cholo, de la orgullosa Lima burguesa. El anciano virrey de las Españas los construyó para visitar a su amante, la Pericholi, espléndida en sus veinte años. El escandaloso cortejo pasaba de una a otra Lima: los curas, que actuaban como cabrones de virrey, él, la amante, los guardias, las carrozas* el lujo barroco, el desafío de la joven cholita a la engreída burguesía limeña.

Lima hierve de vendedores ambulantes, de gente que va y viene hasta bien entrada la noche, de rateros, borrachos, mulatos de la costa, indios distantes en sus ponchos. Un apretado tejido, vivo y nervioso, los hilos de cuya trama cambian diariamente de disposición. Frente a las farmacias, de medicamentos asombrosamente baratos, la selva y la sierra extienden filas de tenderetes: hierbas y piedras para los males de la mujer y las enfermedades de la piel, diuréticas, calmantes, abortivas. Amuletos encerrados en antiguos frascos de penicilina en los que flota una mezcla de cabellos, pétalos y tierra. Los polvos de nácar limpiarán el cutis y dejarán la piel blanca y tersa. El cocimiento de hojas mantendrá el brillo y espesor de los cabellos. El Perú de la selva, el Perú instintivo y aborigen, se extiende por las venas de cemento sucio de Lima. Con su olor a hierbas y a grandes carteles explicativos escritos en la más caprichosa ortografía, ofrece infinitos sacrificios a los dioses de los pobres: semillas rojas de la buena suerte, exvotos y relicarios, corazones de Jesús y encantamientos, velas rizadas, maldiciones, filtros de amor.

Lima debe resucitar porque agoniza en su basura y su delincuencia, ahíta de corrupción. La Alameda de los Descalzos mutilada y rota, las escuelas sin un solo vidrio, la fachada gris de lo que fue el palacio de la Pericholi, los bancos de mármol robados, como los cables de la luz en el museo de Puruchuco, como las verjas, las pa-

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peleras, las flores, las piedras. De lo que hacía muy pocos años fuera un rincón romántico, de Rimac, al otro lado del río, no queda sino basura, incuria, despojo. Apoyados los flancos en las montañas de Chosica, que guardan el sol, una gigantesca rata gris devora Lima.

Se repitió en la víspera del viaje una angustia simétrica a la de la partida. Era el lastre de la masa de emociones que se hacía más pesado según lo iba dando vueltas y el ovillo empalmaba con ese otro, confuso, de turbio color, que era un futuro imprevisto. De nuevo, como otras veces, esperaba una carta. De nuevo iba a pagar por los contados días de felicidad aquel tributo odioso de abrir el buzón, de mirar de soslayo hacia el teléfono. De nuevo vería ponerse en marcha la rueda trabajosa.

Volvió a apretar entre el paladar y la lengua el gusto de la soledad. Daniel no estaba allí. Jamás había estado y no estaría jamás entre los problemas de la vida y ella, entre las venas trabajosas y el remendado esqueleto con los parches de cal de su antigua enfermedad. Daniel se situaba en un terreno de pelo vaporoso y piel fina, en una zona azulada con lomas sin vértices y cielo extático. Otro yo vegetaba y miraba desde afuera a aquella pareja que hacía repetidamente el amor en su isla: su yo de pelo cansado y piel mate, de ojos enrojecidos y uñas sucias, de antesalas de frustración y de fracasos. Todavía, a sus treinta y tantos años, le quedaba una felicidad como desconocida: la del apoyo, la del no estoy sola. En medio del amor, Daniel le había dejado bien claro que lo estaba. Era como si le dijese: «Estás sola. Nunca lo olvides.» No lo olvidó. A fuer de independencia él le había negado toda compañía. Y así restaba en el fondo de los ojos de ella ese grano de amargura del color del café. Eran lo que había él querido que fuesen: dos egoísmos frente a frente.

Empezó ese largo viaje de retorno que debía durar cinco días, los últimos cinco días de unas vacaciones de

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casi dos meses. Continuaba acordándose de Daniel con rabia, sin ninguna paz. Necesitaba dormir con él como se piensa en el agua cuando falta. Brasil la espera para enterrarla con sus mariposas multicolores portadoras de veneno en las finas patas. Brasil era algo infausto y nocturno tachonado de billetes de avión inseguros y de una compañía aérea paraguaya ineficaz. Le parecía que iba a cruzar el Atlántico a pulso. El Pacífico quedaba atrás con sus abanicos de grandes olas sonoras de un pálido verde jade.

Río, ese pájaro

Copacabana es un Torremolinos gran standing cuya visión puede resultar grata siempre y cuando se dé la espalda a la masa de hoteles y rascacielos que flanquean el mar. La sobrevuelan enormes pájaros rígidos y puntiagudos como cometas. Viniendo de Lima a Río, no puede menos de sentirse cierta ternura hacia Perú, ese hermano paupérrimo. Se cruzan los Andes, se pasan altiplanos, y he aquí Brasil, el Gil Pato de la familia. Río es una Babel por la que desfilan asiáticos, africanos y blancos, tan mezclados como los infinitos zumos de frutas que sus bares ofrecen; tipos humanos altos y deportivos, mujeres espléndidas, en contraste con los encorvados indios andinos. Un país de piedras preciosas y haciendas, de genocidio de los indios del Amazonas y de ricos metales, de abundancia. Río es un Nueva York en versión cono sur. Copacabana debió de ser muy bello hace un siglo, cuando las olas de un verde claro de piedra dura azotaban antiguos promontorios esmeralda tras los que el horizonte ofrecía una ciudad manuelina multicolor. El dinero ha pasado, envileciendo todo con su saliva.

Río. La cerveza vuelve a estar fría, la comida caliente, las duchas y los wc funcionan, hay papel higiénico,

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jabón, limpieza, toallas. Las bombillas se encienden. Estamos decididamente en un círculo de eficacia. Hemos dejado atrás la parálisis peruana, su patético raquitismo. ¿Son los brasileños dinámicos y eficaces porque comen bien o comen bien porque son eficaces? Esta gente de Río ingiere en un día las proteínas y calorías que un peruano en un mes. Habría que ver en el resto de Brasil.

Río de Janeiro es un perfecto objeto de consumo. Así como entre los mochileros hay un compadrazgo simpático hecho de la necesidad de encontrar comida y albergue a precio económico y del disfrute respetuoso de la belleza, así en Río hay un compadrazgo detestable de los ricos de este mundo. Allí se hallan las tribus germánicas guiadas por un experto, con aparatos inmensos que fotografían con toda precisión y conciencia clara de lo que deben ver. Aquí los argentinos, esos argentinos adinerados -únicos que viajan- perfectos fans de Vide-la, absolutamente reconocibles, equipados ellos y sus gruesos cachorros de adidas nuevas, gorras de elástico y collares de topacio y turmalina. Bien nutridos y bien contentos.

Hoy los periódicos amanecieron condenando un atentado terrorista de derechas: una bomba que ha causado muertos.

Desde el Corcovado y su Corazón de Jesús paternalmente devorador, desde el Pâo de Açucar, la bahía revela la razón de su belleza: una orografía perfecta cubierta de vegetación tropical, con sus resguardadas playas de arena fina y el jugoso declive de sus laderas como ingles. Una ciudad con fondo de música y colores brillantes. Para eso ha sido hecha Río, para la aglomeración y la fiesta. Un pájaro enorme posado frente al Atlántico, de plumas cegadoras y frágil esqueleto.

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VIAJEROS: MARI CARMEN Y JUAN CARLOS

-Queremos comprar joyas -dice Mari Carmen.

-Y cambiar los cheques de viaje por dólares para luego cambiar los dólares. Se gana muchísimo -dice Juan Carlos.

Llevan toda la mañana de banco a casa de cambio y planean tardes de fructuosas compras.

La joven pareja española está invirtiendo el santo sacramento del matrimonio en un viajecito por América de Sur. Se pasa por el aro de la alianza y, a cambio, el eunuco oficiante bendice el piso, la lavadora y la nevera, la familia agradecida firma letras y promete subsidios, los amigos completan el ajuar.

A velocidad vertiginosa, Mari Carmen y Juan Carlos se lanzan a la reproducción de la fortaleza familiar, segregan su capullo autosuficiente de hormigón rellenable de todo tipo de juguetes: aparatos de alta fidelidad, electrodomésticos, herramientas de hágalo usted mismo, acuario. En el aeropuerto, empiezan a preguntarse si les quedará bien en el comedor el arco con flechas que compraron en la selva. Fatigados bajo sombreros de paja un poco marchitos, recuentan los carretes de Kodak antes de amurallarse en la glorificada mezquindad del hermético nido burgués.

Como los niños escenifican tenderos y policías, en Mari Carmen y Juan Carlos ya se han aposentado los papeles de la recíproca sumisión: la mujer-recuerdo de la madre, protectora, eficaz, abeja reina y niña dependiente. El marido, volátil y sumiso, macho-jefe y niño castigado.

Mari Carmen y Juan Carlos miran con un distancia-miento receloso a los viajeros, a los seres y a los países, a sus formas distintas. Cien lugares, mil situaciones pueden atravesar su cerebro común sin romperlo ni man-

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charlo. Su ideario se ha mantenido virgen antes, durante y después del viaje.

-¿Nos compraremos otro anillo? Al fin y al cabo es una inversión.

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III

Sucede que me canso de ser hombre.

Pablo Neruda

 

 

 

Se acaba el viaje. He nadado hasta un borde y vuelvo a las modestas y salvajes dimensiones de Gredos, a mi corazón enterrado para siempre en Castilla, en cuyo polvo un día quisiera diluirme. Cada jornada marca el acercamiento a esa muerte.

Este acto de voluntad me ha traído cuanto podía esperarse: ausencia de desgracia como el robo y la enfermedad, lo cual ya es mucho en estas condiciones. Me ha traído encuentros y muy breves espacios de soledad. Me trajo otro peldaño, el alcohol con limón y con azúcar y la maldita esperanza de nuevo. ¿Cómo volver a dormir sola? ¿Cómo repetir las mismas palabras? No le dije a Daniel nada precisamente para no tener futuro, para que, al menos, nadie apresara mi pasado.

Ahora me siento dulcemente tibia con el calor bueno del ron salpicado de limón verde. Daniel, Daniel, ya metido en tu vida, ya lejano, ya decidido sin duda a no quererme. Tú y tu cuerpo perfecto, el pelo de oro gris y los labios rojos, el vello rubio del pecho, la dureza tierna de los músculos de tus muslos anudados a las rodillas blancas, a los pies tensos que marcaban una pisada de ansiedad en el vacío. Todo lo que nos hemos acariciado… ¡Qué saben estos tristes! Tu forma de escribirme te quiero con la uña en la piel. Ese amor nuestro tan inverso a los idilios de antaño, que empezó en el cuerpo y luego caminó dulcemente hasta el corazón.

Ahora no me besa nadie, tomo el avión, me preparo a ser adulta y responsable, a la lucha diaria por la vida. Y a no esperar.

Fui el adolescente que descubre. Ah, mi vejez existe, pero mi vejez es otra que la de los años. Y hay una verdad que sólo yo sé: ni tú ni nadie va realmente a quererme, a buscarme.

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Estoy en un restaurante en el que el camarero me abruma de atenciones, da la vuelta al azúcar, me reco­mienda que tome la comida antes de que se enfríe, y me ofrece un nuevo café.

Incluso para mí hay la sonrisa, desdibujada en la no­che de Río.

El cono norte

El avión, saltando fatigoso sobre el Atlántico de nuevo, es un dulce paso hacia la nada. Se pregunta si otra vez la espera el miedo a la vuelta, y se responde que sí. Debería empero tener costumbre de ese salto en el vacío; prácticamente durante su vida no ha hecho otra cosa: saltos elásticos sobre una red, sin punto duro alguno.

El viaje la ha puesto en contacto con los de su especie, con los que viajan solos y con el sentido especial que ello tiene en las mujeres. Todo pide un esfuerzo mayor y distinto cuando ellas van sin compañía, una cantidad de energía especial, desde entrar en un restau­rante hasta decidirse a un acto. Todo es posible cuando se va sola. Cada día puede ocurrir cualquier cosa. Se enfrenta de continuo una nueva situación en el ajedrez, y la solución acertada es un logro exclusivamente personal.

Llega finalmente a tener algo de droga este enfrentarse a situaciones en las que la persona se descubre a sí misma tanto como descubre un país. El sabor del riesgo marca la barrera entre el convencional y el otro tipo de viajero. Frente a quien se va encontrando, el viajero va­le exclusivamente por lo que es, por cómo se comporta, y aprende pronto que la gente reacciona en función de cómo reacciona él. No hay status, no hay un filtro salvador de convenciones, un enmarque. Su desnudez social es completa.

Ella desliza la palma de la mano -ese viejo conjuro tranquilizador- por superficies lisas: el brazo del asiento, la ventanilla, la cubierta del folleto. Cierta forma de

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vencer la angustia del entorno es probablemente verlo como una etapa más.

Bruscamente el reloj ha girado hacia atrás en su locura de canícula. Jamás me moví y estoy de nuevo a principios de julio, atravesando el patio de estas oficinas en donde pasé tres años de monstruosa inutilidad burocrática; como si jamás me hubieran escupido de sus dientes las filas de ventanas. Estoy atravesando, siempre atravesando y siempre en el mismo sitio, sobre la misma losa, recibiendo de plano un idéntico rayo de sol. La hojarasca de los árboles está cubierta de polvo. Alzo los ojos como siempre, buscando lo que jamás encuentro.

El teléfono hila frases gemelas.

Ah, la plenitud, el reino de los Andes, su horizonte vertical tan cercano del otro lado de la barrera.

Supongo que se trataba de la huida. Símbolos todos, pese a su aparente realidad. Realidades sin mayor consistencia que la cáscara. Un cuerpo es duro y firme. Bajo él hay un amasijo de venas y vísceras. Debajo podría haber alguien. Allá, en ese hueco, estoy yendo conmigo sola, sin futuro, sin ese futuro y esas palabras tan reales, tan irreales al menos como el abrazo y la presencia. Tú, Daniel, eras superior a los de mi especie, y lo serás siempre todavía por cientos de años, por algo que es la diferencia en la capacidad de dolor y en la capacidad de olvido.

Las palabras eran tan reales como las manos. Ellas me rozaban en la piel de dentro cuando él las decía. Las palabras zumbaban hacia mi yo invertido, el envés oscuro, rico en sangre protegido de las noches y de los días. El envés donde no hay sino la forma de la especie y los colores básicos.

No haremos vida juntos. No habrá acuerdo, ni armario, ni sillas.

Tras la imagen del caballero suplicante y la joven dama dubitativa,- en la feria de la oferta y la demanda por cada hermosa favorecida hay cien, hay mil imágenes inversas, mujeres que querían ser queridas, que intenta-

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ban modestamente hacer valer otra cosa que el azar. Hay el consultorio ginecológico, a la deriva de una sala de espera. Hay la frontera de los treinta y cinco años, más allá de la cual se debe descartar el hijo y las píldoras aceleran el envejecimiento y son peligrosas.

Y la mujer sale del consultorio con el bolso bien apretado, bañada en el aire gélido, a vivir pese a todo. Cruza entre los quioscos de revistas golosamente eróticas, nalgas relucientes y glaseadas como postres; cruza entre cansados matrimonios que se reprochan, y llega a casa, y enciende el gas.

Madrid, centro urbano

Era una buen idea lo de la heroína. Algo que nunca falle, periódico y caliente.

La noria había dado toda la vuelta y ahora los cangilones arrastraban el mismo oscuro cieno, ese cieno podrido y absorbente que siempre existe bajo las más puras aguas, al final de los más bellos ríos. La vuelta a la ciudad daba toda la dimensión de la catástrofe, del inmenso error. Cosas y seres habían sido plastificados y presentaban, con un cansancio apresado por el maquillaje, pantalones de colores vivos de los que salían zapatos inútiles de pobres tacones absurdos. El desfile exhibicionista de los bulevares. Una ambulancia. Máquinas. Hacía tiempo que se había roto el pacto con el lento y humano ritmo de la vida. Un aluvión de píldoras.

«Sucede que me canso de mis pies y  mis uñas y mi pelo y mi sombra.»

Como si lo hubiera sumergido en un mal ácido, el cuerpo comenzó a manifestar dolencias ignoradas por dos meses de vida dura: dolores de estómago, jaquecas, falta de apetito y de sueño, hasta ampollas en los pies que habían soportado, con la piel intacta, marchas bajo

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la mochila de catorce kilos.

La gente interpretaba sus papeles, marcaba el paso de una vida sin sorpresas.

Y  los despojos del verano, el conmovedor botín de
luz ida: el muchacho de la oficina, apuñalado a su banco
los once meses, muestra un collar de la Berbería. Una
mujer arrastra un carro de la compra entre los coches y
viste su incipiente embarazo con una túnica africana.
Chales, largas faldas indias, sandalias de cuero repuja­
do, ajorcas del desierto, todo atrozmente batido con el
asfalto, como un pobre viático del invierno europeo, del
otoño mecánico. La irónica revancha del Tercer Mundo:
los ricos del tergal y del amianto quitándoles de las ma­
nos las túnicas de tejidos perecederos, los polvos mine­
rales, las hojas machacadas, las bárbaras joyas del me­
tal. Y ahí van, pálidos, fatigosos, llevándolas como escu
dos, jirones de una presa insuficiente.

El mundo se hizo pequeño, mediocre y gris, perdió aquel resplandor de los dioses, el olor agudo de la altura y el latir concertado de la sangre y el mar.

¡Es esto pues!

La muerte es esto, cada vez es esto. Ninguna prueba tan fehaciente del error de aquel vivir como esa angus­tia, ese rechazo que era un estertor desesperado de su­pervivencia. Hay un grupo de tres matrimonios vestidos de los colores de la temporada, hablando de vacaciones de revista, con un bronceado de pintura a rodillo.

«Sucede que me canso de ser hombre.

Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impene­trable, como un cisne de fieltro.»

Y  tantos sexos muertos, pendientes como una seca
planta, o violentos y negramente morbosos como una
víscera invadida de cáncer, como un arma oxidada de
barriobajero. ¿Dónde el amor y la libertad?

¿Por qué nos han hecho esto?

Es el fondo del cubo repleto de ratas. Nunca se podrá salir de esas paredes kilométricas de hormigón. In-

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tentan trepar hacia el cono azul que existe en algún lugar arriba. Caen.

«No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,

«No quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos.»

Los seres se cruzan, se ponen en fila, se superponen. La inmensa soledad de la altiplanicie, donde eras único, eras un reino… Hay una inflación de Humanidad, y sus segmentos, sus mal logrados y repetitivos ejemplares no tienen peso ni valor.

Daniel… y también tú me has abandonado, con lo que era la pasión y la vida. Tampoco para ti existo; ni siquiera tú eres tú.

Ya. Es hora de caer en ese suelo vibrante de estrépitos, frente a la calle en donde las fichas se apresuran a ocupar sus lugares. Haberse muerto rápida, intensamente, con el Pacífico ante sí, con las ondas de energía del sol tamborileando sobre los Andes, con el sexo de Daniel en las manos, con su boca triturando la tuya, un fruto más en esas tierras de frutos.

No quiero… ¡Yo no quiero!

Ya. La regresión infantil. Se prepara a entrar en las cafeterías y los cines, a saludar a los conocidos y recitarles el anecdotario de su viaje. Se ahogará en lágrimas cuando le aseguren, de diversas maneras, sonriendo, que no tiene escapatoria, que su horizonte también es de cadenas, que envejecerá como ellos tras dejar en su lugar elementos similares.

«Por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,

Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido.»

 

Para todos no es igual.

Los que salieron a la superficie, los que nadan gozosamente, los que son amados, miran al fondo, risueños,

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iluminados por un sol distinto del astro de carbono y metano que nos baña. Para ellos Daniel y el mar volvieron, una mano descendió para posarlos en su palma, para elevarlos. Qué cansancio. Cómo se multiplica el metal.

«Sucede que me canso de ser hombre.

Sólo quiero un descanso de piedras o de lana.»

Ah, Neruda, pero después, qué festín te ofreció la vida.

 

«Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros. Abandonado como los muelles en el alba.»

Si al menos quedara la pura e indiscutible tristeza de los puertos vacíos, de las estaciones inertes, el páramo de los aeropuertos y de la desgarrada partida. No. Ellos se están preparando para vestir esa tristeza con el disfraz de su alegría obligatoria, esas alegrías chillonas y opulentas como sus colores rituales, como sus ruidos amusicados. Querrán imponer el uniforme de la juventud cuarentona y la sonrisa inexcusable, de esa adaptación que renta, que es lógica y productiva, que transformará, en su glorioso sistema digestivo, la plenitud de la materia en excrementos.

«Sin embargo serta delicioso

asustar a un notario con un lirio cortado

o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.»

Ellos predicarán el optimismo con mayor encono que ningún testigo de Jehová, el arte de vivir y los juiciosos métodos para construir hormigueros, la sexualidad deportiva, higiénica e indolora. Ellos cubren de neones, en que llaman un mundo feliz a esta desdicha, y vienen, uno tras otro, para arrancar la amargura, los apretados labios, las arrugas y la contracción del estómago que son el último refugio exasperado del que sabe. Vienen temibles; se han puesto en marcha para hacernos felices.

Daniel, Daniel…

-«¿De qué color te gustan las flores?

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-Azules.»

Durante meses he imaginado poderosamente un buzón repleto hasta desbordar de flores azules.

El tiempo irá pasando. Dentro de veinte años el tiempo habrá pasado. Este amasijo de huesos electrizados y párpados en espera se olvidará de su hambre, dormirá en una sequedad de arenas, me otorgará la paz. Los rayos del sol pasarán sin mirarme. Desde hace años el yo inverso habrá cerrado su boca, perdido el látigo… Callará, se cerrará esa otra cara sangrienta, bestial y oscura, que siempre mira a la tierra. Se habrán secado las raíces de esa cabellera de carne amoratada y exigente. Dentro de veinte años.

Quiero la pasividad mineral de los objetos, el descanso infinito de un movimiento puro y sin meta, hasta que la memoria quede atrás.

Todo es humillación, todo es ausencia. Aquella muerte, en esas tierras, era una muerte de planta, era un grave y apacible final. Nos rodean calaveras maquilladas forzosamente de juventud. Se prohíbe la muerte.

Ausencia.

Es el túnel, que se despereza con una gran lluvia de cartón color de cieno. Y vamos. Y vamos.

Los poemas pertenecen todos a Pablo Neruda. Este libro se escribió en 1980.

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EL VIAJE de MERCEDES ROSÚA

Es el número 20 de Narrativa,

editado en Libertarias/Frodhufí, S.A.

presidida por Carmelo Martínez García.

La impresión se realizó sobre

offset ahuesado de 80 g/m2 de Torras Papel, S.A.

en Gráficas Rogar, S.A.

y se encuadernó en pliegos de 32

cosido con hilo vegetal y cubiertas

de cartulina de 230 g/m2, en

Perellón, SA.

22/XI/1991

 

 

 

9788479540241

r-.9ll788479ll540241

Esta novela no es un libro de viajes, sino de EL VIAJE, de la larga escalada sin cima de la libertad, del temor, el asombro y la ternura. Es el viaje por el erotismo y el amor, por los remanentes desengañados, reflexiones e indagaciones de Ja generación del 68; es desplazamiento interno por el pasado y por el terco, .piadoso espejismo de la esperanza y del futuro.

Rosúa, viajera infatigable ha viajado y ejercido como profesora en diferentes países. El contacto y la inmersión en su mundo, el mundo que ha recorrido, la ha hecho experimentar fenómenos sociales y psicológicos entrañables, que le ha tocado vivir y compartir.

L i b e r ta r i a s P r o d h u f i