La Rosa y la Torre. 11S 2001-2021

La rosa y la torre -Madrid, 11 de Septiembre de 2021

Sobre la mesa, fugaz, extemporánea, había una rosa,

 

Era el 11 de septiembre, la tarde volviendo a ver las imágenes, siempre recordadas, nunca olvidadas, del atentado terrorista, de la Torres Gemelas y los siguientes.. Una y otra vez descendían hasta el fondo del alma esas personas lanzándose al vacío, la masa de llamas, humo y metal que no les dejaba elección, los miles de asesinatos, el polvo, el terror y el desconcierto de la gente que corría dejando tras sí una masa negra, impenetrable, la nube descomunal de humo, casi sólida, como esas películas de bestias prehistóricas que avanzan por Nueva York, ciudad a la que en ese momento quise más que nunca, y querré como algo mío.

La angustia de hace veinte años no había menguado ni una gota, estaba simplemente depositada en la ira, la amargura y el desprecio hacia quienes, en la prensa occidental, ocuparon el espacio mediático, más que abominando de los asesinos preguntándose cómo reaccionaría el Gobierno estadounidense. El sabor de la vileza volvió a los labios. Porque ni ante asesinatos masivos de tal envergadura obviaron muchos la consigna de estar, fuera como fuese, contra Norteamérica.

Las imagen seguían resucitando algo que nunca estuvo, ni estará, muerto. Las torres implosionadas se hundían arrastrando en un infierno de metal candente a los miles de personas de imposible rescate, y caían sobre los bomberos que, sin apelar como los terroristas a ningún dios espantoso, intentaron salvar vidas.

Los medios han reproducido abundantemente, aunque con reparos por respeto, las imágenes atroces de los que saltaban al vacío, la solitaria y patética del que intentaba atraer atención agitando una tela blanca desde la ventana de una de las torres. Luego se aproximó la cámara, y se detuvo largo tiempo en aquella figuras que movía  sin cesar su tela blanca para atraer la atención sobre su existencia, sin saber, o sabiendo quizás, que nada ni nadie podía llegar hasta él. Continuó ondeando su pañuelo o camisa hasta que fue humo tras una agonía de pánico y desesperación. Seguirá siempre agitándolo en el interior de los ojos de los que lo hemos visto. Era como podíamos ser cada uno de nosotros. Y la repugnancia ante toda la cobardía que ha ido cubriendo con su marea fétida estos veinte años, las infinitas concesiones, silencios, retiradas, cegueras selectivas, ante la amenaza de brutalidad y muerte de los bárbaros y la cruda verdad de la firma en todas ellas del Islam sube hasta los labios, anega el pecho, llega hasta el piso muy alto donde alguien agita inútilmente un pañuelo blanco. Impide respirar.

Sobre la mesa está la rosa, un contrapunto de paz y rojo sangre, una señal absurda de que en el mismo mundo puedan existir las imágenes y los hechos terribles, repugnantes, de la mayor vileza y, a la vez, algo perfecto, diminuto , bello, silencioso, cuyas hojas caerán como esa gente que se precipitaba al vacío, como todo finalmente cae hacia la muerte.

Pero la rosa está ahí, estará siempre, en alguna parte, odiada por los mismos y los hijos de los mismos que no merecen verla, que la quemarían como la cara de sus mujeres sometidas a una esclavitud peor que apartheid y comercio de africanos alguno, una indignidad de la que nadie, por miedo, estupidez y cobardía, habla. Mientras se aprovechan de los trabajadores musulmanes en Alemania, en Cataluña , en tantos sitios, y permiten sin rebozo que esas hembras sean fardos arrastrados unos metros por detrás del propietario.

Con esa indignidad, tea a tea, llama a llama, centímetro a centímetro de retirada, todos los días, todos los años, ha tejido Occidente las dos últimas décadas. En nombre de la igualdad de culturas y el respeto a religiones asesinas. Y ha surgido y medrado la peor clase parásita que vive de sembrar el odio a Estados Unidos y a cuanto y quien la sobrepasa., rebozándose en y esparciendo la envidia, la peor ignorancia voluntaria y el rencor.

La amargura está ahí, y el hombre del pañuelo. Siempre. Pero también la rosa.

Rosúa