09/24/22

Muerte de Isabel II y comentadores españoles.

El provincialismo (casi) irremediable.

Tras la muerte de Isabel II, comentarios en España.

Septiembre de 2022

La muerte de Isabel II ha sito una ocasión perdida para que al menos algunos de los medios de comunicación españoles, por una vez, al fin se inclinaran por el lado de la grandeza y no por el de la envidia. Ésta última, fea, amarillenta y estéril, tiene sin embargo una hermana hermosa: la aspiración a la superioridad propia admirando y apreciando la ajena. Quedan en el limbo del papel impreso, de las imágenes fallidas, portadas abiertamente pedagógicas, tan necesarias como ingratas para el gran público español, en las que figuraran, a cincuenta por ciento de espacio, las multitudes tristes, correctas, unánimes en su civismo, en su pena y en la conciencia del momento histórico y de la fidelidad al país para el que trabajó y al que simbolizó su Reina. En el otro cincuenta por ciento, el contraste de Gran Bretaña con la Piel de Toro (se supone que el nombre-símil estará pronto prohibido) es flagrante. España existe como tal de forma nominal, pero carece hoy por hoy de identidad, símbolos, bandera, lengua común y ciudadanos, puesto que lo que se entiende como tal, y es sustancia de Inglaterra de puertas adentro y puertas afuera del Parlamento, el exterior y Westminster, en España no es sino una amalgama de sálvese el que pueda, expósitos de nacionalidad y aspirantes a víctimas de opresiones remuneradas.

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Cuando los ingleses vieron que St. Paul había sobrevivido a los bombardeos de Hitler supieron que ganarían la guerra.

Gran Bretaña es una pequeña isla sin relevancia comparativa en los mapas. Pero la ocupan ciudadanos reales, con conciencia de igualdad y de derechos y con un cariño hacia ella y hacia la libertad, sus tradiciones y formas de gobierno que le dan y darán una fuerza y un peso extraordinarios, hoy plasmados en el duelo y la unánime nobleza sin estridencias de sus reacciones, y antes en la valentía solitaria en los comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Nada es tan poderoso como una idea. Ni tan dañino como su ausencia. En patético y mísero contraste, ahí están los comentarios de algunos redactores españoles empeñados en marcar territorio mediático e imagen iconoclasta propia a base de escoger en tiempo y forma cuanto puede introducir en la imagen de personajes de talla excepcional pinceladas de bajeza: Churchill, el grandísimo Winston Churchill, será ante todo un borracho, los que llaman a Isabel II la reina más grande unos torpes patanes deslumbrados por la imagen británica y olvidados de la muy grande, pero anterior en unos cuantos siglos, Isabel la Católica, tal filósofo era un cretino, tal legislador un remedo tardío de brillantes, pero mal conocidas, lumbreras hispánicas, los merecedores del calificativo de imbécil, ignorante, estúpido, se contarán por centenas. A esas fotos magníficas y nunca bastante envidiadas de un Parlamento Británico absolutamente unido en el bien del país, todos de luto riguroso, les falta el contrapunto del triste gallinero tribal español, aferradas las aves asistentes al palo y comederos nutricios y atentas a las señales del jefe para cacarear al unísono y lucir, o no, consignas y corbatas.

George Orwell siempre actual, en un teatro de Londres.

No podía faltar en la presentación mediática del fallecimiento de la longeva reina británica la exhibición en primer plano, no de su servicio infatigable durante siete décadas a su país, ciudadanos, valores y aliados, sino el que Gibraltar continúe no siendo español. Visto lo visto, y el contraste entre uno y otro lado de La Línea, y no sólo en absoluto por prosperidad debida al mercado negro y empresas fraudulentas en la zona británica, surge un lamento irreprimible por el hecho de que los ingleses no continuaran su ascensión hacia el norte de España. Y eso porque ser ciudadano de verdad, con igualdad de dignidad y derechos, en un país auténtico que no se avergüenza de sí y de su bandera y utiliza a todos los niveles la lengua de Shakespeare,  tiene un atractivo comprensible. Más si se compara con ese remedo de amor patrio que es el patrioterismo cerril y el populismo de saldo.

Hay comentadores políticos a los que la muerte de Isabel II les ha ofrecido la oportunidad de bajar varios escaños, los que median entre la imagen de servidor implacable de la verdad y la del esclavo de la necesidad de distinguirse, de hacerse notar con una independencia que no es sino incapacidad de apreciar, y hacer apreciar, la grandeza, prisioneros de la cárcel de su propia imagen, sometidos a la dura disciplina de épater le bourgeois, alzarse como intelectual a la violeta insobornable, ajeno a las flaquezas del vulgo, semejante, en esa recia servidumbre, al escritor clásico español que se quejaba de la esclavitud de la rima consonante que le obligaba en su poema a llamar puta a una mujer honesta.

Dije que una señora era absoluta,

y siendo más honesta que Lucrecia,

por dar fin el cuarteto la hice puta.

Francisco de Quevedo.

 

Hay quien prefiere esto…

Cabe esperar el corolario de noticias del corazón, y otras vísceras, para que, a falta de méritos nacionales, políticos y sociales, se ofrezca al acomplejado, y con razón, pueblo español un menú mediático de taras e historias sórdidas sobre la familia real inglesa; jamás la comparación y emulación del sistema británico de valores. La virulencia de algunos comentadores, que alternaban la omisión de un evento de obvia relevancia mundial con explosiones pueriles de bilis ante la sola mención de la monarquía británica, hacía bueno el dicho de que ningún gran hombre lo es para su ayuda de cámara, pero es porque su ayuda de cámara no es un gran hombre. El fallecimiento y honras fúnebres de la Reina Isabel II ha revelado en algunos difusores de opinión que se creía agudos y honestos amantes de la verdad el peor envés del noble dicho castellano de que nadie es más que nadie. Quienes con ínfulas de superioridad intelectual y democrática lo capitalizan, con pretensiones bastante ridículas de despreciar lo británico cubriendo de anatemas y nada cariñosos epítetos al más tímido disidente, han revelado una mal disimulada aversión a la grandeza, les han resultado insoportables los mejores y más sinceros sentimientos de millones de personas y de todo un país que se distingue por la calidad de sus instituciones, y sólo les ha quedado refugiarse en la mención apresurada, la animosidad patriotera o el exabrupto. Halagarán ciertamente a buena parte de su audiencia. La atención pública hispana cuando el dedo señale a la Luna continuará fijándose en  el dedo; que apunta hacia abajo.

A esto.