El mundo «árabe» y su indefensión. Yihadistas honorarios

El mundo “árabe” y su indefensión.

Yihadistas honorarios.

Necesidad de prohibir.

La mayor parte de los europeos ignoran que, lejos de hundir sus raíces en la noche de los tiempos, los usos medievales, primitivos, crueles y discriminatorios del área de mayoría musulmana estaban, hace medio siglo, en franco proceso de modernización y mejora, que en los países mal llamados por extensión árabes se estaba tejiendo una clase media deseosa de derechos semejantes a los de sus vecinos del norte, defensora de la separación Estado/Clero, de la igualdad educativa y el abandono de los velos. Por cada asesinado por el terrorismo islámico en suelo europeo ha habido diez, cien, mil en mercados, cementerios y lugares públicos de Oriente Medio. (cap. 26 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»).Y es precisamente esa gente, la más débil, la más vulnerable, la que fue vendida a la bestialidad de los fundamentalistas por un Occidente en cuyos valores esas personas creyeron, pero tales valores nada valen sin ayuda ante el imperio bruto de la fuerza. Gobiernos y empresarios prefirieron favorecer a la hez de jerarcas y a los proveedores de mano de obra. Demagogos baratos de tercermundismo todo a cien y liturgia de la cutrez se deleitan –y cobran- en el oprimido musulmán redentor. La prensa occidental no muestra a los jordanos, tunecinos, egipcios que se quieren tan pacíficos y normales como cualquiera. Reserva, por el contrario, sus primeras páginas para el asesino brutal.

Un porvenir de arena. Mali.

Un porvenir de arena. Mali.

 

No se trata de hacer tabla rasa e instaurar en horas veinticuatro sistemas justos y democráticos en países donde no los había en absoluto; no es cuestión de renunciar a las necesarias relaciones diplomáticas y comerciales, que se sitúan en planos diferentes. Pero el cambio era y es posible manteniendo estructuras, ofreciendo defensa en el lugar mismo frente a las agresiones y amenazas, salvaguardando esos derechos y libertades individuales que en toda civilización que merezca tal nombre siempre ha sido necesario imponer frente al crudo reino de la jungla y el más fuerte. Hay un vacío vergonzante, babeante en esas manifestaciones europeas feministas, pacifistas, laicistas que nunca alzaron susurro, titular ni pancarta contra lo que rozara al Islam porque era la esperanza antisistema, el gran guerrero vicario de los indignados virtuales, el Amigo Talibán frente al adversario imprescindible que, de manera creciente a falta de otros, es, más allá de Norteamérica, Capital y Libre Mercado, la Civilización en sí.

Alejandro, perplejo, contempla la actual Alejandría (Egipto).

No ya por razones morales sino por simple eficacia y elemental ejercicio del raciocinio se podía y debía describir situaciones, esgrimir el arma temible de la propiedad lingüística, negar la invisibilidad mediática a las viejas formas de tiranía, exhibir y reivindicar con natural estima los propios principios en la certidumbre de que con ellos, y pese a todos sus errores y defectos, se han construido sociedades más habitables. Era perfectamente factible evitar el silencio cómplice, exigir reciprocidades y conminar a los inmigrados a que, si querían vivir en Europa, acataran todas sus reglas. No en vano se ha inaugurado el siglo XXI con el enfrentamiento, en orden de batalla, contra un ejército de acrónimos que no son un ejercicio de sinonimia sino que reflejan la progresión de estrategias muy concretas. La yihad en sí es la guerra, conversión o matanza de los infieles a la que exhorta abundantemente el Corán desde sus comienzos, como religión muy de este mundo y definida por la materialidad, la fuerza y la conquista. Nada nuevo al respecto. Pero sí lo es el armamento moderno, la fluidez de inversiones y petróleo aderezada con dosis de narcotráfico, el Vichy interminable de la rendición preventiva y de los pactos con las guerrillas del Daesh, que pasa lógicamente a transformarse en IS (Estado Islámico), en ISI (Estado Islámico de Irak) y luego, como es natural, en ISIS, con Levante añadido, es decir, un imperio desde España hasta China (lo cual, dicho sea de paso, es alentador si comienzan por el Este, dada la acogida que les aguarda en el Celeste Imperio).

Dubai. Amanece. Ambición de verticalidad.

Dubai. Amanece. Ambición de verticalidad.

La explosión y expansión terrorista bajo la negra bandera del fundamentalismo puede encerrar, en su voluntad califal de apoteosis, la muestra de su definitivos derrota y declive. Se halla en plena “hybris”, en la vertiginosa desmesura producto fatal de la huida hacia delante de sociedades, credos y ritos inviables, encerrados en su gran juguete que no puede vestirse ya sino de terror, dolor y armas. Se han lanzado, como último recurso, en un estado supremo de la impotencia y la envidia, a la conquista de cuanto existe y es mejor que ellos. Con el furor agónico que anuncia el fin.

Entre un amplio sector de Occidente encantado con las rendiciones preventivas y la apoteosis kamikaze, de corte netamente fascista, de la yihad se extiende una masa humana compuesta por millones de personas en un estado de indefensión muy peculiar. Se trata de “árabes” que no son forzosamente árabes, sino egipcios, iraníes, malayos, bereberes, que no son fundamentalistas musulmanes o ni musulmanes tampoco, pero que carecen de horizonte, de identidad ideológica, de autoestima a causa de la frustración, silenciada pero obvia, en su incorporación al desarrollo y el mundo moderno. El IS ha exhibido ante ellos una bandera perfectamente falsa compuesta de orgullo impostado, mitología y acción directa. Ante ella y ante la inapelable crudeza de los hechos, de las muertes y la barbarie, el mundo “árabe”, una vez más, no se atreve a romper el círculo vicioso de su atraso y arrancar la raíz de su servidumbre, no se decide a manifestarse en contra, a elegir, al fin, ponerse del lado de los que defienden esos sistemas libres y modernos en los que, por una parte, ellos saben que quieren vivir, pero que, por otra parte, les hacen sentir por su mera existencia el fracaso y el atraso propios. No han condenado masivamente las masacres terroristas, las han vitoreado incluso en ocasiones en lo que es una trágica prueba de impotencia e indefensión. Se saben detenidos en el andén de los trenes de la Historia, no ignoran la irracionalidad de la guerra santa contra grandes satanes, ni la oscura vergüenza –nunca confesada de forma explícita- de su largo fracaso y el terror a perder de nuevo su oportunidad de saltar al fin al mundo moderno, a la vida libre y con derechos. Es su hora de romper la indefinición, la falsa identidad global, el silencio que equivale, ante los terroristas, a un apoyo activo, de escapar de la prisión de la Umma concebida, no como vivencia personal religiosa, sino como un proyecto político totalitario. Y el tren pasa, sin que se atrevan a levantar la vista más allá de la cárcel social permanente que a cada uno le rodea. Plasmada en esa continua manifestación de lealtad que es la visible segregación femenina.

No puede faltar, en el contexto de fingimiento y apariencia generalizados que, por fuerza, caracteriza a sociedades de tal fundamentalismo puritano la típica exaltación de la mujer reina intra muros. De las odaliscas de Ingres a las sensuales e ingeniosas princesas de las Mil y Una Noches, de las matriarcas y las regentes en la sombra a las protagonistas de conjuras de harem, pintores, escritores y sociólogos se complacen en reivindicar ese poder femenino oculto. Abundan, además, dentro del mundo islámico, las intelectuales que afirman, con no poca imaginación, la existencia de derechos igualitarios para ambos sexos explícitos en el Corán y que, por supuesto, lamentan la ceguera occidental respecto a las escondidas virtudes de tan excelentes formas de vida. Resaltan éstas en contraste con las que sí reflejan, en toda su crudeza estadística y no ateniéndose a una élite urbana, la situación real. No se trata sólo en aquéllas del síndrome de Estocolmo o de una manera de medrar y de contemporizar. Dicen y escriben lo que buena parte de Occidente ha deseado oír y leer, ellas y su clase social en Oriente incluidas. Pero ni los datos ni la observación mienten. Los matriarcados de puertas adentro significan, y no sólo en el Islam, que la mujer cuenta bien poco de puertas afuera, en todas las dimensiones de la vida pública, y su reino por un día limita con las bofetadas, la entrega a un marido de mucha mayor edad y el animado coloquio con un móvil mientras, aislada del entorno por la opacidad de la tela de la frente al pie, empuja un carrito de bebé, sujeta a otro con la mano y lleva el que será penúltimo en el vientre. Novelas románticas y relatos novelescos aparte, la inmensa mayoría vive existencias vigiladas, enclaustradas y sórdidas, con bastante pocos magia, gasas, brocados y ojos fascinantes entrevistos con la irresistible atracción de lo prohibido. La belleza sensual de las Mil y Una Noches vela tal vez la constatación de que su protagonista, el sultán Shahriar, es el mayor asesino en serie de toda la historia mundial de la Literatura; basta con multiplicar las vírgenes decapitadas, una por noche tras desflorarlas, por los días de varios años y sumar a la cifra igual número de muertes ordenadas por su hermano. Hipérbole oriental sin duda, pero significativa como buque insignia nacional literario.

Dominó

Dominó.

 

El to have or have not la cabeza cubierta por un pañuelo no es un detalle baladí ni pertenece al rango muy menor de asuntos de familia y cosas de mujeres: Es un medio de identificación instantánea, un medidor de fidelidades que permite mantener continuamente a la vista el dominio que se posee sobre la población toda y llevar en permanencia registro de su sumisión. Las mujeres y su vestimenta son la marca pública y controlable. La total o parcial invisibilidad femenina es cuño de pertenencia al especial conglomerado religión-estado, bandera de unos jefes tanto más peligrosos y violentos cuanto menos reducidos sólo a la esfera de la política. Si ellas muestran su piel o sus formas, si llevan la cabeza alta descubierta y no permanentemente en la sombra, si se ponen la prenda de ropa que les plazca serán inmediatamente vistas y denunciadas, para comenzar por sus vecinos y por cada uno de los supuestos creyentes, convertidos en infinitos delatores. Es la conocida trama de los estados totalitarios transpuesta a formas de oscurantismo protomedieval y normas tribales vestidas de profesión de fe y credo único. Lo que se llama Islam tiene muy poco de religión. Es en realidad una vasta organización de control ciudadano que precisa asegurarse, visual y continuamente, de la fidelidad de sus miembros. Sus ritos son preferentemente, gregarios, públicos. La parte propiamente espiritual, de moral interna, apenas existe, se resume a un puñado de jaculatorias y a la repetición, preferentemente en voz alta, del invariable texto sagrado. El componente místico, sufí, es mínimo y reservado a una élite del intelecto. La hipocresía y la apariencia imperan, son inseparables de un sistema tan inviable como único por su carácter de teocracia estatalizada, mal calificada de medieval porque no hubo tal fusión Iglesia-Estado jamás en la Edad Media, ni siquiera en las épocas más oscuras. Lo que aquí se llama religión consiste en actos públicos de afirmación de sumisión incondicional casi siempre conjuntos, como la peregrinación, las cinco oraciones diarias cuerpo a tierra, las llamadas a la plegaria a todo decibel o el callo en mitad de la frente que muestra la devoción en las postergaciones del orante. Nada más visible, en todo momento, que una comunidad sin mujeres, cubiertas ellas y preferentemente mudas cuando aparecen. El rápido cambio de indumentaria de las hembras veladas cuando pasan a zona libre, en la frontera, en la carlinga del avión, en la escapada al extranjero, es espectacular y patético, tiene mucho del gesto del judío que esconde la estrella amarilla, del negro que al fin ocupa en el autobús un asiento al lado de los blancos. Transplantadas las familias a naciones no musulmanas por emigración laboral, comienzan a vivir de forma libre hasta que, mientras las autoridades del país de acogida hace oídos sordos, se instalan en el barrio numerosos compatriotas, madrasas y mezquitas que reproducen la célula de control, de forma que la pakistaní de Cataluña y la turca de Düsseldorf esté tan enclaustrada y vigilada como en la aldea de origen. Lejos de ser esta segregación sólo una cuestión de género, concierne a todos por entero, hombres incluidos, puesto que la parte más lúcida, avanzada  y decente de ellos no puede sino sentir la opresión ambiental. De ahí la importancia de romper esa red de totalitarismo social y de asegurar, con la completa libertad en la vestimenta y en la presencia pública, la igualdad de autonomía y de criterio. Porque, sin paliativos supuestamente culturales, de ello depende la posibilidad de acceder a un Estado moderno de Derecho para el conjunto de la población.

Por fin él y ella, juntos. E.A.U.

Por fin él y ella, juntos. E.A.U.

 

En Europa fue muy cómodo, y tan oportunista como cobarde, dejar que se establecieran microestados islámicos dentro de los países de acogida, admitir so pretexto de respeto religioso el sometimiento de las mujeres, su negra cárcel ambulante, el control por los imanes, la discriminación y manipulación de niños y adolescentes en los colegios. Mientras turcos, pakistaníes, magrebíes trabajaran sin dar molestias nada había que objetar. Entre tanto, los medios de comunicación y una élite supuestamente intelectual optaban por la alabanza en nombre de la cultura distinta y el relativismo. Nada de esto fue siempre así. Todo pudo, y puede, ser de otra manera, pero el secuestro de la Historia es, junto con el de la Enseñanza, una de las armas más eficaces en manos de los amigos del terrorismo purificador y de sus tiernos, comprensivos, líricos compañeros de viaje.

Ahora no sólo es factible sino urgente crear en esos países mismos zonas liberadas civilizadas provistas de defensas y de soldados y de la tropa local de la que pueda progresivamente disponerse. En ellas confluiría y se iría estableciendo una parte creciente de la población por el mismo motivo que impulsó otrora a los vasallos a buscar protección contra las tiranías feudales en los fueros y tierras del Rey. Allí deberá haber escuelas a las que se acudirá, por imperativo legal, desde la infancia en igualdad de sexos, aulas limpias de la tara que significa impregnar a las pequeñas con la convicción de que la feminidad provoca y ensucia a los hombres y que deben ocultar y disimular su cuerpo desde la cabeza hasta la forma de las piernas y la piel de las manos. Pronto su estrella amarilla, la imposición de velarse continuamente, se hundirá en el pasado, se verá como lo que realmente fue: El ronzal de sumisión y diferencia, el cuño de una segregación social que jamás debió tolerarse.

Incluso animada de las buenas intenciones con las que se pavimenta el infierno, es llamativa la estulticia de intelectuales que postulan, en Occidente, la irrelevancia de la imposición del pañuelito y que defienden la autoridad suprema de los padres por encima de los derechos de los hijos. En esas escuelas donde los menores gocen de protección contra discriminaciones se ejercerá la libertad de cultos, que puede y debe diluir los seculares y sangrientos enfrentamientos en las distintas sectas del Islam y que dará fe ante la opinión pública de una real tolerancia en paralelo con la que exigen los musulmanes en Occidente, de manera que exista reciprocidad en el derecho a erigir templos de distintas creencias en unos países y otros. Tales cambios nada tienen de utópicos, han existido y luego han dejado de existir por pura dejación y flaqueza en la defensa de los fundamentos de estados civilizados. Los burladeros para la inacción son un puñado de lugares comunes a cual más falso y más endeble, véase la necesidad de grandes espacios temporales para que, con geológica lentitud, los pueblos cambien. No hay tal. Los cambios se producen, cuando lo hacen, con gran rapidez, o, por el contrario, se puede estar estancado en una situación durante siglos, o entrar en regresión.

De la mano de la excelente maestra que es la necesidad y mediante la percepción de mejoras accesibles y leyes, multas y recompensas, la gente muda sus hábitos milenarios con sorprendente presteza, las crisis son vistas como oportunidades y los usos ancestrales pasan al museo a una velocidad pasmosa. Para desolación de los amigos de la fotografía étnica, los rituales mayas, la ablación de clítoris, la esclavitud y la sana y ecológica –aunque breve- existencia de los hombres del neolítico. Millones de asiáticos han experimentado una mutación vertiginosa y la satanización del capital, la modernidad, el dinero, el trabajo y el patrimonio, de moda entre las élites occidentales, es un lujo que escapa a su comprensión, véanse la ausencia de mendigos chinos en las calles del Viejo Continente y la celeridad de esos países en especializarse en tecnología puntera.

Los mantras como la lenta evolución hacia el progreso y la no interferencia en otras culturas se han repetido, a falta de datos contrastados y análisis crítico, como verdades incuestionables. El más simple estudio comparativo hubiera echado por tierra los dogmas de los adoradores de la diosa Estulticia. Basta con ver cómo, dada la oportunidad, las sociedades supuestamente condenadas a enquistarse han evolucionado en breve espacio de tiempo sin perder por ello personalidad y usos que les son caros. Fue el caso de Singapur, Corea del Sur, Taiwán, y, antes de la regresión, de buena parte de las poblaciones de esos países de Oriente que hoy parecen condenados a la peor edad media por los siglos de los siglos. No deja de ser llamativo que, por ejemplo, Taiwán esté hoy en cabeza de Asia en igualdad sexual respecto a educación, trabajo y todos los ámbitos públicos de la vida, que la enseñanza tenga el peso –incluso excesivo- que tiene y que budismo, junto con confucianismo y taoísmo, y ritos tradicionales florezcan con mayor ímpetu que en décadas anteriores. La tecnología, que en otras latitudes ha servido para sembrar fundamentalismo y odio, en los jóvenes tigres asiáticos ha ayudado a la difusión de fiestas y celebraciones.

Chicas de Taipei (no están por la yihad).

Chicas de Taipei (no están por la yihad).

La civilización, la libertad, la igualdad de derechos, la protección de los débiles precisan del ejercicio de la fuerza legal, y si se renuncia al precio que esto comporta se está participando por omisión en la desgracia de las víctimas. La quema de las viudas en la pira del marido se hubiera continuado practicando alegremente en la India de no prohibirlo y perseguirlo los británicos, las mujeres de Uzbekistán se animaron a hacer una hoguera en la plaza con sus velos alentadas por los soviéticos y por la perspectiva de la liberación femenina, pero sólo para ser degolladas por sus hermanos, maridos y padres cuando regresaron a sus casas sin que nadie las protegiera. Los pequeños parques temáticos de la barbarie incrustados en Europa son fruto y obra tanto de la selección política inversa que llevó al poder a los más duchos en la demagogia como de las clientelas de la utopía, deseosas de disponer de culturas alternativas como fuerzas de choque.

La civilización es un mejor vivir, una etapa en el proceso de humanización, y la nacida en el Viejo Continente no se ha extendido por azar, ni sólo por el imperio de la fuerza, la técnica y el dinero. Lo ha hecho porque cada vez más personas preferían adoptar las formas de ella que les eran más beneficiosas y gratas en su existencia cotidiana, en el medio en que esperaban vivieran sus hijos. No pertenece a Occidente ni a su lugar de origen sino, como cualquier descubrimiento, a la Humanidad. El odio al progreso, la envidia del bienestar logrado por otros, el amor a la muerte siempre parecen imponerse en un principio por su crudeza, estrépito y violencia. Pero los vencen la tenacidad del número, semejante a la del agua, las opciones, los cambios uno a uno de ciudadanos que construyen la materia de sus días. No hay ningún arma comparable a la voluntad y a la idea, que no es el Pensamiento Único del Líder Máximo y el Gran Hermano sino un edificio de hallazgos ensamblados que hacen el mundo más habitable. Cuando los individuos descubren cómo se puede vivir mejor ése es el gran enemigo del terrorismo, sea islámico, comunista o nazi.

Diez años antes de la revolución de 1917 Joseph Conrad describe este proceso a la perfección en su novela “El agente secreto”, excelente y eclipsada por el poder y fascinación de “El Corazón de las Tinieblas” y dedicada, muy significativamente, a H. G. Wells. En ella, en su tiempo, los anarquistas sueñan, planean y a veces ejecutan atentados para que maten, indiscriminadamente, al mayor número de personas, de forma que el terror deje expedito el camino hacia la Nueva Sociedad, el nuevo mundo. Pero se les opone un terrible ejército, la grande y creciente cantidad de seres empeñados en afanes, afectos y tareas, la tenacidad de la vida, de la búsqueda de felicidad cotidiana, los pequeños y esenciales placeres y rutinas, las necesarias imperfección, cambio, variedad, albedrío que hacen de cada ser humano que lo sea y que se alzan por millares frente al soberbio profeta de la idea política radical única, salvadora y exterminadora por tanto en su letal pureza. Y ante la conciencia de esto el terrorista ve sus armas diluirse y cae en una profunda depresión. El libro, que pudo inspirarse en un sabotaje en el Observatorio de Greenwich en 1894, es de innegable actualidad.

El proceso de abandono de las capas de población más avanzadas, tolerantes, abiertas y deseosas de modernización y cambio discurrió en Oriente Medio en el siglo XX en paralelo con el abandono simétrico en Occidente de los ideales de civilización, libertad y derechos como principios universales dignos de ser mantenidos y defendidos en tierra propia y ajena. Desaparecieron los precios, el necesario peaje para vivir mejores existencias en sistemas mejores. Estos beneficios se daban por adquiridos, debidos y perdurables. Blanco por lo tanto de la denigración y el amargo reproche de los cada vez más numerosos adeptos al buen salvaje redivivo y la paz planetaria sin intromisiones en culturas foráneas. Para la defensa y protección si fueren necesarias –como lo fueron- siempre estaba el odioso Amigo Americano con su escudo tras el que se acurrucó durante la interminable postguerra una Europa encantada de que otro firmara los cheques en soldados y dólares. La retirada del escudo por la comprensible atención prioritaria de Estados Unidos al área del Pacífico ha dejado a la vista, como si se desmochara un termitero, el desconcierto del Viejo Continente confrontado al principio de realidad, a los resultados de una descolonización desordenada y prematura, a una estrategia militar norteamericana y europea lamentables de torpeza y estupidez inauditas que ha sumido en el caos y la fragmentación tribal países enteros sin previsión ni planificación algunas y sin proporcionarles estructuras, orden y cuerpos administrativos y defensivos. Lo que podría haber sido un progresivo establecimiento de zonas liberadas y renovadas en las que se afianzaran, y fueran defendidas, por tropas in situ las capas sociales más avanzadas de los países en conflicto se transformó en pretensiones de construir democracias a base de bombardeos por ordenador que, con su siembra, prometen una eficaz cosecha de terroristas y guerrillas.

Dejando las cimas gubernamentales, por su parte los que se creían a sí mismos la flor del progreso y la rebelde vanguardia social que vive cómodamente en la sociedad occidental han otorgado, a cuanto al Islam se refiere, afectuosa comprensión y han mostrado un oportunismo tan populista como criminal, halagando el egoísmo más lerdo e ignorando todas las violaciones de derechos humanos. La remozada religión dual les ordenaba concentrarse en alancear al moro muerto de la iglesia cristiana, manifestarse contra Sudáfrica y la violencia de género pero estar mudos, ciegos y paralíticos en lo que respecta a millones de mujeres musulmanas en peor situación que lo estuvo jamás negro alguno, a leyes brutales, al control cotidiano y la sumisión teocrática a los textos coránicos.

También en los medios  occidentales se admitió el mito enemigo según el cual existiría, siempre había existido y siempre debería existir el imperio de la Umma, el gran estado totalitario fundamentalista islámico, de un extremo a otro del mapa, indiferente a fronteras y pueblos, con el Gran Jefe Califa y sus sucesores y asesores a la cabeza. Esto es pura ficción que las reiteraciones y la falta de oponentes impuso como realidad. Se cubrió con ese manto de la Gran Madre Musulmana, la Umma, a multitud de gentes que no profesan esa religión de esa forma, que practican otras o ninguna, a capas sociales y niveles de enorme diversidad, a emplazamientos que oscilan entre la aldea primitiva y la urbanización completa, a una variedad inmensa de historia e historias, de aspiraciones, orígenes, migraciones y asentamientos. Al hablar, haciendo inconscientemente el juego a los propagandistas de la yihad, delos árabes, de la Umma como entidad política, se cubre con el velo de una homologación ficticia y letal a millones de seres a los que se encierra en un ente colectivo forzoso con derivas totalitarias megalómanas del tipo del Comunismo, Nazismo o Maoísmo. Su misma irracionalidad le asegura el momentáneo éxito, y por ello ha prendido con gran rapidez en el terreno reseco de la frustración envidiosa y, allende fronteras, en la falta de firmeza en la creencia y defensa de los valores propios y en la molicie de quien no ha pagado el precio de aquello de lo que disfruta.

El séquito de yihadistas honorarios ha sido en Europa variopinto, numeroso y rebosante de pacifismo fraternal. Puestos a renunciar a armamento, han renunciado incluso al de la palabra, de manera que actos dañinos, situaciones lamentables y condiciones de vida opresivas y denigrantes de los países árabes se presentasen como el peaje necesario para la acogida de los nuevos bonísimos salvajes que, pese a las apariencias, traen entre los pliegues de la túnica impoluta el soplo de aire puro del anticapitalismo y antiimperialismo redentor. En el séquito occidental del fundamentalismo islámico virtual se encuentran muchachas seducidas por el glamour diferencial del velo, jóvenes integrados en el nuevo juego de guerra y vastos sectores en busca de profeta vía Internet. Mientras, en un plan menos militante y más cotidiano, son legión los que simpatizan y empatizan, a través de la pertenencia al club de víctimas vitalicias, con estos recientes y prósperos damnés de la terre sin fronteras, que no dudan en golpear de manera suicida y ubicua a la corrompida civilización. No ha habido, durante larguísimos años, escándalo, denuncia ni condena del inmenso peligro que representaba la práctica del fundamentalismo islámico y la radical incompatibilidad de sus usos con una existencia libre y civilizada. En lugar de lucidez y críticas se lanzaban diatribas a cuantos estamentos osaban disentir del coro de afable comprensión. Es el mismo mecanismo que ha venido exculpando, e incluso alabando, actos terroristas anteriores, como los de ETA o de cualquiera que asesinara revestido de una teoría.

Recién licenciadas omaníes.

Recién licenciadas omaníes.

El dualismo ha encontrado un nuevo Rey, el drogadicto ha hallado en bandeja el más barato de los éxtasis: el supremo placer del poder de infundir pánico y muerte. Mientras, en las tímidas y desconcertadas democracias una tropa de compañeros de viaje de la yihad honoraria sigue su senda: Por el hecho de ser marginal, quien nada había hecho y nada era se ve en posesión de una cantera de votos y financiaciones. El yihadismo se presenta ahora por políticos y periodistas como un reducto irracional y, por lo tanto, puede cobijar sin mayores explicaciones las más diversas zonas de sombra, permitir manipulaciones y recortes de las libertades. El Mal, en forma de IS, ha ido, como en el cuento de terror, llamando a la puerta cada vez más cerca. Y cada uno de sus pasos se ha apoyado en la cobardía de los partidarios de la discreción respecto a males cotidianos con los que, según ellos, era preciso convivir y dialogar.