El Castillo de la Bella Durmiente.
El Castillo de la Bella Durmiente.
Las plantas habían crecido y casi ocultado la vajilla, para gran alegría de los ecologistas, las nubes permanecían estáticas en un eterno abril, las corrientes de aire habían dejado suspendidas, a medio camino entre techo y suelo, las vaporosas cortinas. En el palacio reinaba la mudez y los pajarillos, sorprendidos por el conjuro en su vuelo, habían caído sobre mesas y pavimento, sobre los que reposaban en suspendida animación. Aguzando el oído, podía percibirse el leve latido de los corazones, desde el rumor mínimo del palpitar de los jilgueros hasta el que fue redoble y quedó reducido a un golpeteo pausado en el pecho de los representantes de reino. Las palabras habían quedado igualmente detenidas en las bocas de los cortesanos y reducidas al puré dulzón resultado de asentir, activa o pasivamente, durante tan largo tiempo, a las órdenes de su líder.
El maleficio se había extendido desde la costa hasta la cima de la última montaña, aunque con efecto desigual porque los poderes de Funeralis Konfinátor disminuían con la distancia. Desde la torre, el señor indiscutible, rodeado de los cientos de trovadores que debían cantar sus hazañas, de los no menos numerosos consejeros áulicos y de sus recién nombrados dirigentes de los ministerios del Silencio Selectivo, de la Destrucción Solidaria y del Jolgorio Funeario, contemplaba la parálisis de sus súbditos con sentimientos encontrados. Había sido hermoso, y satisfactorio, el efecto del hechizo, la rápida, instantánea eliminación de todo movimiento impredecible, de cualquier palabra o gesto espontáneos, de la más mínima posibilidad de rechazo. Siempre disfrutó observando a cada uno de los habitantes del dormido palacio congelado en su postura, vestido con el mismo atuendo, incapaz de escoger ni una actividad ni un esparcimiento ni una compañía ni una prenda que de él no dependiera. Pero tenía una inquietud.
Su visir, Polpy, experimentaba con la situación tal felicidad que desde el comienzo del conjuro no había salido del éxtasis de sumo placer, puro erotismo ideológico, que le embargaba y erizaba sus miembros y sus cabellos. Era, prácticamente, la meta de sus sueños, más que húmedos de torrencial lluvia tropical. Ni una frase, ni una mirada, ni siquiera un pensamiento podrían surgir ahora sin su permiso. De sala en sala, desde el primer cortesano hasta la fregona de las cocinas, cualquiera estaría a su completa disposición con esa fidelidad que sólo se logra tras borrar o sustituir los contenidos de la memoria y del espíritu. Aún era, sin embargo, demasiado temprano. Por lo pronto, asistía a los periódicos letargos y despertares, les hacía, en cuanto eran capaces de ello, oír su voz, y era su rostro de los primeros que divisaban al abrir los ojos y el último que recordaban al cerrarlos.
A Konfinátor le inquietaba, empero, la progresiva falta de público que observaba en los paréntesis de vigilia que había programado regularmente a tiempos fijos, de forma que el palacio se animase, aunque de manera controlada, para su aparición triunfal, locuaz, extensa, prolongada con una cabalgata extramuros y actividades que dependían de la programación. El reloj dio la hora en la fecha indicada. El Líder descendió con los suyos para el paseo-homenaje acostumbrado por las salas, patios, jardines, edificios adjuntos y cotos adyacentes en los que había dividido, tras haberlos cuidadosamente señalizado, su palacio y también, su reino. En todos ellos, y repetidos de manera bien visible, grandes carteles e indicaciones de paso franco y de prohibido marcaban los espacios benéficos obligatorios y los maléficos abominables.
Sonó, pues, la hora en el reloj sincronizado al efecto. Los súbditos, apenas despiertos y desacostumbrados a la luz, fueron inundados con trompetas y timbales que anunciaban al Jefe, junto al que caminaba, a la par que Polpy, su mago, el minúsculo pero estruendoso y siempre amenazador Señor de los Hechizos, venido desde la Mar Océana y encargado por Funeralis Konfinátor de mantener durablemente a los vasallos en el lugar que les correspondiera y de hacerlos deambular sólo en las zonas señalizadas como izquierda con el firme convencimiento de que allí exclusivamente se encontraba el Bien, mientras que en los opuestos, derecha, no había sino llanto, sombras y todos los males sin mezcla de bien alguno, por lo que, de caer en ellos, en vez de sueños tendrían pavorosas pesadillas.
Los vasallos, entumecidos y deseosos de dar al menos unos pasos en el espacio exterior, se guardaban de hacer objeciones, pero observaban en cuantos veían, vecinos, familiares, conocidos, desconocidos, algo extraño: Las caras, cada vez de más gente, cada vez de individuos distintos, se volvían blancas, enseguida transparentes, y a continuación el afectado desaparecía, ya no estaba allí, súbitamente, dejando tan sólo un hueco, sin que ni Konfinátor ni su visir ni acompañantes repararan en ello ni le dieran importancia ninguna. Ahora era el compañero de mesa, a continuación la mujer que venía con platos, luego el grupo de ancianos que se habían puesto a jugar a las cartas. Simplemente, de un minuto a otro ya no estaban ahí, y luego en su lugar aparecía un trozo de papel diciendo que era un proceso natural, aunque nuevo, y que ya no volverían a materializarse nunca ni valía la pena que lo hicieran porque sobraban en el censo por edad, enfermedad o desdén hacia el Líder. Podía que fuese natural en efecto, se decían los habitantes del palacio y de las calles circundantes, puesto que el señor y sus huestes jamás parecían reparar en ello y que, cuando a alguien muy cercano se le volvía blanco el rostro, luego transparente para al final difuminarse por completo, lo ignoraban como si jamás hubiera existido y continuaban la conversación con su más cercano interlocutor.
Los habitantes del palacio, y los de la villa, desaparecían a miles. Uno y otro día, se multiplicaban las caras repentinamente borradas y reducidas a una superficie lívida y lisa, que flotaba unos minutos sobre la transparencia del cuerpo hasta pasar a la nada absoluta. Quien intentaba reaccionar, quien reclamaba a su madre, a su hermano, a su vecino, pero eran tantos los que faltaban y tanta la indiferencia de Funeralis, su visir y su numeroso cortejo, que el vulgo nada podía hacer y, sobre todo, nada parecía que pasase; ni siquiera se comentaban las noticias. Volvía el resto a sumirse en su profundo sueño, el señor y los suyos regresaban a su torre, a donde apenas llegaban los llantos y noticias del suelo, y descendía sobre los pisos inferiores del palacio, como una niebla de un blanco parecido al de las caras, el silencio general.
Para encauzar debidamente, por el camino de la adhesión al Líder y el entusiasmo, los potenciales llantos y protestas, en la torre del homenaje ondeaban, cada vez que Konfinátor Funeralis, su visir y huestes paseaban por el recinto y cabalgaban por los alrededores, pendones variados y festivos, verde, rojo o morado con lentejuelas unos, arco iris otros, blanco con la V dorada de la victoria en abundancia, puesto que a más millares de ciudadanos difuminados en la nada más se concentraba la adhesión a Funeralis en los restantes del sector adolescente e infantil en el que el Gobierno, presidido por Presidente, Visir and Co,. pensaba afianzar su durable reino.
-Han desaparecido entre ayer y hoy mil doscientos de vuestros súbditos, amado Líder- vino a informarle solícito el Coordinador de sus asesores.
-Muchos son. Tal vez al Señor de los Hechizos se le ha ido un poco la mano-
Konfinátor Funeralis frunció el ceño, con moderación porque se había especializado en ofrecer una imagen de belleza pétrea, inasequible al desaliento y, por el contrario, plena de confianza y euforia. Por lo tanto ordenó inmediatamente:
–¡Que icen el brillante pendón y tiren confeti!
De la torre descendió una alegre nube de papelitos de colores que el Líder se apresuró a espolvorear también sobre sus hombros y pechera para que no cupiera la menor duda sobre su optimismo e identificación con la victoria, la felicidad y el bien. Al tiempo se escucharon sevillanas alternadas con una música triunfal en parte bélica y en parte adaptación de “Soy la reina de los mares”, favorita de la esposa de Konfinátor.
– ¡Más alegría! Más situación excelente. ¡Que se vea el gozo que reina en Palacio y que las bajas no son sino errores de cálculo en el censo!
dijo Funeralis. Y luego añadió en voz baja y despectiva, por encima del hombro, sin volverse, al lugarteniente más cercano:
-Nada que aluda a factores negativos, nada. Contraataque, vestimenta de contraataque.
Hubo entre los fieles del Líder más cercanos cierta lucha sorda por conseguir ser el primero en ofrecer a su Jefe lo que deseaba. Varios corrieron hacia el almacén de vestuario dando órdenes a gritos. Finalmente el más rápido se presentó jadeante ofreciéndole en una bandeja el chaleco repujado de las festivas celebraciones, que incluso relucía en la oscuridad. Konfinátor cuidaba en extremo su apariencia y disponía de una abundante colección de tales prendas, cada una adecuada al momento. Su visir Polpy le imitaba en sentido opuesto, con lo que llamaba acercamiento a las gentes, y lucía vestimenta de variada y cuidada pobreza pero de materiales de calidad, que conjuntaba con los turbantes que le habían sido enviados, como presente fraternal, desde Persia y que lucía con orgullo para subrayar su rechazo del sistema y Continente opresores en los se hallaba.
No bastaba, se dijo el Líder. Y ordenó que se organizara una gran fiesta, con nutrida asistencia internacional, de forma que se difundiera que, lejos de estar sumido en el letargo y diezmado por el mal de las caras blancas, en su palacio reinaban el bienestar y, pese a los millares de desaparecidos, la alegría de estar bajo su mando. Su dilecta esposa, que solía en las apariciones en el vehículo descubierto, sostener sobre la cabeza de su marido una corona de oro sustraída al museo arqueológico mientras le susurraba:
-Recuerda, querido, que eres un hombre. ¡Y qué hombre!
sería la encargada de organizar el festejo que daría un tono festivo a la baja diaria en el número de sus súbditos y distraería la opinión del enojoso recuerdo, e incluso llanto perceptible en escasos sectores que se resistían al letargo y hacían esfuerzos titánicos por mantener los ojos abiertos.
Y como se dictaminó se hizo
Se dio la gran fiesta, con proclamas para que acudieran los más representativos dirigentes de los países limítrofes, así como nutridos contingentes de heraldos, trovadores, aedos y asesores áulicos. Sin embargo la concurrencia final resultó menor que la esperada y, para completarla, hubo de recurrirse a la movilización de familiares, allegados, amigos, simpatizantes y primos hasta el tercer grado de los cortesanos de Konfinátor, y hubo también que echar mano del numeroso harén, suegras, suegros, cuñadas y odaliscas en lista de espera de Polpy, que practicaba la poligamia inclusiva como muestra de hermandad con los usos y costumbres de sus fraternales aliados contra el Gran Satán del Oeste.
La fiesta fue ruidosa y polícroma. Las señoras lucían, según consigna establecida, cada una un vestido de los colores de la bandera de un país, y Funeralis deslumbraba con su brillante chaleco rojo recamado de luces navideñas. Cuando alguien preguntaba sobre la extraña dolencia de las caras blancas que, se rumoreaba, diezmaba su reino, él simplemente encendía las brillantes luces de su atuendo y pedía a la orquesta que tocara más fuerte. Luego se marcaba unos pasos de danza con la Primera Dama, que había elegido para la ocasión toga blanca de fina seda con bordados de obeliscos y antorchas en pedrería, sandalias a juego atadas con cadenas de platino y tocado de gran diadema de áureas puntas rematada cada una por un brillante de considerable valor.
Corrían los licores, más generosos cuanto que la reducción en el número de súbditos había mermado las cosechas, pero también disminuido, junto con el aumento de los impuestos, el número de consumidores, por lo que Konfinátor ordenó que se bebiera y comiera sin tasa y se sacaran de las bodegas los mejores caldos.
Así se hizo. El aumento de volumen de la música y el del número de las copas marchaban a la par. A los que permanecían en profundo letargo en los salones llegó el estruendo, multiplicado por los ecos que en las vastas estancias ya iba dejando la ausencia de miles de víctimas del mal de las caras blancas. Tantas eran éstas, de las que no se hablaba jamás, que por el vacío resultante se establecieron, en aquella noche tormentosa de nubarrones a los que los asistentes al festejo no prestaban atención, grandes corrientes de aire por las puertas y ventanas abiertas e iluminadas para la ocasión con el fin de mostrar prosperidad y transparencia. El reloj de la señal cayó de la estantería envuelto en la cortina por efectos de una furiosa ráfaga. Sonó su timbre, ahogado por la música exterior. Los durmientes comenzaron a abrir los ojos, asombrados al no encontrar a los vigilantes y conductores palaciegos acostumbrados, ni, en su podio, al Líder acompañado de Polpy y del vociferante Señor de los Hechizos. Se incorporaron. El viento arreciaba y había tumbado, arrastrado, arrinconado las señalizaciones que estaban obligados a seguir. Ya no existían caminos ni estancias “izquierda” “derecha”, deambulaban en pleno desconcierto, poco a poco sustituido por una extraña sensación mezcla de alivio, libertad y dolor porque comenzaron a sentir agudamente los huecos que había dejado en sus vidas el mal de las caras blancas, empezaron a dudar de todo, de las palabras de Konfinátor, de los rumbos marcados por Polpy, sus bien pagadas huestes y sus heraldos, descubrieron que las señalizaciones no habían existido desde toda la eternidad sino únicamente por conveniencia de los que las usaban. Entonces consultaron listas, comunicaciones de desaparecidos que yacían en el fondo de cajones o apiladas en un arcón, sumaron números, cotejaron nombres. Y sintieron el dolor de la irremediable ausencia cuando pusieron nombres a aquellas cifras y las asociaron con los que echaban en falta, con aquéllos que para quien los recordaba no tenían edad ni debían haber sido empujados al vacío, y los unieron a las circunstancias que rodearon a su desaparición, al gran silencio que los envolvía, los desechaba, los había reducido a gruesos fajos de folios de los cuales hallaron algunos a medio quemar en la chimenea.
Con los ojos ya muy abiertos, y mientras fuera seguía la fiesta, arrojaron al fuego los antiguos carteles que les marcaban direcciones y territorios, y compartieron, sentados junto a la lumbre, su pena, su ira y la vigilia y fuerza que el dolor mismo les daba y que era lo contrario al sopor y la resignación. Entonces fueron hasta las ventanas abiertas de par en par, cambiaron las luces de manera que se fijara desde el exterior la atención en ellas y comenzaron a arrojar a los que estaban abajo cuanto sobre los desaparecidos habían encontrado, nombres, papeles, pertenencias, cuadros. Luego añadieron las vestimentas talares del Señor de los Hechizos, los carteles todavía no incinerados, el podio de Konfinator y la exquisita maqueta de la nueva mansión de Polpy que éste mostraba únicamente a los íntimos en contadas ocasiones.
La fiesta con representantes extranjeros no evolucionó como el Líder había esperado. Ni las generosas raciones de alcohol ni las promesas de partidas de caza y largas entrevistas exclusivas con Funeralis tuvieron efecto. Por el contrario, los reunidos recogieron con avidez lo que se les arrojaba, lo leyeron, comentaron formando grupos. Unos pocos primero y luego muchos decidieron entrar en el Palacio e interrogar a los legendarios durmientes que habían dejado de serlo y cuya historia corría en voz baja de boca en boca. El público cambió de composición, entraron personas del exterior que se unieron a los grupos y comentarios, salieron otros del palacio. Konfinátor y los suyos dejaron de ser el centro de atención, de tal forma que las luces del brillante chaleco se fundieron, la música de un ritmo desconocido apagó el discurso que intentaba declamar Polpy, el Señor de los Hechizos yacía en el suelo víctima del abuso de los caldos de marca y algunos habían hallado en la torre del Palacio, junto a una hermosa durmiente de fino mármol, un libro previo al letargo en el que se describía la anterior situación del reino, la cual, para gran sorpresa de los lectores, no era la del todopoderoso Mal balizado por la obligatoria señalización.
Konfinator andaba de sala en sala, seguido por los fieles de su corte, pero todos comenzaban a tener una terrible impresión de no existencia. Era mucho más angustioso que cuanto habían temido: Agresiones, sublevación, atentados. Los ignoraban. La mujer de Konfinátor corría tras su marido intentando, todavía, sujetar sobre su cabeza la corona de oro y susurrarle las palabras de rigor, pero era inútil y alguien se la arrebató al pasar y le dijo cortésmente que era para pagarse las honras fúnebres de uno de sus familiares. Los cortesanos comenzaron apresuradamente a intentar cambiarse de bando, pero no encontraban la señalización habitual y pasaban errabundos de una a otra sala, sin líder ni distinguir, a falta de los mantras automáticos acostumbrados, la dirección hacia el nutricio y seguro recinto de la tribu, ya como ellos mismos inexistente. Se rumoreó que Konfinátor había intentado iniciar una defensa homérica desde la torre pero que se lo había pensado mejor y se dirigía a caballo a la confortable mansión campestre de su mujer. Enseguida corrió otro rumor: Un vasallo del común, de los que habitaban extramuros pero tenía parientes en el interior del recinto de los que nada sabía hacía varias lunas, quería a toda costa hacer llegar a Konfinator un pliego de rogativas y agravios, en un desesperado intento de averiguar si el mal de las caras blancas había borrado a los suyos de la existencia. Sabedor de que el señor del palacio jamás permitía que se citara la desaparición, vulgo muerte, de persona alguna, surgió ante él repentinamente agitando su escrito mientras con la otra mano sujetaba las riendas del caballo. Funeralis, que estaba convencido de ser invulnerable, recibió el extenso pliego (porque las víctimas eran muchas) en pleno rostro, perdió el control de su cabalgadura, se produjo, con la brusquedad de sus movimientos, un cortocircuito en las luces de su chaleco de gala, que, perdidos los alegres colores, pasaron a parpadear en blancas ráfagas que iluminaban espectralmente en la oscuridad su rostro. El vasallo exclamó espantado:
– ¡También vos tenéis el mal de las caras blancas!
Y, al ver que Konfinator, perdido todo control pero aferrado con ambas manos a la dorada espuela, era arrastrado por la bestia, corrió hacia el palacio para dar a todos la buena nueva.
Respecto a Polpy, su equilibrio psicológico no había resistido la destrucción de la primorosa maqueta de su vivienda. Vagaba de sala en sala intentando convencer a cuantos se prestaban a oírlo ora de que era el Mesías Igualitario enviado para sustituir a Konfinator, ora de que sus genes procedían de Sansón, puesto que su fuerza radicaba en la maravillosa mata que cubría con su turbante, vigor del que, además, daban testimonio sus numerosas concubinas. Finalmente se subió al sillón regio dejado vacante por el Líder y, en pie sobre el asiento, procuró inútilmente atraer la atención. Nadie reparó en él. Polpy fue deslizándose hasta el suelo, pensó en la maqueta destruida de aquella mansión en la que había puesto sus esperanzas, tuvo un ataque intenso de melancolía, se enjugó con el turbante una furtiva lágrima y, antes caer en un sopor profundo, se dijo mirando a los que hubieran debido ser sus seguidores:
-No me merecen.
Había en las estancias del palacio un festivo desorden, muy distinto al que antes había reinado en el exterior, un ambiente agridulce, un hervor de comentarios y búsquedas, como si hubiera mucho que mirar y jornadas que recuperar con febril vigilia.
Alguien tropezó con un reloj roto.
Rosúa