11/30/10

PRÓLOGO A » EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS»

Portada del libro

Portada del libro

PRÓLOGO A «EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS», de Joseph Conrad.

(El corazón de las tinieblas. Joseph Conrad. Col. Castalia Prima. Ed. Castalia. 2010. Madrid. ISBN: 978-84-9740-353-5)

M. Rosúa

¿Te atreverías con el horror? El auténtico, el total, el absoluto. Más allá de asesinos y aparecidos, de relatos sanguinolentos e historias de fantasmas. El horror que puede residir-que probablemente reside-en tu interior, en el de cada uno de los otros, como un monstruo que hiberna cubierto por el pelaje de las civilizadas circunstancias, allá en el fondo, ignorado como un alien, pero capaz cuando se alza de ocupar la persona toda.

Este libro es un viaje hacia ese último punto, más allá del gran río y de los seres-animales, humanos, vegetales-que preceden al final torbellino al que, como los acompañantes de Kurtz y el testigo de sus últimos días, Marlow, el lector llega a asomarse intentando no precipitarse en él. En El Corazón de las Tinieblas hay aventuras, caníbales, selva virgen, hechiceros, flechas y fusiles. Pero nada es esto comparado con la llegada ante el rostro desnudo del verdadero espanto. El que, una vez visto, se instala para siempre en el recuerdo.

 

 

LA ÉPOCA

 

En el último año del siglo XIX, que es cuando se escribe esta novela, África no era ya la “tierra de leones” que vagamente cartografiaban los antiguos, pero aún había en ella espacios ignotos y era recorrida por exploradores que buscaban territorios míticos: las fuentes del Nilo, los cementerios de elefantes, las minas del Rey Salomón, las nieves del Kilimanjaro. De manera menos poética, era ese continente de fronteras artificialmente trazadas a escuadra y cartabón (como revelan todavía los mapas) por las grandes potencias europeas, de guarniciones y de puestos comerciales que, desde la costa, se encaramaban por las únicas rutas de los grandes ríos hacia un interior que era la pura imagen del “Otro”, de un espacio, una humanidad y un ambiente ajenos en todo al mundo civilizado.

En 1868 un niño de nueve años, Conrad, señala en el mapa el territorio en blanco-que será Stanley Falls-al que cuando sea mayor se propone ir. El explorador que dará nombre a tal lugar ha recorrido la jungla de África ecuatorial, trazado el curso del río Congo y hallado en 1871 a un explorador misionero que se creía perdido, a quien dirige el saludo que quedará para la Historia: ¿El doctor Livingstone, supongo?. Por Europa circulan los libros de Stanley A través del Continente Negro y En lo más negro de África. Navegación y comercio, junto con ferrocarriles, técnica y auge demográfico, impulsaban la Revolución Industrial, y las compañías inglesas, francesas, holandesas, belgas extraían con avidez materias primas, productos exóticos y un elemento, el marfil, que se había convertido en fetiche y símbolo de la riqueza. España, mientras, languidecía en el recuerdo de sus perdidas provincias americanas. Mucho antes, en 1482, el portugués Diego Câo había sido el primer europeo en explorar la zona y establecer en el Congo puestos comerciales. Bélgica, independiente sólo desde 1831, se modernizó con rapidez y su rey, Leopoldo II, dirigía desde Bruselas, como propiedad personal, un vasto territorio africano, el Congo Belga, luego Zaire. Lo que el Rey presentaba como empresa civilizadora y cristiana pasó a ser, en la práctica, una franquicia de explotación sin escrúpulos que esclavizó y diezmó a los nativos. Hasta que el movimiento de denuncia de tales atrocidades, impulsado por gentes de la talla de Morel, Casement (a quien conoció Conrad en el Congo), Sheppard y Williams, tuvo fruto y puso las bases de futuras asociaciones pro Derechos Humanos. El corazón del mundo industrializado era en el siglo XIX Londres, la “Madre de las Ciudades” en palabras de la época, y su sangre las vías fluviales y marítimas cuyo libre tránsito se consideraba esencial. El globo terrestre se hacía familiar a ojos vistas, tentaba, ofrecía oportunidades, apremiaba con la necesidad de establecer nuevas esferas de influencia y acción. Y en él habitaban, a la vez, todas las etapas de la evolución, y adaptación, de la especie, hombres para quienes era magia el pitido de un barco y el humo de una chimenea, plantas semejantes a la vegetación intacta de cuando los bosques eran señores de la tierra, depredadores blancos ansiosos de practicar el tiro con un grupo indígena de las márgenes del río, depredadores negros deseosos de organizarse un festín caníbal con los miembros (en todos los sentidos de la palabra) de otra tribu.

Pensadores, geógrafos, filósofos, misioneros, políticos, investigadores, intelectuales de todo tipo y simples individuos con inquietudes, sentido común, humanidad, inteligencia y escrúpulos también habían emprendido una búsqueda de referencias, datos, teorías e ideas que proporcionaran un marco de referencia, un proyecto moral, una jerarquía de valores distintos al expolio, la agresión, la violencia y el abuso de las poblaciones nativas. El siglo XIX se cierra, y el XX se abre, con un conflicto entre torpe colonialismo y proyecto de civilización y progreso, universalidad de los valores humanos y facilidad del retroceso a la barbarie, conflicto que, de hecho, continúa hasta el día de hoy.

 

 

MOVIMIENTO LITERARIO

 

El siglo XIX es la época de las grandes novelas, de las narraciones de aventuras que corresponden, en la vida real, a la expansión de los europeos por los cinco continentes, a la descripción de las vastas extensiones vírgenes y a la curiosidad y sed literaria de una población en rápido crecimiento de su demografía, su curiosidad y expectativas y su poder de compra. La aventura y la descripción distan de ser sólo físicas: Se proyectan en todas direcciones, hacia el interior de las vidas y relaciones sociales, en las profundidades de la conciencia y del inconsciente, en los conflictos sentimentales y las cuestiones religiosas, científicas políticas y filosóficas.

Es, además, época durablemente impregnada por el realismo y el naturalismo, por la descripción amarga de unos seres humanos estrictamente condicionados por su medio y herencia. Sin embargo los individuos tienen papel esencial y contradicen el excesivo determinismo de quienes buscan en las circunstancias la explicación de todo. En las novelas aparecen personas de notable capacidad de juicio y de movimientos, caracteres muy marcados capaces de pasión y, a la vez, de distanciamiento, y dotados de una carencia de trabas intelectuales y verbales que otorga credibilidad a sus palabras y contrasta con el temor actual a expresar lo políticamente incorrecto.

En dirección contraria al realismo se encuentran el relato fantástico, el cuento de terror y el folletín sentimental o el de crímenes, que irán creando algunas obras excelentes y grandes cantidades de otras de simple entretenimiento.

En los umbrales del siglo XX, la novela moderna significa la fragmentación e introspección del relato, el manejo subjetivo del tiempo, la diversidad en los recursos estilísticos que centran la atención en distintos puntos de vista, seres, lugares e incluso elementos naturales y objetos que adquieren personalidad y ocupan el primer plano. Ciudades y aldeas, campos y ríos, costas y montañas pasan, de marcos de una acción, a seres determinantes en el desarrollo y rasgos esenciales de la trama. El retrato de los personajes se realiza, por otra parte, con gran frecuencia con trazos muy someros que recuerdan a la pintura impresionista; y más importante que las largas descripciones físicas es el apunte sobre gestos, menudos detalles, comportamientos, fruto de una rápida visión y de un rápido esbozo. El esquema tradicional de planteamiento, nudo y desenlace desaparece, pasa a ser tan diverso como el escritor y el tema lo requieran, y se somete por entero al fragmento de vida y de experiencia que se pretende transmitir, al mensaje o al sentimiento, a la pretensión científica o al simple deseo de entretener al lector con una sucesión de peripecias y una serie de descripciones con frecuencia exóticas.

La novela moderna es también la de tesis, aquélla que expone, abierta o veladamente, una teoría, una idea, un intento de comprensión y de explicación de los sucesos, condiciones y existencia que al narrador le ha tocado vivir. Es, por lo mismo, con frecuencia de final abierto e inquietante, despegada y solitaria como sus desarraigados protagonistas y sus autores. Aparecen subgéneros que corren paralelos a la actividad de los desplazamientos humanos y a las exploraciones geográficas; tal es el caso de las novelas de navegaciones, de la presencia insistente en la literatura de barcos, carruajes y ferrocarriles, del nacimiento de la ciencia-ficción y de la presencia de cazadores, guías, exploradores, colonos y  viajeros.

La novela de esta época florece y reina en un momento, quizás irrepetible, de rara libertad: Sus autores no dependen sino de la creciente demanda de los lectores, se expresan con la tranquila audacia del individuo hijo de sus actos, no sienten la coacción de múltiples medios comunicativos e insistentes mensajes subliminales. Y por ello dejan en el lector el sabor inconfundible de la expresión carente de consignas, de la sustancia literaria aún no tocada por la autocensura; capaz, por ello, de transmitir calidad y de introducir en el centro del “otro” y su experiencia.

 

 

EL AUTOR

 

A los diecisiete años Conrad decide, en el puerto de Marsella, el curso de una vida que ya sabía de deportaciones, orfandad y desplazamientos. Ha nacido en 1857 en Berdyczów, la Ucrania actual, y es un polaco cuya familia, culta, aristócrata y nacionalista, se rebela contra la opresión rusa, lo que los llevará a todos a las penurias de la persecución, la cárcel, la enfermedad y el exilio. El ambiente de su infancia es culto, intelectual y apasionado. Su padre es poeta, traductor y dramaturgo, y paga con salud y vida la defensa de sus ideales independentistas polacos. Además de políglota, Conrad será un autodidacta con amplios conocimientos tanto literarios como de los nuevos descubrimientos geográficos. En 1865, a los once años, tras la muerte de su madre, Ewa, a la que siguió la del padre, Apollo, en el 69, el niño pasó a la tutela de su tío. El alto nivel cultural de sus padres es visible en el temprano aprendizaje del inglés y las variadas lecturas. Tras una breve estancia en Suiza, desciende a Italia, llega por primera vez al mar y, en el 74, busca trabajo en los barcos mercantes que zarpan de Marsella rumbo a África, Asia y las Indias Occidentales.

Los años que siguen son de navegaciones, empresas diversas, como el transporte ilegal de armas para los carlistas españoles, amistad con personajes que formarán parte luego de su universo literario, pasión por el juego, grandes deudas y un intento de suicidio en el que la bala le atraviesa de parte a parte a ras del corazón. Pero ese disparo en el pecho marca el pistoletazo de salida de una nueva y duradera etapa: la del navegante de carrera y la gestación del escritor. En los libros de Conrad hallarán cobijo algunos personajes y lugares que pertenecen al material de acarreo y recuerdo de su primera y turbulenta juventud. Con veintiún años, en 1878 llega por vez primera al Reino Unido, donde trabaja en un vapor costero. A continuación aprueba el examen de oficial de Marina, logra la ciudadanía británica, continúa su carrera, se hace capitán y se instala por completo en la que será ya, probablemente, su patria real: la lengua inglesa. Ha cambiado su nombre original polaco, Józef Teodor Konrad Korzeniowski, de difícil pronunciación para extranjeros, por Joseph Conrad y no escribirá libros en polaco jamás. Redacta su primera historia, The Black Mate. Durante sus primeras vacaciones largas en Londres, a los treinta y un años, de los que ha pasado casi la mitad en el mar, comienza a escribir La locura de Almayer. En 1890 firma un contrato como capitán de un barco fluvial con la Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Alto Congo. La iniciativa responde a una larga fascinación infantil por-en sus propias palabras-El corazón blanco de África. Lo que debían ser tres años se reduce a seis meses en la zona, tras los que debe volver, enfermo y profundamente decepcionado, a Inglaterra. Más tarde, en su ensayo Geografía y algunos exploradores, define aquella situación como La más vil rebatiña en busca de botín que ha desfigurado jamás la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica. El principal botín de Conrad será, amén de las secuelas físicas, una carga de escepticismo y amargura que le acompañaría el resto de su vida.

La experiencia del trópico colonial, el contacto con la apariencia de orden y el imperio del absurdo y la degradación, los altos principios e ideales civilizadores que se defendían en Europa y la sórdida y rapaz estulticia en tierra africana, le produjeron una especial impresión tan disolvente en lo moral como abrumadora en lo psicológico y en lo físico. En su viaje al interior del Congo, tras costear hasta Boma, navegó hasta Matadi y de allí fue por tierra 370 kilómetros hasta Stanley Pool (hoy Kinshasa), para navegar de nuevo río arriba hacia Stanley Falls (Kisangani). En el trayecto se embarcó a  un agente muy enfermo, que moriría durante el viaje. Éste tenía un apellido alemán, Klein y ninguna relevancia; también oyó hablar de otro agente que pretendía luchar contra el salvajismo y costumbres bárbaras y que fue asesinado.

Tras restablecerse, Conrad volvió al mar, pero ya por poco tiempo. El trópico había dejado huellas y en 1894, a los treinta y siete años, renunció a su carrera de marino. Anclado definitivamente en tierra, se casa a los treinta y nueve con Jessie George y se dedica plenamente a la literatura. En 1899 acaba El corazón de las tinieblas. En cierto momento una organización humanitaria internacional, el Movimiento para la Reforma del Congo, que luchaba contra el atentado contra los derechos humanos que era moneda corriente en aquella región de África durante el reinado de Leopoldo II de Bélgica, solicitó su adhesión. A la asociación pertenecían, entre otros, el norteamericano Mark Twain y el británico Arthur Conan Doyle. Pero Conrad, aunque apoyaba sus principios, declinó la oferta. Siguió publicando durante la Primera Guerra Mundial, en la que uno de sus dos hijos quedó en el frente seriamente dañado por los gases. Su mujer padeció una penosa enfermedad. Él murió de un ataque al corazón en 1924.

 

 

LA OBRA

 

En la breve novela que es El corazón de las tinieblas se concentra el largo, inacabado y más trágico de los relatos: el que enfrenta con el auténtico horror que se cobija en lo más profundo de cada cual, aquél impredecible y cuya manifestación sólo depende de agentes oscuros y de las circunstancias. Durante una noche de espera forzosa del cambio de marea, anclados en el Támesis, unos marineros escuchan a su compañero Marlow, que, invisible y sentado en la popa del barco, reducido por las sombras a una pura voz, les cuenta una de sus historias. Se trata de su viaje a África central, de la visión decepcionada, asqueada e irónica del comportamiento respecto a la población indígena de los agentes de la compañía comercial, de la paradoja entre la humanidad insoslayable y el aspecto y las prácticas de los nativos, y del contacto con una naturaleza misteriosa y temible. Todos los esquemas morales y referencias del narrador se van desmoronando con lentitud ante la inmensidad desconocida, en la que poco a poco se sumerge. El hilo conductor de la trama es un personaje, el agente Kurtz, elevado a la categoría de mito por las tribus, que lo adoran, y por los europeos, que envidian sus logros y sus dotes y que no soportaban su ardiente defensa de ideales civilizadores. El encuentro entre él y Marlow sólo se produce al final, de forma que el suspense de la novela reside, sin perder tensión en ningún momento, en las referencias diversas a Kurtz, al poder de su voz, a la magia de su elocuencia, en la incógnita sobre la extraña fuerza que posee, en los recuerdos dispersos, las críticas y los temores de los que lo trataron, cuya mezquindad se ve resaltada por la talla del ausente, en la probabilidad de su muerte. Con un telón de fondo que es, de por sí, protagonista y corresponde a una selva omnipotente, inmemorial, gigantesca, tan ajena a la presencia, historia, leyes y efímero mundo de los blancos como dotada de formas de comportamiento y vida que pertenecen al magma primordial y a las eras remotas de la feroz supervivencia.

No se trata de una novela de aventuras. Éstas constituyen tan sólo su primera capa visible, el marco de una acción cuyas etapas principales transcurren de forma paralela en el interior y exterior de los personajes. Tampoco es una novela de tesis destinada a denunciar el colonialismo. Marlow constata abusos y atrocidades con la mirada distante de quien se mantiene al margen y la honestidad individual que hace sus observaciones infinitamente más creíbles que las frases dictadas por consignas. Lo hace en un largo monólogo precedido por los juegos de luz y sombra de la luz sobre otro gran río y concluido en el mismo río horas más tarde. En ese bucle de espacio y de tiempo se desarrolla una técnica de contrastes ciudades/selva, Roma clásica/Britania salvaje, Támesis/Congo, luz/tinieblas, muros, calles y recintos opresivos/espacios, como el mar y el cielo, limpios, libres y amplios, amante africana/prometida belga, crueldad/filantropía . Caído, por la superioridad de su carácter e ideales, desde mucho más alto que sus sórdidos compatriotas, Kurtz se precipita en una profundidad mucho mayor, en los abismos de la ambición, el crimen y la barbarie, gusta del ilimitado poder personal que ignora morales y leyes, y acepta, en una regresión vertiginosa, el abrazo de la selva. Descubre así la monstruosa y postrera lógica, el dios negro del vacío, la atracción suprema del horror de la que únicamente se salva quien, como Marlow y tantos otros, acierta a echar el pie atrás en el último momento.

Hay en toda la historia un sentimiento evidente de peregrinación iniciática tanto hacia lo desconocido, el entorno salvaje y las eras remotas de la Tierra, como hacia el núcleo tenebroso que yace en el interior del ser humano. La narración, voluntariamente vaga respecto a nombres de lugares y personas, es plástica, lineal, con elementos surrealistas y saltos en el tiempo que corresponden a la agudeza o banalidad de las percepciones y a la general presencia del absurdo que llevará a Marlow a la vivencia del pánico en estado puro. Su rescate de Kurtz y el atisbo de su alma en la agonía le harán leal para siempre a su recuerdo porque es la pesadilla que el marinero ha escogido. No hay en el relato exotismo, ni descripción superflua, ni la adjetivación, abundante y muy sensorial, es gratuita. Existe un uso del detalle que sirve de contrapunto, a manera de metáfora directa, de lo ridículo y minúsculo frente a la grandeza: el cubo agujereado, las moscas, los disparos a la selva. El ambiente es de obsesión, niebla, fiebre y vértigo ante la intuición, como respuesta final, de las grandes tinieblas definitivas.

Los personajes son netos y pintados con rápidos trazos impresionistas, según su comportamiento y algunos rasgos físicos. Kurtz es la grandeza vencida por la opción del lado oscuro y es una Voz. Marlow es el marinero reservado y solitario que mantiene una honestidad distante. Los demás europeos desfilan al ritmo de la navegación y su pequeñez de espíritu resalta la personalidad mítica del agente objeto de la búsqueda; colectivamente recuerdan a los esperpentos de Valle-Inclán, son patéticas y dañinas bandas de “peregrinos” jactanciosos, torpes, ruidosos y vulgares, que contrastan con la silenciosa eficacia del marino y la dureza y adaptabilidad de los africanos. Tipos como el mecánico, el contable o el joven ruso son introducidos de manera breve pero lograda. Las mujeres corresponden al prototipo victoriano y a la imagen idealizada y lejana que de ellas, en un mundo de hombres, se tiene. Amante africana, prometida europea y tía del narrador se valoran y definen en función del hombre, objeto de su fidelidad y cuidados, y se sitúan en una esfera ajena a las realidades de este mundo y en la que se considera deben permanecer.

Pero el gran personaje antagonista que se alza tras el precario decorado occidental  de los asentamientos ribereños es la Selva, y el hechizo de su lejano, indescriptible corazón.

 

 

11/30/08

Prólogo a «Frankenstein o el moderno Prometeo

PRÓLOGO A «FRANKENSTEIN O EL MODERNO PROMETEO»,

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DE MARY SHELLEY

  • (Frankenstein o el moderno Prometeo. Mary Shelley. Col. Castalia Prima. Ed. Castalia. 2008. Madrid. ISBN: 978-84-9740-260-6)

M. Rosúa.

LA ÉPOCA. “Y seréis como dioses” (Génesis, capítulo III).

 

Esto promete la serpiente a Eva si come la manzana, que es la sabiduría, el peligro, el bien y el mal. El final del siglo XVIII y comienzos del XIX es el albor y despegue del mundo moderno, el de la ciencia, los derechos universales del hombre, la exploración ilimitada e infinita, la filosofía de la Ilustración y las grandes esperanzas en la mejora de la condición humana; es época de tolerancia y terror, del avance hacia lo desconocido y del vértigo de la libertad. Se especula sobre el origen de la vida y Luigi Galvani, físico italiano muerto en 1798, introduce el galvanismo, la idea de que en la chispa eléctrica reside el poder de animar materia inerte; el conde Alessandro Volta inventa la pila que lleva su nombre; Erasmus Darwin, abuelo del Darwin de la en su momento escandalosa teoría de la evolución de las especies, es físico y poeta y difunde su creencia en la posibilidad científica de dominar desde la génesis de seres humanos hasta las leyes del vasto universo. De hecho, el gran sir Isaac Newton, filósofo natural y matemático inglés que vive de 1642 a 1727, ya ha enunciado la Ley de Gravitación Universal, descubierto la composición de la luz, anticipado la teoría de los cuantos y establecido la dinámica que rige la evolución de los cuerpos celestes. Es tiempo de electricidad y magnetismo, Naturaleza y cambio, experimentos y revoluciones cuyos altos ideales de forjar un edén en la tierra pueden desembocar en terror, exterminio y fanatismos no menos peligrosos que los de épocas pasadas. Los fervientes defensores de la Razón conviven con el torbellino de exaltación romántica de la bondad primigenia, de abolición de límites, de conquista de la energía que es, a la vez, fuego divino, recurso inagotable, amor materializado y principio vital.

Pero ¿cómo crear dioses sin crear demonios? ¿Cuál es el precio del peaje hacia el maravilloso mundo que, por medio de la ciencia, apunta en una lejanía que pueden hacer próxima la simple decisión y voluntad humanas?. Estamos, en esa época-y en la nuestra-ante los hombres de diseño, a los que, por medio de la educación, la física, la química, la electricidad, la política, se puede fabricar. El filósofo francés Rousseau (1712-1778) ha plasmado en el Emilio la educación perfecta y defendido la idea del Buen Salvaje, el hombre todavía no corrompido por la sociedad, pero él mismo ha ido entregando sus propios hijos al orfanato. Robespierre, en la revolución francesa de 1789, ha instaurado eficazmente el terror en nombre de la igualdad, dirigido las matanzas, para acabar siendo guillotinado a su vez. Brilla el espíritu prometeico, el mito del Titán que robó el fuego a los dioses para llevárselo a los hombres y que, en su versión romana, volvió a recrear la humanidad modelando figuras de arcilla. El mundo moderno hunde sus raíces en el Renacimiento, la exégesis de la Biblia, los clásicos, la sabiduría acumulada por las Edades Antigua y Media, y lo edifican gentes muy cultivadas, de sólida formación humanística. En los gabinetes del investigador (de los que se denominaban filósofos naturales) y del estudioso, en los incómodos laboratorios, se trabaja con la ilusión y la inquietud del futuro inminente y de la adquisición de la verdad, con la meta del paraíso terrestre, con el temor a los monstruos y dioses que podrían quizás residir en ellos mismos.

 

 

 

 

 

 

MOVIMIENTO LITERARIO.-Nuestros monstruos.

 

Siempre ha habido monstruos rondando la literatura, el floklore, el arte; proyecciones de la imaginación individual y del inconsciente colectivo, explicaciones fabuladas de lo inexplicable, dragones, minotauros, esfinges y quimeras. Existe en la Edad Media la historia del Golem, leyenda judía sobre un sirviente modelado con arcilla y al que se infunde vida con invocaciones especiales del nombre de Dios. Pero la era moderna será la de nuestros monstruos, casi de la misma especie o de especies inteligentes, cercanas. Sus predecesores son híbridos: arpías, licántropos, centauros Produce especial terror la semejanza humana, el cadáver animado, el engendro bestial pero reconocible como producto abortado de la Humanidad. El relato de Mary Shelley recoge, asimila, transforma y proyecta a gran altura un género literario llamado al éxito y el consumo del gran público: la novela de terror. En el siglo XVIII aparece la que se llama novela gótica, que suele desarrollarse en castillos medievales en una atmósfera de misterio, seres sobrenaturales, doncellas en peligro, esforzados amantes, estancias lóbregas, tormentas nocturnas, sucesos pavorosos y secretos terribles. Buena parte de sus cultivadores proceden del mundo anglosajón, como A. W. Radcliffe, H. Walpole, W. Godwin, padre de Mary, o M. Lewis.

Pero la novela gótica no es sino un ingrediente menor en la confluencia de géneros literarios que se dan cita en la obra que nos ocupa. Lejos de enmarcarse en el simple relato fantástico, Frankenstein es fiel a su época: apasionadamente ilustrado y apasionadamente romántico. El Romanticismo vibra en cada página con la plasticidad de una pintura. La literatura de ese movimiento se caracteriza por la pasión y la desgracia, por la rebeldía y la soledad del individuo, por la ruptura con los convencionalismo, por la fe en el poder del valor, el genio y la voluntad. Sus historias transcurren en grandes paisajes en los que la naturaleza avanza majestuosa para ocupar el primer plano; sus protagonistas, de por sí extraordinarios, vagan por espacios desiertos, salvajes, tenebrosos o melancólicos, y, como los héroes de la tragedia griega, están abocados a un destino fatal.

Esto sin embargo coexiste con la herencia del Racionalismo y de las Luces por mucho que los románticos pretendan huir a lugares exóticos, lejanos, ajenos al mundo moderno. Se habla de galvanismo, medicina, astronomía, física; se discute en largas tertulias sobre esa misteriosa fuerza eléctrica que hace reaccionar a cadáveres. Se comenta, con toda inocencia, que, mediante descargas, al parecer se había logrado dotar de movimiento a un puñado de fideos. Con la literatura nueva cuyo terror nada tiene de simple, que no recurre sistemáticamente a lo maravilloso, podríamos hablar de una proto-ciencia ficción, de un precedente de ese género literario; mezclado con otro que es la novela filosófica, la fábula moral pero de final totalmente abierto a la consideración de cada lector. Todo esto nutrido de los grandes géneros de las literaturas y mitologías clásicas grecolatinas, de la Biblia y de las epopeyas de descubrimientos geográficos, y penetrado de los escritos e ideas revolucionarios sobre los derechos humanos, el desarrollo del hombre, la lucha contra la superstición, el atraso y la injusticia y la reflexión sociopolítica.

Frankenstein inaugura la genealogía de monstruos inquietantemente próximos, producto de sabios creadores o de un suceso trágico, mucho más terroríficos por su componente humano. Ya en 1816 lord Byron había dejado inacabada una historia que sugirió a Polidori su “The Vampyre”. Luego vendrán el Drácula de Stoker, el Mister Hyde de Stevenson, el horror en estado puro de Edgar Allan Poe, los monstruos inteligentes de Wells, procedentes de otro planeta. Llega a continuación el tiempo de la beatificación del pobre monstruo, de cualquier monstruo, sólo por ser marginal, minoritario y distinto, con perfecta indiferencia respecto a sus crímenes y víctimas, por parte de una sociedad acobardada ante el mundo y ante sí misma. Y hoy se abre el imprevisible horizonte de la ingeniería genética, de la clonación, imitación, infusión de la vida.

 

 

 

 

 

 

LA AUTORA.-Ser un genio a los dieciocho.

 

Se trata de una adolescente que ha huido a los dieciséis años de su hogar enamorada de uno de los mejores poetas de Inglaterra, Percy Bysshe Shelley (1792-1822), él también muy joven. Su esposa, Harriet tendrá el segundo hijo de Percy en 1814 y se suicidará en 1816, poco después de que lo hiciera Fanny, hermanastra de Mary. Mary, que había conocido a Shelley a los catorce años, podría haber disfrutado entre los suyos de un cómodo bienestar, pero eligió el azar, la audacia y el sendero que sus sentimientos le indicaban; vivió un amor grande y apasionado que la marcó de por vida, en un entorno maravilloso y rodeada de poetas excelentes, pero estuvo, desde muy pronto rodeada de muertes. En el verano de 1816 la pareja, otro gran poeta ya de prestigio, lord Byron, (cuya amante, Claire Clairmont, es hermanastra de Mary y la acompañó en su huida de Londres) y el médico y ayudante de éste, Polidori, pasan los días de lluvia y las noches tormentosas en la villa Diodati, junto al lago Leman. Las montañas de Suiza despliegan a su alrededor el magnífico paisaje que el grupo recorre en excursiones cuando el tiempo lo permite.. Durante las largas tertulias se habla de filosofía y medicina, de literatura y galvanismo, del origen de la vida y de los descubrimientos científicos. Pese a su juventud, Mary posee una muy seria formación humanística y una extraordinaria capacidad receptiva. En una velada Byron propone que cada uno escriba un cuento de terror. Sólo ella llevará la tarea a término. Tiene un sueño: Ve al pie de su cama a un trágico, espantoso monstruo al que se había infundido artificialmente vida. Al tiempo se gestaban en el vientre de ella hijos: se le ha muerto un bebé prematuro el año anterior y le ha nacido en enero de 1816 William, que morirá pocos años después y al que seguirá una niña, Clara, muerta al año. En su inconsciente yace el recuerdo de que su madre falleció tras darla a luz. Despierta y escribe, sin descanso. Y surge Frankenstein, profunda, estructurada, densa, muy lejos de la simple historia de terror. Desde el cruce de caminos y movimientos en los que ya la sitúan sus lecturas y estudios y su época, teniendo como rampa de lanzamiento la experiencia inmediata y la riqueza intelectual de aquéllos con quienes se mueve y el valor de su iniciativa individual, Mary ha sido elevada súbitamente a esa cumbre creativa a la que sólo se accede con la chispa del genio, tan misteriosa como la de la vida que pretende infundir Víctor Frankenstein.

Mary Wollstonecraft (1797-1851) es hija única de un escritor y filósofo político materialista, racionalista y anarquista, William Godwin, autor de “Investigación sobre la justicia política” y “Aventuras de Caleb Williams”, y de la escritora Mary Wollstonecraft, que fallece como consecuencia del parto y era autora de una “Reivindicación de los Derechos de la Mujer” que constituye el primer gran documento feminista. El viudo se volvió a casar con una chica de escasa cultura mucho más joven que él, con la que la hija no tuvo trato, y que acabaría poniendo fin a sus días. Mary contrajo matrimonio con Shelley en Londres, en diciembre de 1816, tras el suicidio de la primera esposa de éste. Percy morirá ahogado en 1822; poco antes había salvado con su pronta asistencia la vida a Mary, que se desangraba por un aborto. La viuda tiene veinticinco años. Siempre rechazará a los que pidan su mano; pasa penurias económicas, vive en Italia, viaja con el hijo que le queda, Percy Florence, por Alemania y muere a los 53 años en su Inglaterra natal. Además de encargarse de la publicación de las obras de Shelley, relató sus viajes y experiencias y compuso poemas y novelas, como “Valperga”, “The Last Man”, “Perkin Warbeck”, “Falkner” y “Rambles in Germany and Italy”, pero sus escritos de madurez nunca alcanzaron la altura de aquella obra de juventud concebida en los momentos más intensos de su existencia.

 

 

 

 

 

 

LA OBRA.-Monstruo malo/monstruo bueno.

 

Podría haber sido uno más entre los miles de cuentos de miedo, una historieta de fantasmas, seres diabólicos o bestias insólitas aderezada con las indispensables gotas de aventura amorosa, desafío, torreones y tesoros. Pero resultó una obra de esa envergadura que traspasa la línea del buen oficio para situarse en el selecto círculo de la excelencia y la fama. Frankenstein o el moderno Prometeo pertenece por derecho propio a la galería de personajes que, salidos de la ficción, han adquirido una entidad que sobrepasa a la de sus autores y a los seres reales, como también ocurre con don Quijote, la Celestina, Julieta, Otelo, don Juan o Hamlet. Y ello no es casual ni reside en una faceta o en algunas páginas; es el fruto de un equilibrio entre el fondo y la forma, de una adecuación del elemento narrativo y de la disposición de las palabras que sorprendió y sorprende en una obra primeriza y se encuentra a veces en poesía pero raramente en prosa.

El título procede de una antigua ciudad de Silesia (hoy Zabkowice Slaskie), hogar histórico de la familia Frankenstein. Mary conoció a uno sus miembros y el recuerdo fue lo suficientemente poderoso como para dar nombre a su relato (es dudoso que la familia haya apreciado que su nombre pase a la posteridad como el de un monstruo horrendo). La novela se extiende en círculos concéntricos autobiográficos en boca de distintos personajes, que toman a veces forma epistolar y engloban diálogos, descripciones, meditaciones, monólogos, historias dentro de historias, y cuyo punto central es la voz del monstruo cuando pasa, en los capítulos situados en la mitad del libro, a relatar su propia biografía desde el instante de su iniciación vital. La narración se va apoyando en dualidades de las que la principal y más trágica es la tensión entre el monstruo y Víctor, las tragedias simétricas de creador y criatura, perseguidor y víctima. El primer círculo que encierra al resto es las cartas y anotaciones de Walton, semejante al Víctor joven (y a Clerval) en audacia, nobleza, ilusión y juventud. Él es albacea y testigo de cuanto la novela contiene pero no es un mero recurso literario; tiene personalidad, meta y aventura personal, pronto eclipsadas por la fuerza de la historia del doctor Frankenstein. A través de Walton toma aquél la palabra, y a través de Víctor la toma el monstruo. La segunda mitad del libro sigue, a la inversa, el mismo proceso, de forma que el narrador que la abrió cierra la historia. A lo largo de ella se ha sabido mantener el suspense, la certidumbre del final fatal pero la incertidumbre respecto a su progresión, la cadena de asesinatos y el desenlace. El todo está presidido por la idea de la fracasada creación, un remedo de la función divina, una copia del Génesis en la que Víctor es Dios y su criatura una mezcla del Hombre expulsado del Paraíso y de Satán, el ángel caído.

Con toda su carga de referencias religiosas, mitológicas, griegas, latinas, científicas, literarias, esta obra es sin embargo totalmente original, avanza hacia la pesadilla, hacia los ojos del monstruo, y entra en él para descubrir una bestia que lee y razona, un infierno de soledad y horror de sí mismo, una tragedia cuyo desenlace no puede ser sino la destrucción de todos los implicados.

 

 

11/28/06

Prólogo a «La Guerra de los Mundos»

Portada

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PRÓLOGO A «LA GUERRA DE LOS MUNDOS», DE H. G. WELLS.

  • (La Guerra de los Mundos. H. G. Wells. Col. Castalia Prima. Ed. Castalia. 2006. Madrid. ISBN: 84-9740-182-4)

M. Rosúa

LA ÉPOCA

 

¿Qué son esos marcianos? pregunta el desconcertado párroco al protagonista de La Guerra de los Mundos en el capítulo 13 de la primera parte, y éste le responde ¿Qué somos nosotros?. La respuesta resume una época. Es vieja como el hombre en el mundo, pero a finales del siglo XIX adquiere una nueva dimensión. La revolución industrial y técnica, que ha cambiado como ninguna otra después del descubrimiento de la agricultura, la faz histórica (e incluso, en parte, la física) de la Tierra, parecía haber comenzado a entregar, en un proceso imparable, las claves del universo, la felicidad y prosperidad infinitas, para todos, para unas multitudes que, gracias a los avances de higiene, alimentación y medicina, se multiplican con cifras demográficas vertiginosas. Y he aquí que esta hermosa manzana de descubrimientos y de ciencia guarda un corazón amargo, da mucho que pensar, tiene un precio, que es la pérdida de la vieja seguridad de ser los elegidos de Dios, los reyes de la Naturaleza, el centro, en fin. El ser humano se ve lanzado, con la pequeña esfera en la que vive, a un oscuro espacio infinito en el que pueden haber existido, existir o aparecer seres semejantes, distintos, superiores a él.

Londres es el centro-al que se suma a gran velocidad Estados Unidos-de redes de comunicación, comercio, flota marítima y experimentación aérea, ferrocarriles, exploraciones de zonas del planeta todavía no cartografiadas. Las ciudades comienzan a iluminarse con gas y electricidad, a tomar el perfil del futuro gracias a la ingeniería. Se logra dominar epidemias y enfermedades, como hará Sir Alexander Fleming, quien, con el descubrimiento de la penicilina en 1928, salva cada año millones de vidas. Con sus estudios de neurología, Santiago Ramón y Cajal sienta las base del estudio del funcionamiento del cerebro mientras Sigmund Freud se adentra en los subterráneos de la conciencia y del psicoanálisis. Es tiempo de exploración infinita, de dudas que no impiden la iniciativa, la fe en la razón y en el esfuerzo. T. H. Huxley se declara agnóstico y defensor de Darwin; pone en tela de juicio cuanto no se sabe por experimentación científica y análisis lógico, pero sitúa la ética por encima del materialismo y cree que el progreso puede obtenerse mediante el control humano de la evolución. Su nieto, Aldous Huxley, publicará en 1932 un libro profético sobre un siglo XXV regido por la manipulación genética: Un mundo feliz. Albert Einstein cambia para siempre la Física y nos sumerge en un universo relativo donde el tiempo está ligado a la velocidad y la masa a la energía. Se rompe el núcleo atómico.

Se extienden los sistemas de gobierno abiertos, representativos y parlamentarios, pero al tiempo crecen de forma amenazadora militarismos y nacionalismos. Simultáneos a la esperanza en el progreso, la justicia, los derechos humanos, la democracia y los grandes movimientos sociales, surgen, en los siglos XIX y XX, las ideologías y sistemas totalitarios (fascismo, comunismo) que van a desembocar en ruina, guerras, represión, millones de muertos y completa negación del individuo y su libertad. Las utopías del Superhombre, de la Raza Elegida, de la Clase Social Justa e Infalible, de la Vanguardia del Proletariado y el Igualitarismo forzoso arrasan las vidas y las conciencias.

En este final del siglo XIX de grandes prodigios y de grandes preguntas se escribió La Guerra de los Mundos.

 

 

 

 

EL MOVIMIENTO LITERARIO: LA CIENCIA-FICCIÓN

 

Expresión, vanguardia y fruto de la época de los inventos y de la configuración del mundo contemporáneo, surge en el siglo XIX un género de narrativa que deja volar la fantasía pero que se vale de los materiales científicos que tecnología, investigación y experimentación le ofrecen. No carece de precedentes esporádicos, de relatos que sueñan con ciudades utópicas, viajes astrales, reinos perdidos y aventuras submarinas, pero éstos no tienen pretensión alguna de rigor y en ellos la trama sirve con frecuencia de metáfora y soporte para ideas de tipo filosófico, religioso o político, o constituye un simple divertimento para el lector. Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, aparecen a comienzos del siglo XVIII, Sir Thomas More (Tomás Moro) ha descrito dos siglos antes la ciudad-estado ideal, Utopía, ya tratada por Platón en su República y presente en los mitos de la desaparecida Atlántida y de la Edad de Oro. No falta tampoco la contrapartida catastrófica, comenzando por la inmensa influencia, desde el siglo I, del Apocalipsis, de San Juan, la visión de un periodo final en el que monstruos descendidos del cielo destruirán a los habitantes de la Tierra. Hay algo de esta ansia persistente de anticiparse al futuro que llega, desde entonces, hasta nuestros días.

Pero la ciencia ficción como tal es fenómeno literario de una época precisa, que no en vano es también la de la novela realista y naturalista, y responde a la curiosidad y voracidad de millones de lectores, a una sociedad que cambia a ritmos vertiginosos y en la que, sobre todo desde mediados del siglo XIX, la ciencia ofrece en cascada maravillas que superan a los más atrevidos vuelos de la imaginación. El término ha adquirido hoy, con la proliferación y banalización del uso, un tinte superficial que no refleja ni su valor real ni sus orígenes. Los grandes escritores que se dedicaron a él eran lectores incansables, pensadores con frecuencia profundos, emplean en la recopilación de información científica, social, técnica y geográfica buena parte de su tiempo y siguen con pasión el ritmo de descubrimientos, exploraciones, experimentos y aplicaciones prácticas. Hay un gran componente de razonamiento, aporte de datos, afán pedagógico e informativo y reflexión política y filosófica en sus obras. Más que de ciencia ficción, el escritor Jorge Luis Borges gustaba de hablar de fantasías de carácter científico o imaginación razonada. Julio Verne, de quien se cumple en 2005 el centenario de la muerte, fascina desde 1863 (Cinco semanas en globo) con una larga serie de títulos inolvidables: Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en ochenta días, La isla misteriosa…Verne describe minuciosamente naves, submarinos, máquinas, paisajes e instrumentos, ofrece cálculos, sitúa, proporciona referencias, y lee a diario todo tipo de revistas y libros especializados en las diversas ramas del saber. El término anticipación o futurista no es en esta literatura exacto, porque generalmente lo que hacen estos autores es prolongar, con los elementos que ofrece su época, las posibilidades humanas y darles un perfil previsible, se trata de un futuro que está, generalmente, ahí y ahora.

Wells nace ya más cerca del siglo XX , le separan de Verne, entre otras cosas, una notable diferencia generacional (muy importante en periodo de tal aceleración histórica) y una hondura intelectual realzada por el talento literario. Ambos son los grandes escritores de este tipo de literatura, pero llueven a continuación libros y autores. Son importantes revistas como Amazing Stories (que aparece en 1926) y Astounding Science Fiction (1937). El estilo periodístico, favorecido por las corresponsalías de las Guerras Mundiales, se mezcla a las fantasías y especulaciones sobre un desarrollo tecnológico que coloca en primer plano la conquista del espacio exterior, el microcosmos atómico y la ingeniería genética. Es el territorio de escritores de ciencia ficción ya clásicos, como Isaac Asimov, Stanislaw Lem, Arthur C. Clarke o Ray Bradbury. El británico George Orwell, inspirado por la manipulación partidista de la Guerra Civil española y por el totalitarismo comunista silenciado por la mayor parte de los intelectuales de su tiempo, describe el presente en forma de fábula en Rebelión en la granja (1945) y el futuro próximo en 1984, que en su momento-aparece en 1949-era una novela de anticipación.

Los relatos de ciencia ficción pasarán inmediatamente a la radio y al cine. En 1902 se estrena la versión cinematográfica del Viaje a la Luna de Verne, producida por Mélies y en 1953 La Guerra de los Mundos, del realizador Byron Haskin, obtiene el óscar de efectos especiales. Metrópolis, 2000 la odisea del espacio, Alien, La Guerra de las Galaxias, son otros tantos hitos de un género al que el progreso del conocimiento científico y el aporte tecnológico de datos reales no han privado de la fascinación que evidentemente continúa ejerciendo sobre espectadores y lectores.

 

 

 

 

EL AUTOR

 

A finales del siglo XIX un profesor británico, tras licenciarse en Biología, continúa ganándose la vida en el oficio de la enseñanza, pero la patada, al parecer no fortuita, de un alumno le produce una lesión en los riñones que, para bien de la literatura, le hace abandonar las aulas. El nombre del agredido (la Historia no recoge el del agresor) es H. (Herbert) G. (George) Wells. Ha nacido en el pueblecito de Bromley, condado de Kent, en 1866, ejercido algún oficio y obtenido, por su brillantez intelectual, una beca en la Normal School of Science de South Kensington, donde imparte clases T. H. Huxley. En Londres sale adelante los primeros tiempos con gran dificultad, abriéndose camino en el periodismo, historias cortas y libros de texto de Biología y Fisiografía, pero la publicación de La Máquina del Tiempo, en 1895, inaugura su carrera de escritor. Suceden a esta obra La isla del doctor Moreau (1896) y La Guerra de los Mundos (1898). Aunque lo más conocido de Wells son las novelas de ficción científica y relatos breves, escribe también libros de realismo social, una autobiografía y varias obras de corte filosófico y educativo como la Breve Historia del Mundo. Una parte importante de su trabajo se centra, sobre todo desde 1900, en ensayos sociológicos y políticos como Anticipaciones o Una utopía moderna. Su optimismo sobre un socialismo liberal generalizado y un gobierno mundial se ensombrece con la observación de las tensiones y grandes crisis que prometen conflictos de creciente envergadura. Wells, que posee una sólida formación científica, notable inquietud social y profética visión del XX, prevé la bomba atómica en El mundo liberado, publicada en 1914, y la gravedad del peligro que la Humanidad corre en La mente al borde del abismo, que aparecerá en 1945, un año antes de su muerte.

Es hombre que practicó, enfrentándose a los prejuicios de su época, tanto la libertad intelectual como la personal. Divorciado de su primera esposa, su prima Isabel, se fugó con una de sus alumnas, Amy Catherine Robbins, con la que luego contrajo matrimonio, y mantuvo más tarde, para gran escándalo de la conservadora sociedad británica, una relación notoria con Rebecca West, de la que tuvo un hijo. Fue ésta una mujer singular, escritora angloirlandesa autora de novelas psicológicas, periodista y crítico literario.

Mientras que Julio Verne es el brillante divulgador apto para todos los públicos, con Wells estamos ante un pensador y escritor de calado que analiza su época presente y traza proyecciones pasadas y futuras, hasta el postrero y mortecino atardecer de una vieja Tierra donde ya ha desaparecido hace millones de años el último ejemplar de la especie humana. Tiempo y darwinismo son esenciales en su visión de una evolución continua regida por la adaptación al medio, la memoria acumulada y la supervivencia. Sin embargo él, y sus protagonistas, se yerguen contra el determinismo material, presentan batalla y luchan, pese a todo, por lo que consideran necesario, valioso y humano.

 

 

 

 

OBRA: LA GUERRA DE LOS MUNDOS

 

Desde su aparición, en 1898, La Guerra de los Mundos ha ejercido fascinación indudable primero en los lectores, después en todos los medios de comunicación. Es célebre la anécdota de su retransmisión en Estados Unidos durante la noche de Halloween ,en 1938, en un programa de radio, por el célebre actor y director cinematográfico Orson Welles. Resultó tan convincente que causó pánico generalizado, huidas, atrincheramiento en refugios y cientos de llamadas a la emisora por parte de ciudadanos persuadidos de la realidad de la invasión marciana. La fascinación, como lo prueban las adaptaciones cinematográficas, continúa.

La Guerra de los Mundos es una narración para la que se ha escogido el estilo autobiográfico de un intelectual (que tiene mucho de Wells mismo) al que las circunstancias han convertido en corresponsal de guerra. Las consideraciones generales se mezclan con los hábitos privados, algunos muy british (en plena conmoción por la caída del objeto extraterrestre el protagonista se va a su casa a tomar el té). Está estructurada con una arquitectura cuya perfección contrasta con el aparente descuido de una escritura rápida, de léxico repetitivo e hincapié en las mismas imágenes literarias. La habitual práctica en la época de publicar relatos por entregas en prensa y revistas se refleja en esta obra, de capítulos breves y suspense final mantenido en espera del número siguiente.

La Madre de las Ciudades, como en la obra se la denomina, Londres, enorme en habitantes, peso político y actividad comercial e industrial, constituye de por sí un protagonista de la novela, y los capítulos centrales, en los que se relata el precipitado éxodo de seis millones de personas, son con razón considerados una de las mejores descripciones que nunca se han hecho del pánico y huida de masas. Wells se supera a sí mismo en la hábil, progresiva y minuciosa descripción del colapso del edificio social, de la ruina material y moral de una sociedad altamente civilizada confrontada, en un tiempo récord, a la amenaza incontrolable de la muerte que, de forma apocalíptica, llueve del cielo y se concreta en armas invencibles. En los individuos afloran los peores y más bajos instintos, pero también existen altruismo, nobleza y espíritu de lucha, como se ve en la actitud del hermano respecto a las mujeres que ayuda, en el carácter práctico y valiente de una de ellas (contrapuesto a la histeria inútil de la otra mujer, para la que cualquiera ajeno a su pequeño medio ambiente es casi un marciano) y en el intento de los poderes públicos, gobierno y ejército por oponerse, pese a todo, al invasor y por ayudar a la población civil. Hay también esperanza en la capacidad humana de rápida recomposición, tras la muerte de los extraterrestres, del tejido social.

La obra se cierra como comenzó, con una larga reflexión (en forma aquí de epílogo) sobre la experiencia vivida y sus secuelas, el lugar del Hombre en el Universo y la definitiva pérdida de la inocente seguridad en la protectora evolución del Progreso. Un final muy propio de una época en la que Wells percibe la oscura gestación de las utopías y conflictos asesinos que arrasarán el siglo XX.