Oriana: La voz y los silencios

ORIANA: LA VOZ Y LOS SILENCIOS

2007-M. Rosúa

(Este artículo apareció en Foro de Educación. nº 9. Ed. J. L. Hernández Huerta. 2007. Salamanca)

RESUMEN:

Daba luz, sola.

Daba luz, sola.

Los comentaristas se han esforzado en enterrar las ideas y libros de Oriana Fallaci, escritos a partir del 11 S, en elogios a su obra periodística anterior y en
silencios o descalificaciones globales respecto a sus denuncias del fundamentalismo islámico, del chantaje terrorista y de sus formas de penetración en Europa. Las necrológicas se han guardado de analizar los hechos y los datos aportados por Oriana en sus tres libros últimos: La rabia y el orgullo. La fuerza de la razón y Oriana Fallaci se entrevista a sí misma. El Apocalipsis. Pero la periodista, fallecida el 15 de septiembre de 2006, denunció hechos verificados, peligros ciertos y una connivencia real entre sectores occidentales venales, corruptos, acobardados e ignorantes y las estrategias de penetración y de manipulación de la opinión pública de un islamismo enemigo de las democracias, los Estados de Derecho, la libertad y la sociedad abierta occidental.

Oficio de necrólogos

Fuerte, valiente, honesta.

Fuerte, valiente, honesta.

Los obituarios en torno a la muerte de la periodista y escritora Oriana Fallaci, acaecida el 15 de septiembre de 2006, han oscilado entre el reconocimiento de sus méritos profesionales tiempo ha y el alivio por la definitiva mudez a que la obliga (sólo ésta hubiera podido hacerlo) una muerte que le desearon con tanto fervor los que fueron objeto de sus denuncias, unido esto al distanciamiento estratégico, ético o estético, o el franco reproche de chicos de la prensa, políticos e intelectuales en lo que concierne a sus posiciones de los últimos años, expresadas en la trilogía La rabia y el orgullo, La fuerza de la razón y Oriana se entrevista a sí misma. El Apocalipsis. Oriana habría sido la gran reportera y referencia periodística desde los años sesenta hasta los ochenta, alcanzando la cima en la época en que los grandes de este mundo se disputaban el prestigio de ser objeto de una entrevista suya, habría intelectualmente existido hasta los años noventa y, tras la decadencia del cáncer y el silencioso retiro para el que optó por los Estados Unidos, se habría entregado en sus años postreros a la obsesión delirante y la incontinencia verbal centrada en la alerta sobre una supuesta invasión musulmana.
A ella le hubiera encantado leer los artículos sobre su persona y su obra con los que, expeditiva y cautelosamente, se la borraba de la nómina de los transmisores de opinión. Con gran rapidez, como en los entierros urgentes, aparecieron en prensa el día siguiente al óbito comentarios y necrológicas, en parte ya previstas, y desapareció a continuación su nombre con igual presteza.
Formó esta floración efímera de literatura póstuma el adecuado epílogo a sus obras completas, la prueba involuntaria del cuidadoso filtro que, desde el origen mismo del discurso mediático, caracteriza a nuestra época. Tras su muerte, se apresuraron a ponerla en una hornacina porque era la mejor forma de colocarla fuera de juego y de contacto. Se imponía desglosar en dos a la difunta: cantar los elogios a la luchadora antifascista, contra las dictaduras y por la libertad, y recubrir la incomodísima etapa postrera de su persona con la hojarasca del reprobable exceso. Quedaba como la gran escritora italiana, la mujer valiente que indefectiblemente se situaba en el vórtice mismo de la historia, la entrevistadora tenaz e infatigable, la maestra de reporteros y modelo de periodistas.
Había sido única. Y ya no sería nada, ni ella ni sus ideas, jamás. ¿Qué
descalificación más fácil, qué mejor sudario de olvido que el trenzado con la pasión e invectivas de un carácter que sentía el mayor desprecio hacia el lenguaje políticamente correcto? Cumplidos los trámites de admiración hacia su figura pasada, los comentaristas no podían menos de concluirlos con la respetuosa caricatura de la mujer visceral empeñada en una cruzada contra el Islam, y no faltó el recurso benevolente a la disculpa de su enfermedad, la excusa preventiva, una vez enunciados los elogios, de la irracionalidad, irresponsabilidad y desequilibrio apasionados fruto de su edad y estado terminales. Quien más y quien menos, la generalidad de los usuarios de la onda y de la pluma ha ejecutado un ballet de distanciamiento y enviado por todos los medios posibles un mensaje: No crean que yo comparto sus ideas. Como si apartaran de sus cuellos una mano potencial que quizás pudiese un día amenazarlos con segarles la garganta.
Una simple ojeada a la prensa del día dieciséis de septiembre revela la homogeneidad en la estructura de los comentarios fúnebres: Editoriales y columnas de opinión se refugiaron, tras la cuota más o menos generosa de las alabanzas de rigor, en los tópicos preventivos (catastrofista, racista, víctima de su propia leyenda, excesiva, pronorteamericana). De forma harto patética, el uno le negaba la condición de intelectual dejando así la puerta abierta a la limitación emocional y el restringido crédito del simple cronista de sucesos. Otro, tras describir el precio que en extremo riesgo personal la reportera había pagado por hallarse en los campos de batalla y tras distanciarse de Vietnam y demás arriesgados escenarios porque en la época él (el redactor) tenía otro tipo de fantasías, reduce la columna vertebral de la denuncia de Oriana, el peligro en Europa por la estrategia y la amenaza islámicas, a una anécdota florentina, trata a la escritora de neocon y finaliza lamentando la involución de la que fue gran periodista, luego sujeto de catarsis caprichosas y que había acabado degenerando en predicadora. Fiel al esquema, otro columnista que nunca ha corrido más riesgos que épater les bourgeois, los escarceos con las ninfas y la exigencia en televisión de que se hable de su libro para obtener dinero con las ventas, aderezaba la obligada necrológica arrebañando un lejano recuerdo con guarnición de puta, jodido y hostia, que es el obligado peaje de la tribu de los progresistas de nómina, y, en un análisis final en el que originalidad y profundidad no se disputaban el primer puesto, denunciaba que, con la cercanía de la Casa Blanca, la gran mujer se había vuelto derechista y burguesa. Más explícita, una de las máscaras de proa del progresismo oficial, lógicamente galardonadas con el Nobel, se apresuraba a expresar su profundo desacuerdo con la concepción del mundo y las ideas de la señora Fallaci; ni qué decir tiene que no entraba en el análisis de detalle de la una ni de las otras. Algunos simplemente perdonan a la italiana, por ser vos quien sois, la vida y cubren una página de periódico de reproches a sus supuestos excesos, errores e insultos. La acusan de haber simplificado y generalizado hasta la náusea, hacer una lectura textual del Corán, ignorar las atrocidades de las Cruzadas, citar fuera de contexto, admirar a Kissinger y a Indira Ghandi y contemporizar con el Shah de Persia. Describen sus libros como simple rosario de exabruptos contra el Islam en los que se advierte la influencia judía. El firmante del artículo reduce sus últimas obras a una catarata de insultos contra un nosotros en el que él se ve incluido y vejado, que abarca izquierda, centro, derecha, Iglesia, marxistas, democristianos, socialistas, periodistas e intelectuales. Sitúa su retrato del personaje teniendo como fondo un auditorio norteamericano al que ésta augura, pesimista y obsesionada por la muerte, que lo peor está todavía por venir. Y concluye el necrólogo añorando otras épocas en las que la escritora aún no había perdido la razón. Quien sólo leyera de Oriana Fallaci esa página reconocería mal en tal mujer a la que, en sus libros, y hasta el último instante, proclamó su amor a la vida, la inteligencia y la lucidez y cuya biografía revelaba un conocimiento real, tan intelectual como vivo, de países, líderes, pueblos, historia, cultura y literatura, incomparablemente superior al de sus comentaristas póstumos. Produce cierta congoja ver sumarse al tibio cortejo del descrédito a periodistas de mayor fuste que, desde el parapeto del sujeto indeterminado, afirman que algunos la acusaban (quizás con fundamento) de manipular…Se decía que era incapaz de modificar… (que) sus textos reflejaban ese dogmatismo….¿quién sabe hasta qué punto la enfermedad que padecía lo impulsó (dar bruscos bandazos)?,…. cuando se convirtió en la San Jorge del integrismo occidental. Para el decálogo al uso de sus comentadores, ella nunca hubiera debido reconocer al Shah de Persia el más mínimo rasgo positivo, aunque en sus disposiciones los hubiera, ni era soportable que, por el contrario, abominara de manera absoluta de mullahs, imanes y ayatollahs iraníes y afganos, aunque se basara en la pura evidencia de sus actos. Convenía embalsamarla en los años setenta, en olor de la partisana antifascista de su primerísima juventud y de la antifranquista ferviente que olfateaba en la España de 1975 la sangre reciente de los vascos fusilados (pero no de otras sangres), ponía flores en sus tumbas y no veía sino bondadosa inteligencia en el líder de Partido Comunista Español.Y anular intelectualmente los años posteriores, tarea tanto más fácil cuanto que la crudeza de su expresión y sus denuncias, la soledad insobornable de su postura, se prestaban sin esfuerzo a convertirla en caricatura, reducirla a puro fenómeno de ruido y de furia, aparatosa forma de un contenido indigno de reflexión. Quedaba bien –siempre quedará bien– integrarla en la condena indiscriminada de la crueldad de la guerra y las crisis de los movimientos contestatarios, citar sus textos de primera línea sobre los cuerpos destrozados en Vietnam y emplear mucho los términos universal, poderosos y naciones, de manera que todo se resuma al preceptivo segundo de tristeza por la maldad de la condición humana; y después a cobrar el artículo, la conferencia o la subvención y a otra cosa. Oriana es aprovechable para la denuncia abstracta, la triste reflexión, que a nada compromete y a nadie implica, pero se vuelve intratable e incomodísima cuando hay una guerra real, de nuevo tipo, difuminada como un cáncer en comandos y organizaciones civiles que se valen de todas las debilidades y cobardías de los estados de derecho. Entonces hay que marcar distancias y evitarla como la peste porque el adversario es aquí y ahora, y tan concreto que puede desde degollar al periodista hasta quitar y  poner gobiernos simplemente regulando el miedo de los ciudadanos y el suministro de petróleo. Y sin lugar a dudas puede, como lo demuestra en millones de ejemplos cada día, condicionar, facilitar o impedir la consecución de trabajos, publicación de artículos, protagonismo social, acuerdos financieros, tiradas de prensa, número de votantes y acuerdos tácitos para cargar a los contribuyentes el precio de los sobornos.
Es significativa la manera, freudianamente fatal, cómo asoma en las ilustres plumas de comentadores que sin duda se creen exentos de pecado tal el pelo de la dehesa machista. La tentación de reducir la vehemente escritora a erinia vociferante, a esa repelente antítesis de la mujer atractiva que es la intelectual desafiante, respondona, certera y entrada en años. Difícilmente se hubieran mezclado, en el obituario de un hombre, junto con el currículum profesional, apreciaciones sobre su cuota de atractivo físico. Con Oriana sin embargo el columnista se permite el lujo del tuteo (que la señora Fallaci practicaba muy escasamente) y le dice por el simple placer de la paronomasia, unos párrafos antes de reprochar a la difunta que se hubiese hecho de derechas, que, al conocerla, le pareció baja, vieja y bruja. No es ni mucho menos el único que considera idóneo añadir unas gotas de desdén sexual a la descripción de un ser humano de sexo femenino y notable inteligencia; se trata casi un acto reflejo, al que no es ajeno Kissinger, quien, quizás para desfogar la irritación que al parecer le produjo la entrevista, hizo hincapié en la decepción que sintió al encontrarse con aquel patito feo en vez de con la hermosa mujer que esperaba. Hay aún mejor, excelentes ejemplos en los que a la rijosidad potenciada por los años se añade el oportunismo que se provee, como escudo protector y peaje de sus tibias críticas al activismo islámico, de ardientes alabanzas a los extraordinarios valores espirituales del Corán, fuente de paz, tolerancia y concordia. Es perfectamente imaginable el soberano desprecio con el que deben leer –si es que alguno lo hace– los fundamentalistas musulmanes de pro, que llaman al pan pan, al vino (con perdón) vino, a las mujeres seres de segunda (como en el libro sagrado se escribe) y a la yihad yihad, estas contribuciones al tributo de las cien doncellas del asustado infiel. El fenómeno, que se empeña en reducir a una pandilla de violentos e indocumentados a los defensores islámicos del terrorismo, recuerda a los que afirmaban que los desfiles de millones de personas agitando el libro rojo y retratos gigantes de Mao no eran demostraciones de culto a la personalidad, que en el país vasco no hay sino marginales ejemplos de violencia y que donde pone guerra, pegar e infiel hay que leer exposición de diversas opiniones, reprimenda y extranjero.
No carece de interés observar cómo los detractores de Oriana caen en el mismo tono de extremismo simplista y virulencia que a ella le reprochan. Los pilares de tal discurso son tratarla de racista y exaltada, poseída por un odio patológico contra la totalidad de un colectivo que comprende cientos de millones de personas que profesan una de las religiones más extendidas en el planeta. Es alarmante que incluso publicaciones solventes, como The Economist,
despacharan, ya antes de su muerte, la mención a la periodista italiana con una columna que resumía el comentario a la palabra odio y parecía mucho más dictada por la ansiedad de marcar distancias que por el análisis objetivo. Ocurre que la escritora no dirige en ningún momento sus críticas y diatribas contra raza alguna; éstas van, indefectible y explícitamente, contra el fundamentalismo islámico, no contra los árabes, culpa a actos, realidades, actitudes y estadísticas, no a colores de piel o rasgos físicos, subraya las obvias coincidencia y connivencia entre obediencia musulmana y terrorismo, atraso y opresión. Su admiración hacia el periodista saudí Abdel Rahman al-Rashed, que publicó en su diario Asharq al-Awsat una amarga, y excepcional en el mundo árabe, autocrítica (Es un hecho que no todos los musulmanes son terroristas, pero también lo es que todos los terroristas son musulmanes… Somos una sociedad enferma), es inmensa, su compasión e indignación por las víctimas universal. En esta mujer acostumbrada a moverse en múltiples sociedades, viajera incansable por Oriente Medio, antigua y profunda resistente antinazi, no hay un átomo del racismo del que sin embargo sí hacen gala, consciente o inconscientemente, los que se empeñan en Europa en seguir el juego a imanes y jeques feudales e identifican musulmán y árabe. Porque, siguiendo el razonamiento de sus supuestos defensores, habría entonces que deducir que los árabes están genéticamente determinados, por una fatal disposición de su rama semítica, a ser fanáticos, reaccionarios, obtusos y maltratadores de sus hembras. Por lo que conviene utilizar su mano de obra sin inmiscuirse en los usos de su rebaño, garantizarse con adulaciones y silencio los beneficiosos contratos con los dirigentes que los pastorean y exhibir hacia el ganado, arisco pero aprovechable, el interés que se tiene por el parque temático de especies lejanas en las que, por supuesto, el concepto e imposición del respeto a los derechos humanos e individuales, a la libertad, el laicismo, la igualdad de sexos y el acatamiento a las leyes y constituciones de los países europeos están fuera de lugar.
El otro pilar en que se apoya la descalificación global de la señora Fallaci es su precario estado físico, la edad pero sobre todo el cáncer, del que se mofaban las manifestaciones callejeras de islamistas y simpatizantes exhibiendo monigotes con su efigie y la cabeza calva por el tratamiento. Sin embargo, como la escritora afirma y demuestran hechos, visitantes y testigos, su cerebro funcionó hasta el final con sorprendente lucidez, atrincherado contra el que ella llama alien, que devoraba el resto de su cuerpo, y pagó muy cara la redacción de los últimos libros de su trilogía porque, inmersa en el sentido de urgencia y deber de escribirlos, no acudió a las revisiones médicas ni siguió los tratamientos que debía y, cuando lo hizo, le dijeron que ya era demasiado tarde para operar.
Los mensajes de condolencia, biografías, exposiciones y análisis con ocasión de la muerte de Oriana se difuminan, respecto a la década final, en vaguedades que no entran, sino para breves citas, perífrasis o expresiones de rechazo, en el contenido de sus tres últimos libros y apenas tocan los precedentes de una actitud que sin embargo podía ya rastrearse en obras anteriores. Falta por abordar la pregunta omitida y sorteada por sus cronistas. «Gran escritora, gran periodista, valiente….» Sí, pero ¿tenía razón en sus tesis? ¿Las apoyaba con hechos concretos? ¿Son éstos comprobables y convincentes? ¿O se reducen, en efecto, los escritos de la última parte de su vida a una tórrida elucubración?
Algunos le conceden, como mucho, la autoría de análisis que han resultado en parte ciertos, visión premonitoria de males que ahora aquejan a Europa, pero ahí se detiene la incursión en el espinoso y temido territorio de su antiislamismo. No existen descripción pormenorizada de sus relatos, cumplida refutación de sus argumentos, invalidación de los abundantes datos, tomados directamente sea de los escenarios reales, donde estuvo, sea de
medios de difusión accesibles y comprobables, de los que ella se sirve para ilustrar su discurso y razonar su postura.

II. Crónica de una guerra perdida
En el prólogo de La rabia y el orgullo, dirigido al lector, Oriana explica por qué ha roto su silencio, el que se impuso, junto con el autoexilio, hacía muchos años, cuando, decepcionada de Italia y de Europa, que habían traicionado los valores que ella defendió desde su juventud, éstas se rendían, un día tras otro, blandamente, a los que soñaban con destruir su cultura. Vagó por el mundo hasta que decidió instalarse en Nueva York, al que denomina Refugium Peccatorum por habérselo ofrecido a tantos expatriados forzosos y voluntarios, desde los nacionalistas del XIX a los antifascistas del XX. El 11 de Septiembre de 2001 echa abajo todas las compuertas de ese viejo lobo desdeñoso dispuesto a morir, mientras escribe su última novela, en su cubil.Y le impone la obligación moral, el desafío, el deber cívico de recuperar la voz y hacerla pública, en hojas escritas, como en trance, una tras otra, primero para un periódico, luego en forma de libro. Aquel día caen las Torres Gemelas y queda mezclada con los cascotes la sustancia pastosa de tres mil personas desintegradas, las televisiones repiten imágenes de turbas regocijadas que celebran el atentado, y no son sólo palestinos, ni de países árabes; no faltan italianos, europeos, que se mofan del suceso y se regocijan de que la desgracia se abata sobre los norteamericanos.

Que cuando crezca...

Que cuando crezca…

Éste es el revulsivo que la obliga a redactar, cuidadosamente, un largo proceso de denuncia comenzado veinte años atrás y transformado en texto torrencial pero dotado de coherencia interna, exento de la menor censura ni temor. Ella es perfectamente consciente, siempre lo ha sido, de la importancia de las palabras, de las proclamas, las declaraciones y los libros, del sometimiento
al estilo, el rigor y la cadencia. Nunca se ha vendido. Ha vivido siempre de su trabajo pero muy pronto, hacia los diecinueve años, fue despedida de su primer empleo en un diario de Florencia por negarse a escribir falsedades sobre el mitin del célebre líder comunista Togliatti, aunque ni siquiera firmara el artículo. Resulta insólita, y hoy difícilmente creíble, su declaración de que nunca aceptó escribir ni una línea por dinero, lo que le impidió, por falta de recursos, acabar sus estudios de Medicina. Cincuenta años más tarde rechazará la elevada remuneración que por su artículo se le ofrece. En Nueva York, durante dos semanas de ininterrumpido parto, desdeña la enfermedad, los alimentos y el sueño y se nutre de la aguda conciencia de su deber como escritora y de la indignación que le proporciona combustible, un inmenso volumen de vergüenza ajena ante la pasividad, la tibieza, connivencia, chaqueterismo o franco placer por el atentado. Los aviones-bomba han venido a rubricar un proceso que denunció hacía largo tiempo: el progresivo desarrollo de enemigos de la libertad y de Occidente, antes nazis y luego, de forma mucho más extensa, subrepticia y peligrosa, agrupados bajo las banderas del Islam en diversas franquicias terroristas, con la ayuda eficaz de una quinta columna europea presta a todas las rendiciones y componendas.

...no sea esto.

…no sea esto.

Oriana se remite a las declaraciones del más célebre de los Padres Fundadores de la Yihad moderna, heredero de los Hermanos Musulmanes y de Jomeini: Ben Laden proclama, sin ambigüedad alguna, que el mundo de infieles y libertades debe ser conquistado y sometido al Islam, en el proceso de una guerra de religión, la santa Yihad en la que están obligados a participar todos los musulmanes y de la que es enemigo, sin excepción, cualquiera que no acepta a Mohamed como profeta y el Corán como única fuente de fe y de forma de vida. Con igual claridad aquél afirma que la gran mayoría de los musulmanes, según muestran los sondeos, está encantada con el atentado del 11 S; la incómoda evidencia corrobora la exactitud de sus declaraciones. Por consoladora que resulte, la creencia de que el terrorismo islámico es fenómeno de minorías se derrumba ante los testimonios e imágenes de multitudes que expresan, por millones, desde Marruecos a Indonesia, el odio y deseos de agredir a Occidente, que queman sus banderas y las efigies de sus presidentes y toman como guías a iconos del tipo Ben Laden o Jomeini, por otra parte prescindibles puesto que no son sino el rostro visible de un movimiento sociorreligioso del más puro cariz integrista, ajeno a la civilización definida por democracia y progreso y anclado en un alto medievo de teocracia puritana incapaz de ceder el paso a una sociedad moderna, laica y plural, una estructura incompatible, por su propia esencia y por el aval de la experiencia histórica, con los derechos individuales propios de las sociedades desarrolladas. Analfabetismo, atraso, feudalismo y miseria coinciden geográficamente con el perímetro de las zonas islámicas y contrastan con la riqueza de sus oligarquías gobernantes. Es un especial sistema de totalitarismo que precisa de chivos expiatorios con los que compensar la frustración y la envidia del pueblo respecto al nivel de bienestar de Occidente y el lujo de sus propios gobernantes. El paso de los años ha demostrado que puede haber regresión, tras aparentes modernizaciones, y que la multinacional del terrorismo se expande sin forzosa relación con los frentes bélicos de Estados Unidos, lo que ilustra el hecho de que ninguno de los diecinueve kamikazes de Nueva York fuera afgano. Los intereses y aprovechamientos económicos de los diversos clanes no impiden que, a diferencia de épocas pasadas, el actual conflicto sea sustancialmente ideológico, carente de fronteras. Ajenas a los parámetros de las guerras convencionales, llevan décadas extendiéndose las milicias islámicas y los campos de entrenamiento de terroristas, en un mapa de operaciones cambiante y fluido para el que no existen fronteras. Se difumina voluntariamente la división combatientes/civiles, los vagos fines siempre justifican la inhibición de los espectadores y los métodos de los asesinos. La situación escapa a las acostumbradas estrategias porque el enfrentamiento no es nacional ni militar. Se trata de una guerra nueva, de tropas que aumentan con rapidez exponencial y multiplican apoyos y cabezas de puente en el territorio conquistable, una guerra de nuevo cuño, cultural y religiosa, los agentes de cuyo nazismo esta vez se sitúan tanto en las regiones de origen como, sin camisas negras, azules ni pardas, en las ciudades europeas, y hallan sin esfuerzo refugio, subvenciones y apoyo. El antiamericanismo multiuso sustituye a los fervores de la adhesión religiosa y, amasado con el buenismo y la ignorancia acomodaticia de paz y subvención, es, para mafias y autócratas herramienta inapreciable. Es difícil negar la relación, investigada por la policía de diversos países, entre tales instituciones sociorreligiosas y las redes de Al Qaeda, sus arsenales y la formación de activistas. Sólo en Italia habrían sido epicentros del terrorismo islámico Milán, Turín, Roma, Nápoles y Bolonia y existido células en múltiples poblaciones. Sin que ni en ése ni en otros países se hablara de ello, ni de un sistema de circulación filoterrorista que discurre por establecimientos como carnicerías halal (de animales sacrificados como el uso islámico ordena), locutorios, internet y asociaciones de apariencia inocua que sientan doctrina, vigilan conductas, forman a los jóvenes y se mueven como pez en el agua en zonas urbanas que han adquirido para los ciudadanos de origen el hosco aspecto de territorio hostil. En las grandes mezquitas como en las modestas madrasas de barrio marcan la línea ideológica y la actitud de los fieles los sermones de los imanes, en quienes reside indiferenciada la autoridad religiosa, civil, pública, privada y moral, reforzada por la que las autoridades autóctonas les otorgan gustosas para que, al uso medieval, controlen y sirvan de mediadores con sus parroquianos. Ellas se evitan molestias, el estado de derecho se debilita, se pierde la conciencia de la igualdad ciudadana ante la ley y los sectores más progresistas de la población inmigrada se ven forzosamente sumergidos en el control tribal y patriarcal que reproduce la opresión de su teocracia de origen.
Tras el 11 S, resultaron singularmente llamativas las declaraciones de algunos imanes, como el de Bolonia, que culpaba de la matanza a la derecha y a Israel aseguraba que el peligro no era Ben Laden sino América.
Pero, más que a las armas químicas o biológicas, lo que a la periodista infunde profundo temor son olas sucesivas de integrismo puritano que lleguen a destruir irreemplazables obras de arte, esculturas, pinturas, bibliotecas y edificios que constituyen la médula y el alma de la cultura europea, de manera similar a los planes de Hitler para incendiar París o la voladura, durante la II Guerra Mundial, del Puente de la Santa Trinidad, en Florencia. El recuerdo de su ciudad natal, de catedral, iglesias y monumentos profanados y sucios por la basura y deyecciones de una larga acampada de inmigrados somalíes a la que no se atrevieron a controlar y oponerse las autoridades, el desprecio insultante de aquella turba hacia las mujeres, incluso las de su edad, y la permisividad oficial respecto a esos invasores que nada más entrar exigían derechos y atropellaban el lugar de acogida es para ella continuo acicate.Y envía una solitaria declaración de guerra a aquéllos en cuya violencia, ideario y fanatismo ve el mayor de los peligros del siglo XXI. La vida de la escritora, con la proximidad del final, forma una curva y reencuentra, bajo apariencia distinta, el fascismo nazi que desde niña, junto a sus padres, combatió. No rechaza el calificativo de sermón para su artículo porque considera su principal deber la difusión urbi et orbi de la advertencia.Y desdeña a quienes atribuyen su valentía a la proximidad de la muerte, porque su trayectoria vital prueba que en todo momento ha sido alguien capaz de pagar con grave riesgo propio el alto precio de la libertad de expresión.
El periódico donde apareció el primer artículo agotó el millón de ejemplares, y las adhesiones, fotocopias y correos electrónicos mostraron que servía de voz a innumerables personas a las que se obligaba a la mudez de la censura.
Mientras, pacifistas y repentinos admiradores del mundo islámico, excomunistas y socialistas platónicos a los que había dejado a la intemperie la caída del Muro de Berlín la declaraban hereje, ignorante y exhibicionista. Escrito en estado de extrema tensión y, tras publicar parte en la prensa, no por ello deja de reivindicar la señora Fallaci en un libro que es a la vez recopilación, arenga y manifiesto su celo por la forma lingüística, la propiedad, el ritmo, la eufonía y la corrección sintáctica, aunque se sitúen en aguas de fondo tan movido y convulso como la época y los hechos que relata y pese a que los improperios atraviesen continuamente sus líneas como un fogonazo tanto exclamativo, tanto interrogativo retórico. Utiliza el estilo directo, un alter ego exigente con el cual dialoga de una forma que inconscientemente recuerda a la epopeya clásica, las invocaciones de Homero y de Virgilio a la Musa, el auditorio, los héroes y los dioses. Desde el primer título, rabia y orgullo, pone en
guardia al lector sobre el contenido emocional, pero no por ello redacta un simple panfleto; hay un tono de veracidad indudable, un serio fondo de conocimientos, un raro espesor vital, los cuales incluso a veces parecen enmascarados por la espontaneidad de su forma literaria de manera que la repulsión y la ira no excluyen a razón y lucidez.
En esta época de medias tintas y tibiezas es llamativo su afán unívoco.
Así, por ejemplo, cuando se asegura de que no existe riesgo de que se mezcle, en sus improperios hacia los que admiran, comprenden o se solidarizan con Ben Laden, los kamikazes y sus seguidores, ni un átomo de respeto, piedad o reserva. Pasa rápidamente revista a los supuestos mártires, a su patrón Arafat, a los homólogos japoneses, y ella, que, como en Blade Runner, cuanto más se le va la vida más la ama, siente el profundo desprecio de los que han sabido gozarla hacia estos exhibicionistas de la muerte. Las imágenes de los terroristas suicidas, con planchado y peluquero recientes, aparecen también en su novela de años antes, Insciallah (1990), que comenzaba con los centenares de muertos del atentado de las bases americana y francesa en Beirut. El 11 S las víctimas son miles, son un puré orgánico de fallecidos de los que nunca se sabrá el número. El héroe de la jornada, el jefe del comando, Mohammed Atta, especificó en su testamento En mis funerales no quiero seres impuros. Es decir, animales y mujeres(…). Ni siquiera cerca de mi tumba quiero seres impuros. Sobre todo los más impuros de todos: las mujeres embarazadas. Los héroes de la periodista son otros, los pasajeros de los aviones secuestrados para convertirlos en bombas, los cientos de bomberos y los policías que murieron para intentar salvar a los atrapados.
Oriana se adentra en el análisis de la irremediable vulnerabilidad, frente a las dictaduras, de las sociedades abiertas, de la vieja alianza entre aquéllas y los grupos terroristas, de la envidia a Estados Unidos y de la naturaleza de la confianza, pluralidad y fuerza de éstos, de sus veinticuatro millones de musulmanes y de la ingenuidad norteamericana, que abre a cualquiera, como a los pilotos que se incrustaron en las Torres Gemelas, puertas y aulas y pone a su disposición la ciencia y la tecnología que les servirán para borrar los símbolos de la modernidad y de la nación. Fue el caso de Ben Laden, multimillonario en buena parte gracias a sus empresas, ¡oh ironía!, de demoliciones. Es al único al que Oriana hubiera querido entrevistar. Porque en la tranquila crueldad evangélica de su sonrisa, en la suavidad ingrávida de sus movimientos, en la fascinación de sus ojos que guardan tras la bondad el cuchillo y en el ejercicio de completa soberbia de Rey de la humildad y los marginados ella ve el Mal, como se percibe a la entrada de Auschwitz o en la escuela de Beslan, coagulado, materializado, frío y dispuesto a llevar adelante su plan. Oriana cree conocerlo, haberlo visto en el salón de un hotel del Beirut de los años ochenta, una figura alta, de un blanco inmaculado, los ojos del rostro muy joven dotados de oscura fijeza. Ben Laden, el más dulce, a decir de su prolífico padre, de los cincuenta y cuatro hermanos, el muchacho rico que, desde las chicas rubias y las fiestas, se pasó al sumo deleite de la Gran Pureza, la austera santidad y la embriaguez del arcángel venido a más que se sueña segundo de Dios y reina en su trono de desnuda roca. Tras él, una Arabia Saudí que nutre de dinero a los terroristas y de petróleo a buena parte del planeta, aliada de Estados Unidos y al tiempo el régimen más puritano, inquisitorial y feudal, también quizás el más hipócrita, en un palmarés que resulta reñido cuando se habla de los países árabes, enquistado en la invulnerabilidad de quien a diario bombea lanegra sangre que hace latir los motores de occidente. Uno de sus príncipes, Al Walid, ofreció a Nueva York, tras el desastre, un cheque de diez millones de dólares, que el alcalde Giuliani rechazo con dignidad. Era el dinero de los mismos que comparten entramado financiero con Ben Laden y que desde los ochenta alimentaron las arcas de un Arafat que se entrenaba en llevar la guerra al suelo europeo y comenzaba la gloriosa carrera de alentar a los muchachos suicidas. Ryad es también generoso con los occidentales que se convierten al islam, con la adquisición de terrenos y la construcción de madrasas y de mezquitas cuyos minaretes aspiran a mirar desdeñosamente, desde su superior altura, a las casas, iglesias y monumentos de Italia, España, Alemania, Francia.

Pero a los entusiastas valedores de la matanza de las Torres Gemelas la periodista quiere enviarles un mensaje: Han fracasado en su principal objetivo, el miedo. No sembraron en Norteamérica humillación y pánico; por el contrario, brilló un sentimiento de unidad, solidaridad, patriotismo y eficacia. Ahí se halla para Oriana la raíz misma de la libertad, en rehusar vivir atemorizado por la violencia, el chantaje, el mal aliado a la fuerza.Y, junto con el tributo de rendida admiración a tal conducta, la inevitable constatación del contraste con la debilidad europea, con su desunión y amedrentamiento que la hacen presa fácil de cualquier enemigo. Donde los ciudadanos ofrecen, en Estados Unidos, la determinación de la unidad necesaria ante los males y el general sentimiento patriótico, en Europa se observa un hervidero de tribus y de clanes atentos sólo al pastel estatal y a la exhibición del desdén de buen tono respecto a patria, cultura, civilización o bandera. La gente de la América admirada por Tocqueville, prendada de la independencia de los individuos y del sentimiento de libertad, surgida trece años antes que la Revolución Francesa, escogida y construida por emigrantes que apostaban por el futuro y dirigida en sus comienzos por personajes, los Padres Fundadores, de excepcional categoría, alcanza una general dignidad ciudadana que está exactamente en las antípodas de la imposición del hombre-masa propia del marxismo y del populismo de los demagogos. Con la claridad de la vejez, la escritora, que siempre rechazó la nacionalidad estadounidense, abomina, en nombre del justo recuerdo y del elemental reconocimiento, de cuantos se han complacido en forjar con la sigla USA un icono en el que verter celos y envidia, donde personificar todos los males y congraciarse, denigrándolo, a dictadores y fanáticos. Oriana vuelve a ser la niña que, bajo el apodo de Emilia, ya trabajaba con su padre en la Resistencia con el movimiento «Giustizia e Libertà», a la que él contó las torturas a las que en prisión los fascistas lo habían sometido. Ella ve con la nitidez de lo ocurrido ayer quiénes son los que la liberaron de Hitler y Mussolini, de Stalin y del pozo de la postguerra.Y además vive, con la intensidad de una cultura que permite la integración del pasado, los ideales de la Italia del Risorgimento, la generosa lucha de grandes hombres por una bandera que representaba su noble ideal y que ahora no se exhibe sino en los estadios.Y la conmueve el himno nacional, la belleza de la lengua de Alighieri, y no se avergüenza del simple amor a su patria, que le parece tan distante de la Italia mezquina, torpe, amedrentada y vulgar en la que, como el resto de Europa, su país se ha convertido. Las italias oportunistas y de visión corta se alzan como antítesis de la que ama. Nacieron durante la postguerra, las componen, por ejemplo, los ex comunistas que ya en los años cincuenta se ensañaban con sus artículos y desplegaban contra quien no fuera ellos todas las tácticas del terrorismo intelectual. Se ha pasado la vida enfrentándose a las distintas iglesias, de prosoviéticos y postsoviéticos, de pacifistas, buenistas, ecologistas, izquierdistas de diverso pelaje bien afincados en puestos públicos y siempre prestos al ritual totalitario de eliminar al discrepante bajo andanadas de ¡reaccionario!, ¡fascista!, ¡racista!
Desde el otro lado del Atlántico, alejada de la tierra que siempre sentirá como suya durante años de decepción y de autoexilio, Oriana se sitúa en una muy especial perspectiva. Lo que para ella es evidente y posee la irreductible claridad de los hechos es objeto en Europa, cuando no de villanías del tipo «los americanos se lo tienen bien merecido», de todo tipo de componendas, dejaciones, claudicaciones y cegueras, en una inversión perceptiva sin más lógica que la cobardía ni otro ideario que la comodidad cotidiana y la garantía del consumo a corto plazo. Los asesinos son mártires u oprimidos sedientos de comprensión, las feministas defienden el peor apartheid, el de las mujeres musulmanas, que ha conocido el planeta y llaman diferencias culturales a la opresión, humillación y régimen carcelario en que esos millones de personas viven, las autoridades pactan con dinero y privilegios la apariencia de control de los invasores, un gran caballo de Troya se instala sin el menor esfuerzo en el corazón de las ciudades del Viejo Continente, obliga a borrar o silenciar las señas de identidad de la civilización antigua e impone la propia, dotada de todos los rasgos del atraso y el sometimiento, alza con dinero de reyes lejanos sus torres, ofrece al agresor desagravios y tributos. En Europa se ignoran los vastos cementerios de soldados americanos que murieron por salvarla, los planes económicos que propiciaron su desarrollo, la potencia estadounidense que le permitió vivir a su costa en gastos de Defensa y poder así disfrutar, con lo que otros gastaban para garantizar la seguridad del mundo libre, de generosidades sociales y estados de bienestar. Desde la distancia, en el espacio y en el tiempo, desde la proximidad inmediata del Nueva York del 11 S, la periodista quiere despertar a su tierra de ese extraño letargo, del largo y lento suicidio en el que se hunde. Ninguna de las instituciones le merece crédito. Al Papa, afanoso por presentar disculpas al Islam en nombre de la Iglesia, le pregunta qué disculpas el Islam ha presentado por sus robos, masacres, violaciones y asaltos en las costas de Italia, por el activo tráfico de esclavos del que fueron pioneros y al que se aferraron hasta que se lo impidieron las potencias occidentales, bien avanzado el siglo XX, por la invasión y ocupación de territorios mucho antes de las Cruzadas. No halla más explicación, en el pueblo llano, que la miopía del miedo, el peso colosal de la autocensura que gravita sobre gentes fuertemente condicionadas por la exigencia del mínimo riesgo, incapaces de la elemental e inicial resistencia que consiste en llamar por su propio nombre al enemigo, identificar la guerra y el ataque que en este caso es la Yihad, la Guerra Santa, empeñada en sojuzgar la libertad, la cultura y el bienestar, tan trabajosamente conseguidos, de las sociedades libres, con una violencia difundida sin esfuerzo entre los muchos millones de musulmanes afincados en Europa a los que precisamente el control de los líderes religiosos, la vigilancia y manipulación de los individuos ejercidas por las comunidades inmigradas mismas, la impotencia ante agradables sistemas de vida de los que sus propios preceptos y tabús les impiden disfrutar, les empuja al fundamentalismo, la agresión y la envidiosa hostilidad.
Como periodista, hace décadas que tiene ese discurso de los hechos, que denunció la mansedumbre occidental ante los inquisidores, la conspiración del silencio ante la connivencia con la barbarie.Ya entonces los grupos que, bajo el título de marxistas, progresistas, socialistas o simplemente izquierda pretenden monopolizar el sujeto ético, ser los Buenos de una historia dual, levantaron contra Oriana sucesivos autos de fe. Desde 1980 ella había constatado la evidencia, sin prejuicio ni consigna, y eso era simplemente imperdonable. Defendía la cultura de Occidente por su extensión, abundancia y calidad frente al puñado de nombres, objetos y edificios de una basada en la agresión, el tabú, la intolerancia. Ella fue de los únicos que se horrorizaron ante las tácticas de los talibanes, a los que armaban, como a Ben Laden, en Afganistán los Estados Unidos y apoyaban las izquierdas; los primeros por contrapesar a los soviéticos, los segundos en pro de un tercermundismo nacionalista capaz de avalar todas las aberraciones con tal de que las perpetren gente y cultura autóctonas.
Oriana puso ante la conciencia occidental la práctica afgana de, mientras invocaban continuamente a Alá misericordioso, cortar los brazos y piernas de los prisioneros rusos, como ya lo habían hecho anteriormente con cristianos, judíos y británicos, con cuyas cabezas jugaban al polo en el siglo XIX en Kabul, y asegura que, con invasión y todo, los soviéticos son preferibles a los talibanes y Europa debe estarles agradecida por defenderla. La consigna ¡Fuera los
rusos de Afganistán!, repetida con entusiasmo por Osama y sus muchachos, era, mientras, coreada por las multitudes bienpensantes de la cultura occidental.
Con el éxito revelado por el tiempo.
Poco tardó en recogerse la cosecha: El fortalecimiento, en su ambición, de gentes rapaces y peligrosas que, con la perfecta carencia de escrúpulos que proporcionan el fundamentalismo religioso, la frustración social, sexual y civil de su vida cotidiana y la prepotencia de los fáciles ingresos del petróleo, desarrollan estrategias de ocupación progresiva y organizan sus ataques contra
enemigos tanto más despreciables cuanto más medrosos, venales y contemporizadores. En lo cual no hacen sino aspirar a la repetición in extenso de las formas de vida con las que sus líderes (excepto el puñado ilustrado que intentó imponer reformas de corte netamente occidental) llevan catorce siglos oprimiendo a su propia población, con un fenómeno añadido, el apartheid femenino, reivindicado como precepto islámico, que no tiene parangón en la historia social del planeta y al lado del cual palidece la segregación de negros
o de judíos. Como periodista, la señora Fallaci se atiene a los actos, a la manifestación material y concreta de las personas, los grupos y los países. Y halla que quien ha pagado y continúa pagando la póliza de seguros y de hogar de Europa son los denigrados estadounidenses, en fondos, esfuerzo y vidas.
Cuando dice que Nueva York somos nosotros ese nosotros son los países europeos, que aún confían en la distancia y sin embargo viven en un frente en cuya negación se empeñan y donde pueden irse sustituyendo, como en un dominó, las fichas blancas de una vida próspera, libre y razonablemente feliz por las fichas negras de esas mujeres reducidas a bultos que caminan unos pasos detrás de los hombres, esos cafés de público exclusivamente masculino, esa perceptible tensión, sordidez y degradación de las sociedades reprimidas que se extiende como una mancha por sectores de las ciudades del Viejo Continente.
Mientras, las nuevas inquisiciones prodigan las llamadas, cada vez más imperiosas, a la autocensura, el veto, la sumisión a las teocracias y al imperio del miedo y de la fuerza y la abominación de la civilización propia, de las bases del derecho y de los sistemas liberales. Por lo tanto la escritora italiana asume en su manifiesto el orgullo de serlo, de pertenecer a la cepa de Platón, Galileo, El Greco, Bach, Leonardo, Einstein y Newton, de los transplantes de corazón y de los viajes espaciales.Y al lado de esto rechaza colocar, en plano de equivalencia, al credo de adversarios cuyos instrumentos son el terror y la muerte y cuyo único argumento es la apelación a un libro sagrado.
Resalta el patético empeño de los dirigentes occidentales, presionados por sus poblaciones musulmanas (quince millones en Europa), por alabar el Corán y ver en él un catecismo de paz, fraternidad y justicia. Hace falta, realmente, para ello un complicado ejercicio de exégesis selectiva y creativa, aquél que permite leer cualquier cosa, interpretar de la manera más conveniente
cualquier libro sagrado. En el caso del Corán se precisa, en verdad, mucha imaginación y otro tanto oportunismo para ignorar sus innumerables llamadas a matar infieles y machacar apóstatas, su taxativa clasificación de la mujer entre los seres naturalmente impuros y siempre inferiores al hombre. Cierto es que los alumnos del Profeta le han superado, y se han superado a sí mismos, en la práctica, única piedra de toque que define a las sociedades y a los individuos: lapidaciones de adúlteras, invalidación del testimonio legal de las hembras de no ratificarlo testigos varones, manos cortadas de ladrones o los dedos de mujeres que se habían pintado las uñas, pena de muerte, aplicada en público, para consumidores de bebidas alcohólicas, homosexuales, heterodoxos, afianzamiento de la poligamia… La lista es amplia y mudable, porque, al no existir separación entre autoridad religiosa y sociedad civil, gravita sobre todos la situación potencial de pecado y de castigo, la vigilancia múltiple, la hipocresía preceptiva y el temor a la élite puritana que marca la norma y elige el castigo.
La entrevista de Oriana al ayatollah Jomeini, quien le explicó la prohibición de la música (excepto, quizás, himnos militares) porque proporcionaba placer, es un relato antológico, que debería, desde luego, figurar en los textos de «Educación en valores» y en la que se arriesgó a ser fusilada por intentar ponerse el chador obligatorio en una habitación donde estaba a solas con el intérprete. Para no acabar ambos ante el pelotón, se le propuso que firmara un matrimonio temporal con aquél. Menos chusco es su reportaje, en Dacca, de la ejecución pública a bayonetazos de doce jóvenes acusados de impureza, y, a patadas en el cráneo, del joven hermano de uno de ellos, que intentaba impedirlo, en un estadio a cuyo campo descendieron luego los miles de asistentes, mujeres incluidas, y pisotearon ordenadamente los cadáveres mientras gritaban Alá es grande. Es, también, no poco ilustrativa la entrevista con el presidente de Pakistán, Alí Bhutto, durante la cual él le contó cómo se le había casado a los trece años con una mujer mayor, prometiendo al niño, si consumaba el matrimonio, un par de patines. Ni siquiera así lo logró, ni fue nunca capaz, con aquella infeliz señora, de llegar al coito. Se marchó a estudiar a Inglaterra, se casó por amor y, a la vuelta visitó a aquella primera y nominal esposa, que vivía en la mayor soledad y nunca podría tocar a un hombre sin ser decapitada o lapidada por adulterio. Bhutto declaró que se avergonzaba de sí mismo, de la poligamia y de su religión. No es ni mucho menos el único, en estos países, que lo hace, pero no salen en la prensa jamás. El desprecio a las hembras, la repugnancia hacia esa oscura, húmeda impureza que contamina la rectitud del hombre y a la que sin embargo hay que acercarse para la procreación y para el placer, tiene en el islam fuerza de ley. En 1973 durante un bombardeo israelí, los fedayines palestinos encerraron, en Jordania, en un depósito lleno de explosivos a Oriana mientras ellos se refugiaban riendo en un sólido búnker.
Una periodista angloafgana pudo rodar, en tiempo de los talibanes, un documental sobre la ejecución de tres mujeres en la plaza central de Kabul, tres fardos tratados con desprecio por el barbudo ejecutor de turno, arrodilladas de un empujón, liquidadas sin más ceremonia con el tiro en la cabeza y retiradas luego de la escena como sangrantes bolsas de basura. Su delito podría haber sido ir a la peluquería (clandestina), descubrirse la cara, quizás reírse (también para ellas prohibido). La rabia se mezcla en Oriana con la impotencia de la razón cuando intenta conciliar estos datos con la actitud filoislámica de feministas y homosexuales en Occidente, los que la cubrieron a ella de insultos por no atenerse al discurso de moda, por reivindicar el amor heterosexual, la maternidad, la feminidad.
En sus recuerdos, no ve sólo caer cuerpos vivos; también obras de arte, irreemplazables, los magníficos budas de Bamiyán de los siglos III y IV, dinamitados por los talibanes en 2001 y que evocan por analogía el genocidio cultural cometido por una religión no por atea menos feroz ni totalitaria, el de los maoístas en el Tíbet. Y entonces acude a la memoria de la periodista la conmovedora dulzura del Dalai Lama, cuya personalidad la marcó. Un hombre con tal sentido del humor y tan poco pagado de su importancia y de su imagen que se puso una camiseta de Popeye que había comprado en un mercado indio porque pensó que a la occidental le gustaría. Contra la técnica pactista de intentar meter en el mismo saco a todas las religiones, la escritora aprecia la abismal diferencia entre el budismo y el rastro de destrucción que tras de sí, desde el siglo VIII, el islam deja. Evoca el rosario de invasiones muy anteriores a las Cruzadas, recuerda Beirut, la suiza de Oriente Medio despedazada por sirios, palestinos, sunníes y chiitas, ocupada y sojuzgada por aquéllos a los que había acogido en su seno.
En Europa llueven las rendiciones y los tributos, en forma de pasaportes, permisos, servicios gratuitos pagados por el esquilmado trabajador autóctono, subvenciones, edificios, prioridades, exenciones, dinero a gentes de países en los que no existe tolerancia alguna para religiones distintas a la musulmana, ni autorizaciones para construir iglesias, centros budistas, sinagogas ni escuelas, y sí hay, por el contrario, persecuciones, asaltos, discriminación, ataques, protección a las mafias del nuevo esclavismo y de la droga. Las mismas que dirigen hacia las riberas del Viejo Mundo a una tropa de arrogantes huéspedes que exigen con la tranquila impunidad de quien se sabe protegido por una legislación que deja inermes a los ciudadanos y les prohibe incluso defenderse.
Para la señora Fallaci Italia se ha convertido en rompeolas de una invasión masiva que nada tiene que ver con la emigración hacia América del XIX y del XX y a la que no es ajena la financiación fundamentalista, el dinero saudí y la blanda molicie de europeos a los que repugna tanto el trabajo como engendrar hijos. Las mujeres islámicas sirven, en este proceso, para la reproducción intensiva, encerradas en su conejera de trapos, sumisión e ignorancia. Las olas migratorias se vierten, a diferencia de la en su tiempo despoblada América, sobre el tejido, espeso en población y cultura, de una Europa milenaria y formada a la que, pese a su pasado inquisitorial, del que la periodista atea abomina, la Iglesia Católica ha sembrado de obras de arte y el Cristianismo embebido de valores que, junto con el Derecho Romano y la filosofía griega, forman una identidad cada día desangrada por quienes no la ven sino como parcela y botín.
Su Italia, la que ahora no reconoce en la sociedad amorfa, estulta y pasiva de aspirantes a la anomía cultural y los derechos sin obligación alguna, la de los universitarios y diputados que ignoran historia, gramática y ortografía, es tan semejante a España que podría reemplazarse el nombre de la una por el de la otra, herederas de las exigencias del todo gratis y ahora de la generación
del 68 y amantes de vestirse de guerrillera en tiempos de democracia. Más que del enemigo invasor y del asesino terrorista, Oriana abomina de la que llama jet psedointelectual de izquierdas, una clase social de especial cuño y marchamo postmoderno que vive, de manera en buena parte parásita y muelle, a costa de imponer la doctrina del pacifismo políticamente correcto y por medio de una demagogia a la que otorga poder infinito la sociedad de la comunicación a base de negar individuo, calidad, riesgo, esfuerzo y mérito en pro de la igualdad del mediocre y la inoperancia del cobarde. Este credo de la no intervención y el universal relativismo se envuelve en la tergiversación del lenguaje.Tal cosa resulta particularmente útil a la hora de englobar en culturas distintas y civilizaciones diferentes a prácticas execrables. Buen ejemplo de ello son las discusiones bizantinas sobre ablación e infibulación (de uso generalizado en varios países musulmanes: Consiste en cortar a las niñas el clítoris y/o coserles los labios mayores para que no sientan placer sexual). Los residentes en Europa no sólo pretendían hacerlas legales, sino que pagara la mutilación de esas infelices la seguridad social. Las acusaciones de racismo integran, junto con reaccionario y derechista, la batería de chantajes verbales con los que se amordazan opinión y ciudadano medio. La palabra paz se lleva la palma en el uso populista y pervertido, que la transforma en la exigencia, sin alternativas, de incondicional asentimiento a cuanto convenga al pactista de turno y que destierra del panorama vital y cívico las percepciones mismas de libertad, dignidad y categoría de los valores. La decepción de la periodista se extiende a la Unión Europea y a la ONU, grandes esperanzas de los tiempos de su juventud cuyas estructuras han ido ocupando las termitas de una glotona burocracia, en buena parte de dictaduras del tercer mundo, que tiene como finalidad ella misma y como metodología la huida y los pactos con el invasor mientras agita sin descanso la bandera blanca y se dispone mansamente al suicidio.
Las perífrasis, metáforas y epítetos (hijos de Alá por musulmanes, berridos por llamadas del muecín a la oración, cretinos, barbudos, cigarras, cerdos machistas con sotana y turbante a los verdugos de las mujeres, etc, etc) son abundantes en los libros de la señora Fallaci y reproducen, de manera casi magnetofónica, un lenguaje coloquial que ahuyenta a cualquiera con aspiraciones diplomáticas y, sin embargo, ayuda a comprender el éxito y alcance de su discurso, los millones de ejemplares vendidos, la correspondencia y correos electrónicos.
Ocurre que, en fondo y en forma, ella expresa lo que sienten y expe-
rimentan, sin poder decirlo, las personas del común, a las que se ha privado de voz y de defensa porque, si osan abrir la boca y quejarse de lo que sin empacho la periodista afirma, se encuentran tocadas con las corozas de racista y reaccionario, aisladas en un mar de fatalismo conformista, ahogadas por la dictadura de la corrección sociopolítica y el imperio de las mafias que acaparan los
medios de comunicación e incluso disponen sobre la existencia o no existencia de los hechos. Se ha forzado de tal manera a la gente a negar la evidencia, a callar cuando el emperador estaba desnudo, se les está obligando de tal forma todos los días a costear de sus ingresos y ahorros, de las estructuras fruto del trabajo de generaciones, a exigentes hornadas de parásitos y a tropas que, lejos de aportar integración, afecto y lealtad al país de acogida, se comportan como en terreno conquistado, que la denuncia de la señora Fallaci, su inconfundible aroma de veracidad y honestidad, su dicción directa, brutal, semejante a la del hombre de la calle, son un refugio y un inmenso respiro en un panorama en el que la censura tácita apenas permite alzar la voz. Por primera vez se grita que el traje del emperador no existe, que la transformación de algunos barrios en sórdidos arrabales marroquíes, de las mujeres en población marcada, de forma similar a la estrella amarilla pero mucho más incómoda, por un pañuelo hasta las cejas, de los bares y cafés en recintos de exclusiva clientela masculina, de la atmósfera distendida y libre en la tensión de zonas patrulladas por grupos con aspecto más ruidoso y desafiante que cordial e integrado, todo eso resulta inquietante y penoso y no tiene nada que ver con la sana pluralidad de gentes de origen diverso que respetan las leyes del país de acogida y se ganan honestamente la vida. El hombre de a pie, el trabajador que se ve postergado cuando precisa de servicios sociales para los que él y los suyos han cotizado toda la vida, el ciudadano que sinceramente cree en la igualdad y en los derechos que la Constitución enumera se siente vendido a un adversario inatacable por parte de esos representantes políticos cuya casta vive lejos y a salvo de la degradación cotidiana. Le hablan de guerras; no ve sino enfrentamientos lejanos. Le aseguran paces tan simples como un apretón de manos, le tranquilizan con explicaciones del complejo mundo que remiten los conflictos a la paciencia y distribución de sonrisas y analgésicos. Pero ese hombre común sabe que no le miente el instinto, que la guerra es otra, sin ejércitos pero con sicarios, mafias y estraperlistas, y sabe que le están malbaratando, a él, a su cultura y a su tierra, y cobrando por ello. Aquéllos que agitan los ismos que permiten a su clan seguir nutriéndose de los dividendos de la utopía.
Denunciar a todos es una guerra perdida, Razón de más, según Oriana, para presentar batalla hasta el final.

III. La cara oculta de la media luna
La voz de la escritora es también la de voces al otro lado del último Muro, el de tejido espeso y jaculatorias que bordea los países islámicos. Desde allí le llegaron a Oriana Fallaci mensajes de personas que comprensiblemente  ocultaban sus nombres, mujeres muchas de ellas, pero no todas, ni forzosamente musulmanas. Porque lo que se presenta a la opinión occidental como espacio religioso prácticamente monocolor es en realidad un magma, de oprimidos y opresores, de cristianos, budistas o judíos en franco peligro y rotunda discriminación y agnósticos, ateos y conversos condenados a muerte. Incluso en los casos de apariencia más desarrollada, como Turquía, laica en la forma pero diseñada para fundir la fidelidad al islam con la incondicional lealtad al Estado, lo que de hecho constituye, desde hace siglos y en países muy diversos, una forma de estructura totalitaria sui generis, por cuanto, al no existir Iglesia como tal, lejos de dar lugar este factor a sistemas más libres y laicos, tiene el efecto contrario: Todo es Iglesia, todos los jeques, con el imán que es su alter ego, son pontífices, comendadores de los creyentes que rigen a su grey con autoridad doble indistinta. Incluso, cuando de forma reciente se intentaron, y en algunos casos instauraron, gobiernos modernos, hubo derivas hacia la oligarquía autoritaria que reproduce en esencia y métodos la teocracia estatal, de manera muy semejante a las religiones laicas de un comunismo que goza allá de gran predicamento.
La eficacia de este totalitarismo es tanta que, por ejemplo, de los millones de cristianos que residían en Turquía a principios del siglo XX no quedan sino un par de cientos de miles, iglesias, capillas y monasterios han sido profanados o convertidos en cuarteles y mezquitas, los lugares de culto están sometidos a una semiclandestinidad y los pocos fieles que restan son una precaria
minoría en continua disminución. Mientras, llueven sobre las autoridades europeas civiles y religiosas las exigencias de líderes e inmigrantes musulmanes para que levanten centros islámicos, madrasas y mezquitas.
Dedicada a los muertos del Madrid del 11 M, La fuerza de la razón despliega, con minuciosidad y lucidez, datos, argumentos y descripción de las reacciones y respuestas provocadas por su anterior libro. Mucho más que los intelectuales y personajes conocidos, que se guardan muy bien de significarse, envían su apoyo por cientos de miles (procedentes de los más variados y lejanos lugares y no pocos de países islámicos) gentes anónimas, se crean en la red páginas como thankyouoriana, que firman sobre todo mujeres que viven en países sometidos a la Sharia, se amontonan en casa de la señora Fallaci las sacas de correspondencia, se la compara con las admoniciones de Churchill a una Gran Bretaña pasiva ante la escalada de Hitler y Mussolini. Por otra parte pacifistas, grupos de extrema izquierda y representantes islámicos coinciden en atacar a la escritora sin economizar bajezas ni medios: Amenazas de muerte, en y sin el nombre del Corán, injurias y obscenidades contra ella y contra sus parientes y amigos fallecidos, pintadas y carteles, propuestas de recluirla en un psiquiátrico para demencias seniles, burlas respecto a su enfermedad, el cáncer, acoso, pintadas, presiones para que se la rechazara y se organizase una quema de sus libros…Todo esto hecho en buena parte bajo las banderas con el arco iris, en nombre del vocablo paz, que Oriana –y no es la única– considera la palabra más violada y traicionada del mundo. Por supuesto se han presentado contra ella acusaciones de antisemitismo, racismo, etc, etc, instruido procesos y animado a los fieles creyentes, sin duda en nombre del Dios misericordioso, a acabar con su vida.
Página tras página, la escritora denuncia, con nombres, lugares y fechas, el continuo e impune quebrantamiento de la ley y el uso del fraude y el chantaje por parte de individuos que se presentan a la vez como víctimas, no de sus actos, sino de persecuciones antiislámicas, y que, por otra parte se consideran merecedores de una especial consideración que les eximiría de atenerse a las normas del país de acogida. Éste, sea Suiza, España, Italia o Francia, se inhibe e incluso se apresura a condenar a multas y penas de prisión a los que se atreven a criticar agresiones de los musulmanes. Ellos sin embargo, y cualquier occidental (de hecho, está tan de moda que es elemento indispensable de filmografía y prensa), pueden insultar hasta el aburrimiento a Papa, Cristo, Evangelio y a cualquier símbolo o personaje religioso. Excepto en el caso de Mahoma, el Corán y sus preceptos, a los que protege la más férrea censura so pena de proceso, escándalo y muerte. La generalizada rendición y abandono de valores han llegado a tales extremos que en la ONU los países islámicos se niegan a suscribir la Declaración Universal de Derechos Humanos y proclaman que no se atienen sino a la que han elaborado como «Declaración de los Derechos Humanos en el Islam», en la que todo se somete a la Sharia como única fuente de legitimidad. En Gran Bretaña se funda un «Parlamento Musulmán» que prohibe a los inmigrados festejar la Navidad y les recuerda su primordial sumisión al poder religioso. Esto acompañado en Europa de seminarios, grupos de trabajo y defensores de un relativismo cultural de gran ayuda para, porejemplo, la persistencia del esclavismo en África, y que incita a sustituir en Occidente los textos de los libros de Historia por otros acordes con un Islam mítico modelo de virtudes y a establecer una especie de comisariado en lo que viene a ser, y de ello hay ya suficientes muestras, una Revolución Cultural de nuevo cuño, un maoísmo coránico fundamentalista al que todo se permite y al que se viene facilitando el trabajo con la erradicación, como en muchos países de la UE está ocurriendo, de las referencias a valores cristianos, civilización y tradiciones. Vaciada de su sustancia desde en la expresión del pensamiento hasta en la iconografía navideña, Europa pasa a ser una ciudad tomada por el caballo de Troya al que han facilitado la entrada y con el que esperan colaborar antes, ahora y siempre las diversas mafias sociopolíticas que se aprovechan del débil flanco de los sistemas democráticos, el que permite la dictadura de minorías y, en nombre de la protección de éstas, acaba sojuzgando a la gran mayoría de los ciudadanos.
Realmente, y pese al tono apocalíptico, la invasión que denuncia Oriana, y cuyo origen ella hace retroceder al siglo VIII, no se trata de una trama ancestral, maquiavélica (en esos medios la intelectualidad no da para tanto) y urdida por un linaje de conspiradores que, en secreto contubernio, pasa las consignas de generación a generación. Aunque son ciertos los antecedentes
históricos, tiene en el muy cercano siglo XX sus visibles preliminares, que la periodista tuvo ocasión de comprobar cuando, en 1966 entrevistó a Cassius Clay, boxeador convertido al islamismo con el nombre de Mohammed Ali y que figura (y no por su inteligencia) entre los iconos del movimiento «Renacimiento del Islam» y la secta de las Panteras Negras, que, desdeñosa del movimiento pacifista de Martín Luther King contra la segregación racial, defendía en Estados Unidos un rabioso racismo antiblanco y una menos virulenta animosidad respecto a religión cristiana y civilización occidental. Con excepcion de Adolfo Hitler, alabado por ellos en virtud del exterminio de los judíos. Fue una entrevista memorable, por los eructos y autoalabanzas de Cassius y porque la vida de Oriana corrió serio peligro, dada la extrema agresividad de los musulmanes negros. El ritmo de conversión al islam es, entre la población norteamericana de color, vertiginoso y su ideario, como el de otros grupos de corte fundamentalista y étnico, de un fascismo simplista sin paliativos. Empero, la atención mundial estaba por entonces centrada en Guerra Fría, Vietnam, comunismo y socialismo. El fenómeno pasó desapercibido hasta el primer atentado terrorista islámico, cuando en 1969 se secuestró e hizo explotar un avión procedente de Italia. Fue el comienzo de una estrategia caracterizada por la matanza indiscriminada de civiles y la utilización de kamikazes como bombas humanas. Pocas lecturas hoy tan apasionantes como Entrevista con la Historia, en la que, con una introducción aguda pero palpitante como un puñado fresco de entrañas, Oriana Fallaci reproduce las entrevistas, realizadas entre 1969 y 1976, a veintiséis personajes clave, como Kissinger, Golda Meir, Hussein de Jordania, Indira Gandhi, Willy Brandt, Reza Pahlevi, Soares, Cunhal, Carrillo, el arzobispo Makarios, Pietro Nenni, Nguyen Van Thieu. Con la perspectiva de los treinta años transcurridos, ahí está, la percepción del planeta del los que hacían, o pretendían hacer, su historia, y ahí se encuentran la fuerza y debilidad de cada uno de los individuos, la tensión ambiente, la lucidez de la entrevistadora y el voluntarioso engaño en el que podía caer incluso ella, llevada por su pasión de lucha en pro de un mundo mejor. En su rabia de años posteriores hay probablemente no poco enfado consigo misma, porque, como ocurrió sobradamente en su generación, una persona inteligente no se perdona haber cedido a veces a la ceguera irracional y la miopía selectiva. En esas páginas, en las entrevistas a Yasser Arafat y a George Habash (aquel misionero laico, el caritativo pediatra cristiano ortodoxo convertido súbitamente al negro dios del terrorismo puro), recogió la declaración de intenciones de la revolución panárabe que se proponía sembrar Europa y América de cuantos Vietnam fueran precisos. Luego dio fe, con sus reportajes, en los años setenta, sobre la crisis del petróleo y las declaraciones del jeque Yamani, de la ofensiva ya perfectamente desplegada. A las democracias occidentales se les presentaban por entonces dos opciones. Una ardua: mantener sus principios y valores como premisa para quien pretendiese disfrutar de sus ventajas y establecerse en sus territorios. La otra era la pactista entre las ricas oligarquías árabes feudales y sus homólogas europeas, de cariz diverso pero unidas por la avidez del beneficio rápido, la adulación y entendimiento con teocracias y dictaduras y la indiferencia respecto a los usos y costumbres de la mano de obra barata. Se optó por la segunda opción, por el abandono de las gentes que, en países árabes y afines, pretendían vivir en sistemas modernos, progresistas y civilizados, se apoyó a la escoria del fanatismo totalitario, como los talibanes, Jomeini y la casa real saudí, y, por diversas vías, a los nuevos multimillonarios (sin trabajo ni méritos propios) del petróleo, disfrazados de musulmanes light cuando se desplazan a Occidente para pecar sin cortapisas. Se traicionó y abandonó, tanto en los países de origen como entre las comunidades inmigradas, a árabes y no árabes que aspiraban al laicismo, la libertad y la democracia, y se favoreció una regresión que ha sido evidente en el ámbito musulmán y en la que el velo, por ejemplo, lejos de reducirse a un detalle cultural, es la piedra de toque de la posición a favor o en contra de igualdad y el derecho ciudadano, de ahí el empeño en negar su relevancia, reducirlo a opción personal, moda o capricho, y desligar su uso del Corán. Aunque la terca realidad muestre de cuando en cuando, por miles de imágenes, lo contrario. El dinero fluía generoso desde Oriente Medio, se compraban en Europa bienes, armas, contratos de montaje de complejos nucleares, como el de Irak, franjas costeras, grandes almacenes. Cara al público se utilizó a los palestinos como una mina inagotable de justificación, victimismo y adquisición con donativos de buena conciencia, que permitiría a Arafat y los suyos figurar entre las grandes fortunas del planeta. Los años ochenta vieron, al tiempo que la continuación del terrorismo, la erección por toda Europa de grandes mezquitas y centros islámicos, generosamente subvencionados, entre otros, por Arabia Saudí, los emiratos del Golfo, Libia, Kuwait, Bahrein, Oman,Turquía.Y no menos asociaciones y publicaciones, como la revista Eurabia, aparecida ya en 1975 y de la que toma Oriana el nombre para bautizar la maniobra expansiva, objeto de sus escritos y de su alarma, por la semejanza con la blanda reacción europea en los años 30 ante la subida del fascismo.
La ola de censura y manipulación es estadísticamente obvia y delata los fondos en ella invertidos para servir los intereses de las clientelas de este ideario.
Basta con observar la persistente lluvia, en todos los medios comunicativos y culturales, de vituperios, imágenes negativas y caricaturas burlonas de cuanto tiene relación con el cristianismo y, por el contrario, el modoso silencio o las descaradas y sistemáticas alabanzas a historia, personajes, usos y obras del Islam. En películas de generosísimo presupuesto como El Reino de los Cielos o El caballero número XIII el gran público disfruta de las ejemplares nobleza, sabiduría y tolerancia de Saladino y demás sarracenos comparadas con la codicia, fanatismo y corrupción de los cruzados de occidente, y tiene ocasión de extasiarse ante la generosa valentía del caballero árabe, que brilla como un dechado de civismo entre la barbarie de los guerreros nórdicos. La ubicua propaganda según la cual el mundo islámico sería la flor y esencia de la cultura y todos los inventos tendrían en él su origen raya hoy en lo grotesco. Naturalmente se silencia la encarnizada persecución en el ámbito musulmán del puñado de hombres preclaros y de espíritu abierto. De cuando en cuando surge en Europa a contracorriente alguna voz de sinceridad discordante, condenada de inmediato al ostracismo. Fue el caso del parlamentario noruego Hallgrim Berg, que denunció en la Asamblea de Estrasburgo supuestos Diálogos Euroárabes que no eran sino monólogos políticos al servicio del Islam donde el pensamiento liberal y la amplitud intelectual no tenían lugar alguno.
La regresión se ha multiplicado a ojos vistas en los últimos años. En Alemania, que cuenta con tres millones de turcos y donde se alzan dos mil mezquitas, se observa un abrumador aumento de mujeres cubiertas de negro, de recaudación de impuestos revolucionarios y, no por azar, de redes fundamentalistas entre las que se encuentra la de los terroristas que pusieron la bomba en el vuelo de Pan American que se desplomó sobre Lockerbie, matando 270 personas, o la escuela donde se formó el líder del 11 S Mohammed Atta. En Europa se está tolerando la poligamia de hecho mientras se denuncia, con éxito, la presencia de crucifijos incluso en propiedades privadas, se expurgan según qué libros de las librerías, se inyectan sumas millonarias en películas y documentos que, bajo la lujosa apariencia, son pura propaganda de un islam idílico y se eliminan del espacio público a las voces disidentes.
La táctica troyana, la construcción de un Estado dentro del Estado, incluye proyectos, como el italiano de erigir una completa ciudad islámica, la exigencia de dispensar a las mujeres de descubrirse el rostro, ni siquiera para documentos de identidad, la proliferación de publicaciones exaltando a los mártires, la presión para el reconocimiento de la poligamia, la separación de sexos en servicios públicos y la preeminencia de la autoridad patriarcal. Todo esto subvencionado, garantizado y blindado por los países de acogida. La estrategia consiste invariablemente en aprovecharse de las libertades y la protección a minorías y creencias que ofrecen los sistemas democráticos, forzar a una falsa homologación
con sectores que no presentan problema alguno, como budistas, evangélicos o judíos, e imponer la no integración, la desobediencia y desprecio a las leyes y civilización del país como un derecho. La metodología pactista viene de lejos, fue practicada en los años treinta por el fascismo en su alianza de Hitler con el Gran Mufti y los representantes de un islam siempre bien dispuesto respecto
a los que veía como sus homólogos. Semejante ha sido el caso de partidos comunistas francamente alérgicos a los sistemas democráticos pero expertos en monopolizar la imagen del luchador por la libertad, y en eliminar a la competencia. De forma más burda, en Oriente los grupos musulmanes se han encargado de, primero ocupar, y de destruir luego países prósperos y avanzados, como el Líbano. Previamente, es curioso que se hable en un 99% de las
veces del mapa histórico medieval como si comenzara con la agresión cristiana de las Cruzadas contra un pacífico y civilizado imperio, y se silencien los siglos previos al XI. Porque la historia del Islam lo es fundamentalmente de invasión, su credo el de un jefe cuyo reino es muy de este mundo y que predica por encima de todo la unidad en la conquista, y sus métodos, como repite el libro sagrado hasta la saciedad, la eliminación o sometimiento del adversario. Muy poco después de la muerte de Mahoma ya se habían invadido zonas entonces cristianas, como Palestina y Siria, tomada Jerusalén en el 668 y a continuación Persia, Armenia, lo que ahora es Irak, Egipto,Túnez,Argelia y Marruecos, la Península Ibérica el 711 y parte de Francia, hasta que fueron derrotados por Carlos Martel en la batalla de Poitiers. De estos territorios, sólo España lograría librarse de los invasores y no convertirse en una extensión del Magreb. Por el sur hubo un acoso continuo de las riberas mediterráneas, con rapiña, matanzas y esclavización de poblaciones. Las torres que bordean los litorales no son puntos de recepción de los afables visitantes islámicos sino puestos de defensa y vigilancia. La Edad Media es una sucesión de ataques, masacres, destrucciones y saqueos por parte de piratas y expediciones musulmanes que sufrieron Italia entera, Suiza, Portugal, que en Oriente se extendieron hasta China y la India y hacia el sur destruyeron las prósperas comunidades cristianas de África. Desde el siglo XIV los turcos avanzaron hacia el centro de Europa hasta hacerse con la que es Estambul y fue Constantinopla en uno de los baños de crueldad y sangre más espectaculares que la Historia registra. A ella siguió Atenas, donde se convirtieron en mezquitas todos los edificios antiguos y más tarde las autoridades turcas, al haberlo transformado en polvorín, harían saltar el Partenón.
Mientras, el rey de Francia pactaba con la Sublime Puerta para embolsarse tranquilo los frutos del comercio con Oriente, España, junto con Venecia y los Estados Pontificios, fue la única que frenó en Lepanto, en 1571, el poder turco en una arriesgadísima empresa sin la cual serían otros, y ciertamente no mejores como muestra la evidencia, el mapa y la historia de Europa. La invasión –porque la expansión del islam fue todo menos dulce y pacífica– constituyó sin embargo un éxito porque comprende hoy, sin contar Extremo Oriente, desde el Atlántico a los Urales, unos cincuenta y tres millones de personas y se apoya en una práctica directamente ligada con el mantenimiento de la inferioridad de la mujer: la procreación intensiva, que hace del musulmán el grupo más prolífico del mundo, con una tasa de fertilidad y un aumento demográfico que podrían anegar en pocas décadas los países europeos. De hecho el discurso de numerosos líderes religiosos incluye el precepto para las mujeres, de parir al menos cinco hijos y está estrechamente ligado con la reivindicación de la poligamia y la aceptación, incompatible con las leyes europeas sobre la igualdad de sexos, del matrimonio islámico, que, en sus dos variantes, la permanente y la provisional, considera a la hembra (a la que se mantiene separada del novio durante el rito) objeto de venta, inferior, sometido y fácilmente repudiable. A la que por cierto el Corán dice explícitamente que hay que golpear si desobedece. La estrategia se completa con el plan de crear una serie de repúblicas semejantes a Irán que se extenderían de norte a sur por el centro de Asia, cortarían a placer los suministros energéticos e instaurarían un reino de la servidumbre que dejaría pálidos los planes del nazismo. Las precarias situaciones de Afganistán y de Irak no lo son por la intervención norteamericana sino por la dejadez europea, de cuya inhibición temerosa tienen clara percepción, en esos países, fundamentalistas y oligarcas, para los que la libertad y democracia significan tan poco como las vidas de sus propios ciudadanos.
Sobre España, la opinión de la periodista, avalada ésta con abundantes datos, es tan escueta como drástica: es parangón de una invasión islámica sin cortapisas, en territorio, inversiones, edificios, instituciones, permisividad y normativa. Respecto a su Presidente, se le dedica un breve y despectivo epíteto constante, el insoportable Zapatero, y se subraya su peligroso y cínico populismo.
Todo se realiza, en las sociedades europeas, bajo la supervisión del estrecho matrimonio de censura y miedo, el mismo que impide que se muestren expuestos los libros de Oriana Fallaci, el que hace que se multipliquen las amenazas contra su vida y que se asesine y coaccione a cineastas, escritores, intelectuales y políticos mientras los demás, la inmensa mayoría, callan y contemporizan.
Pero también hay importantes alicientes para los que colaboren en la
instalación, dentro de los estados de Derecho, de enemigos de los sistemas libres cuya voluntad de no integración figura explícitamente en su credo: Se ofrece dinero rápido y abundante enviado por los emires de los creyentes, sea en forma de petrodólares, sea canalizado y envasado en subvenciones, comisiones y gratificaciones diversas; y golosas bolsas de votantes a los partidos que defiendan el voto rápido para los inmigrados. En estos partidos y organizaciones hay quien es perfectamente consciente de la gravedad del trueque, sin embargo la prioridad de tocar poder prima sobre los escrúpulos, pero también existen no pocos que creen hacer justicia al pobre trabajador emigrado concediéndole un derecho que servirá a éste para imponer al común de los ciudadanos del país prácticas anticonstitucionales y reaccionarias. El multiculturalismo se estrenaría paralizando todo tipo de actividad laboral para tirarse durante el día cinco veces al suelo en las horas de plegaria, no acudiendo al trabajo el viernes y multiplicando los días feriados a los que habría que añadir la peregrinación a la Meca, todo ello a cargo del contribuyente de a pie. Éste último se transforma, y lo transforman, en un colaborador manso y pasablemente intimidado, flotan en su interior asesinos y amenazas, vive en el país de una ETA extensa, poco importa si tocada de capucha o de turbante. Es tiempo de pagar chantajes.
IV. La vita è bella
La lista de víctimas de los atentados terroristas islámicos es mucho más amplia que la enmarcada por el gran pórtico de las Torres Gemelas; a ella se dedica con minuciosidad Oriana en sus dos últimos volúmenes. Recorre desde la actualidad a los años ochenta y pasa por aviones, discotecas, restaurantes, mercados, calles, templos, sedes diplomáticas y escuelas infantiles. Enumera, por primera vez con nombres y apellidos, a decenas de muertos, a centenares
de personas de todas las razas, edades y naciones, apenas citadas por la misma prensa que ha silenciado púdicamente sus torturas y su martirio y sí ha ejercido un racismo antiamericano oportunista al que la escritora es ajena. Ella da fe de vídeos con el minucioso degüello de secuestrados, que se venden a centenares y se contemplan con fruición en Oriente Medio, y recuerda asesinatos en plena Europa, como en Ámsterdam el del cineasta Theo van Gogh, que había denunciado la situación de la mujer musulmana, acosos con amenazas de muerte, como los casos de la parlamentaria holandesa de origen somalí Ayyan Hirsi Alì y de Salman Rusdhie, y a muchos niños, los de la escuela de Beslán, los palestinos adiestrados en los campos del Líbano o Jordania, los iraníes enviados por delante de las tropas de Jomeini para hacer saltar las minas. Entre el silencio atronador de los que, en los medios occidentales, prefieren mirar hacia otra parte y dedicar sus energías a la crítica a Estados Unidos. Porque el auténtico ideal de las clientelas del bienestar gratuito y los derechos sin esfuerzo es que otros sigan poniendo el dinero y las vidas.
Y sin embargo las últimas obras de Oriana son un canto a la vida, una brusca llamada a alejarse de la muerte, a despreciar la enorme capacidad de los catalizadores de odio, su mundo siniestro de opresión y represión, de calles sin mujeres, de mujeres sin rostro, de gritos sin individuos e individuos sin voz, de la infinita frustración, complejos y tedio transformados en tensión y agresividad que se palpan en aquellos ambientes. La cristiana atea, la revolucionaria impenitente que Oriana Fallaci se declara defiende, hasta el umbral de la Nada, la alegría de vivir, el placer de su cigarrillo, su música y su copa, frente a la sombría y aburrida hueste de quienes sólo hallan distracción en el regusto de poder que proporciona el ejercicio del mal. Hasta el final ella quiere a la vida, que se le escapa, por quien cada día lucha frente a un enemigo extraño, el cáncer, que avanza por su cuerpo como por una ciudad tomada pero contra el que su parte más humana, refugiada en el cerebro, resiste, un alien del que abomina, en una rebelión llena de grandeza contra el absurdo desperdicio, escrito en las leyes de la Naturaleza, que ordena el fin de toda existencia y que la vida se alimente de cadáveres.
Entonces, para que esa vida irremediablemente limitada, finita, valga la pena, hay que vivirla con el sabor de la libertad en los labios, con la incomparable plenitud del pensamiento, la belleza, el amor y la inteligencia. Jamás se somete Oriana Fallaci a la muerte. Por el contrario, su pluma se nutre de la repugnancia que sus adoradores le inspiran, de la indignación hacia cuantos se nutren de sus sobornos, de la urgencia de presentar batalla a la vasta grey que dobla la cerviz y escucha con tibieza a los fieles del negro dios de la aniquilación, la envidia y el evangelio rencoroso. Hasta el final ella recordará al hombre que amó, gustará los bienes de la tierra, verá la luminosa armonía de Florencia, las pirámides de cristal y acero, la ciencia que hará accesible el vuelo hasta las estrellas.Y habrá dejado tras de sí

Finalmente, la vida.

Finalmente, la vida.

vida, y no muerte, independencia, bravura y un apasionado amor, que no odio, al planeta que recorrió y que tan bien supo reflejar.