Macao: El fin de una época

MACAO: EL FIN DE UNA ÉPOCA

Macao 1999


    Artículo escrito en noviembre de 1999  tras un    viaje a Macao, en vísperas de  su total      integración a la República  Popular China.

Ningún lugar tiene tantas razones para sentir el fin del milenio como Macao, porque en él termina el 20 de diciembre de 1999 una época que, en su momento, cambió la faz del mundo. Lo que fue apeadero marítimo portugués, puerto concedido por el emperador de China como recompensa a aquel puñado de extranjeros que había limpiado de piratas sus costas, primera colonia europea establecida en Extremo Oriente, con acta de fundación en 1557, pasa oficialmente a integrarse en la República Popular como hizo Hong Kong en el 97. Quizás por eso, por su poder de evocación y de melancolía, el pabellón de Macao recibió en la Expo 98 de Lisboa más visitantes que ningún otro. El fundamentalismo políticamente correcto celebra el descabello del imperio colonial. El pragmatismo minimiza su vuelta a China, a la que geográficamente pertenece y de la que siempre ha dependido, y trata el asunto como anécdota necesaria e irrelevante eclipsada por el peso internacional y financiero de la transferencia de su vecina Hong Kong. La visita a ambos enclaves en este ambiente de postrimerías revela sin embargo en Macao una dimensión no equiparable a la de la excolonia británica, un espesor de historia, de carácter, mestizaje y usos cívicos que el Gobierno de Pekín ya había comenzado a borrar años antes de la transferencia oficial de soberanía.
Macao es un territorio diminuto que alberga en sus dieciséis km2 una de las poblaciones, medio millón escaso de habitantes, más densas del mundo, repartida entre la península y sus dos islas, Taipa y Coloane. Es un montañoso puerto abierto al Mar de China, escala que fue entre sus islas de Japón, Filipinas y el archipiélago indonesio y entre avanzadillas continentales como Malaca, Goa y Singapur. Tuvo desde sus principios voluntad de acogida y de permanencia, de zona franca y de observador tolerante, de base misionera y de gran tienda de ultramarinos y de fiestas. Su aspecto es inequívocamente portugués y en la ciudad se distinguen, como en el tronco de un árbol, todos los círculos de su historia, de los que el último, torres de cemento del más adocenado y antiestético gusto, señala la frontera sólida y real del nuevo poder. Hace seis años todavía Macao ofrecía la vista, una de las más bellas de Asia, que enamoró a pintores y viajeros: Praia Grande, un semicírculo perfecto bordado con casas residenciales de colores pastel, esmaltado de jardines, tras cuya línea costera se elevaban la fortaleza del Monte, las iglesias, los templos, el núcleo urbano con su plaza y su gentil trazado de pueblo portugués y mercado chino, y, finalmente, el telón de fondo de boscosas colinas sobre un mar domesticado y manso pero bajo un cielo que encrespan con frecuencia los vientos del monzón. Hoy impera la fealdad de la invasión inmobiliaria de China continental, que ha ocultado y desfigurado irreversiblemente lo que fue una población encantadora, única y digna de ser conservada como Patrimonio de la Humanidad.
La revolución portuguesa de 1975 marcó el comienzo de la cesión de hecho a Pekín de la soberanía (parece que los movimientos democráticos –recuérdese el caso del Sahara español- tienen mucho que aprender en descolonización). Los portugueses se presentaron, desde entonces, como simples administradores en espera de la completa transferencia de un poder que no era sino nominal. Los habitantes de Macao les reprochan la pasiva aquiescencia ante la creciente y prematura invasión del Gobierno Comunista, de partido único, en un territorio acostumbrado a la pluralidad y la tolerancia, a la mezcla racial y a los derechos ciudadanos, y que incluso se regía por una asamblea legislativa que le permitía otorgarse el título de primera república de Asia. La arquitectura, en su fidelidad plástica de la Historia, refleja hoy ese río de homogeneidad sociopolítica, beneficio rápido y excavadora presta que fluye desde y hacia los clanes de poder en Pekín. Los intelectuales no perdonan a Lisboa su escaso o nulo empeño en defender en las Naciones Unidas la concesión a Macao del título de zona monumental protegida. Portugal deja tras de sí un interesante centro cultural y se ha inaugurado recientemente el aeropuerto, pero los artistas afirman que la libertad de expresión desaparece. Los antiguos barrios de Macao revelan por su parte hileras completas de tiendas cerradas que llegan a dar a las calles un aspecto de franca huida. Las nuevas construcciones son rascacielos-colmena destinados a un turismo de fin de semana y a albergar a los chinos continentales inmigrados que constituyen ya más del cincuenta por ciento de la población. La zona es una cantera en la que la naturaleza de las vecinas islas, unidas por puentes, poco hace para justificar el nombre de balnearios dado a playas mortecinas que, entre colinas de arbusto y piedras de atractivo más que dudoso, ofrecen las aguas turbias, quietas y caldosas del estuario del Río de las Perlas, el Chu Chiang.
Las especialidades locales son, en verdad, otras: casino y clubes nocturnos, prostitución y apuestas, los dos pilares de la economía, hasta el punto de que más de la mitad de los ingresos gubernamentales procede del monopolio del juego, la gran pasión de Extremo Oriente. En palabras de un artista nativo, Macao se reducirá a un parque temático de fin de semana para los de Hong Kong, en el que no tendrán cabida historia ni cultura, de cuyo sentido la China actual carece. Y sin embargo para el viajero sin experiencia de otros tiempos existe aún en la ciudad un atractivo indudable potenciado por la diferencia respecto a su rica, orgullosa y joven vecina. Se llega a Macao en una hora de ferry. Atrás queda Hong Kong, que da la imagen fascinante de muro de rascacielos y de luces que se emulan en arquitectura moderna, brillo y cambiante color. La vista desde Kowloon de la city, de la apretada isla que asciende hacia el pico Victoria y que bordea en peligrosa caída de cristal y acero el ancho brazo de mar continuamente transitado, es soberbia y afín al centro financiero de Londres y a Manhattan. Pero, tras el impacto visual, el paso de los barcos y la conciencia de la historia y de la fuerza, comienza el hastío de vidrio y metales y la ansiedad de cielo. Pekín tiene ahora los mandos de de esta máquina de hacer dinero y la gobierna para que continúe fabricándolo, aunque la maquinaria chirríe a veces cuando la libertad de gastar y comprar roza otras. Sin embargo el reverso de Hong Kong es triste, casas de la victoria orwelliana, tuberías, desconchados, oscuridad, óxido. Es el Hong Kong barato, de viviendas minúsculas, hostales económicos y viejas entrañas con vagos recuerdos de su construcción y ninguno de su mantenimiento. En la fachada del mar se aprietan las torres, el tiempo es dinero, todo es vendible, la gente corre, no hay casas de té ni cafeterías, pululan los restaurantes donde se engulle con la proverbial ansiedad china. Hong Kong carece de dimensiones humanas y de arte de la vida, seduce a los adictos del movimiento perpetuo y la excitación fácil, es el supermercado de indios y musulmanes ricos y la escala de turistas occidentales. El viajero piensa que, como a sus grandes vecinos, le falta alma.
Macao es otra cosa. Posee todo aquello de lo que Hong Kong carece y no tiene el dinero, que es la esencia de Kong Kong. Aquí está el Largo do Senado, la avenida de Almeida Ribeiro, los azulejos, el edificio blanco, la biblioteca inspirada en la de la universidad de Coimbra, la placa, que quizás sólo podría encontrarse en este lugar, en homenaje a la saudade dos portugueses de Hong Kong, las fachadas de arcos crema, rosas, verdes, rodeando el corazón de la ciudad y de la convivencia que es la plaza, con su fuente, sus bancos, sus cafés y sus vecinos, las ruas dos Mercadores, de Santo Antonio, da Felicidade, de Francisco Xavier, do Tesouro, las tiendas de pescado salado, cohetes, muebles de maderas preciosas, telas y sobre todo joyas, con profusión de oro que se comercia diariamente en su valor bruto y que se vende en láminas, bloques y en todo tipo de formas. Los comercios ostentan los nombres en portugués y en chino, los restaurantes ofrecen ambas cocinas, la gente pasea, compra bollos en los muchos lugares que hornean pastelería y platos cantoneses aderezados con especias. En rostro, gestos y hábitos se advierte el batido de orígenes, el amplio componente oriental en el que se diluye desde hace cinco siglos la presencia portuguesa y en el que se incluyen brasileños, malayos, japoneses y armenios. El efecto de este antiguo mestizaje resulta tanto más chocante cuando se compara con la tradicional cerrazón y el ostracismo del Imperio del Medio, o con Hong Kong, en donde tal promiscuidad era inimaginable y todavía existían hace veinte años empresas que vetaban, excepto permiso especial, el matrimonio de sus empleados británicos con muchachas chinas, uniones de por sí escasas.
El punto dominante de Macao es la Fortaleza do Monte y, junto a ella, una de los monumentos más original que imaginar cabe, símbolo de la ciudad: la fachada de la iglesia de San Pablo, único resto del edificio destruido por un terremoto. Como un desafío y un hito de pura voluntad, se mantuvo este muro, con sus cuatro alturas, sus arcos, sus columnas y sus vanos a través de los que se ve el azul del cielo. Nada hay tras él excepto el aire y el efecto irreal, pero perceptible, de una pervivencia que es quizás la de la ciudad entera. Un poco más lejos el Jardín de Camôes es un refugio de frescura al que acuden los que practican diversos tipos de gimnasia y artes marciales chinas, los jugadores de ajedrez, los masajistas de pies, los ancianos y los escolares. De las ramas de los árboles cuelgan jaulas con pájaros llevados allí de paseo por sus dueños para que practiquen, oyendo a sus congéneres libres, el bel canto. La tradición quiere que Luis Vaz de Camôes compusiera parte de sus versos en un rincón que allí tiene su nombre. Luego, tras el descenso por un dédalo de callejuelas unidas por escaleras y cerradas por tapias, se llega a instalaciones portuarias y, en su extremo, bajo la Colina da Penha, se halla el templo más antiguo de la ciudad, el santuario de A-Ma, la diosa ancestral que dio nombre a Macao cuando los portugueses preguntaron a los pescadores chinos el nombre de aquella tierra.
Los navegantes barbudos y pálidos llegaban de lejos y, sin saberlo, acababan de llevar a cabo una de las gestas más asombrosas de la Historia. La Fama ha sido injusta con Portugal, lo ha olvidado en el extremo de Europa, silenciando durante siglos o reduciendo a simple codicia el mérito de ese puñado de marinos que se atrevieron los primeros con la inmensidad del desconocido Atlántico, que confiaron su vida a nuevos instrumentos de navegación y al azar y, en fecha tan temprana como el 1434, doblaron el cabo Bojador, que marcaría en 1492 con el tratado de Tordesillas el límite sur de los descubrimientos españoles. España, volcada hacia América, llegaría, por otros caminos, a Filipinas. La vuelta al mundo, los viajes de Vasco de Gama y Magallanes, la epopeya de los que hicieron antes que nadie algo sin parangón, el sentido de grandeza y el valor que cantó Camôes, se han visto eclipsados por el posterior auge de otras potencias, por el torbellino de la revolución industrial y por el afán de exorcizar fantasmas colonialistas. Este último resto de aquella época es, desde luego, algo muy distinto de un simple puesto comercial. La concesión de Macao careció de gran importancia para los emperadores chinos. La península tuvo su época de prosperidad cuando servía de cala a los barcos que iban y venían a Goa y Malaca y, ajustándose al ritmo de los monzones, daban salida a las especias y abastecían con mercancías del continente asiático a Europa y a Japón hasta que los portugueses fueron expulsados de éste último en 1639. Anteriormente los oscuros galeones de los que hablan las crónicas locales habían llegado a Nagasaki cargados de porcelana, seda y oro chinos, y, pasado el riesgo de los tifones, habían zarpado de nuevo para llevar a China la única mercancía que parecía apetecer: la plata de Japón. Macao constituyó una base y un refugio para los misioneros, en buena parte jesuitas, tras la expulsión y persecuciones. San Francisco Javier murió en él sin poder adentrarse en el continente que esperaba convertir. Haría falta una sinización extraordinaria para que grandes figuras intelectuales como los misioneros Matteo Ricci y Michele Ruggieri se introdujeran en la corte del emperador, al que sedujeron sus conocimientos de astronomía, matemáticas y construcción de instrumentos científicos. La diócesis de Macao se extendía desde Malaca a Timor y comprendía Japón, China y Corea. A través de los jesuitas se creó en Occidente el mito del Imperio Celeste, del Gobierno Perfecto, la Utopía China que, en su forma maoísta, ha llegado prácticamente hasta hoy. También persiste en Macao el carácter de retaguardia religiosa de diversas órdenes, discretas, tenaces e insistentes como el Opus Dei y como numerosos predicadores.
En el siglo XVIII los tiempos cambiaron, comenzó la gran expansión del imperio británico con fines comerciales muy precisos y China pasó a ser sinónimo de corrupción, hipocresía y avaricia. La creación del puerto franco de Hong Kong en 1843 marcó la decadencia de Macao, reducido en buena parte a trastienda en los florecientes negocios del opio, el juego y los burdeles, a los que se sumó el comercio de mano de obra barata: los coolies. La pequeña ciudad tuvo sin embargo un noble e importante papel durante la segunda Guerra Mundial, al servir de refugio a los que huían de la invasión japonesa, cuyas atrocidades se recuerdan en todo el sudeste asiático con mucho mayor horror que experiencia imperialista occidental alguna. A esta ola de inmigrantes se sumaron en 1949 los que escapaban del recién proclamado Estado comunista chino. A sus riberas llegó en el 67 el oleaje de disturbios de la Revolución Cultural. Comenzó luego el preludio al proceso de transferencias, la autonomía, la sensación de abandono por una Lisboa débil y lejana incapaz de oponer presión alguna real al discurso de imposiciones y hechos consumados de Pekín. En 1976 se introdujo el sistema de elecciones directas, que fue alegado como precedente en Hong Kong a la hora de negociar con Pekín la representatividad de las instituciones. En 1987 se firmó el acuerdo de devolución. Mucho antes de la fecha de 1999 pactada el Ejército chino controla el territorio y, junto con los demás clanes del Partido, dirige todos los sectores vitales de Macao.
Al norte, tras el muro de la frontera, se extiende la República Popular China. De ella llegan numerosos grupos de turistas que, conducidos por sus respectivas agencias, hacen la visita de unas horas, ascienden, mientras filman, la escalinata de San Pablo, posan en las fotos con aire de conquistador de opereta, comen y se van. La población los mira y envidia su aspecto de nuevos ricos, se prepara para la lucrativa invasión dominguera del fin de semana, pule los dorados de la arquitectura repostera del casino, ofrece souvenirs del cambio de soberanía y también estatuillas mediante las que los antiguos dioses y sabios confucianos confraternizan en las estanterías con Lin Piao, el soldadito Lei Feng, Deng Xiao Ping, Mao, guardias rojos, personajes de óperas revolucionarias. Toda una hagiografía caduca para poner, junto con la caligrafía de la buena suerte y el gatito de porcelana, sobre el aparador. No debe pensarse sin embargo que la península entera está volcada hacia el pasado y dispuesta a asumir el papel de rincón folklórico. Al noreste de la ciudad se sitúa la zona más moderna. En ella la sensación de abandono es menor, hay calles populosas, comercio y tráfico, gentes afanosas de presente que no rezan al dios de la saudade. Trabajan, observan y esperan.
Macao fue siempre consciente de los imperativos de la geografía, se sabe chino como su lengua, también portugués, y además él mismo. Nunca ha sido, como Hong Kong, codiciado y respetado por sus riquezas. Tampoco constituyó jamás para el Gobierno chino un reto, una vitrina del poder occidental. Es una novia de escasa dote pero con encantos muy precisos. Con él finaliza una época y se abre un porvenir inquietante. Occidente tiene excesiva tendencia a confundir modernización con progreso social y político y prefiere ignorar que, bajo el barniz de tecnificación y consumo, continúa existiendo toda la barbarie totalitaria del sistema chino, una lógica de clanes para los que no hay más principios que la conveniencia ni más moral que sus intereses. La ausencia de toda consideración ética es una peligrosísima baza en manos de un país con enorme ambición imperial, en acelerado proceso de tecnificación armamentista y con una clara política de desafíos, amagos belicosos y presiones fronterizas, directamente o por país interpuesto, tal es el caso de Corea del Norte. Como en el resto de los países socialistas, en la República Popular China el comunismo ha destruido todo tejido cívico y toda conciencia de valor ético, histórico o cultural. En este sentido, Macao no puede aspirar a más consideraciones por parte del Gobierno de Pekín que las derivadas de su rentabilidad en divisas. Uno de los recuerdos que se venden en las tiendas es una camiseta en cuyo dibujo aparece la fachada de San Pablo y un pintor chino sentado en un andamio, frente a ella, cubriendo por completo con su brocha el símbolo de Macao con el rojo, y la estrella, de la bandera comunista china. Toda una declaración de intenciones de lo que la ciudad puede esperar de sus nuevos amos.
Pero China no es tan sólo su régimen actual; existen en ella corrientes diversas, movimientos democráticos, semillas imprevisibles de libertad y cambio. Frente a las vitrinas del Museo Marítimo del Centro Cultural y del Museo Municipal, que tan bien relatan la gesta portuguesa, la mezcla de fiestas, de usos y comidas, que cuentan los viajes hacia el este de los galeones y la expedición marítima hacia el oeste de Chen-Ho, el almirante Ming que, a principios del siglo XV, llegó hasta Arabia antes de que el Imperio se encerrase en la xenofobia y el aislamiento, ante esos mapas y objetos siempre hay algunos visitantes que miran con atención, los explican a sus hijos y quizás compran algún libro que llevarán a la zona continental de donde proceden. Termina una época, pero el futuro no está todavía escrito para China. Tampoco para Macao.

Mercedes Rosúa