POR TIERRAS DE SORIA

Por tierras de Soria

Abril de 2018. Un viaje altomedieval: Tierras de conquista en la raya del Duero

Mercedes ROSÚA

Atrio porticado. Románico soriano.

 

Pureza de la entrada

Soria es un clamor bajo una espesa capa de silencio. Porque el ruido va hacia el interior, dentro de sí. Y hacia atrás en el tiempo. No es recuerdo, retiro y museo sino inmersión en un larguísimo presente, el de la hoja que mira la base de su árbol y halla medios para distribuir la nueva savia. El clamor se levanta como un mar desde el oleaje de alcores, cimas lejanas, cercanos cerros testigos, se eleva de las olas de verdes, amarillos y pardos cortadas a veces -muy pocas veces- por la proa y el pecio de una aldea varada en el muelle de asentamientos desaparecidos. La quietud engaña al observador en un principio, aunque algo en él percibe rumores, velados por el movimiento escaso y por el distanciamiento de cuanto constituye la existencia cotidiana del siglo XXI. Es, sin embargo, un resonar intenso de afanes, obras, utensilios de labranza, de juramentos de fidelidad y gritos de auxilio, de armas, de crepitar de hogueras con las que durante las razias los invasores arrasaban en los pueblos lo que había quedado tras alimentar a sus ejércitos.

El buitre y su entorno

Fortaleza de Gormaz

Y es la lengua castellana que iba puliéndose, afianzándose, echando raíces que ya nunca retrocederían, que cambiaban de forma y de sustento sin perder por ello la insistencia propia de las piedras y la variable apariencia con la que sobreviven las duras plantas. Llegan a la colina, si se escucha, el relato y fragor de territorios ganados palmo a palmo, siembra a siembra, pared a pared. Y luego el rumor de lo que germina, del sosiego del paso del agua y el sabio vasallaje de los árboles a un viento que carece de adversarios y es rey.

Es el lugar en que, sin saberlo las gentes allende Pirineos, se decidió, junto con el de Hispania, su destino, el vivir o no vivir como hoy se vive en el norte de África, en el convulso Oriente Medio, en la reclusión portátil de mantos, máscaras y velos. Alrededor de San Esteban de Gormaz se extiende una almendra de tierras llanas y fértiles, cruzadas por el tesoro de los ríos y tapizadas de cereales y frutos. Las codiciadas vegas son abrigadas por el estuche de caliza de los acantilados, de sus alturas vigiladas por las almenas naturales de plataformas de roca pálida, y se corona de un rosario de fortificaciones: torres, murallas, castillos, atalayas con las que pretendieron sujetarlas para siempre a su dominio los árabes y que los cristianos tomaron hincando sus espadas definitivamente en el Duero y definiendo en el siglo X la Historia, no ya sólo de España, sino también de una Europa que no tomó parte en aquellas luchas y trabajos.

Pudo escribirse aquí el Poema de Mío Çid

Estas tierras de Soria han sido, son, como una gran llave que reposa horizontal junto al río y en su momento abrió puertas y horizontes a la coalición formada por Ramiro II de León, Fernán González, García Sánchez de Pamplona y tropas gallegas y asturianas, frente al grande y variado ejército de Abderrahmán III. El califa se había propuesto la definitiva aniquilación del reino leonés y cuanto representaba, estaba y se sentía en la cima de su esplendor y daba por ganada la yihad, la guerra santa que en aquella ocasión llamó “Campaña del Supremo Poder”. Subió hacia el norte. Arrasó a su paso. La victoria fue sin embargo de los cristianos, tras días de lucha y eclipse de sol que, según cronistas, sembró el terror en ambos bandos. La batalla de Simancas, decisiva pero mucho menos conocida que la de las Navas de Tolosa, afianza la frontera. El califa se ve obligado a huir, pero parte de su ejército acaba acorralado y despeñado en la batalla de Alhandega, la del Barranco en árabe. El fragor de gritos, enseñas y metales se esconde hoy bajo el blando sudario de grava, sedimentos, hierba y hojas que le han dado los siglos. Mientras las iglesias románicas, pequeñas, numerosas, discretas hasta mimetizarse con el entorno, salpican los campos y aparecen, de forma inesperada, en toda su maltratada hermosura, junto al pueblo o en un recodo del camino y fragmentos de sus frescos recuerdan sones de plegarias y cantos.

Una de moros y cristianos

Sol y nubes en el cielo de un azul del más puro tono que irradia luz de tal intensidad que su reverbero casi hiere, por la nitidez metálica con la que se incrustan en el aire los perfiles de las cosas. Todo es en estos lugares definido, verdadero, serio, alegre en las fiestas, de fiar, reservado, laborioso y amigo del silencio, pero también de la peña de amigos, del tambor y la dulzaina, de la charla en la solana y de la hospitalidad y el saludo al viajero. Castilla se empina entre las montañas del Sistema Central y la Cordillera Ibérica, barrida y limpia por el viento que se arremolina en las ruinas de la orgullosa fortaleza califal. Se alza ésta como un faro frente a Gormaz y domina por completo el entorno como el centro de un círculo inmenso de horizontes en el que pastan las sombras de las nubes. Bajo el tierno verde color abril de los sembrados, la claridad de las aguas de los ríos y el saludo cordial de ramas finas de la arboleda junto a los márgenes hay sin duda capas de armaduras y yelmos, de puñales, flechas, alfanjes, sables y escarcelas, e incluso se dice que en la retirada tras la batalla de Simancas y la catástrofe de Alhandega, perdió el califa omeya su maravilloso Corán y su malla, ornados de oro y piedras preciosas que quizás guardan su brillo, amortajados por hojas, menudas flores y por las raíces silenciosas de sabinas, álamos, encinas, fresnos. La tradición o la leyenda quieren que posteriormente Almanzor, el caudillo que había llegado hasta Santiago de Compostela, pasase por estas tierras malherido. A él le cupo una pérdida más modesta, el mítico tambor que sin duda no fue tal sino exigencias juglarescas de la rima con Calatañazor y su nombre. Murió en Medinaceli, agravado su mal por las noticias de una derrota.

Resistencia al tiempo

Calatañazor es ciertamente digno de todas las leyendas por el ambiente y el contraste, como si prehistoria e historia se hubieran escalonado desde las ruinas del castillo hasta el fondo del río Milanos y el cercano bosque de venerables, extrañas y durísimas sabinas. Los siglos se ascienden y descienden aquí a grandes pasos: Necrópolis de la Edad de Bronce en Tiermes, yacimiento celtíbero, ritos ancestrales como el Paso del Fuego, en San Pedro Manrique, tumbas antropomorfas, restos de calzada romana, antiguas cocinas y hornos, románico y asomo de gótico, alegrías de hoy y de siempre de tapas, vinos y mesones mientras un terrible nombre, el Valle de la Sangre, recuerda lo próximas que estuvieron la vida de la muerte en las épocas de lucha por la tierra. Más allá, en la Alta Edad Media, era como si el mar se extendiese, el páramo de la desierta y peligrosa meseta hacia el sur, el escalón siguiente que bajar, desde lo que fue frontera del Duero.

Las sabinas

Éstos son los caminos de Mío Cid, y mucho después de Isabel la Católica, que paró una y otra vez en las villas de Soria. La población ha ido coagulándose en algunas y dejado otras semidesiertas, aunque se advierte una recuperación, búsqueda de alternativas, desarrollo reciente en periferias industriales, afluencia de vacaciones y fines de semana. El cuidado es extremo. Pueblo y campos están tan limpios que parece se podría comer en cualquiera de sus suelos. Hay celo y empeño en la recuperación y cuidado de puertas, escudos, plazas medievales. Es asombrosa la densidad de monumentos, románicos que han resistido el paso de un milenio o que se han integrado luego en catedrales platerescas que resultan modernas en comparación con la antigüedad milenaria de sus predecesoras. En la iglesia de Santa María de la Asunción, del hoy ignorado pueblito de Fresno de Caracena, podría, según algún estudioso, haber escrito Per Abbat en el siglo XIII, cuando era allí párroco, la copia conservada del Cantar de Mío Cid.

El prerrománico y románico producen cierta embriaguez, la del sabor de lo sustancial. A su lado todo lo posterior parece superfluo e incluso la magnífica Silos un exceso. Las pequeñas iglesias sorianas tienen un encanto inigualable. La luz dibuja geometría en el suelo de sus pórticos y sube por las columnas, a veces trenzadas, y los arcos, se detiene en los capiteles que, grabados con auténtico mimo, cuentan historias de caballeros, clérigos, campesinos y juglares situados con cuidadosa simetría, con sus caballos, aves y animales fantásticos. No faltan el sentido del humor y los pecados y pecadillos mezclados a la vida de todos los días. Tras esta concesión a lo cotidiano, al abrigo del pórtico está la entrada a la iglesia, los arcos de medio punto adornados de humilde pero cuidada geometría. Dentro, una mínima parte de frescos supervivientes y un espacio apenas iluminado por las pupilas de pocas y estrechas ventanas.

El oso de Berlanga

Berlanga, que tuvo como primer alcalde cristiano nada menos que al Cid Campeador, fue tomada, perdida, recuperada, prosperó y se adornó con colegiata y

La palmera añorada.

palacio renacentista a los que mira desde arriba su castillo con ojo crítico de antepasado. Pero la joya del lugar, y del prerrománico, es la discreta ermita de San Baudelio, templo en verdad extraño, con frescos mozárabes (en buena parte en Nueva York y en El Prado) y estructura de santuario musulmán conmemorativo[1] e iglesia cristiana primitiva. No mezquita porque carece de alminar. Es, desde el exterior, un simple cubo, pero tapizado en su interior de frescos, con arcos de herradura y, como rasgo diferencial, una gran columna central, solitaria, policromada, en forma de palmera. La acompañan pinturas de un dromedario, bueyes, un oso, perros de caza, de forma que el conjunto sintetiza tanto los sueños de hombres del sur como los de los del norte, sin que falte la imaginería cristiana. Las figuras son tan sencillas como expresivas, con un deje oriental, adaptadas a la superficie y forma del lugar donde están trazadas, simples en tonos y perfiles, atentas al movimiento de los animales y a los gestos e los humanos. San Baudelio describe, de manera elocuente, el sentir, más allá de los ejércitos, de gentes de diverso origen más mezcladas de lo que sus generales quisieran, huidas, refugiadas, asentadas en territorios precarios, en edificios de adobe con mucho de campamento y abrigo de fortuna, necesitadas de pintar su mundo estable al menos en las paredes del modestísimo recinto.

Un dromedario hispano

Burgo de Osma y Almazán son, proporcionalmente, grandes urbes si se las compara con las aldeas apenas pobladas que salpican la inmensidad solitaria de los campos, las superficies de cereal. Sin embargo pueblos diminutos albergan, o son albergados por, iglesias románicas de pórticos exquisitos, puertas y capiteles primorosamente esculpidos, interiores con restos de policromado. La iglesia de San Pedro, o la de Santa María, en Caracena, están ahí, sobre un puñadito de casas, el puente y las ruinas del castillo. Muy distinta es la envergadura de la iglesia de San Miguel, con su muy elaborada cúpula, en pleno centro de la próspera Almazán, vecina de edificios señoriales y de retablos que se atribuyen a Hans Memling y con aires de urbe que fue regia.

La cúpula de San Miguel. Almazán.

La piedad sencilla

Bajo el suelo de Soria las corrientes han moldeado caminos subterráneos que recorren a veces muy especializados submarinistas y que tienen dimensiones y ramificaciones aún no exploradas. En superficie, la laguna de La Fuentona se conforma con reflejar las sabinas y dar sustento a un arroyo. Al norte el río Ucero ha hecho su labor en los farallones de caliza y ha tallado el Cañón del Río Lobos, con el misterio de su ermita templaría de San Bartolomé hundida en una profunda cicatriz de la roja tierra, vecina de la Cueva Grande que parece abrigarla en el óvalo de la entrada y cubierta desde las alturas por las alas de los buitres. Las amplias y soleadas llanuras contrastan con pinares espesos y zonas sombrías, aisladas, en las que, a la vera de Castillejo, pudo tener lugar la afrenta a las hijas del Cid en el Robledo de Corpes, lo que, junto con las muchas cuevas, los ríos subterráneos y las leyendas de templarios, encantamientos y brujas, otorga a Soria la dimensión irreal de la magia y el mito.

Lo esencial

Sur, centro y norte de la provincia todo es pulcro y puro, lavado de la sangre antigua y de las miasmas de la más baja lucha política que se arremansan hoy en las urbes del lejano centro y de las pretenciosas costas. Quizás, en parte, por eso se va a Soria, buscando su contraste con lo que se deja, y tal vez por ello se percibe allí, poco a poco, el ruido de oleaje que se eleva y penetra hacia el propio interior. Es el eco de la libertad y del riesgo, de cierta nobleza que tenía precios a los que la blandura actual de la rendición preventiva y la sumisión por parcelas ha desacostumbrado al visitante, ecos de voces de quienes no querían ni presumían de ser víctimas de nadie. Soria es el país del individuo, donde aún se encuentran los dos grandes lujos de nuestro tiempo: el espacio y el silencio, la gema del silencio machacada por cuantos creen tener el derecho de ensuciar el aire con sus ruidos e imponer la banalidad y el estrépito.

Horizonte

Los individuos perduran, de uno a otro. Éste no es lugar de vacío, soledad y muertos. Hay adaptaciones, cambios, propuestas, técnicas que se revitalizan y extienden a casas de otro continente igualmente construidas de barro y paja, niños que vienen a descubrir de dónde procede lo que comen y lo que los viste, buenas carreteras,

La devoción más dulce

maquinaria, exportación de productos deliciosos y frescos, desde la carne hasta la rara y recatada trufa. Existe una nueva trashumancia, la de los muchos que ya han adoptado el desplazarse cada día a las villas donde se concentran puestos de trabajo y desarrollo y regresar luego a casa. El grande, inmenso horizonte aguza la querencia del hogar al que volver. A la alegría del lechazo, el calor y el vino. Como también en el románico -está grabado en piedra- se gozaba y se reía.

M. Rosúa

 

[1] Hay en el mundo musulmán pequeños edificios de este tipo llamados “marabú” por metonimia del apelativo de hombre santo cuyos restos allí se veneran y pueden ser centro de peregrinación.