HUELLAS DE FUTURO-ORENSE, ARTE PRERROMÁNICO

HUELLAS DE FUTURO

Mercedes Rosúa

Este artículo apareció en La Semanal del Turismo Prerrománico, revista on line Altomedieval primera semana de noviembre de 2016,

Salida y travesía larga de la estepa de Castilla la Vieja, dirección noroeste, para ver, como restos de barcos hoy varados en lejanas playas, algunas iglesias prerrománicas. Es un viaje a contracorriente, en el tiempo y en mucho más, hacia lo que queda, apenas, de lo que fue y hacia lo que pudo ser esta piel estirada de Hispania, tendida de sur a norte, en azaroso y siempre incierto equilibrio entre el África pronto asolada por las ávidas olas del monoteísmo guerrero y tribal del desierto y el vivero, trunco pero repleto de brotes y semillas, de la civilización romana.

Se van dejando atrás, colgados del horizonte, castillos, ruinas y pueblos, colinas que reúnen, en su reducida extensión, todos los rasgos medievales: Torre de la que sólo quedan muros y huecos en la cima, muro que fue fortaleza en la ladera, iglesia con espadaña más abajo, y, aún cobijada por ellos, al pie y alrededor se posa una bandada de casas. No hay mucho más.

Entre estas islas de la gran estepa de Castilla la Vieja oleaje de tierras de labor, pespunte de árboles, a veces, de improvisto, una ciudad más grande. Luego nada, camiones como navegantes de altura. Algún puticlub que pregona, como insignia heráldica, un nombre, “Jenny”, “Marilyn”, preferentemente inglés. Lanzas de torres y silos que ensartan la inacabable línea del horizonte. Y sobre todo y todos el primer descenso, verde, dorado, gris, pajizo, del otoño.

Tal y como la entrada al sepulcro de Drácula

Tal y como la entrada al sepulcro de Drácula

Paso a las tierras gallegas. Verdor, verdor, verdor. Recintos apartados que, en la penumbra del atardecer, aguardan a quien escriba sus historias de vampiros que, forzosamente, deben haber escogido vivir aquí, con la ayuda de colaboradores de la aldea cercana que vuelven las cruces del revés cada día tras la puesta del sol, para que ellos puedan pasearse, y las enderezan cuando el vampiro descansa. Tumbas, iglesias con la arquitectura de maqueta ideada por esforzados visigodos que conservaron el sueño de Roma. Curvas de paisajes esponjosos, a veces con las cicatrices de grandes quemaduras. Y ciudad capital de la comarca.

La calle y la niebla

Orense; pétreo, de un triste y monótono gris lapidario en el que el río parece discurrir cargado de lágrimas, fachadas nuevas, anodinas, caprichosas, anuncios comerciales y empresariales que hablan de reciente prosperidad, bullicio callejero del fin de semana que se concentra en unos metros cuadrados. Y más allá, como afluentes del río de la melancolía, arcadas, calles y plazas habitadas tan sólo por líneas de faroles y por muy pocos paseantes que parecen nadar con lentitud en la neblina que rezuma del granito oscuro de los edificios.

Primera búsqueda de los tímidos pecios prerrománicos allende la invisible raya de Portugal, hasta San Fructuoso de Montelios.

San Francisco empeñado en anular la antigua iglesia

La iglesia principal, barroca, con fachada de nata y chocolate cortada por la guinda de una agresiva cruz roja, apoya el flanco en el pequeño y muy antiguo templo, al que la gran hermana de muchos siglos después parece vigilar y mantener bajo su dominio, pared con pared, para abrumarlo con su altura como el policía que pone la mano en el hombro. La iglesita del siglo VII se alza en una colina que domina el pueblo y sirve también de cementerio. La proliferación de cruces en el lugar, dominadas por la central rojo sangre, irremediablemente remite a exorcismos, inquisiciones y, mucho más allá, a lejanos ritos de otra época con los que hubo que contemporizar y a los que se hubo de controlar.

El menudo, discreto, oscuro edificio de San Fructuoso es una imitación visigótica del Mausoleo de Gala Placidia, en Rávena. Es significativo que los visigodos eligieran esa joya de las postrimerías del Imperio Romano, cuando ya éste sólo lo era de Occidente o de Oriente, y que el emperador de la parte occidental, Honorio, deseara dejar para la posteridad y para su hermana este primoroso recuerdo de lo que fue su grandeza.

San Fructuoso, desde el siglo VII, ha sobrenadado reconstrucciones, destrucciones, restauraciones y olvidos. Tiene la forma de la cruz, los arcos de herradura bizantinos que se asociarían luego casi exclusivamente con los árabes y las bóvedas inspiradas, modestamente, en su modelo italiano. Su reducido tamaño no es óbice para que produzca la curiosamente desmesurada sensación de grandeza y respeto que estos edificios inspiran. La proporción de sus elementos refleja las altas aspiraciones de sus autores. Habían sido bárbaros, conservaban no poca violencia, sin embargo no aspiraron, como en el siglo XXI sí en España ocurre, a ser reyezuelos de lo inmediato, a fraccionar y a crear un rosario de tribus vasallas. Hicieron lo contrario, su mirada fue más allá, hasta el recuerdo, como meta, de un gran Estado de carreteras y de leyes generales, de lengua común y monumentos de indiscutible calidad y hermosura.

En San Fructuoso hay más que lo que en principio se ve. No se alza, como ocurre en centros de devoción similares, en un lugar cualquiera. Se diría que aflora en él parte de lo oculto, de lo voluntariamente cubierto y cegado por paredes, suelos apisonados, revestimientos posteriores, con el propósito de velar, asimilar, difuminar un pasado ancestral y pagano, anterior a Roma, mezclado con los visigodos y con las primeras épocas del cristianismo. Un tiempo de ritos solares, mágicos, celtas, de dioses de la Naturaleza. A colinas como éstas se aferraron y superpusieron desde la prehistoria sucesivos cultos. En ellas hunden sus raíces, como los árboles a los que adoraban, religiones que, perdidos su magia y sus conjuros, perviven todavía sin embargo con la tenacidad silenciosa de las corrientes subterráneas alimentadas por lluvia.

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Quizás el dios antiguo sólo duerme

Y ahí está, en una fuente exterior, Cernunnos, la ancestral divinidad celta, híbrido de ciervo y de animales tectónicos, el Señor de la Vegetación y de las Bestias. Tras él, debajo de él, una masa rocosa, quizás estancias, aras, pasadizos cegados hace más de mil años por el moho, los desaparecidos árboles y el lodo. Y encima, en la superficie, piedras labradas toscas y grandes que hubieran podido ser el esqueleto de un gran animal perdido cuya adoración coexistió con dios y dioses nuevos.

En San Fructuoso la proyección, por las pequeñas ventanas, de escasos, escogidos rayos de luz ya no ilumina la decoración perdida, lo que en su tiempo dio calor al recinto y alimentó el recuerdo del colorido esplendoroso del mausoleo de Rávena.

Santa Comba de Bande abunda en la sensación de sencillez y tenacidad. Sólida, geométrica en sus cuerpos solidarios con muy pocos huecos al exterior, ha preservado ese aire de desafío y testimonio, de defensa de sus elementos, como los grandes ladrillos, de tipo romano o las columnas de mármol negro que debieron pertenecer a alguna construcción muy anterior y tienen, en su refinamiento y lisura, algo de sirenas varadas procedentes de otra época. Su planta se despega de la basílica para adoptar, de forma que será común diseño posterior, la estructura cruciforme.

Santa Comba de Bande: El camino de la basílica a la cruz.

El camino entre unas y otras iglesias prerrománicas permite avistar la región en zonas alejadas de poblaciones grandes y rutas principales. Surge entonces el recuerdo de las novelas de Emilia Pardo Bazán, de la trilogía de Torrente Ballester, e incluso una transposición de la atmósfera del Oviedo de “La Regenta”, de Leopoldo Alas “Clarín” por un sabor de semejanza. Los cambios de Galicia han sido enormes, pero en la arquitectura se percibe el inmenso poder  que hasta épocas bien recientes tuvieron en ella el poder eclesiástico y el poder feudal. La sociedad civil parece aplastada entre desmesurados seminarios y castillos del señor en la cima, sin contrapartida alguna en las viviendas rurales que hablan de una existencia de minifundio con alimentación asegurada pero muy escasos libertad y horizontes. Hasta que la emigración rompió el ciclo, que borraron definitivamente la aceleración y modernidad de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo ahí está, al día de hoy, la interesada tendencia centrípeta, los topónimos y señalizaciones exclusivamente en gallego, el provincianismo localista avaro, populista y sectario que es exactamente lo contrario del esfuerzo de grandeza en recuerdo del imperio romano de los visigodos.

La alineación ritual del viejo culto.

La alineación ritual del viejo culto.

San Miguel de Celanova sorprende por el primor de acabado y preservación, como si el tiempo hubiera discurrido orillándolo, sin molestarse en rozarlo por su pequeñez. Arte visigodo y mozárabe se dan la mano en esta capilla que no llega a ser templo pero que con sus estrechas, elegantes ventanas encauza adecuadamente la luz, de manera que recuerda de nuevo a los viejos ritos de los solsticios y es suficiente para iluminar el interior que parece diseñado para una sola oración, para concentrarse en un momento, una plegaria, un rito, a medio camino entre los oficios eclesiásticos y el retiro solitario de los eremitas.

Si anteriormente habíamos encontrado, alineada con la iglesia, la gran roca que sirvió a la religión antigua de ara de sacrificios y el frente en el que se proyectaba el foco solar, si hay danzas circulares aún hoy que se dedican al Sol, en Santa María de Mixós tampoco faltan los rastros, disimulados bajo el encaje del mantel del altar, las huellas del sincretismo y aprovechamiento de viejas divinidades. Es el caso del ara dedicada al dios de la guerra, Bandua, que sirve de base y habla de la progresiva cristianización y fagocitación del mundo pagano por la religión nueva, todavía claras en el siglo X y probablemente mucho después. Santa María de Mixós resulta más formal, más espesa y utilitaria que las anteriores. Es recta, basilical, con un pasado quizás de monasterio y visible acarreo temporal de elementos asturianos, visigodos y mozárabes a los que se añaden pinturas góticas. Produce una sensación de remanso, de punto de cruce de caminos y de siglos poco o nada semejante a las pequeñas y apartadas iglesias prerrománicas anteriores.
Progresos de equilibrio y simetría.

Progresos de equilibrio y simetría.

Ya en tierras de Castilla, que se abren, anchas, despejadas y libres tras superar la línea de los montes, está San Pedro de la Nave, salvada como Moisés de las aguas al ser trasladada piedra a piedra para que no la cubriera el pantano del Esla. De talla y envergadura ya notables, en tiempos centro monástico, cuidada y hermosa, es un hito y una prueba de la importancia de lo que en arte prerrománico hubo y de lo que pudo haber y podría haber habido de no ser destruido y truncado por la invasión islámica. Su estructura, decoración y diseño hacen de San Pedro de la Nave monumento señero altomedieval y cumplida muestra de la arquitectura visigoda. Hay en él una ambición de amplitud y de espacio, algo logrado, preservado, quizás la larga firma de su heroico salvador, Gómez Moreno. Su decoración en frisos y capiteles la realza e ilumina; sus elementos, inconscientemente, hablan de la temprana formación de Europa. Hay motivos geométricos germanos, frutos, hojas, animales y rostros bizantinos, iconografía sagrada como los apóstoles, narrativa religiosa de temas bíblicos.

Vista de San Pedro de la Nave, salvada de las aguas como Moisés.

San Pedro de la Nave. Aquí el Arca fue el valor de Gómez Moreno.

Algunos cambios de nombre, que ahora son rentables.

Con el enorme esfuerzo que representaba construir estos edificios en relación con los escasos medios de que se disponía, la población hispanovisigoda se esforzó en crear grandeza en recuerdo de la romana pasada y con proyecto igualmente amplio. Tuvieron la extraordinaria amplitud de miras y la nobleza que requiere el reconocer valores superiores y aspirar a ellos en una opción que es exactamente la opuesta al pseudotribalismo actual, al interesado cultivo de las envidias y la exaltación del terruño de las clientelas de las nuevas taifas. Los visigodos recogen el testigo de Roma y en un espacio de tiempo mínimo, entre la adopción oficial del cristianismo y la invasión árabe, avanzaron en un proceso de creación y de síntesis del cual sólo han llegado, como restos de naufragios en playas perdidas, muy pocas muestras. Pero éstas no son únicamente de monumentos del pasado. Las iglesias prerrománicas conmueven. Pueden ser comparativamente toscas, austeras, maltratadas por siglos de desdén y de cambios, maquetas de reducida talla respecto a sus modelos ideales. Sin embargo muestran con frecuencia también una sorprendente delicadeza, y dan fe de enorme tesón y valentía. Son huellas de la Historia, pero quisieron ser, además, huellas de futuro.

Mercedes Rosúa