LA EDAD DE LA RAZÓN

LA EDAD DE LA RAZÓN

 Mercedes Rosúa

 La literatura de ciencia-ficción nos habla de nuestra época como del final de la infancia. “Semejante es el linaje de los hombres al de las hojas”, dice Homero. Pero esas hojas se depositan en forma de finas láminas de memoria atesorada, de forma que cada ser humano que nace se alza sobre las capas de cuanto antes que él acumularon todos los demás. Quizá por eso podemos hablar de desarrollo como especie, de cierto parto que nos lleva a dejar atrás las sangres y llanos de las guerras para alcanzar, en un lento camino de milenios, las colinas de la madurez. También hay libertad y, porque la hay, hay retrocesos, regresiones de individuos y de grupos, zambullidas multitudinarias en la barbarie, opciones masivas por la fácil pendiente de la sumisión, engaños placenteros, rapiña impune, dioses creados para evitar la fría soledad de las responsabilidades personales. La democracia está, como nosotros, en su etapa adolescente, vale lo que valen los que la utilizan, puede ser regresiva o progresista, negativa o benéfica. Es, en realidad, una apuesta por la dignidad y valor del individuo y un mal menor que el totalitarismo o el poder autocrático. Su enemigo, en este momento, no son los militares ni los reyes; es el populismo, las técnicas de manipulación que se apoyan en promesas de imposible cumplimiento, dicen a cada cual lo que quiere oír y halagan el más bajo común denominador de la psique humana: el miedo, la envidia, la ignorancia, el impulso tribal.

La opinión pública es, como fuerza, reciente. Rousseau, ideólogo del contrato social a mediados del siglo XVIII, constata que ésta no existe aún porque las mayorías carecen de influencia significativa y no reciben sino la información que les transmiten minorías depositarias de la palabra y la cultura. La opinión pública se impone a finales del siglo XIX y en el XX, con el peso del poder económico y social de las clases bajas y medias. Su auge se enlaza con un fenómeno que cambia la faz de nuestro planeta y la historia toda: las nuevas redes de comunicación. Nadie había tenido nunca antes la posibilidad de mandar simultáneamente el mismo mensaje a millones de personas. Cualquier golp0e de Estado que se precie planea en primer lugar la toma de las sedes de radio y televisión. La democracia se enfrenta aquí con el primero de sus grandes peligros: los ciudadanos pueden optar por abdicar del pensamiento racional, no analizar las experiencias concretas, desdeñar la información, eludir la evidencia, seguir la rutina. Son todas éstas operaciones mucho más felices que la ingrata tarea de razonar. Puede seguirse al instinto, diluir el yo; puede, y es lo más peligroso, ahogarse en el grupo la responsabilidad personal y llegar a decisiones multitudinarias no por democráticas menos bárbaras, nocivas y aberrantes. Sin información, reflexión, implicación individual y posibilidad de expresar la opinión sin riesgos no hay proceso democrático; hay el asambleísmo populista, que es enemigo del solitario proceso del pensamiento.

Hacer lo que los demás hacen, sea jalear al verdugo en la ejecución en la plaza pública, suicidarse por el emperador o reclamar la pena de muerte, tiene un indudable encanto. Entre “el pueblo siempre tiene razón”, estupidez notoria donde las haya, y “la minoría se equivoca algunas veces, la mayoría se equivoca siempre, del irónico Borges, hay, empero, plataformas de razonamiento y situaciones que piden cada una su análisis concreto. Reciente el cincuenta aniversario del final del nazismo, conviene recordar que en la Alemania de Hitler éste, que había sido elegido como líder en 1934 por un 88 por 100 de la población, gozó, hasta la ruina completa del país y su suicidio, de ferviente adhesión. La técnica consistió en identificarse con la salvación de la patria, crear enemigos (comunistas, semitas, intelectuales, liberales) contra los que unirse, aplastar a los opositores, copar los medios de comunicación, anular las instituciones parlamentarias y azuzar los más bajos y elementales resortes de la colectividad, como el nacionalismo, racismo y belicismo. En España tenemos una ilustrativa miniatura de Mein Kampf en las páginas delirantes del defensor de la pura raza vasca Sabino Arana y en los típicos comportamientos de culto a la fuerza y justificación diferencial de sus seguidores. También Mussolini gozó de un enorme y duradero apoyo popular, que se transformó prestamente, tras la derrota italiana frente a los aliados, en el ensañamiento de la plebe con el cadáver del Duce y con el de la muchacha que le había amado hasta el extremo de acompañarle en la muerte. El fascismo –más diferente del nazismo de lo que comúnmente se expresa- utilizó el miedo de los ciudadanos a la crisis y al desorden, el culto al líder, el desprecio por el pluripartidismo, la acumulación de poderes y funciones en un solo partido y el recuerdo a la acción directa. En otras latitudes, la rica Argentina consiguió empobrecerse a  así misma hasta niveles de franco subdesarrollo con el general y fervoroso apoyo al populismo de Perón y al desgarrado folklore social representado por Evita. En Estados Unidos, cuna de las constituciones modernas, se votan leyes bárbaras sobre la pena de muerte.

La España actual infravalora sus posibilidades. En 1975 era la novena potencia industrial del mundo; puede recuperar ese puesto. Carece del grado de eficacia germano; pero, por otra parte, está libre de una herencia histórica tan tremenda como la de Alemania. La modesta democracia española ha salvado, entre el vuelo de los muchos problemas, una gran virtud en el fondo de su caja de Pandora: la honesta y sincera voluntad que reside en sus ciudadanos de evitar enfrentamientos y violencias. El terrorismo es una excrecencia llamativa y anómala. Hay un espíritu auténticamente integrador en el común de los ciudadanos, un apego real a las libertades cotidianas y a la exposición de ellas, una repugnancia genuina por la muerte, cuya pena ha sido abolida en todos los casos. El sistema español tiene probablemente mejor futuro del que él mismo, en sus complejos de inferioridad respecto a Europa, cree. Actualmente le queda convencerse de que, como dice Cervantes, “la sangre se hereda y la virtud se aquista”; conviene, pues, olvidando linajes históricos, juzgar a los partidos, grupos e individuos como a hijos cada uno de sus obras.

 

 

(Este artículo apareció en el periódico Ya del 19 de Marzo de 1996. Su todavía optimismo es obvio. Aún no se había desatado el frenesí tribal de las numerosas, (nacionalistas, políticas, sindicales, mediáticas) clientelas de la utopía, enriquecidas sin más mérito que propaganda, fidelidad y consigna. Aún no había sucedido el 11 M ni se había abierto con él el periodo más vergonzoso de las últimas décadas).